Título Original: Deception Point






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D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n

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descubrimiento de la NASA, se había protegido contra cualquier sospecha que

apuntara a que aquello podía tratarse de una desesperada estratagema de la

agencia para justificar su presupuesto, reelegir a un Presidente que tan

favorable a la Estación Espacial se había mostrado y poner fin de una vez a los

ataques del senador Sexton.

—Hoy, a las ocho de la noche —dijo Herney—, voy a dar una rueda de

prensa en la Casa Blanca para anunciar este descubrimiento al mundo. Rachel

se sintió frustrada. Herney prácticamente no le había dicho nada.

—¿Y de qué se trata ese descubrimiento exactamente?

El Presidente sonrió.

—Hoy se dará usted cuenta de que la paciencia es una virtud. Este

descubrimiento es algo que tiene que ver con sus propios ojos. Necesito que

entienda totalmente la situación antes de que procedamos. El director de la

NASA está a la espera de ponerla al corriente. Le dirá todo lo que necesita

saber. Después de eso, usted y yo discutiremos su papel con mayor

profundidad.

Rachel percibió una sombra en los ojos del Presidente y recordó la

advertencia de Pickering en el sentido de que la Casa Blanca podía estar

guardándose algo bajo la manga. Al parecer, Pickering estaba en lo cierto,

como de costumbre.

Herney señaló con un gesto un hangar cercano.

—Sígame —dijo, dirigiéndose hacia allí.

Rachel así lo hizo, confundida. El edificio que se levantaba ante sus ojos

carecía de ventanas y tenía unas enormes puertas dobles selladas. El único

acceso era una pequeña entrada en una de las paredes laterales del hangar. La

puerta estaba abierta de par en par. El Presidente condujo a Rachel hasta

quedar a unos cuantos metros de la puerta y se detuvo.

—Yo me quedo aquí —dijo, indicando hacia la puerta—. Usted entre.

Rachel vaciló.

—¿No viene? .

—Tengo que volver a la Casa Blanca. Hablaré con usted en breve. ¿Lleva

teléfono móvil?

—Por supuesto, señor.

—Démelo.

Rachel sacó el móvil y se lo dio, dando por sentado que el Presidente

intentaría introducir en él un número privado de contacto. En vez de eso,

Herney se lo metió en el bolsillo.

—Está usted liberada en este momento —dijo el Presidente—. Acaba de

ser eximida de todas sus responsabilidades laborales. No hablará hoy con

nadie más sin mi autorización expresa o la del director de la NASA. ¿Me ha

comprendido bien?

Rachel lo miró. «¿Acaba de robarme el móvil el Presidente?»

—Después de que el director le explique los detalles del descubrimiento, la

pondrá en contacto conmigo mediante canales de comunicación seguros.

Hablaré con usted pronto. Buena suerte.

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Rachel miró hacia la puerta del hangar y sintió una creciente inquietud.

El presidente Herney le puso una tranquilizadora mano en el hombro e

hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.

—Le aseguro, Rachel, que no se arrepentirá de haberme ayudado en este

asunto. Y sin una palabra más, se dirigió a grandes zancadas al PaveHawk que

la había llevado a ella hasta allí. Subió a bordo y el helicóptero despegó. No

miró atrás ni una sola vez.

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Rachel Sexton se quedó sola en el umbral del hangar aislado de Wallops y

escudriñó la oscuridad que tenía delante. Se sentía como si estuviera a las

puertas de otro mundo. Del cavernoso interior del hangar emergía una brisa

fresca y húmeda, como si el edificio estuviera respirando.

—¿Hola? —gritó Rachel con voz ligeramente temblorosa.

Silencio.

Rachel cruzó el umbral cada vez más inquieta. Su visión quedó cegada

durante unos segundos mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra.

—La señorita Sexton, ¿verdad? —dijo la voz de un hombre a pocos metros

de donde ella se encontraba.

Rachel dio un respingo y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz.

—Sí, señor.

Vio aproximarse la difusa figura de un hombre.

A medida que la visión de Rachel ganaba en nitidez, se encontró cara a

cara con un hombretón de pétreas mandíbulas que vestía uniforme de piloto

de la NASA. Era un hombre corpulento y musculoso y lucía un montón de

insignias en el pecho.

