Entrevista con Paul Auster, Nueva York, octubre de 1995






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Gérard de Cortanze

Dossier Paul Auster

La soledad del laberinto




Este libro es una versión ampliada del “Dossier Paul Auster”, publicado por Le Magazine Littéraire
ÍNDICE


Un itinerario de París a Brooklyn, Prólogo de Rafael Conte


2

Del parque Montsouris a Park Slope



5

La soledad del laberinto


10

Entrevista con Paul Auster, Nueva York, octubre de 1995


24

Entrevista con Paul Auster, Nueva York, mayo de 1996


47

Cronología


70

Bibliografía


76


Un itinerario de París a Brooklyn

Prólogo de Rafael Conte


A estas alturas, ya es algo bien sabido que Estados Unidos no posee hoy “una” literatura, sino muchas, de la misma manera que -vamos a decir una obviedad- tampoco es un país, ni una sola nación, sino, como su propio nombre indica, “varios” países, muchas nacio­nes, unos estados, unidos, eso sí, en cierta medida, pero a veces a regañadientes, nunca del todo y tam­poco siempre. Los Estados Unidos de América del Norte no poseen un nombre propio, sino una defini­ción empresarial, una especie de logotipo de intereses: son un conjunto de estados, países, literaturas, una en­tidad multinacional, a la que mantiene unida un co­mún idioma mayoritario, un sistema político flexible y homogéneo, una ideología conservadora, aunque laxa y elemental, una concepción de la cultura como ocio, entretenimiento y negocio, unas condiciones materia­les tan ricas como plurales y un sistema de intercam­bio de intereses que beneficia holgadamente a sus di­versas minorías mayoritarias. Este cosmológico mel­ting-pot funciona como un gigantesco motor de explosión -de explosiones- más que como un ordenador, y, tras unos principios fundadores bien jerarquizados, ar­caicos e integradores, cuyas contradicciones sólo se subsanaron a través de la célebre guerra de secesión -que fue su verdadera revolución, no la de la indepen­dencia-, su único riesgo reside en su capacidad de in­tegración de las múltiples razas que lo componen. En este sentido, Estados Unidos es un tubo de ensayo, un crisol por el momento victorioso pese a las convul­siones que lo sacuden de cuando en cuando, un anti­cipo general de lo que podría ser un mundo global en el futuro.

Por todo ello, y si siempre es bastante complicado caracterizar literaturas nacionales, sobre todo si nos acercamos a las más rabiosas y desintegradoras actualidades, mucho más lo es para lo que yo prefiero lla­mar personalmente “ literaturas norteamericanas”, tan despedazadas por ese melting-pot cultural, social y po­lítico que acabo de describir, que las atraviesa y per­fora en todas las direcciones. Las letras norteamerica­nas son una auténtica diáspora en la que se puede observar alegóricamente la disgregación del mundo actual. Allí encontramos por ejemplo -y por hablar del género que hoy nos ocupa, sobre todo- narrativa neoyorquina (con la subsección judía), californiana, del Medio Oeste, del profundo Sur, afroamericana, fe­minista, “gay”, la vanguardista más rabiosamente ex­perimental (a la que allí la crítica denomina “posmoderna”, vaya por dios, nada que ver con nuestro posmodernismo hispano de andar por casa), la del rea­lismo más o menos sucio, las novelas de “género”, esto es, históricas, de aventuras, sagas familiares, de espías, policías, ciencia ficción o melodramas apresur­dados, que a veces desembocan en la de consumo, abocada a lo televisual y cinematográfico por lo gene­ral, que suele ser la que se lleva el gato al agua, y así sucesivamente, y todo ello bajo el criterio fundamen­tal de no poder rechazar ningún género o subgénero por si mismo, pues en cada uno de ellos puede saltar la excepción de la obra maestra, no se olvide, o al me­nos agradables buenas sorpresas.

¿Dónde colocar entonces, dentro de este panorama, la obra de uno de sus autores más originales y sorpren­dentes, Paul Auster? Este escritor que se acerca a la cin­cuentena cuando escribo estas líneas, nacido frente a Nueva York, y en la actualidad residente en Brooklyn después de haber visitado largamente Europa y sobre todo Francia durante casi un lustro, tras haber escrito y publicado ensayos, poemas, críticas, espléndidas traducciones, sobre todo de poesía francesa, nueve nove­las de éxito, un misterioso y breve texto tan docrinal como confesional de su poética, recientemente alcan­zaba también el éxito en una doble incursión en el gé­nero artístico dominante en su país, el del cine, con la idea y guión de Smoke, de Wayne Wang, y la dirección compartida con este mismo director de una insólita se­cuela, Blue in the face, tan interesante como la anterior. Casado en segundas nupcias con la también escritora Siri Hustvetd, instalado de manera permanente en Nueva York, en el barrio de Brooklyn -tan cantado en las dos películas citadas-, con sendos hijos de cada uno de sus matrimonios, y apasionado del béisbol, el año pasado recibió al joven escritor francés Gérard de Cor­tanze, quien preparó un dossier sobre él para la revista Le Magazine Littéraire, elaboró su cronología, realizó el “diccionario” de sus temas fundamentales -lo que al otro lado de los Pirineos se denomina un quid- y pudo hacerle asimismo dos profundas entrevistas, todo lo cual lo encontrará el lector en las páginas que siguen.

