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D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 43 descubrimiento de la NASA, se había protegido contra cualquier sospecha que apuntara a que aquello podía tratarse de una desesperada estratagema de la agencia para justificar su presupuesto, reelegir a un Presidente que tan favorable a la Estación Espacial se había mostrado y poner fin de una vez a los ataques del senador Sexton. —Hoy, a las ocho de la noche —dijo Herney—, voy a dar una rueda de prensa en la Casa Blanca para anunciar este descubrimiento al mundo. Rachel se sintió frustrada. Herney prácticamente no le había dicho nada. —¿Y de qué se trata ese descubrimiento exactamente? El Presidente sonrió. —Hoy se dará usted cuenta de que la paciencia es una virtud. Este descubrimiento es algo que tiene que ver con sus propios ojos. Necesito que entienda totalmente la situación antes de que procedamos. El director de la NASA está a la espera de ponerla al corriente. Le dirá todo lo que necesita saber. Después de eso, usted y yo discutiremos su papel con mayor profundidad. Rachel percibió una sombra en los ojos del Presidente y recordó la advertencia de Pickering en el sentido de que la Casa Blanca podía estar guardándose algo bajo la manga. Al parecer, Pickering estaba en lo cierto, como de costumbre. Herney señaló con un gesto un hangar cercano. —Sígame —dijo, dirigiéndose hacia allí. Rachel así lo hizo, confundida. El edificio que se levantaba ante sus ojos carecía de ventanas y tenía unas enormes puertas dobles selladas. El único acceso era una pequeña entrada en una de las paredes laterales del hangar. La puerta estaba abierta de par en par. El Presidente condujo a Rachel hasta quedar a unos cuantos metros de la puerta y se detuvo. —Yo me quedo aquí —dijo, indicando hacia la puerta—. Usted entre. Rachel vaciló. —¿No viene? . —Tengo que volver a la Casa Blanca. Hablaré con usted en breve. ¿Lleva teléfono móvil? —Por supuesto, señor. —Démelo. Rachel sacó el móvil y se lo dio, dando por sentado que el Presidente intentaría introducir en él un número privado de contacto. En vez de eso, Herney se lo metió en el bolsillo. —Está usted liberada en este momento —dijo el Presidente—. Acaba de ser eximida de todas sus responsabilidades laborales. No hablará hoy con nadie más sin mi autorización expresa o la del director de la NASA. ¿Me ha comprendido bien? Rachel lo miró. «¿Acaba de robarme el móvil el Presidente?» —Después de que el director le explique los detalles del descubrimiento, la pondrá en contacto conmigo mediante canales de comunicación seguros. Hablaré con usted pronto. Buena suerte. D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 44 Rachel miró hacia la puerta del hangar y sintió una creciente inquietud. El presidente Herney le puso una tranquilizadora mano en el hombro e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta. —Le aseguro, Rachel, que no se arrepentirá de haberme ayudado en este asunto. Y sin una palabra más, se dirigió a grandes zancadas al PaveHawk que la había llevado a ella hasta allí. Subió a bordo y el helicóptero despegó. No miró atrás ni una sola vez. 12 Rachel Sexton se quedó sola en el umbral del hangar aislado de Wallops y escudriñó la oscuridad que tenía delante. Se sentía como si estuviera a las puertas de otro mundo. Del cavernoso interior del hangar emergía una brisa fresca y húmeda, como si el edificio estuviera respirando. —¿Hola? —gritó Rachel con voz ligeramente temblorosa. Silencio. Rachel cruzó el umbral cada vez más inquieta. Su visión quedó cegada durante unos segundos mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. —La señorita Sexton, ¿verdad? —dijo la voz de un hombre a pocos metros de donde ella se encontraba. Rachel dio un respingo y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz. —Sí, señor. Vio aproximarse la difusa figura de un hombre. A medida