Julio de 1948 («Punto y aparte», El Universal, Cartagena) Y pensar que todo esto estará alguna vez habitado por la muerte. Que esta cálida madurez de tu piel, que sube por mi tacto hasta el abismo de mi desasosiego, tiene que desgajarse un día sobre su propio silencio desolado. Que este orden de cosas naturales, que hacen de ti y de mí y del agua y los pájaros, claros volúmenes para la vendimia de los sentidos, estará una tarde hundido en la niebla de lejanas comarcas. Que ese temblor de voces interiores que sube por tu sangre, que se anida en tu vientre como un hijo, cuando te hablo de cosas simples, elementales, como estas cosas tremendas de que estoy hablando, tiene que estar un día trasladado a otro cuerpo, cuando los nuestros sepan del peso de las piedras, y sin embargo siga siendo verdad el amor. Que este dolor de estar dentro de ti, y lejano de mi propia sustancia, ha de encontrar alguna vez su remedio definitivo.
Pensar que alguna vez conoceremos los puertos del olvido, igual que antes, cuando aún no habían venido estos cuerpos a habitar nuestra tristeza. Que los hombres caminantes tendrán que sorprenderse alguna vez de que todos los pájaros enmudezcan de pronto, sin saber que eres tú, y que soy yo, que hemos vuelto a encontrarnos más allá de nuestros huesos. Que una tarde regresarán los bueyes del arado con las cuchillas iluminadas de una amorosa claridad, y todos creerán que hay estrellas sembradas, sin saber que eres tú, y que soy yo, que estamos preparando las semillas. Que un domingo como éste sonarán las campanas con bronce estremecido y los niños preguntarán asombrados quién ha muerto en domingo; sin saber que eres tú, y que soy yo, que aún seguimos muriendo en todas las preguntas.
Pensar que alguna vez los árboles preguntarán a sus raíces cuándo van a pasar los vidrios de nuestros ojos para que sea más clara la luz de sus naranjas. Que el agua de los ríos nos llevará, polvo a polvo, hasta el júbilo de los que tuvieron sed y la mitigarán con nuestra arcilla. Y que cada una de las cosas que amamos seguirá siendo bella sin necesidad de que nosotros la amemos.
Y, sobre todo, pensar que este amor nuestro tiene que morir, antes de que estas cosas pasajeras estén habitadas por la muerte. Cuando venga la primavera y yo no esté contigo, y estén secos la tierra y tu paladar, siembra un árbol en el patio. Un árbol que sea poderoso y corpulento -un roble o una ceiba- para que pueda sostener la estación de los pájaros. Riégalo diariamente con el agua en que lavaste tus manos, para que el viento aprenda a tejer la caricia. Y déjalo crecer, sin que haya boca humana que se atreva a morder sus raíces amargas. Sé egoísta, porque la vida es demasiado corta para compartirla. Y haz que tu árbol sea solo tuyo, con todo el vigor de su poderío vegetal, para que nadie venga a disputarte su frescura. No prestes el hacha a tu vecino ni tomes de la miel de sus panales, porque la gratitud es enemiga de los árboles. Pero si aún insisto en ser ausente, toma un cuchillo, graba nuestros nombres en la corteza, y llama a tu vecino para que tumbe el roble.
Cuando llegue el otoño, si aún no he regresado, clava una herradura en la puerta. Cuando vengan nuestros amigos comunes y te hablen del sabor amargo de la arcilla y elogien los animales que han crecido en tu huerto, hay en tu mesa pan de buena levadura y agua recién llovida en tus alcarrazas. Pero cuando se marchen, ya después de la cena, cierra las puertas para que no vuelvan, porque un día acabarán con el pan, con el agua, y sin embargo seguirán siendo amigos nuestros. Los martes no mires la herradura, pero si sigo ausente, mírala todo el tiempo hasta cuando la ira entierre sus raíces de acero en tu corazón.
Cuando llegue el verano, espérame, pero guarda toda la sal de los mares en tu casa. Si alguien llega a tus puertas y las derrumba a golpes, dale a beber tres aguas de salitre, y deja el pan salado para que la voz se le vuelva de piedra en la garganta. Riega sal en tu lecho para martirizarte en mi demora, y para que tenga sabor de espanto la sustancia de tus pesadillas. Lava tu piel con terrones de sal y sentirás cómo muerde la soledad cuando han pasado todas las estaciones. Si al terminar el otoño aún sigo distante de tu ámbito amoroso, cubre con seda oscura tus espejos y riega sal en el umbral de tu puerta.
