Entrevista con Paul Auster, Nueva York, octubre de 1995






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títuloEntrevista con Paul Auster, Nueva York, octubre de 1995
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risas). Se nota especialmente en los libros escritos en primera per­sona... La prosa de Anna Blume, la de Peter Aaron y la de Walt poseen un estilo propio, porque son personas distintas, que piensan, se expresan y viven cada una a su manera. A veces tengo la impresión de que escribir una novela es ser actor. Te metes en otro personaje, en otro ser imaginario, y acabas por convertirte en ese otro per­sonaje, en ese otro ser imaginario. Por ese motivo, sin duda, disfruté tanto trabajando con los actores de Smoke y Blue in the face. El escritor que escribe histo­rias y el actor que interpreta comparten un mismo es­fuerzo: meterse en la piel de unos seres imaginarios, darles cuerpo y verosimilitud, conferirles un peso y una realidad.
Ese trabajo colectivo es muy distinto de ese otro más so­litario del escritor. ¿Le costó aceptarlo?
Fue un cambio total, pero me resultó muy benefi­cioso: me obligó a poner en tela de juicio todas mis costumbres. Dejas de controlarlo todo. En el trabajo en equipo cada cual tiene un ritmo propio que hay que respetar. El equipo tiene que estar perfectamente cohesionado para que el proyecto llegue a buen puer­to. Es como una cadena: se rompe un eslabón y todo se detiene. Pero se llega a disfrutar de verdad partici­pando en algo con los demás, confiando en su trabajo. Cada uno es brillante en su terreno: ya sea la producción o el montaje, la imagen o el sonido. Entonces surge una forma de respeto hacia el otro que va cre­ciendo. Naturalmente, este “desvío” no ha modificado mi relación con la escritura. Y a pesar de que en mu­chos puntos pueda haber sentido en ocasiones cierta frustración, no me arrepiento en absoluto de esa expe­riencia. Como decía Edith Piaf: “Non, rien de rien, je ne regrette rien.” (Risas)
Se ha dicho hasta la saciedad que el azar desempeña un papel importante en su obra, pero yo no lo veo así. El azar no sustituye al destino: es su instrumento. En cambio, su universo novelesco es más bien presa de la necesidad, de lo que Sartre llamaba las contingencias”.
“Paul Auster y el azar”... ¡Ah sí, me resulta franca­mente irritante! ¡Tiene toda la razón! Está la necesidad y las contingencias y la vida no es más que eso, contin­gencias. No hay mas que abrir los ojos y mirar la vida de la gente que te rodea, la de tus amigos, para darse cuenta de hasta qué punto ninguna existencia sigue una línea recta. Somos permanentemente víctimas de contigencias cotidianas. Pienso a menudo en una pala­bra: accidente. Existen dos acepciones, la filosófica y la cotidiana, en el sentido en que se habla, por ejemplo, de un accidente de automóvil. Por definición, un acci­dente no es previsible. Se trata de algo que ocurre: no previsto. Y nuestras vidas están hechas a base de acci­dentes. También me interesan mucho los accidentes que no llegan a producirse. La casualidad existe... El tipo que cruza la calle y que se libra por los pelos de que le arrolle un vehículo... Ese milímetro gracias al cual permanece con vida me fascina: esa distancia ínfima contribuye a fabricar una vida. Me parece muy eviden­te; no hay nada más normal que eso. No, sinceramente, la idea del “azar” no me interesa. Es como si se descu­briera por primera vez leyendo mis libros: es absurdo.
A Borges le colgaban temas recurrentes: los tigres, el tango, las bibliotecas, los laberintos, la ceguera... Se utilizaba borgiano como se utilizó kafkiano”. Corre el peligro de llegar a suscitar un adjetivo. ¡Dentro de poco utilizaremos austeriano!
(Risas) Dios mío, “austeriano”... Auster... nada que hacer... (Carcajadas)
En la existencia sobrevienen a veces accidentes y unas vidas hasta entonces banales se convierten en extraor­dinarias por el simple hecho de pasar a depender de pronto de otra lógica.
