Título Original: Deception Point






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D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n

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—Yo también.

—Buena suerte —dijo el anciano—. Si esta noche todo sale bien, podría

ser su última reunión. Esos hombres solos pueden proporcionar todo lo

necesario para darle a su campaña el empujón definitivo.

A Sexton le gustó cómo sonaba aquello. Dedicó al anciano una sonrisa

confiada.

—Con suerte, amigo, cuando lleguen las elecciones, cantaremos victoria.

—¿Victoria? —El anciano lo miró ceñudo, inclinándose hacia Sexton con

ojos amenazadores—. Colocarle a usted en la Casa Blanca no es más que el

primer paso hacia la victoria, senador. Espero que no lo haya olvidado.

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La Casa Blanca es una de las mansiones presidenciales más pequeñas del

mundo. Mide sólo cincuenta y dos metros de largo por veintiséis de ancho y

está construida sobre tan sólo ocho hectáreas de terreno ajardinado. El

proyecto del arquitecto James Hoban, basado en una estructura semejante a

una caja con un techo a cuatro aguas, balaustrada y una entrada con

columnas, a pesar de no destacar precisamente por su originalidad, fue

seleccionado en un concurso público en el que los jueces lo calificaron de

«vistoso, digno y versátil».

Incluso después de vivir tres años y medio en la Casa Blanca, el

presidente Zach Herney raras veces se sentía en casa entre esa maraña de

candelabros, antigüedades y Marines armados que llenaban el edificio. Sin

embargo, en ese momento, mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el Ala

Oeste, se sentía lleno de vigor y extrañamente relajado. Apenas notaba el peso

de sus pies sobre los lujosos suelos alfombrados.

Varios miembros del personal de la Casa Blanca levantaron la mirada

cuando el Presidente se acercó. Herney los saludó con la mano y de viva a voz,

llamándolos por su nombre. Sus respuestas, aunque corteses, resultaron

apagadas y acompañadas de sonrisas forzadas.

—Buenos días, Presidente.

—Qué alegría verle, Presidente.

—Buenos días, señor.

Mientras el Presidente se dirigía a su despacho, percibió susurros a su

paso. Dentro de la Casa Blanca se tramaba una insurrección. Durante las dos

últimas semanas, el clima de desilusión en el 1600 de Pennsylvania Avenue

había aumentado hasta tal punto que Herney estaba empezando a sentirse

como el Capitán Bligh: comandando un barco que zozobraba y cuya tripulación

se estaba preparando para un motín.

El Presidente no los culpaba. Su personal había dedicado horas durísimas

a apoyarle en las elecciones que se avecinaban y ahora, de pronto, todo

indicaba que él estaba tirando la toalla. «Pronto lo entenderán», se dijo

Herney. «Pronto volveré a ser su héroe».

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Lamentaba tener que mantener a su personal totalmente al margen

durante tanto tiempo, pero era de vital importancia que la información se

mantuviera en secreto. Y, cuando se trataba de guardar secretos, la Casa

Blanca era famosa por ser el barco con menos filtraciones de todo Washington.

Herney llegó a la sala de espera, situada delante del Despacho Oval, y le

dedicó a su secretaria un animado saludo.

—Está muy guapa esta mañana, Dolores.

—Usted también, señor —respondió la secretaria, mirando el atuendo

informal del Presidente con clara desaprobación.

Herney bajó la voz.

—Quiero que me organice una reunión.

—¿Con quién, señor?

—Con todo el personal de la Casa Blanca.

La secretaria levantó la mirada.

—¿Con todo su personal, señor? ¿Con los ciento cuarenta y cinco?

—Exacto.

La secretaria parecía inquieta.

—Muy bien. ¿Quiere que la organice en... la Sala de Comunicados?

Herney negó con la cabeza. ,

—No. Organícela en mi despacho.

La secretaría lo miró fijamente.

—¿Quiere ver a todo el personal dentro del Despacho Oval?

—Exactamente. ...

—¿A todos a la vez, señor?

—¿Por qué no? Convóquela a las cuatro de la tarde.

La secretaria asintió como quien le sigue la corriente a un chiflado.

—Muy bien, señor. ¿Y el motivo de la reunión es...?

—Tengo algo muy importante que anunciar al pueblo norteamericano esta

noche. Quiero que mi personal lo oiga antes.