que la visión de Rachel ganaba en nitidez, se encontró cara a cara con un hombretón de pétreas mandíbulas que vestía uniforme de piloto de la NASA. Era un hombre corpulento y musculoso y lucía un montón de insignias en el pecho. —Comandante Wayne Loosigian —dijo él—. Siento haberla asustado, señora. Aquí dentro está muy oscuro. Todavía no he tenido oportunidad de abrir los portalones. —Y antes de que Rachel pudiera decir nada, añadió —: Será un honor para mí ser su piloto esta mañana. —¿Piloto? —preguntó Rachel mirándolo fijamente, «ya tenía un piloto»—. He venido a hablar con el director. —Sí, señora. Tengo órdenes de llevarla hasta él de inmediato. Rachel tardó un instante en comprender la declaración del piloto. Cuando por fin asimiló lo que éste intentaba decirle, sintió una punzada de decepción. Al parecer, sus viajes no habían terminado. —¿Dónde está el director? — preguntó recelosa. —No dispongo de esa información —respondió el piloto—. Recibiré sus coordenadas en cuanto estemos en el aire. Rachel percibió que el hombre decía la verdad. Todo indicaba que Pickering y ella no eran las únicas personas desinformadas esa mañana. El Presidente se estaba tomando el asunto de la seguridad muy en serio y Rachel se sentía avergonzada al recordar con qué rapidez y facilidad la había «eximido D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 45 de toda responsabilidad laboral». «Llevo sólo media hora fuera y ya me he quedado sin medio de comunicación y mi superior no tiene la menor idea de mi paradero». Rachel estaba casi segura de que sus planes estaban perfectamente trazados aquella mañana. El paseo de rigor iba a dar comienzo con ella a bordo, le gustara o no. La única pregunta era cuál iba a ser su destino. El piloto se dirigió con paso firme hacia la pared y pulsó un botón. El extremo más alejado del hangar empezó a deslizarse ruidosamente hacia un lado. La luz entró desde el exterior, perfilando un gran objeto situado en el centro del hangar. Rachel se quedó boquiabierta. «Que Dios me asista». En el centro del hangar había un reactor de combate de color negro y de aspecto feroz. Era el avión más aerodinámico que había visto en su vida. —Dígame que es una broma —dijo. —Una primera reacción de lo más común, señora, pero el F-14 Tomcat de derivas gemelas es un avión muy seguro. «Un misil con alas». El piloto condujo a Rachel hacia la nave. Indicó con un gesto la doble cabina. , —Usted irá en el asiento trasero. —¡No me diga! —Rachel le dedicó una pequeña sonrisa—. Y yo que creía que iba a pedirme que lo pilotara. Después de haberse puesto un traje térmico de vuelo sobre la ropa, Rachel se encontró trepando hasta la cabina y acomodó como pudo las caderas en el estrecho asiento. —Está claro que en la NASA no hay pilotos con el culo gordo —dijo. El piloto le dedicó una sonrisa mientras la ayudaba a atarse el arnés de vuelo. A continuación le puso un casco en la cabeza. —Volaremos a gran altura —dijo—. Necesitará oxígeno. —Tiró de una mascarilla del salpicadero lateral y empezó a adaptarla al casco. —Puedo hacerlo sola —dijo Rachel, tendiendo la mano hacia arriba para ajustársela. —Por supuesto, señora. Rachel manipuló a tientas la boquilla moldeada y por fin, con un golpe seco, la colocó sobre el casco. La máscara resultaba sorprendentemente incómoda y extraña. El comandante la miró durante un buen rato con una sonrisa de condescendencia en la cara. —¿Pasa algo? —preguntó Rachel. —Nada, señora —respondió el piloto disimulando—. Las bolsas para vomitar están debajo del asiento. Casi todo el mundo se marea durante su primer vuelo en un aparato de derivas gemelas. D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 46 —No se preocupe por mí —le tranquilizó Rachel al tiempo que su voz quedaba amortiguada por la sofocante presión de la máscara—. No suelo marearme cuando viajo. El piloto se encogió de hombros. —Lo mismo dicen muchos