Las causas de esos “accidentes” son distintas en cada libro. Todo cambia para Anna Blume cuando de­cide ir a esa nueva ciudad. Walt descubre que posee un don oculto. Nashe recibe una herencia que da un vuelco a su vida. Benjamin Sachs debe afrontar unas terribles crisis interiores que le obligan a replantearse totalmente su existencia. Quinn ve su vida revolucio­narse tras una llamada telefónica. En La habitación ce­rrada, una carta de la viuda de Fanshawe al narrador orientará su vida en una dirección inesperada. En El Palacio de la Luna, la muerte del tío es el verdadero detonante de la historia. Todos esos personajes han ex­perimentado una pérdida, están en ese territorio inter­medio que la teología llama “limbo”, se encuentran al borde... Vamos a analizar un ejemplo concreto: Quinn en Ciudad de cristal. Su mujer y su hijo han muerto. Ha perdido todo lo que le vinculaba a una vida nor­mal. Está como “vaciado”. Además, cuando recibe la llamada telefónica, responde sin vacilar. Esta vacuidad hace que esté disponible y la historia puede comenzar. Esta carencia hace que esté abierto al exterior, en si­tuación de espera, y cuando se presenta un hecho in­sólito, puede seguir su curso. No es que me obsesio­nen las historias raras, pero cuando pierdes los víncu­los que te unen a los demás, te metes irremisible­mente en territorios desconocidos, incontrolables. Ahí está el quid de la cuestión: porque rodeados de esa otra gente, invadidos por una determinada lógica de otros, más normales, siguen llevando una vida co­rriente. Mis personajes, seres en escisión, terminan a menudo encontrando a alguien que dará un vuelco a sus vidas. Es esa posibilidad de amor, de poder com­partir la vida con otro, lo que lo cambiará todo.
En Leviatán alude a una célebre canción infantil: en el momento de la batalla, un rey monta su caballo, el caballo pierde una herradura, cae, el rey cae a su vez y la batalla se pierde. ¿En nuestra existencia se produ­cen encadenamientos perversos?
Son cadenas de contingencias. En las historias más tontas o más sencillas... En las películas de aventuras, por ejemplo..., que por lo demás me encantan... Esta­mos al borde del acantilado. En primer plano, los de­dos del aventurero se aferran desesperadamente a la roca. Sin ese matojo providencial, el protagonista se habría precipitado al vacío y estaría muerto, pero el matojo está ahí y la historia puede continuar. Es como una metáfora de la vida. El novelista quita y pone los matojos a su arbitrio, eso es verdad, pero tampoco es tan sencillo. Aunque decida, yo nunca me siento como un titiritero. Yo no escribo así. Me interesa más bien el esfuerzo de tratar de meterme en la piel de otro, co­nocerlo, asomarme a sus misterios, habitarlo para comprenderlo mejor y poder así seguir el hilo de sus pensamientos y sus actos. Pero no es mi voluntad la que le guía, sino la suya la que me obliga a seguirle. Para mí, lo que yo llamo “la honestidad del escritor” reside ahí: en comprender, en encontrar una verdad en lo que escribo, pero sin llegar nunca a la manipula­ción. Se acordará de ese fragmento de La música del azar en el que Nashe roba las figurillas de la ma­queta... Pues bien, le prometo que al escribirlo no te­nía ese robo en mente. De pronto, me vi empujado al mismísimo centro de esa historia con Nashe. Le “vi” levantarse, entrar en la habitación y robar las figuri­llas. La decisión de escribir o no escribir esa escena me correspondía a mí, evidentemente, pero no la tomé hasta que no hube sentido en mi interior la experiencia de Nashe. Primero Nashe robó y luego trans­cribí el robo... Complicado, ¿no? De hecho, lo que quiero decir es que en ese preciso instante comprendí algo nuevo sobre Nashe. Recuerdo que un productor me telefoneó después de haber leído el libro. Quería hacer una película10 en la que pretendía conceder un mayor protagonismo a Flower y Stone. “No se les ve lo suficiente. ¡No pueden desaparecer así!”, me dijo. Y yo le respondí que era fundamental que no regresaran nunca, que tenían que seguir siendo una amenaza invi­sible y me justifiqué: “Siento que no tengo derecho a cambiar...” Pero no acababa de convencerles: “¡Tienes todo el derecho! ¡Puedes hacer lo que te dé la gana con los personajes de una historia! ¡Quien manda eres tú!” No había entendido nada. Los que de verdad man­dan en una novela son los personajes. Esa conversa­ción con el productor resultó ser muy instructiva. Muchas veces se considera al novelista una especie de dios que manipula unas marionetas, pero en mi caso la experiencia de la escritura no depende nunca de esa categoría: es una necesidad interior.
