Título Original: Deception Point






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D a n B r o w n L a c o n s p i r a c i ó n

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respondían únicamente a razones de seguridad, sin duda otro incentivo era

ganar cierta ventaja a la hora de negociar provocando un claro efecto de

intimidación. Una visita al Air Force One resultaba una experiencia mucho más

efectiva que cualquier viaje a la Casa Blanca. Las letras de dos metros de

altura estampadas en el fuselaje proclamaban triunfales: «ESTADOS UNIDOS

DE AMÉRICA». Un miembro femenino del gabinete británico había acusado en

una ocasión al presidente Nixon de «haberle sacudido sus partes en la cara»

cuando le pidió que se reuniera con él a bordo del Air Force One. Más tarde, la

tripulación bautizó jocosamente el avión con el apodo de «El Pollón».

—¿Señorita Sexton?

Un agente del Servicio Secreto con chaqueta y corbata se materializó

junto al helicóptero y le abrió la puerta.

—El Presidente la espera.

—Rachel salió del aparato y elevó la mirada hacia lo alto de la escalerilla

que llevaba al voluminoso fuselaje de la nave. «El gigantesco falo». En una

ocasión había oído decir que el «Despacho Oval» volante comprendía más de

trescientos cincuenta metros cuadrados de superficie, incluyendo cuatro

dormitorios privados y separados, camarotes para los veintiséis miembros de

la tripulación de vuelo y dos cocinas capaces de alimentar a cincuenta

personas.

Rachel ascendió por la escalerilla con el agente pisándole los talones y

apremiándola en su ascenso. En lo alto, la puerta de la cabina estaba abierta

como una pequeña herida en el costado de una colosal aliena plateada. Avanzó

hacia la entrada, que estaba en semioscuridad y notó que su confianza

empezaba a vacilar «Tranquila, Rachel. No es más que un avión».

En el descansillo, el agente secreto la tomó con amabilidad del brazo y la

condujo por un pasillo sorprendentemente estrecho. Giraron a la derecha,

avanzaron una corta distancia y desembocaron en una amplia y lujosa cabina.

Rachel la reconoció de inmediato por haberla visto en fotografías.

—Espere aquí —dijo el agente, y desapareció.

Rachel se quedó de pie sola en la famosa cabina de proa de paredes

forradas de madera. Era la sala que se utiliza para las reuniones, para recibir a

altos dignatarios y, al parecer, para aterrorizar a los pasajeros que entraban

en la nave por primera vez. La sala ocupaba todo el ancho del avión, igual que

la gruesa moqueta de color tostado. El mobiliario era impecable: sillones de

cuero cordobán alrededor de una gran mesa de arce, lámparas de pie de cobre

bruñido junto a un sofá

de estilo continental y una cristalería tallada a mano y dispuesta sobre

una pequeña barra americana de caoba.

Los diseñadores de Boeing habían dispuesto esa cabina de proa para

proporcionar a los pasajeros «una sensación de orden mezclada con

tranquilidad». Sin embargo, tranquilidad era lo último que Rachel Sexton

sentía en ese momento. Lo único en lo que podía pensar era en la cantidad de

dirigentes mundiales que se habían sentado en esa misma sala, tomando

decisiones sobre el destino del mundo.

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Todo lo que había en la sala rezumaba poder, desde el ligero aroma a

tabaco de pipa hasta el omnipresente sello presidencial. El águila que sujetaba

las flechas y las ramas de olivo estaba bordada en los pequeños cojines

decorativos, cincelada en la cubitera, e incluso grabada en los sacacorchos del

bar. Rachel cogió uno y lo examinó.

—¿Robando recuerdos? —preguntó una voz profunda a sus espaldas.

Sobresaltada, Rachel giró sobre sus talones y soltó el sacacorchos, que

cayó al suelo. Se arrodilló, incómoda, a recogerlo. Cuando ya lo tuvo en la

mano, volvió a girarse y vio al Presidente de Estados Unidos mirándola desde

arriba con una sonrisa divertida en el rostro.

—No pertenezco a la realeza, señorita Sexton. No hace falta que se

arrodille, de verdad.

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El senador Sedgewick Sexton disfrutaba de la intimidad que le

proporcionaba su limusina Lincoln mientras serpenteaba entre el tráfico

matutino de Washington hacia su despacho. Delante de él, Gabrielle Ashe su

asesora personal de veinticuatro años de edad, le leía la agenda del día.

Sexton apenas la escuchaba.

«Me encanta Washington», pensaba Sexton, admirando las formas

perfectas de su asesora bajo su suéter de cachemir. «El poder es el mejor

afrodisíaco... y atrae a mujeres como ésta a Washington en manadas».

Gabrielle se había licenciado en una de las universidades de la Ivy League

de Nueva York soñando con llegar algún día a convertirse en senadora.

«También ella lo conseguirá», pensó Sexton. Era de una belleza increíble y

lista como el hambre. Sobre todo, comprendía las reglas del juego.