Pues es bastante curioso observar que la obra de Auster, si bien ha conseguido en todas partes el reco­nocimiento de la crítica -en su propio país para empe­zar, que es lo más complejo-, ha tenido más éxito en­tre los lectores europeos que entre los americanos, sobre todo en Francia y España. Fruto de este éxito y de la colaboración instintiva de público y crítica de estos dos últimos países es precisamente este libro, es­crito por un francés, sobre un autor norteamericano, y publicado en España y en español por derecho propio. Sin haber renunciado nunca del todo a sus caracterís­ticas norteamericanas, la obra de Auster posee tam­bién hondas raíces europeas, lo que quizá la intelec­tualiza demasiado para las tremendas y aplastantes premuras de su mercado original.

De origen judío, nacido en Nueva Jersey a princi­pios de 1947, tras la separación de sus padres cursó es­tudios en Columbia -literaturas inglesa, francesa e ita­liana- entre 1965 y 1970, con algunos viajes intercala­dos por Francia, Paul Auster empezó su carrera como poeta, traductor de poesía, critico y ensayista, sobre te­mas de literatura, música y cine, esto es, por lo más duro. En una larga estancia en Francia se relaciona con poetas ya célebres, como Jacques Dupin o André du Bouchet, empieza su gran labor como traductor de poesía francesa, que culminaría posteriormente en sendas antologías, una de los poetas surrealistas y otra más general de poesía gala del siglo xx, pero también de textos de Joubert, Mallarmé, Sartre, Blanchot, Ba­taille, Simenon, o de escritos y entrevistas de Joan Miró. También escribe extraños guiones de cine, pie­zas teatrales breves, colabora en la prensa, alguna no­vela policial bajo seudónimo, pasa unos años bastante duros, hasta que cuando muere su padre y descubre que su abuela había asesinado a su marido empieza a escribir su primera novela de raíces autobiográficas y bastante experimental, La invención de la soledad. Pero ya en la segunda mitad de los años ochenta, con la publicación de El país de las últimas cosas, de ín­dole futurista y de crítica antitotalitaria -en su juven­tud había hecho una campaña contra la intervención norteamericana en la guerra de Vietnam-, y de las tres novelas La ciudad de cristal, Fantasmas y La habi­tación cerrada, que luego formarían La trilogía de Nueva York, conoce un evidente éxito ante la crítica, y también -aunque menor- ante el público, pues se trata de obras todas ellas bastante experimentales, influidas por las técnicas del nouveau roman francés o de la na­rrativa estructuralista, aunque en la citada trilogía utilizaba asimismo procedimientos de la narrativa policial o de espionaje. En realidad, en su sentido último, se trata de metanovelas abstractas sobre el azar, la inco­municación y la revelación de los misterios.

Tras la publicación de una espléndida recopilación de ensayos, El arte del hambre, y de un misterioso texto que combina el relato con la confesión poética, El cuaderno rojo (que recomiendo leer en la edición de Anagrama -donde además ya ha aparecido toda la obra narrativa del escritor-, con una excepcional in­troducción del narrador español Justo Navarro), sus cuatro grandes novelas posteriores le confieren ya su verdadero “estatus” como escritor, conocido ya del gran público, ampliamente traducido y consagrado de­finitivamente por la crítica: El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán y Mr. Vértigo, de las que en mi opinión la primera y tercera son dos verdaderas obras maestras. Pues, a mi entender, en ellas Paul Aus­ter se libera ya de sus intelectuales raíces francesas -aunque sin separarse nunca de ellas- y se acerca más a lo específicamente norteamericano a través de la narrativa de aprendizaje, de la crítica de la sociedad de consumo, del testimonio de los derrumbamientos de las generaciones liberales, o de la recreación de am­bientes góticos, fantásticos y misteriosos, que convierten sus ficciones existenciales en extraños apólogos de evidente significado ético.

También se observan en él conexiones con la es­cuela judía neoyorquina, bien que con un humor más grave y menos caricatural, o con las experiencias de otros grandes escritores secretos, como William Gad­dis, John Hawkes, Thomas Pynchon y William Gass, aunque también sus técnicas son a la postre mucho más claras, explícitas y “comunicables”. La obra de Auster arranca de lo autobiográfico y escruta el miste­rio, el mundo de las coincidencias, del azar, trata de la Norteamérica más actual, temas familiares -como la búsqueda del padre y de los orígenes- o más filosófi­cos, como los de la identidad, la incomunicación, las relaciones interraciales, la soledad y el conocimiento, Y el espléndido final con el que se cierra ahora esta obra abierta, repleta de finura, originalidad y misterio, y que se enfrenta al futuro como abriendo puertas sin parar, es por ahora el de esas dos espléndidas pelícu­las sobre Brooklyn, donde el humor y la ternura, la suave crítica social y las dificultades para la comunica­ción y la convivencia estallan a sus más altos niveles.