Sus novelas están repletas de seres indecisos, desorien­tados, de solitarios que van de un lugar a otro, que asu­men personalidades ajenas, que se fingen otros para sentir que existen. ¿Acaso no es usted mismo una per­sona desarraigada en los Estados Unidos, a caballo en­tre el Antiguo y el Nuevo Mundo, que se ha reencon­trado con sus mitos fundacionales después de regresar de Francia en 1974?
No, no es eso. Había escrito muchas de las pági­nas de El Palacio de la Luna, todas ellas impregnadas de la idea de América, mucho antes de mi estancia en Francia. América siempre me ha interesado. Es mu­cho más sencillo de lo que acaba de apuntar. Ante todo, se trata de una cuestión de carácter. Casi todos los escritores, poetas o no, se sienten al margen de la vida, de la sociedad. Caminamos en sentido opuesto. Somos testigos. Observamos las cosas. No acabamos de sentirnos involucrados en las actividades de los demás. Cuando era muy joven, un adolescente, era tan tímido que ni siquiera me atrevía a hablar. En 1965 leía a Joyce con tal pasión que quise explorar su ciu­dad... Pues bien, me pasé dos semanas en Dublín, solo, sin hablar con nadie. ¡Era horroroso ver a aquel imbécil atenazado por semejante timidez! En clase, y más tarde en la universidad, no me atrevía a abrir la boca. Estaba allí, participaba interiormente. Sólo con­testaba cuando el profesor me lo pedía y entonces far­fullaba una respuesta. Toda esa época fue muy difícil para mí... Siempre me sentía excluido... Y no era que los demás me marginaran, sino mi propia ineptitud... Por otra parte, en los Estados Unidos, el hecho de ser judío ya te aísla de por sí. Yo me crié en una ciudad de Nueva Jersey en la que el carácter mixto de la religión entre judíos y protestantes era una realidad. Todos los inviernos, escenificábamos pequeñas obras de teatro para festejar el fin de año. Pero yo me negaba con tes­tarudez a cantar villancicos, a pesar de que nadie me lo pedía, porque no me sentía identificado con ellos. Se me ha quedado grabado el recuerdo de esos días en que toda la clase se iba a ensayar la función y yo me sentía solo hasta la desesperación... Son esas peque­ñas cosas, que se van acumulando a lo largo de toda una vida, las que te sitúan al margen de la vida de los demás. Entonces uno mira; se convierte en ob­servador. Eres ciudadano de un país pero, al mismo tiempo, te sientes como un extranjero. Miras desde dentro, pero también desde fuera. Sí, todo eso sin duda me ha formado. Actualmente, a los cuarenta y ocho años, he “progresado” algo, me refiero como ser humano. Puedo hablar con la gente. Hace veinte años, no habría podido hablar con usted como lo es­tamos haciendo ahora. El solo hecho de pensarlo me habría resultado insoportable. Mis años de docencia en Princeton, de 1985 a 1990, me demostraron que podía hablar delante de los demás. A veces me viene todavía a la memoria el recuerdo de esas terribles lecturas de poemas en las que nunca levantaba la nariz de las hojas y en las que nunca miraba al pú­blico.
Actualmente, se le reconoce. El nombre de Paul Aus­ter en la portada de un libro puede significar tam­bién: Existo, se me reconoce...
Siempre he sabido que existía, pero, cómo lo di­ría yo, en un lugar un poco “cerrado”. Ver mi nom­bre en la portada de un libro me resulta algo muy ajeno a mí. Yo siempre estoy aquí, en mí. Las cosas que me rodean son reales, pero no me afectan en absoluto... Es un poco raro, ¿no?