Y si cuando lleguen las lluvias no he regresado aún a tu corazón, entonces vete al patio, y cava un pozo donde quepan tus huesos. El amor es una enfermedad del hígado tan contagiosa como el suicidio, que es una de sus complicaciones mortales. Sin embargo, ambas han sido convenientemente dignificadas, elevadas a una categoría sentimental, acaso por la imposibilidad de la ciencia para elaborar una terapéutica apropiada. La languidez, la suspirante actitud de las doncellas medievales que derramaban su palidez por una, ventana con la misma seriedad con que una lavandera derrama un balde de agua, no era sino el resultado lógico de una alimentación pasada de proteínas.
Pero lo más peligroso de la enfermedad amorosa es lo que ella tiene de teatral. No sólo en su esencia, sino en sus elementos accidentales. Tan pronto como se presentan los primeros síntomas, el paciente se vuelve impaciente, elabora argumentos, monta su aparataje escenográfico con el más complicado sistema de bambalinas suspirantes, de consuetas literarios (sic), de telones decorados a brochazos de lírica timidez; y empapela las paredes de su pensamiento con cartelones aparatosos que anuncian una conmovedora obra ceñida a los cánones de un auténtico dramatismo de escuela, para después, a la hora de la función, salir con una pantomima. De allí que las más grandes obras de la literatura universal, no tengan otro fin que encontrar la vulnerabilidad hepática del lector.
Con el amor, como con toda enfermedad contagiosa, sucede que quien la contrae tiene indefectiblemente a quien cargarle la culpa. Aunque después venga el período del aislamiento, de la cuarentena sentimental, en que los dos enfermos, después de innumerables rodeos, logran encontrarse en el sitio espiritual donde su identificación sintomática comienza a acentuarse y su enfermedad a volverse crónica.
Es el período emocional en que el paciente puede ser desahuciado con la epístola de San Pablo. El hígado se anquilosa, la mujer palidece, el hombre pierde el apetito y se convierte en idiota o en filósofo. No le queda entonces otro recurso que especular sobre la metafísica del olvido, que unos -demasiado precipitados- resuelven con el suicidio, y otros con una papeleta de ruibarbo antes del desayuno. Septiembre de 1948 (El Universal, Cartagena) UN JORGE ARTEL CONTINENTAL Jorge Artel se ha llevado nuestra tierra a Bogotá. En la pieza de un hotel capitalino abrió el poeta sus maletas vagabundas, y lentamente, con la seguridad del viajero que sabe el sitio de cada cosa, fue extrayendo de entre las camisas y los pañuelos las preguntas de la raza, los tejidos de la música, la estrella que no relumbró en la noble quimérica; y allá, de entre los libros y los cuadernos de anotaciones, retorcidas y húmedas, las raíces nutricias de la Costa Atlántica.
Afuera, al salir a la avenida, el aire estaba helado. Pero Arte¡ llevaba, envuelto en un diario matinal, la razón poética de los pilones, de las atarrayas.
El secreto musical de la gaita le iba sonando en la mano como una vértebra de nuestra anatomía social. Barcos por un delirante itinerario lírico. La madrugada de Cartagena dentro de una botella, para que el mar fuera más verde -verde de vidrio- en el sueño de los náufragos. Un patriarca negro midiendo el pulso de la fiebre en el vientre de la tambora. Y una mulata frutal, fabricada en la misma madera de las gaitas, viendo crecer su edad hacia el abismo de la primera pesadilla.
Nadie podrá disputarle al poeta este milagro de llevarse la tierra, porque nadie como él ha sentido correr por dentro del cuerpo, lubricándole los huesos, la resina sentimental de nuestra raza. En su voz el público bogotano va a conocer el mar.
-el que le gusta a Arte¡ «porque tiene las olas volubles como hembras; y porque no es de nadie»- a través de la escenificación de Tambores en la noche.
El bisturí de la crítica capitalina descubrirá, sin duda, lo que Cartagena no ha querido reconocer -al menos públicamente- y es que Jorge Artel tiene en las arterias un temblor continental.
El conoce los instrumentos que descuajan la corteza decorativa de nuestra biología popular, y ha penetrado con ellos a los centros vitales del sentimiento terrígeno, donde reside su verdadera razón de ser; su razón de ser poeta.
En manos de Jorge Artel, la Costa Atlántica tiene nombre propio. EL DOMADOR DE LA MUERTE Un día -mucho antes de que se conociera el naufragio del «Euskera»- Emilio Razzore nos había mostrado en su cuarto del Hotel Colonial las tremendas cicatrices que le relumbraban en la espalda.
-«Rasguños de los leones»..., comentaba, en forma tan natural, que en nuestra imaginación la bestia poderosa comenzó a retorcerse y a maullar como un gato. Pero de aquella experiencia, aprendimos los presentes por qué es apasionante el oficio de los vagabundos, y alcanzamos a olfatear el tóxico que hace de la farándula una manera de abitar la leyenda.