—Comandante Wayne Loosigian —dijo él—. Siento haberla asustado,

señora. Aquí dentro está muy oscuro. Todavía no he tenido oportunidad de

abrir los portalones. —Y antes de que Rachel pudiera decir nada, añadió —:

Será un honor para mí ser su piloto esta mañana.

—¿Piloto? —preguntó Rachel mirándolo fijamente, «ya tenía un piloto»—.

He venido a hablar con el director.

—Sí, señora. Tengo órdenes de llevarla hasta él de inmediato.

Rachel tardó un instante en comprender la declaración del piloto. Cuando

por fin asimiló lo que éste intentaba decirle, sintió una punzada de decepción.

Al parecer, sus viajes no habían terminado. —¿Dónde está el director? —

preguntó recelosa.

—No dispongo de esa información —respondió el piloto—. Recibiré sus

coordenadas en cuanto estemos en el aire.

Rachel percibió que el hombre decía la verdad. Todo indicaba que

Pickering y ella no eran las únicas personas desinformadas esa mañana. El

Presidente se estaba tomando el asunto de la seguridad muy en serio y Rachel

se sentía avergonzada al recordar con qué rapidez y facilidad la había «eximido

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de toda responsabilidad laboral». «Llevo sólo media hora fuera y ya me he

quedado sin medio de comunicación y mi superior no tiene la menor idea de mi

paradero».

Rachel estaba casi segura de que sus planes estaban perfectamente

trazados aquella mañana. El paseo de rigor iba a dar comienzo con ella a

bordo, le gustara o no. La única pregunta era cuál iba a ser su destino.

El piloto se dirigió con paso firme hacia la pared y pulsó un botón. El

extremo más alejado del hangar empezó a deslizarse ruidosamente hacia un

lado. La luz entró desde el exterior, perfilando un gran objeto situado en el

centro del hangar.

Rachel se quedó boquiabierta. «Que Dios me asista».

En el centro del hangar había un reactor de combate de color negro y de

aspecto feroz. Era el avión más aerodinámico que había visto en su vida.

—Dígame que es una broma —dijo.

—Una primera reacción de lo más común, señora, pero el F-14 Tomcat de

derivas gemelas es un avión muy seguro.

«Un misil con alas».

El piloto condujo a Rachel hacia la nave. Indicó con un gesto la doble

cabina. ,

—Usted irá en el asiento trasero.

—¡No me diga! —Rachel le dedicó una pequeña sonrisa—. Y yo que creía

que iba a pedirme que lo pilotara.

Después de haberse puesto un traje térmico de vuelo sobre la ropa,

Rachel se encontró trepando hasta la cabina y acomodó como pudo las caderas

en el estrecho asiento. —Está claro que en la NASA no hay pilotos con el culo

gordo —dijo.

El piloto le dedicó una sonrisa mientras la ayudaba a atarse el arnés de

vuelo. A continuación le puso un casco en la cabeza.

—Volaremos a gran altura —dijo—. Necesitará oxígeno. —Tiró de una

mascarilla del salpicadero lateral y empezó a adaptarla al casco.

—Puedo hacerlo sola —dijo Rachel, tendiendo la mano hacia arriba para

ajustársela.

—Por supuesto, señora.

Rachel manipuló a tientas la boquilla moldeada y por fin, con un golpe

seco, la colocó sobre el casco. La máscara resultaba sorprendentemente

incómoda y extraña.

El comandante la miró durante un buen rato con una sonrisa de

condescendencia en la cara.

—¿Pasa algo? —preguntó Rachel.

—Nada, señora —respondió el piloto disimulando—. Las bolsas para

vomitar están debajo del asiento. Casi todo el mundo se marea durante su

primer vuelo en un aparato de derivas gemelas.

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—No se preocupe por mí —le tranquilizó Rachel al tiempo que su voz

quedaba amortiguada por la sofocante presión de la máscara—. No suelo

marearme cuando viajo.

El piloto se encogió de hombros.

—Lo mismo dicen muchos de los miembros de las fuerzas de élite de la

Marina, y tengo que decir que he limpiado más de uno de sus vómitos en mi

cabina.

