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SAMUEL BUTLEREREWHONPrólogoUNA UTOPIA NO UTÓPICASamuel Butler (1835—1902) nació en la época más próspera y aparentemente más serena de la larga y floreciente historia de la monarquía británica. Inglaterra era la mayor potencia financiera y comercial del mundo y poseía la mayor flota y el más extenso imperio colonial del planeta. Aunque su gobierno no era todavía democrático en el sentido contemporáneo del término, era relativamente benigno, civilista y respetuoso de la ley y su actitud hacia los pobres, ya fueran de la ciudad o del campo, era de noblesse oblige. Sus excedentes de población podían emigrar a tierras escasamente habitadas, con buen clima y abundantes recursos naturales, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda; y también a Estados unidos, país con el que, gracias a su población mayoritariamente anglosajona, Inglaterra mantenía fuertes lazos culturales y comerciales, a pesar de que el nuevo país hubiera nacido de una guerra revolucionaria contra la dominación británica. Pero aunque fuera una sociedad próspera y su gobierno fuera benévolo, era también una sociedad de clases rígidamente jerarquizada en la que sólo un pequeño porcentaje tenía derecho al voto, a ocupar cargos públicos o a formar parte del Parlamento. En lo más alto de la pirámide, había una nobleza hereditaria que cuando Butler nació aún ocupaba casi todos los puestos decisivos del gobierno civil y de la armada, pues los aviones no existían todavía y la afortunada isla—nación no necesitaba un ejército permanente. Pero el imperio comercial y la temprana revolución industrial habían ampliado muchísimo las filas de la clase media. Los cada vez más numerosos y competentes empresarios, abogados, ingenieros, científicos, etc., exigían una cuota de poder político y un reconocimiento social que correspondiera a su importancia económica. Entre 1832 y 1867 se produjeron dos reformas de la ley de sufragio que extendieron el derecho al voto prácticamente a todos los hombres de clase media que pudieran probar que no eran indigentes. En 1881 se eliminaron estos últimos requisitos económicos y, a partir de entonces, el Parlamento y la mayoría de gobiernos municipales se eligieron por sufragio masculino universal. Las mujeres no consiguieron el derecho al voto hasta 1918 como resultado, en gran parte, de su inmensa contribución durante la primera guerra mundial (1914—1918) a la producción industrial, la agricultura y los servicios médicos y sociales. Pero en vida de Butler y con toda seguridad cuando publicó Erewhon (1872), incluso los ingleses inteligentes, tolerantes y de talante liberal que adoraban (retóricamente) al «sexo débil» no creían que las mujeres pudieran obrar de forma independiente, excepto en el hogar, la familia y las bellas artes. Dos de los temas que más preocuparon a Samuel Butler fueron la religión cristiana y la teoría de la evolución de Darwin. En la época de Butler, Inglaterra tenía una religión oficial, es decir, la iglesia de Inglaterra, que se había separado de Roma a mediados del siglo XVI, durante el reinado de Enrique VIII, y cuya cabeza visible era el rey o la reina en el trono. Se daba por supuesto que la familia real y todos los altos cargos del reino eran miembros de la Iglesia de Inglaterra (comúnmente llamados anglicanos), pero no se pretendía que fueran particularmente piadosos. En uno de esos acuerdos prácticos por los que los ingleses tienen una merecida fama, todos los cargos de la Corona tenían que pronunciar un juramento de «conformidad ocasional», es decir, debían prometer que harían acto de presencia en la iglesia en las principales festividades religiosas; pero no se les pedía nada más. Por debajo de las clases dirigentes, había una considerable variedad de cultos y libertad religiosa de facto. Gran parte de la clase media, incluyendo sus líderes más prestigiosos, era presbiteriana o congregacionalista, y los trabajadores industriales eran en su mayoría metodistas. Se toleraba a los católicos, aunque el recuerdo de la Armada invencible (el infructuoso esfuerzo de Felipe II en 1588 por invadir Inglaterra y derrocar a la reina Isabel) y la rebelión endémica de los irlandeses contra el gobierno de Inglaterra hacían que el pequeño porcentaje de católicos estuviera constantemente bajo sospecha de traición. También se toleraba a los judíos. De hecho, cuando Butler era joven, uno de los grandes primeros ministros, Benjamín Disraeli, era el equivalente de un converso en España. Disraeli fue bautizado a los 13 años, por orden de su padre, y vivió como un anglicano declarado que nunca ocultó ni su origen judío ni su herencia cultural. Sin embargo, los judíos no eran bien aceptados en «sociedad» y una de las grandes novelas de protesta de la época, el Daniel Deronda de George Eliot, una de las muchas y magníficas novelistas inglesas, trataba de los prejuicios de los que era objeto un brillante y admirable judío en la Inglaterra del siglo XIX. Por tanto, la situación religiosa en Inglaterra participaba de la estructura de clases sociales altamente estratificada aunque en gran medida tolerante: al frente, los anglicanos (y Samuel Butler procedía de una reconocida familia