Pero hasta ahora no he hablado del verdadero autor de este libro, de este interlocutor privilegiado de Paul Auster, del joven escritor francés Gérard de Cortanze, especialista en literaturas hispánicas (española-his­panoamericana) y anglosajonas (inglesa-norteamen­cana), critico cuya firma aparece en revistas especiali­zadas, en Le Magazine Littéraire, ya citado, pero tam­bién en Le Monde, autor ya de seis novelas sobre el amor y la muerte (cito las dos últimas, El amor en la ciudad y El ángel del mar); siete libros de poesía, nueve de ensayos sobre temas y figuras de la literatura y la pin­tura -tiene un gran libro sobre Antonio Saura-, direc­tor de colecciones, asesor de importantes editoriales y autor de cinco grandes antologías sobre temas hispáni­cos, de las que destacan una dedicada al poeta chileno Vicente Huidobro, y sus fundamentales Literaturas es­pañolas contemporáneas y Cien años de literatura espa­ñola. Sólo me cabe decir, con todo mi respeto y cariño hacia esta obra tan aplastante, que indica una vocación y una capacidad de trabajo poco comunes, que es un poeta crítico, un crítico lírico, un periodista cultural nato y un considerable narrador equilibrado por esa poesía y esa crítica que siempre le acompañan.
RAFAEL CONTE

Madrid, 15 de julio de 1996

Del parque Montsouris a Park Slope


“El sábado 21 de octubre me va bien. Después de la entrevista podríamos revisar algunas fotografías y ver si encontramos algo que nos pudiera servir…”

En recuerdo del Red Dog que encontré

en uno de los puestos callejeros del SoHo

El primer contacto con una obra -o con su autor- encierra esa imperceptible sensación que a menudo determinará la relación que, más adelante, se irá te­jiendo con ella -o con él- al hilo de lecturas y en­cuentros. ¿En qué circunstancias descubrí a Paul Aus­ter? ¿Cuáles fueron los singulares motivos que me subyugaron para siempre y me llevaron a decir que, indudablemente, yo era el primer lector de ese libro que acababa de descubrir y que no pude dejar hasta terminarlo porque me tenía atrapado, me requería para que llegara a su fin? Mi vida “literaria” está jalo­nada de toda suerte de encuentros, y algunos de los que me vienen a la memoria, a pesar de aplazar la re­solución del enigma -¡porque eso es lo que es en defi­nitiva!-, me permitirán delimitar con precisión mu­cho mayor el camino que me condujo hasta el autor de La invención de la soledad...

Mi primer “encuentro” con Allen Ginsberg, el vate de la beat generation, por ejemplo, fue tardío y tangen­cial. Suscitado por los tigres de papel de la biblioteca como dragón (Lezama Lima) y los recuerdos en­ciclopédicos, pasó por el largo poema en prosa que escribió Roque Dalton -el poeta salvadoreño asesina­do- entre discusiones teóricas y jarras de cerveza en la taberna praguense U Fleku, una noche de Otoño de 1966:
El poeta Ginsberg se acostó con catorce muchachos una noche en Praga.

Ése no es un poeta maricón, ése es un tragaespadas de feria

-con lo que siempre me gustó “Aullido”-
Es un “encuentro” que, más allá de su carácter de mero recuento de acontecimientos, definía bastante bien lo que podía representar, a mis ojos, la poética de Allen Ginsberg: una construcción fragmentaria del viaje y de la discusión, una ilustración y defensa de la escritura alimentada por el acontecer, por la historia individual y colectiva.

A Juan José Saer le vi por vez primera en 1974, a raíz de una lectura de poemas en la librería Shakes­peare and Company, habitada todavía por los fantas­mas de James Joyce y Sylvia Beach... Me regaló un ejemplar de El limonero real y me dijo: “Yo no escribo para exhibir mi argentinidad.” Apenas sabíamos nada de ese argentino “habitado”. Había llegado a Francia hacia seis años y se había quedado. Les Grands Paradis -titulo francés de El limonero real- era su séptimo li­bro. La impresión fue inmediata y Juan José Saer pasó a formar parte -junto a César Vallejo, Alfredo Bryce Echenique y Eduardo Mendoza- del grupo de los cua­tro primeros autores que publiqué en la colección “Barroco” de Flammarion. Ese argentino, cultivador de una musiliana “literatura sin atributos”, evoca, co­mo comprendería más adelante, esa narración sin certezas preestablecidas, sin cortapisas, contraria a toda determinación, que practica... Paul Auster. ¿Así que de la librería del célebre muelle del Sena a Park Slope no hay más que un paso? Paul Auster es
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