Rachel asintió débilmente. «Qué encanto».

—¿Alguna pregunta antes de despegar?

Rachel vaciló un instante y luego se dio un golpecito en la boquilla que le

cruzaba el mentón.

—Me está cortando la circulación. ¿Cómo pueden llevar estos trastos en

viajes largos?

El piloto sonrió pacientemente.

—Bueno, señora, normalmente no los llevamos puestos al revés.

En el extremo de la pista, con los motores vibrando tras ella, Rachel se

sentía como una bala dentro de una pistola a la espera de que alguien apretara

el gatillo. Cuando el piloto empujó el acelerador, los dos motores gemelos

Lockheed 345 del Tomcat rugieron, activándose, y el mundo entero sufrió una

sacudida. Los frenos se soltaron y Rachel fue lanzada hacia atrás contra el

respaldo del asiento. El reactor salió despedido por la pista y despegó en

cuestión de segundos. El avión se alejaba de la superficie terrestre a una

velocidad vertiginosa.

Rachel cerró los ojos mientras el aparato seguía ascendiendo imparable

hacia el cielo. Se preguntó en qué se había equivocado aquella mañana.

Debería estar sentada delante de su mesa, escribiendo resúmenes. Ahora se

encontraba a lomos de un torpedo alimentado por testosterona y respirando

por una máscara de oxígeno.

Cuando el Tomcat por fin dejó de ascender y niveló el vuelo a cuarenta y

cinco mil pies de altitud, Rachel se encontraba mal. Se obligó a concentrar la

mente en alguna otra cosa. De pronto, al mirar el océano, ahora a quince mil

metros por debajo, se sintió lejos de casa.

Delante de ella, el piloto hablaba con alguien por la radio. Cuando la

conversación terminó, cortó la comunicación e inmediatamente hizo virar

bruscamente el Tomcat hacia la izquierda. El avión se inclinó hasta quedar casi

en posición vertical y Rachel sintió que el estómago le daba un vuelco. Por fin,

el piloto volvió a equilibrar el aparato.

—Gracias por avisar, genio.

—Lo siento, señora, pero acabo de recibir las coordenadas secretas de su

reunión con el director.

—Déjeme adivinar —dijo Rachel—. ¿Dirección norte?

El piloto pareció confundido.

—¿Cómo lo ha sabido?

Rachel suspiró. «Hay que ver cómo son estos chicos entrenados con

simuladores de vuelo».

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—Porque son las nueve de la mañana, amigo mío, y tenemos el sol a la

derecha. Estamos volando en dirección norte.

Durante un instante reinó el silencio.

—Sí, señora. Viajaremos en dirección norte esta mañana.

—¿Y a qué distancia en dirección al norte viajaremos?

El piloto comprobó las coordenadas.

—Aproximadamente a cuatro mil quinientos kilómetros.

Rachel se enderezó en su asiento. —¿Qué? —Intentó visualizar un mapa,

incapaz siquiera de imaginar qué podía haber tan al norte—, ¡Pero eso son

cuatro horas de vuelo!

—A nuestra velocidad actual, sí —dijo el piloto—. Sujétese bien, por favor.

Antes de que Rachel pudiera decir nada más, el hombre retrajo las alas

del F-14 hasta colocarlas en posición de bajo rozamiento. Un instante más

tarde, Rachel se vio de nuevo estampada contra el asiento mientras el avión se

lanzaba hacia delante como si hasta entonces no se hubiera movido. Un

minuto después volaban a una velocidad aproximada de dos mil cuatrocientos

kilómetros por hora.

Rachel estaba mareada. A medida que el cielo pasaba junto a ella a una

velocidad cegadora, sintió que le sacudía una incontrolable oleada de arcadas.

La voz del Presidente resonó levemente en su cabeza: «Le aseguro, Rachel,

que no lamentará haberme ayudado en este asunto».

Con un gemido, Rachel buscó bajo el asiento la bolsa para vomitar.

«Nunca hay que fiarse de un político».