Lo que más le afecta es ese lugar extraño, ese itinera­rio que separa lo que es de la hoja de papel que va lle­nando de palabras.
Quizás. Mi sitio está en esa actividad; nunca en el resultado de esa actividad. Siempre en el esfuerzo del hacer. En ese momento me olvido de todo, estoy en­frascado en el trabajo. Debe de tratarse de una especie de liberación... bueno, quizás...
Álvaro Mutis, o más bien su personaje, Maqroll el Ga­viero, dice que le interesa más el itinerario de la cara­vana que lo que la compone: camellos, camelleros, la propia caravana...
Es decir, el movimiento de la caravana. Sí, estoy de acuerdo. Muy acertado. No se trata ni siquiera del li­bro terminado, sino más bien del itinerario de la escri­tura, del momento de la escritura. En cuanto se pu­blica, el libro ya no te pertenece: pertenece a los demás. Se convierte en otra cosa...
A Borges se le consideraba el menos argentino de los escritores de Argentina. ¡Y eso que no había nadie más argentino que Borges! A menudo leemos: Paul Auster, el más europeo de los autores norteamericanos”, y es totalmente falso.
Tiene toda la razón. Nunca he entendido qué sig­nificaba eso. A menudo, la gente perezosa -y en es­te caso ciertos periodistas-, que no piensa las cosas con detenimiento, se inventa etiquetas para poder ir clasificando a sus víctimas en diferentes casillas. A los críticos les encantan las categorías. Y en cuanto uno de ellos escribe algo, los demás se limitan a repetirlo. No tiene ningún sentido. El arte y la literatura de cada país posee unas características propias, es un hecho. Sin embargo, también participamos de una corriente mucho más amplia, la de la literatura mundial. Las tra­ducciones existen desde los albores de la imprenta. Los escritores norteamericanos, por ejemplo, al igual que sus lectores, leen además a otros escritores que no tienen el inglés como lengua materna. Los escritores están sometidos a influencias ajenas a su país de ori­gen. No hay más que ver la historia de la evolución del soneto: una forma nacida en Italia, que se difundió por Europa y que originó, entre otros, el soneto francés y el soneto inglés. A mediados del siglo xvi, el magnífico poeta Thomas Wyatt11 reinventó a Petrarca en inglés. Pues bien, no hay nada más inglés que esa poesía, que es también una poesía de “importación”. No veo la di­ferencia. La Biblia está traducida en el mundo entero. Flaubert, el francés, influyó mucho al irlandés Joyce, que a su vez influyó mucho en el norteamericano Faulkner, que influyó mucho en el sudamericano Ga­briel García Márquez, que también ha influido mucho en Toni Morrison. ¡Las fronteras no existen! ¡A nadie se le ocurre decir que Toni Morrison es la más colom­biana de los escritores norteamericanos! Esas fronte­ras son absurdas. Lea con detenimiento las novelas de Herman Melville, que a mi juicio es el novelista más grande de la historia de la literatura norteamericana, y verá que son novelas absolutamente insólitas, con una construcción absolutamente alejada de todo lo que se está haciendo ahora... Son novelas prácticamente in­comprensibles e inclasificables. Es el mayor de los es­critores norteamericanos y sus libros no tienen nada que ver con la literatura norteamericana. Si se acep­tan las categorías, Moby Dick o la ballena blanca es un libro que contiene ensayo, poesía, novela de aventu­ras... Mitad y mitad... Ya estamos otra vez, tres mita­des: ¡imposible! (Risas). Por otra parte, para tratar de responder a su pregunta tendría que añadir que vivi­mos en un lugar y que ese lugar constituye de por sí un mundo fundamental para cada individuo. Todo ar­tista, escritor o lo que sea, responde al entorno en el que habita. En mis libros, respondo a la realidad que me rodea: una realidad norteamericana.
Una realidad de la que el béisbol -presente en todos sus libros- forma parte también.
Estuve acariciando un proyecto que jamás llevaré a cabo y que consistía en escribir un ensayo que habría llevado por título
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