Gabrielle Ashe era negra, aunque el color de su piel era más bien de un

tono canela o caoba, esa gama de oscuro a medias que, como bien

sabía Sexton, contaba con la aprobación de los «blancos» más acérrimos

sin tener la sensación de estar traicionándose. Sexton la describía a sus

amigos como una mezcla del físico de Halle Berry con la ambición y el cerebro

de Hillary Clinton, aunque a veces creía que incluso esa definición se le

quedaba corta.

Gabrielle había supuesto la incorporación de un decisivo activo a su

campaña desde que la había ascendido al puesto de asistente personal hacía

tres meses. Y por si fuera poco trabajaba gratis. Su compensación por una

jornada laboral de dieciséis horas era aprender a luchar en las mismísimas

trincheras en compañía de un avezado político.

«Obviamente», se relamió Sexton, «la he convencido para que no se

limite exclusivamente a trabajar». Después de ascenderla, Sexton la había

invitado a una «sesión orientativa» a altas horas de la noche en su despacho

privado. Como era de esperar, su joven asesora llegó totalmente fascinada y

ansiosa por complacerle. Haciendo gala de una paciencia de movimientos

lentos perfectamente dominada con el paso de algunas décadas, Sexton había

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puesto en escena toda su magia... ganándose la confianza de Gabrielle,

liberándola cuidadosamente de toda inhibición, exhibiendo un control tentador

y finalmente seduciéndola allí mismo, en su despacho.

Sexton estaba prácticamente convencido de que el encuentro había sido

una de las experiencias más gratificantes de la vida de la joven, y, sin

embargo, a la luz del día, Gabrielle había lamentado claramente la

indiscreción. Avergonzada, presentó su renuncia. Sexton la rechazó. Gabrielle

siguió con él, pero dejó muy claras sus intenciones. La relación entre ambos

había sido estrictamente profesional desde entonces.

Los prominentes labios de Gabrielle seguían moviéndose.

—...no quiero que se baje la guardia sobre el debate de esta tarde en la

CNN. Todavía no sabemos a quién va a enviar la Casa Blanca para enfrentarse

a usted. Será mejor que eche un vistazo a las notas que le he escrito —añadió,

pasándole una carpeta.

Sexton cogió la carpeta, saboreando la esencia del perfume de su asesora

mezclado con el olor de los lujosos asientos de cuero.

—No me está escuchando —dijo Gabrielle.

—Por supuesto que sí —respondió el senador con una sonrisa burlona—.

Olvídese de ese debate en la CNN. Lo peor que puede pasar es que la Casa

Blanca me la dé enviando a algún pardillo interno

de campaña. Y lo mejor, que envíen a un pez gordo y que me lo coma

para almorzar.

Gabrielle frunció el ceño.

—Muy bien. He incluido en sus notas una lista con los temas más

delicados que seguramente le plantearán.

—Sin duda se trata de los sospechosos habituales.

—Con una nueva adquisición. Creo que quizá se vea en la tesitura de

tener que defenderse de un contragolpe hostil por parte de la comunidad gay a

raíz de los comentarios que hizo usted anoche en el programa de Larry King.

Sexton se encogió de hombros. Apenas la escuchaba.

—Ya lo sé. El asunto del matrimonio entre miembros del mismo sexo.

Gabrielle le dedicó una mirada desaprobatoria.

—Arengó usted en contra con bastante contundencia.

«Matrimonios entre miembros del mismo sexo», pensó Sexton, asqueado.

«Si de mí dependiera, los maricones ni siquiera tendrían derecho a voto».

—De acuerdo, me mostraré un poco más moderado.

—Bien. Últimamente se le ha estado yendo un poco la mano con algunos

de esos temas de rabiosa actualidad. No se muestre fanfarrón. El público

puede darle la espalda en un segundo. Ahora está ganando y cuenta con el

impulso que eso proporciona. Relájese. Hoy no necesita lanzar la bola fuera del

estadio. Simplemente limítese a hacerla rodar.

—¿Alguna noticia de la Casa Blanca?

Gabrielle pareció gratamente desconcertada.

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—Continúa el silencio. Es oficial: su rival se ha convertido en el «Hombre

Invisible».

Últimamente Sexton apenas podía creer en su buena suerte. Durante

meses, el Presidente había estado trabajando duro en el seguimiento de la

campaña. Entonces, de repente, hacía una semana que se había encerrado en

el Despacho Oval y nadie había vuelto a verle ni a saber de él. Era como si

simplemente no pudiera hacer frente a la oleada de apoyo de los votantes

registrada por Sexton.

Gabrielle se pasó la mano por su pelo negro y lacio.

—Según tengo entendido, el equipo de campaña de la Casa Blanca está

tan confundido como nosotros. El Presidente no ofrece la menor explicación

para justificar su desaparición, y todos en la Casa Blanca están furiosos.

—¿Alguna teoría al respecto? —preguntó Sexton.

Gabrielle lo miró por encima de sus gafas de jovencita estudiosa.

—Por fin he obtenido algunos datos de interés gracias a un contacto que

tengo en la Casa Blanca.