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A pesar de lo penoso que le resultaba recurrir a la chusma de los taxis

para desplazarse por la ciudad, el senador Sedgewick había aprendido a

soportar esos momentos de degradación ocasional en su camino hacia la

gloria. El sucio taxi Mayflower que acababa de depositarle en el aparcamiento

subterráneo del Purdue Hotel le proporcionaba algo que su amplia limusina no

podía: anonimato.

Le encantó encontrar desierto el aparcamiento. Sólo unos cuantos coches

polvorientos salpicaban un bosque de pilares de cemento. Mientras avanzaba

en diagonal y a pie por el garaje, echó un vistazo a su reloj.

«Las 11:15. Perfecto».

El hombre con el que iba a reunirse siempre se mostraba muy quisquilloso

con el tema de la puntualidad. Sexton recordó que, bien pensado, y teniendo

en cuenta la identidad de su representado, podía mostrarse quisquilloso sobre

cualquier maldito asunto que se le antojara.

Vio el Ford Windstar blanco aparcado exactamente en el mismo lugar

donde lo había estado en cada uno de sus encuentros: en la esquina situada

más al este del garaje, detrás de una fila de cubos de basura. Sexton habría

preferido encontrarse con aquel hombre en una de las suites del hotel, pero

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indudablemente era consciente de las precauciones que se imponían. Los

amigos de ese hombre no habían llegado al puesto que ocupaban dejando

nada al azar.

Mientras se dirigía a la camioneta, sintió el conocido nerviosismo que

siempre experimentaba antes de uno de esos encuentros. Obligándose a

relajar los hombros, subió al asiento del pasajero acompañándose de un alegre

saludo con la mano. El caballero de cabello oscuro que ocupaba el asiento del

conductor no sonrió. Tenía casi setenta años, pero su rostro curtido rezumaba

la dureza propia de su cargo como representante de un ejército de cínicos

visionarios y de despiadados capitalistas. —Cierre la puerta —le dijo en tono

seco.

Sexton obedeció, tolerando elegantemente la hosquedad del hombre. Al

fin y al cabo, aquel tipo representaba a personas que controlaban enormes

sumas de dinero reunidas recientemente para colocarle a él en el umbral del

despacho más poderoso del mundo. Sexton había terminado por comprender

que esos encuentros no eran tanto sesiones de estrategia como recordatorios

mensuales de hasta qué punto se debía a sus benefactores. Aquellas personas

esperaban obtener jugosos beneficios de su inversión. Sexton no podía negar

que el «beneficio» era una exigencia asombrosamente escueta; sin embargo, y

por increíble que resultara, se trataba de algo que estaría en su esfera de

influencia en cuanto se sentara en el Despacho Oval.

—Supongo —dijo Sexton, que sabía que a aquel hombre le gustaba ir

directamente al grano— que se ha hecho efectivo un nuevo pago.

—Así es. Y, como es habitual, debe usted utilizar estos fondos

exclusivamente para su campaña. Nos ha complacido ver que los sondeos se

inclinan cada vez más a su favor, y parece que sus jefes de campaña han

estado gastando nuestro dinero de forma efectiva.

—Estamos avanzando muy rápido.

—Como le mencioné por teléfono —dijo el anciano—, he convencido a seis

más para que se reúnan con usted esta noche.

—Excelente. —Sexton ya se había reservado tiempo para dedicarlo a esa

reunión.

El anciano le entregó una carpeta.

—Aquí tiene su información. Estúdiela. Quieren asegurarse de que

comprende usted sus preocupaciones de forma específica y de que es usted

afín a ellas. Le sugiero que se reúna con ellos en su residencia.

—¿En mi casa? Pero normalmente me reúno...

—Senador. Estos seis hombres dirigen compañías poseedoras de recursos

que exceden con mucho los de otras con las que usted ya ha entrado en

contacto. Estos hombres son peces gordos y muy cautos. Tienen más que

ganar, y, por tanto, también tienen más que perder. No me ha sido tarea fácil

convencerles de que se reúnan con usted. Requerirán un trato especial. Un

toque personal.

Sexton respondió con una rápida inclinación de cabeza.

—Perfecto. Puedo organizar una reunión en mi casa.

—No hace falta que le diga que desean total privacidad.

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