Una repentina mirada de decepción asomó al rostro de su secretaria, casi

como si se hubiera estado temiendo en secreto ese momento. Bajó la voz.

—Señor, ¿va a usted a retirarse de la carrera por la presidencia?

Herney se echó a reír.

—¡Demonios, no, Dolores! ¡Me estoy preparando para luchar!

Dolores pareció dudar de sus palabras. Los informes de los medios de

comunicación no dejaban de repetir que el presidente Herney estaba echando

las elecciones por la borda.

El Presidente le dedicó un guiño tranquilizador.

—Dolores, durante estos últimos años ha hecho un magnífico trabajo para

mí y seguirá haciéndolo durante otros cuatro. Vamos a quedarnos en la Casa

Blanca. Se lo juro.

Su secretaria parecía desear más que nada en el mundo creerle.

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—Muy bien, señor. Avisaré al personal. A las cuatro en punto.

Cuando Zach Herney entró en el Despacho Oval, no pudo evitar sonreír al

imaginar a todo su personal arracimado en esa sala decepcionantemente

pequeña.

A pesar de que ese gran despacho había recibido varios nombres a lo

largo de los años —el Baño, la Madriguera de la Polla, el Dormitorio Clinton—,

el favorito de Herney era «la Trampa para Langostas». La verdad es que el

nombre era de lo más acertado. Cada vez que un nuevo visitante entraba en el

Despacho Oval, quedaba inmediatamente desorientado. La simetría de la sala,

las paredes suavemente curvas, las puertas de entrada y salida discretamente

disimuladas, todo ello daba al visitante la vertiginosa sensación de que le

habían tapado los ojos y le habían hecho girar sobre sí mismo. A menudo, tras

una reunión en el Despacho Oval, un dignatario de visita se levantaba,

estrechaba la mano del Presidente y se dirigía directamente hacia uno de los

armarios. Dependiendo de cómo hubiera ido la reunión, Herney detenía al

invitado a tiempo o veía divertido cómo el visitante se ponía en evidencia.

Herney siempre había creído que el aspecto dominante del Despacho Oval era

el águila americana blasonada en la alfombra oval de la sala. La garra

izquierda del águila tenía sujeta una rama de olivo y la derecha un manojo de

flechas. Pocos foráneos sabían que en tiempos de paz, el águila miraba a la

izquierda, hacia la rama de olivo. Sin embargo, en tiempos de guerra, el águila

miraba misteriosamente a la derecha, hacia las flechas. El mecanismo que

escondía ese pequeño truco de salón era fuente de silenciosa especulación

entre el personal de la Casa Blanca, porque tradicionalmente sólo el Presidente

y la jefa del departamento de mantenimiento lo conocían. A Herney, la verdad

que se ocultaba tras la enigmática águila le había resultado decepcionante y

mundana. Un pequeño almacén del sótano contenía la segunda alfombra oval

y los servicios de limpieza simplemente cambiaban las alfombras por la noche.

Cuando Herney bajó los ojos hacia la pacífica águila, que clavaba los ojos

a su izquierda, sonrió al pensar que quizá debería cambiar las alfombras en

honor de la pequeña guerra que estaba a punto de iniciar contra el senador

Sedgewick Sexton.

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La Delta Force de Estados Unidos es el único escuadrón de combate cuyas

acciones disfrutan de total inmunidad presidencial ante la ley. La Directiva de

Dirección Presidencial n° 25 (DDP 25) asegura a los soldados de la Delta Force

«libertad de toda justificación legal», incluyendo la aplicación del Acta Posse

Comitatus de 1876, un estatuto que impone penas de cárcel a todo aquel que

emplee la fuerza militar para beneficio personal, el incumplimiento de la ley

vigente o las operaciones secretas no sancionadas. Los miembros de la Delta

Force se escogen con sumo cuidado entre los que forman el Grupo de

Solicitudes de Combate (GSC), una organización secreta adscrita al Comando

de Operaciones Especiales de Fort Bragg, en North Carolina. Los soldados de la

Delta Force son asesinos entrenados: expertos en operaciones SWAT, rescate

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de rehenes, bombardeos sorpresa y eliminación de fuerzas enemigas

clandestinas.