de los miembros de las fuerzas de élite de la Marina, y tengo que decir que he limpiado más de uno de sus vómitos en mi cabina. Rachel asintió débilmente. «Qué encanto». —¿Alguna pregunta antes de despegar? Rachel vaciló un instante y luego se dio un golpecito en la boquilla que le cruzaba el mentón. —Me está cortando la circulación. ¿Cómo pueden llevar estos trastos en viajes largos? El piloto sonrió pacientemente. —Bueno, señora, normalmente no los llevamos puestos al revés. En el extremo de la pista, con los motores vibrando tras ella, Rachel se sentía como una bala dentro de una pistola a la espera de que alguien apretara el gatillo. Cuando el piloto empujó el acelerador, los dos motores gemelos Lockheed 345 del Tomcat rugieron, activándose, y el mundo entero sufrió una sacudida. Los frenos se soltaron y Rachel fue lanzada hacia atrás contra el respaldo del asiento. El reactor salió despedido por la pista y despegó en cuestión de segundos. El avión se alejaba de la superficie terrestre a una velocidad vertiginosa. Rachel cerró los ojos mientras el aparato seguía ascendiendo imparable hacia el cielo. Se preguntó en qué se había equivocado aquella mañana. Debería estar sentada delante de su mesa, escribiendo resúmenes. Ahora se encontraba a lomos de un torpedo alimentado por testosterona y respirando por una máscara de oxígeno. Cuando el Tomcat por fin dejó de ascender y niveló el vuelo a cuarenta y cinco mil pies de altitud, Rachel se encontraba mal. Se obligó a concentrar la mente en alguna otra cosa. De pronto, al mirar el océano, ahora a quince mil metros por debajo, se sintió lejos de casa. Delante de ella, el piloto hablaba con alguien por la radio. Cuando la conversación terminó, cortó la comunicación e inmediatamente hizo virar bruscamente el Tomcat hacia la izquierda. El avión se inclinó hasta quedar casi en posición vertical y Rachel sintió que el estómago le daba un vuelco. Por fin, el piloto volvió a equilibrar el aparato. —Gracias por avisar, genio. —Lo siento, señora, pero acabo de recibir las coordenadas secretas de su reunión con el director. —Déjeme adivinar —dijo Rachel—. ¿Dirección norte? El piloto pareció confundido. —¿Cómo lo ha sabido? Rachel suspiró. «Hay que ver cómo son estos chicos entrenados con simuladores de vuelo». D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 47 —Porque son las nueve de la mañana, amigo mío, y tenemos el sol a la derecha. Estamos volando en dirección norte. Durante un instante reinó el silencio. —Sí, señora. Viajaremos en dirección norte esta mañana. —¿Y a qué distancia en dirección al norte viajaremos? El piloto comprobó las coordenadas. —Aproximadamente a cuatro mil quinientos kilómetros. Rachel se enderezó en su asiento. —¿Qué? —Intentó visualizar un mapa, incapaz siquiera de imaginar qué podía haber tan al norte—, ¡Pero eso son cuatro horas de vuelo! —A nuestra velocidad actual, sí —dijo el piloto—. Sujétese bien, por favor. Antes de que Rachel pudiera decir nada más, el hombre retrajo las alas del F-14 hasta colocarlas en posición de bajo rozamiento. Un instante más tarde, Rachel se vio de nuevo estampada contra el asiento mientras el avión se lanzaba hacia delante como si hasta entonces no se hubiera movido. Un minuto después volaban a una velocidad aproximada de dos mil cuatrocientos kilómetros por hora. Rachel estaba mareada. A medida que el cielo pasaba junto a ella a una velocidad cegadora, sintió que le sacudía una incontrolable oleada de arcadas. La voz del Presidente resonó levemente en su cabeza: «Le aseguro, Rachel, que no lamentará haberme ayudado en este asunto». Con un gemido, Rachel buscó bajo el asiento la bolsa para vomitar. «Nunca hay que fiarse de un político». 