Frente a nosotros estaba un hombre en cuyas espaldas los tigres y los osos habían escrito a zarpazos cuarenta años de circo, de días buenos y días de catástrofe. Medio mundo viajado, con la selva como único equipaje, era ya una historia apasionante para sospechar los aceros que le templaban los nervios a ese domador a quien una mañana el oso gigante, en un repentino brote de ternura, le dio un abrazo que terminó en el hospital.
Después, cuando el vaho de la tragedia empezó a subir por los ánimos sobrecogidos, tuvimos la más amarga oportunidad de conocer al domador, mordido por dentro, tratando de dominar a la bestia del dolor que había crecido de pronto con las garras más aceradas que las de los leones.
Debo decir que Emilio Razzore es el hombre más tremendamente humano que he conocido. Cuando ya no pudo dudar del naufragio, cuando comprendió la pavorosa realidad de que nada le quedaba sobre el mundo, de que en el fondo del mar, cubiertos por las algas verdes de la muerte, reposaban cien años de batalla, se aferró a su último deseo. Quería que uno -siquiera uno de los suyos- sobreviviera al espanto de la tragedia para empezar nuevamente a domesticar cachorros, para rehacer el circo.
Sin embargo, ni siquiera en ese último deseo lo satisfizo la catástrofe, y el domador se ha ido -sabe Dios dónde- a iniciar una «tournée» solitaria, con las espaldas del alma mordidas por irremediables cicatrices. UN TRIUNFO DE NITO ORTEGA Nito Ortega cerró su faena del jueves, en México, con vuelta al ruedo, a pesar de que el ganado no se portó a la altura de su casta, y muy a pesar también de lo dicho por un distinguido columnista de este diario -«zorro veterano del periodismo» según propia confesión que yo reconozco a todo lo largo de los adjetivos quien nos comunicó unos ágiles secretos a voces, relativos a la primera intervención del novillero colombiano en la capital azteca, y con los cuales el autor de estas columnas hubiera querido estar enteramente de acuerdo.
No siendo así -dejo constancia de que no cuento para este caso con el triunfo que obtuvo el palmirano el jueves- me considero en la obligación de justificar mis puntos, sin intención de entablar una polémica que, por otra parte, sería inelegante entre ganado de un mismo cortijo.
Debo confesar ante todo, que sin ser un vegetariano convencido, entiendo tanto de toros como de astronomía analítica. Es decir, tanto como confiesa saber mi distinguido colega.
No hay desacuerdo en lo que se refiere a las alabanzas que acostumbra prodigar la prensa capitalina. En este sentido tengo los mismos escrúpulos digestivos de «Fulminante», que asegura no comulgar con tortas de cazabe. Pero me parece -y hay quien asegura que me parece bien- que para juzgar la actuación de Ortega en México no se requiere ser un perito en tauromaquia. Basta -dadas las circunstancias- con que lo sean los corresponsales de prensa que presenciaron la corrida.
Y a ellos me remito. Dice el cable que el ganado no estuvo a la altura -como no estuvo el jueves- y que Nito Ortega le sacó el mejor partido posible. No es de extrañar, pues, que la peor parte se la llevara el diestro.
No obstante ese inconveniente, el público mexicano -que sí sabe de estas cuestiones- se puso en pie más de una vez ante los formidables muletazos de nuestro compatriota. De donde puede deducirse -sin forzar la imaginación- que sí hay madera de buen torero en Nito Ortega, y que no es cualquier hijo de vecino el que por primera vez ante la primera opinión taurina en América, y con novillos deficientes, logra entusiasmar los tendidos. La cosa, vista por este lado, suena ya diferente.
Por otra parte, Nito no fue contratado de buenas a primeras. Para nadie es un secreto que en Bogotá presenciaron la corrida del palmirano dos observadores técnicos, enviados expresamente por los aztecas para constatar qué había de cierto en lo dicho por la crítica capitalina. Técnicos que no vacilaron en dar su aprobación, y reconocer que no resultaban tan exageradas las tortas de cazabe que, en torno a Nito Ortega, estaban fabricando los periodistas de Bogotá.
En resumen: Sí hay en él un buen novillero. Y no hizo el ridículo como parece entenderlo mi ágil colega, aunque, de haber sido así -y esto es capítulo aparte- no sería por ese «complejo de inferioridad que debíamos patentar los colombianos». Por el contrario, habría sido producto de un complejo de superioridad, tan voluminoso como los toros catedralicios que se ven en los noticieros.
Lo cual no quiere decir, claro está, que Nito Ortega sea en la actualidad un Manolete, ni que yo tenga que escribir un panegírico a los peloteros.