Debido a que normalmente las misiones de la Delta Force implican un alto

nivel de confidencialidad, la cadena tradicional por niveles de mando a menudo

se ve sustituida por una gestión «monocaput», un único controlador que

dispone de autoridad para tomar decisiones del modo en que él o ella lo

considere apropiado. El controlador suele ser un militar que goza de gran

poder político y con el suficiente rango o influencia para hacerse cargo de la

misión. Independientemente de la identidad de su controlador, las misiones de

la Delta Force reciben la clasificación del más alto nivel, y en cuanto se

completa una misión, los soldados del escuadrón no vuelven a mencionarla, ni

entre sí ni con sus oficiales de mando del ámbito de Operaciones Especiales.

«Vuela. Combate. Olvida».

El escuadrón de la Delta actualmente estacionado sobre el paralelo 82 no

tenía como misión volar ni combatir. Simplemente vigilaba.

A pesar de que hacía tiempo que había aprendido a no dejarse sorprender

por las órdenes que recibía, Delta-Uno no podía negar que, por el momento,

aquella estaba siendo una misión de lo más inusual. Durante los últimos cinco

años, se había visto implicado en el rescate de rehenes en Oriente Medio, en la

ubicación y en el exterminio de células terroristas que actuaban dentro de

Estados Unidos e incluso en la discreta eliminación de varios hombres y

mujeres peligrosos por todo el globo.

Sin ir más lejos, el mes anterior su equipo de la Delta había utilizado un

microrobot volador para provocarle un infarto mortal a un capo de la droga

sudamericano especialmente peligroso. Empleando un microrobot equipado

con una aguja de titanio del diámetro de un cabello y armada con un potente

vasoconstrictor, Delta-Dos había introducido el aparato en la casa de aquel

hombre por una ventana abierta de la segunda planta, había encontrado su

dormitorio y luego le había pinchado en el hombro mientras dormía. El

microrobot había salido por la ventana y huido antes de que él se despertara

con un dolor en el pecho. El equipo de la Delta volaba ya de regreso a casa

mientras la esposa de la víctima llamaba a la ambulancia.

Sin violencia.

Muerte natural.

Había sido una preciosidad.

Más recientemente, otro microrobot que habían estacionado en la oficina

de un prominente senador a fin de grabar sus encuentros personales había

capturado imágenes de un lujurioso encuentro sexual. El escuadrón de la Delta

se refería en son de broma a esa misión como «penetración tras las líneas

enemigas».

Ahora, después de diez días sin otro cometido que el de mantenerse

vigilantes, Delta-Uno estaba preparado para terminar con esa misión.

«Manteneos ocultos. Vigilad la estructura, por dentro y por fuera.

Informad a vuestro controlador sobre cualquier acontecimiento inesperado».

Delta-Uno había sido entrenado para no sentir la menor emoción respecto

a las misiones que se le asignaban. Sin embargo, ésta en concreto le había

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acelerado el pulso cuando él y su equipo recibieron la información de su

cometido por primera vez. El comunicado carecía de «identidad»: cada una de

sus fases se les había explicado utilizando canales electrónicamente seguros

Delta-Uno no había llegado a conocer al controlador responsable de esa

misión.

Delta-Uno estaba preparando una comida a base de proteínas

deshidratadas cuando su reloj emitió un pitido al unísono con los de los demás.

En cuestión de segundos, el dispositivo de comunicación CrypTalk que estaba

junto a él parpadeó y se activó, alertado. Delta-Uno dejó de hacer lo que

estaba haciendo y cogió el comunicador manual. Los otros dos hombres lo

observaron en silencio.

—Delta-Uno —dijo, hablando al transmisor. Las dos palabras quedaron

instantáneamente identificadas por el software de voz instalado en el

dispositivo. A cada una de ellas le era asignado un número de referencia, que

quedaba encriptado y era enviado vía satélite al origen de la llamada. En el

extremo de la línea de quien efectuaba la llamada, y empleando un dispositivo

similar, los números eran desencriptados y traducidos de nuevo a palabras

empleando un diccionario predeterminado y de autoselección aleatoria. Luego

las palabras eran pronunciadas en voz alta por una voz sintética. La duración

total del proceso: ochenta milisegundos.

—Aquí el controlador —dijo la persona que supervisaba la operación. El

tono robótico del CrypTalk era realmente inquietante: inorgánico y andrógino—

. ¿Cuál es su estatus operativo?

—Todo sigue como estaba planeado —respondió Delta-Uno.