13 A pesar de lo penoso que le resultaba recurrir a la chusma de los taxis para desplazarse por la ciudad, el senador Sedgewick había aprendido a soportar esos momentos de degradación ocasional en su camino hacia la gloria. El sucio taxi Mayflower que acababa de depositarle en el aparcamiento subterráneo del Purdue Hotel le proporcionaba algo que su amplia limusina no podía: anonimato. Le encantó encontrar desierto el aparcamiento. Sólo unos cuantos coches polvorientos salpicaban un bosque de pilares de cemento. Mientras avanzaba en diagonal y a pie por el garaje, echó un vistazo a su reloj. «Las 11:15. Perfecto». El hombre con el que iba a reunirse siempre se mostraba muy quisquilloso con el tema de la puntualidad. Sexton recordó que, bien pensado, y teniendo en cuenta la identidad de su representado, podía mostrarse quisquilloso sobre cualquier maldito asunto que se le antojara. Vio el Ford Windstar blanco aparcado exactamente en el mismo lugar donde lo había estado en cada uno de sus encuentros: en la esquina situada más al este del garaje, detrás de una fila de cubos de basura. Sexton habría preferido encontrarse con aquel hombre en una de las suites del hotel, pero D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n 48 indudablemente era consciente de las precauciones que se imponían. Los amigos de ese hombre no habían llegado al puesto que ocupaban dejando nada al azar. Mientras se dirigía a la camioneta, sintió el conocido nerviosismo que siempre experimentaba antes de uno de esos encuentros. Obligándose a relajar los hombros, subió al asiento del pasajero acompañándose de un alegre saludo con la mano. El caballero de cabello oscuro que ocupaba el asiento del conductor no sonrió. Tenía casi setenta años, pero su rostro curtido rezumaba la dureza propia de su cargo como representante de un ejército de cínicos visionarios y de despiadados capitalistas. —Cierre la puerta —le dijo en tono seco. Sexton obedeció, tolerando elegantemente la hosquedad del hombre. Al fin y al cabo, aquel tipo representaba a personas que controlaban enormes sumas de dinero reunidas recientemente para colocarle a él en el umbral del despacho más poderoso del mundo. Sexton había terminado por comprender que esos encuentros no eran tanto sesiones de estrategia como recordatorios mensuales de hasta qué punto se debía a sus benefactores. Aquellas personas esperaban obtener jugosos beneficios de su inversión. Sexton no podía negar que el «beneficio» era una exigencia asombrosamente escueta; sin embargo, y por increíble que resultara, se trataba de algo que estaría en su esfera de influencia en cuanto se sentara en el Despacho Oval. —Supongo —dijo Sexton, que sabía que a aquel hombre le gustaba ir directamente al grano— que se ha hecho efectivo un nuevo pago. —Así es. Y, como es habitual, debe usted utilizar estos fondos exclusivamente para su campaña. Nos ha complacido ver que los sondeos se inclinan cada vez más a su favor, y parece que sus jefes de campaña han estado gastando nuestro dinero de forma efectiva. —Estamos avanzando muy rápido. —Como le mencioné por teléfono —dijo el anciano—, he convencido a seis más para que se reúnan con usted esta noche. —Excelente. —Sexton ya se había reservado tiempo para dedicarlo a esa reunión. El anciano le entregó una carpeta. —Aquí tiene su información. Estúdiela. Quieren asegurarse de que comprende usted sus preocupaciones de forma específica y de que es usted afín a ellas. Le sugiero que se reúna con ellos en su residencia. —¿En mi casa? Pero normalmente me reúno... —Senador. Estos seis hombres dirigen compañías poseedoras de recursos que exceden con mucho los de otras con las que usted ya ha entrado en contacto. Estos hombres son peces gordos y muy cautos. Tienen más que ganar, y, por tanto, también tienen más que perder. No me ha sido tarea fácil convencerles de que se reúnan con usted. Requerirán un trato especial. Un toque personal. Sexton respondió con una rápida inclinación de cabeza. —Perfecto. Puedo organizar una reunión en mi casa. —No hace falta que le diga que desean total privacidad. |