EL CINE NORTEAMERICANO El viejo deporte de los magnates de Hollywood de tirarse con los trastos a la cabeza, ha salido a relucir otra vez con la carga de profundidad que Charlie Chaplin les lanzó hace algunos días a los mercachifles del cine norteamericano.
Los críticos -parte esencial de ese campo de concentración cinematográfico no vacilaron en volverse contra él y decir que cuando el creador del gran «Charlot» afirma que USA no ha prestado ninguna contribución valiosa al séptimo arte, sólo está dejando escapar algunas libras de resentimiento por el trato -tan malo como inútil- que dieron esos mismos críticos a su actuación de Monsieur Verdoux.
Cualesquiera que sean las causas de su actitud, Chaplin ha puesto el dedo en la herida. Y lo ha hecho con mayor fuerza de lo que pudo sospecharse, porque cuando aquella gente arma una alharaca como la que tiene en pie, es porque al francotirador no le ha fallado la puntería.
Lo peor de todo es que no se necesita ser un Chaplin para descubrir un fracaso, protuberante como el del cine norteamericano. Basta con saber que cada vez que los ingleses producen una nueva película, los adinerados de Hollywood tienen que recurrir a un especialista que les normalice la presión arterial.
Todo porque no han querido convencerse de que si ese capital voluminoso que han invertido en mostrar tanta tragedia doméstica, lo hubieran aprovechado produciendo dibujos animados, el arte hubiera tenido con ellos por lo menos una deuda de gratitud.
Pero es el caso que los productores USA no sólo han resuelto hacer películas de taquilla, sino que con ello dieron al traste con el buen gusto de un buen sector del público que, a la larga, hubiera tenido que acomodarse al cine superior para no quedarse sin espectáculos.
Si desde un principio se hubiera prescindido de ese arsenal de procedimientos aparatosos, de tempestades a bordo de una bañera, la gran masa popular de hoy haría delirar la galería frente a Orson Welles, y rompería la silletería frente a un payaso ridículo como Frankenstein.
Puede que Chaplin esté resentido por la crítica hecha a Monsieur Verdoux, pero ello no quiere decir que no sean ciertas sus afirmaciones.
OPTIMISMOS DE ALDOUS HUXLEY Aldous Huxley, el inteligente novelista inglés, no es muy pesimista al mostrarse preocupado por la premura con que, según él, se están cumpliendo las profecías de su última novela, cuyos personajes se desenvuelven en el paraíso del siglo XXV.
No tengo noticias de que ese libro -cuyo título original es Brave New World haya llegado a las librerías del país, ni si existe ya la versión a nuestro idioma; pero según algunos comentaristas el autor de Viejo muere el cisne vuelve en él por sus fueros de novelista capital, ya que después de la publicación de El tiempo debe detenerse, la crítica estuvo de acuerdo en afirmar que no había logrado ninguna superación sobre sus dos obras anteriores -las más famosas e indiscutiblemente dos grandes novelas de nuestro tiempo- cuyos títulos originales, Point Counterpoint y Eyeless in Gaza, fueron vertidos al castellano como Contrapunto y Con los esclavos en la noria, respectivamente.
Según entiendo, en Brave New World, Huxley debe presentar circunstancias análogas a las de Un mundo feliz -una de sus obras de mayor demanda por razón de su humorismo amargo pues en ambos volúmenes la acción se desarrolla en lejanas épocas futuras.
Pero la última que, más que una profecía, es una crítica aguda al mecanicismo de la época, que el autor inglés exagera hasta los extremos de crear un mundo artificial, en que la misma reproducción humana está sometida a procedimientos técnicos, a la fabricación en serie de la que tanto se han preocupado los norteamericanos, es un cuadro utópico destinado a punzar duramente a las sociedades que están dando toda clase de preeminencias a la máquina sobre el espíritu.
En Brave New World, en cambio, Huxley sí hace una profecía. Sus personajes se mueven en un mundo que, según el autor, debe ser el nuestro dentro de cinco siglos, teniendo en cuenta ciertos hechos actuales que han de servirle de antecedentes históricos al tiempo de la novela.
En esa forma, el insigne novelista llega a las conclusiones de que los hombres encontrarán al fin los medios para lograr una sociedad «genuinamente humana».
De allí que haya ocasionado una explicable sorpresa la declaración hecha por Huxley, hace algunos días, en la revista Life, según la cual sus predicciones de Brave New World se están cumpliendo con una premura imprevista. Es ciertamente extraño -aun sin leer la novela comentada- que alguien pueda creer, en los actuales momentos, que estamos logrando los métodos para constituir una sociedad genuinamente humana. Octubre de 1948 (El Universal, Cartagena) |