—Excelente. Tengo una actualización sobre la franja horaria. La

información se hará pública esta noche a las ocho, hora de la costa Este.

Delta-Uno comprobó su cronógrafo. «Sólo faltan ocho horas». Su trabajo

allí pronto habría terminado. Eso le animó.

—Hay otra novedad —dijo el controlador—. Un nuevo jugador ha entrado

en la arena.

—¿Qué nuevo jugador?

Delta-Uno escuchó atentamente. «Una interesante jugada». Ahí fuera

había alguien que no dejaba de jugar ni un solo momento.

—¿Cree usted que se puede confiar en ella?

—Hay que vigilarla muy de cerca.

—¿Y si hay problemas?

No hubo la menor duda desde el otro lado de la línea.

—Prevalecen las órdenes.

16

Rachel Sexton llevaba más de una hora volando en dirección norte. Aparte

de un fugaz vistazo a Terranova, lo único que había visto era agua durante

todo el trayecto.

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«¿Por qué tenía que ser precisamente agua?», pensó con una mueca de

fastidio. A los siete años, se había hundido en un estanque helado al quebrarse

el hielo bajo sus pies. Atrapada bajo la superficie, estaba segura de que iba a

morir. Había sido el fuerte brazo de su madre lo que finalmente había logrado

sacar de un tirón su cuerpo empapado y ponerlo a salvo. Después de esa

horrorosa experiencia, Rachel había luchado contra un caso persistente de

hidrofobia: un claro recelo ante las grandes superficies de agua, sobre todo de

agua fría. Hoy, sin nada más que el Atlántico Norte extendiéndose hasta donde

le alcanzaba la vista, los viejos miedos habían vuelto a embargarla.

Hasta que el piloto no comprobó su posición con la base aérea de Thule en

Groenlandia, Rachel no fue consciente de la distancia que habían recorrido.

«¿Estoy encima del Círculo Polar Ártico?» La revelación intensificó su

inquietud. «¿Adonde me llevan? ¿Qué es lo que ha encontrado la NASA?» Muy

pronto, la extensión gris-azulada que tenía debajo apareció salpicada de miles

de puntos inmaculadamente blancos.

«Icebergs».

Rachel sólo había visto icebergs una vez en su vida, hacía seis años,

cuando su madre la había convencido para que la acompañara en un crucero

por Alaska, madre e hija solas. Rachel había sugerido innumerables

alternativas terrestres, pero su madre se había mostrado muy insistente.

—Rachel, cariño —le había dicho—: dos terceras partes del planeta están

cubiertas de agua y antes o después tendrás que lidiar con eso —La señora

Sexton estaba totalmente empeñada, cosa que la identificaba como un

ejemplar típico de Nueva Inglaterra, en criar a una hija fuerte. El crucero había

sido el último viaje que Rachel y su madre habían hecho.

«Katherine Wentworth Sexton». Rachel sintió una distante punzada de

soledad. Como el viento que aullaba fuera del avión, los recuerdos no dejaban

de acosarla, embargándola como siempre. La última conversación entre ambas

había sido por teléfono. La mañana del día de Acción de Gracias.

—Lo siento muchísimo, mamá —dijo Rachel, telefoneándole desde el

aeropuerto de O'Hare cubierto por la nieve—. Ya sé que nuestra familia nunca

ha pasado el día de Acción de Gracias separada. Está claro que hoy será la

primera vez. La madre de Rachel parecía deshecha.

—Tenía muchísimas ganas de verte.

—Y yo, mamá. Piensa que tendré que comer aquí, en el aeropuerto,

mientras papá y tú devoráis el pavo. Hubo una pausa en la línea.

—No pensaba decírtelo hasta que llegaras, Rachel, pero tu padre me ha

dicho que tiene demasiado trabajo y no puede venir a casa. Se queda en su

suite del D.C. a pasar el fin de semana largo.

—¿Qué? —La sorpresa de Rachel dio paso a la rabia—. Pero si es el día de

Acción de Gracias. ¡El Senado suspende su sesión! Está a menos de dos horas

de casa. ¡Tendría que estar contigo!

—Lo sé. Dice que está agotado, demasiado cansado para conducir. Ha

decidido que necesita pasar el fin de semana encerrado, dedicado a ponerse al

día con todo el trabajo que tiene atrasado.

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