Sexton reconoció la mirada en los ojos de Gabrielle. Gabrielle Ashe había

vuelto a obtener información interna. Sexton se preguntó si no estaría

ofreciendo algunas mamadas en el asiento trasero del coche a algún ayudante

del Presidente a cambio de secretos de campana. A él le daba igual... siempre

que la información siguiera llegando. Corre el rumor —dijo su asesora, bajando

la voz— de que el extraño comportamiento del Presidente empezó la semana

pasada después de una reunión privada de urgencia con el director de la

NASA. Al parecer, el Presidente salió de la reunión aturdido. Inmediatamente

después anuló su agenda y desde entonces no ha dejado de estar en contacto

directo con la NASA.

A Sexton obviamente le gustó cómo sonaba aquello.

—¿Crees que quizá la NASA le comunicó más malas noticias?

—Parece una explicación lógica —dijo Gabrielle esperanzada—. Aunque

tendría que ser una noticia muy grave para provocar que el Presidente tirara la

toalla.

Sexton lo pensó con calma. Obviamente, lo que ocurriera con la NASA

tenía que ser una mala noticia. «De lo contrario el Presidente me lo habría

echado a la cara». Últimamente, Sexton había estado machacando duro al

Presidente sobre la financiación de la NASA. La reciente sucesión de misiones

fallidas y de colosales desfases presupuestarios le habían ganado a la agencia

el dudoso honor de convertirse en el leivmotiv no oficial de Sexton contra la

indudable ineficacia y el gasto desmesurado del gobierno. Sin duda, atacar a la

NASA, uno de los símbolos más prominentes del orgullo norteamericano, no

era el modo que la mayoría de los políticos elegirían para ganar votos, pero

Sexton contaba con un arma de la que disponían pocos políticos: Gabrielle

Ashe. Y su impecable instinto.

La inteligente joven había llamado la atención de Sexton unos meses

antes, cuando trabajaba como coordinadora en la oficina de campaña del

senador en Washington. Mientras él sufría una fea derrota en las primarias y

su mensaje, que había centrado en la denuncia del gasto excesivo del

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gobierno, caía en oídos sordos, Gabrielle Ashe le escribió una nota sugiriéndole

un ángulo radicalmente distinto de campaña. Le dijo que atacara los enormes

desfases presupuestarios de la NASA y el continuo papel de fiador ejercido por

la Casa Blanca como

el ejemplo más claro y evidente del gasto excesivo e imprudente del

presidente Herney.

«La NASA está costando una fortuna al pueblo norteamericano», escribió

Gabrielle, incluyendo una lista de cifras, quiebras y partidas presupuestarias.

«Los votantes no tienen la menor idea. Se quedarían horrorizados. Creo que

debería usted convertir la NASA en una cuestión política».

Sexton soltó un gemido ante su inocencia. «Ya, claro. Y, ya que estamos,

también puedo proponer que se deje de cantar el himno nacional en los

partidos de béisbol».

En el curso de las siguientes semanas, Gabrielle siguió dejando

información sobre la NASA en el escritorio del senador. Cuanto más leía

Sexton, más se daba cuenta de que esa joven no iba tan desencaminada.

Incluso bajo los estándares que regían la agencia gubernamental, la NASA era

un increíble pozo financiero sin fondo: cara, ineficaz y, en los últimos años, del

todo incompetente.

Una tarde a Sexton le estaban entrevistando en directo sobre el tema de

la educación. El entrevistador le presionaba, preguntándole dónde pensaba

encontrar financiación para su plan de reestructuración de la escuela pública.

Como respuesta, el senador decidió poner a prueba la teoría de Gabrielle sobre

la NASA con una réplica medio en broma.

—¿El dinero para la educación? —dijo—. Bueno, quizá recorte el programa

espacial a la mitad. Calculo que si la NASA puede gastar quince mil millones de

dólares al año en el espacio, yo debería poder invertir siete mil quinientos en

los niños que están aquí, en la Tierra.

En la cabina de transmisión, los jefes de campaña de Sexton soltaron un

jadeo de horror al oír aquel comentario tan poco afortunado. Al fin y al cabo,

campañas enteras se habían ido a pique por mucho menos que tirar al azar

contra la NASA. Al instante, las líneas telefónicas de la emisora de radio se

activaron. Los jefes de campaña de Sexton se encogieron. Los patriotas

espaciales se preparaban para matar.

Y entonces ocurrió algo totalmente inesperado.

—¿Quince mil millones al año? —dijo el primer oyente, al parecer

conmocionado por la noticia—. ¿De dólares? ¿Me está usted diciendo que la

clase de matemáticas de mi hijo tiene exceso de alumnos porque las escuelas

no pueden permitirse suficientes profesores y que la NASA está gastando

quince mil millones de dólares al año sacando fotografías del polvo espacial?

Hum... eso es correcto—dijo Sexton con suma cautela.

—¡Eso es absurdo! ¿Y el Presidente no tiene ningún poder para poner

remedio a eso?

Por supuesto —respondió Sexton, ganando confianza—. Un residente

puede vetar la solicitud presupuestaria de cualquier agencia que considere

excesivamente financiada.

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