anglicana); en segundo lugar, miembros de otras confesiones protestantes considerados ingleses enérgicos, fieles y socialmente en ascenso; y por último, católicos y judíos que, pese a que se les toleraba, no eran tenidos por ciudadanos ingleses de total confianza. Además, esta Inglaterra del XIX era casi totalmente blanca, pues la emigración masiva de africanos, caribeños y asiáticos no se produciría hasta la segunda mitad del siglo XX. Pero tal vez para el pensamiento de Butler la posición jerárquica de las distintas iglesias cristianas no fuera tan importante como la escéptica y lúgubre atmósfera religiosa que prevalecía entre los ingleses más educados de la era victoriana. Muchos escritores importantes, como el laureado poeta Alfred Lord Tennyson, y el gran educador, ensayista y poeta ocasional Mathew Arnold, se lamentaban de la pérdida de una fe sólida y emocionalmente comprometida en todas las confesiones del cristianismo protestante inglés. A menudo se citaban estos versos de Arnold, en el poema Playa de Dover ¡Oh, amor, seamos sinceros! Pues el mundo que parece Reposar ante nosotros como un lugar de ensueño, Tan bello, tan nuevo, tan diverso. En verdad no tiene luz, ni alegría, ni amor. Ni certeza, ni paz, ni consuelo para el dolor, Y aquí estamos, como en una tenebrosa llanura, Arrebatados por confusas alarmas de lucha y huida, Donde ignorantes ejércitos chocan en la noche. Bajo la prosperidad, el poder y el progreso político y económico de la Inglaterra victoriana, fluye esta inseguridad pesimista ante la marcha de los asuntos del mundo y la búsqueda desesperada del amor como protección contra la indiferencia del universo. Los ecos de ese pesimismo, expresados en forma humorística o paradójica, son rasgos constantes de la obra de Butler Erewhon; es decir, nowhere escrito al revés. La segunda gran preocupación de Butler fue la teoría de la evolución biológica publicada en 1859 por Charles Darwin, a quien, de niño, su maestro —abuelo de Samuel Butler— había aconsejado que no perdiera el tiempo con la química. Antes de leer a Darwin, Butler era ya bastante escéptico respecto al cristianismo, e inmediatamente se convirtió en defensor del evolucionismo que luchaba por hacerse oír con imparcialidad en una Inglaterra en la que las autoridades religiosas afirmaban creer firmemente en la versión bíblica de la creación. Pero aunque Butler defendía ardientemente la teoría del origen de las especies a partir del desarrollo de pequeñas diferencias y de la supervivencia tanto de los individuos como de las especies mejor adaptadas, nunca pudo aceptar totalmente la ausencia de propósito en el proceso evolutivo. Esa negativa y el pesimismo derivado de la evidencia de la evolución como un proceso accidental sin un propósito discernible se reflejan también en la novela, especialmente cuando habla de la «evolución» de las máquinas. Volvamos ahora al resumen de la biografía personal de Butler. Pertenecía a una familia acomodada de la clase «dirigente» anglicana, aunque no era especialmente rica ni poderosa, y vivió entre 1835 y 1902, un periodo casi paralelo al reinado de la reina Victoria (1837—1901). Su abuelo había sido director de la prestigiosa Shrewsbury School y fue más tarde obispo de Lichfield. Samuel fue educado en la Shrewsbury School y en la universidad de Cambridge, que junto con la de Oxford educaron a todos aquellos hijos de la clase dirigente anglicana que se esperaba que se dedicaran a la política, las artes y las ciencias. Su padre era un clérigo anglicano que esperaba que Samuel siguiera sus pasos, pero él prefirió la pintura y la música a la teología. Deseoso de escapar a la autocomplacencia —así la sentía él— de su familia y su medio social, y también de demostrar que no trataba simplemente de vivir de las rentas familiares, emigró a Nueva Zelanda en 1859 —el año siguiente a su graduación en la universidad, el mismo año de su negativa a convertirse en clérigo y el de la publicación de El origen de las especies. A lo largo de los cinco años siguientes tuvo éxito como criador de ovejas y empresario, pero también sentía nostalgia por la vida cultural e intelectual inglesa, más desarrollada. Vivió en Londres desde 1864 hasta el final de su vida. Su espíritu fue extremadamente ecléctico y su talento, junto a la modesta renta de su herencia, que le liberó de la preocupación por el éxito comercial, le permitieron llevar una vida personal muy productiva. En la década de 1870, realizó diversas exposiciones de pintura y en la de 1880 publicó varias obras musicales. Era gran admirador de la pintura italiana y consideraba a Georg Frederick Händel el más grande de los compositores. Sus propias obras eran aceptables, pero no sobresalieron por su calidad artística. Publicó también varios libros, muchos ensayos y mucha crítica literaria. Pero sobre todo se le recuerda por dos obras: la novela autobiográfica The way of All Flesh (El camino de toda carne), publicada justo después de su muerte, y Erewhon, la novela satírica publicada en 1872 a la que ahora volvemos. En realidad, los primeros capítulos no parecen realmente una sátira, sino que, en ellos, un.joven animoso llamado Higgs, disfruta de su éxito como criador de ovejas en un hermoso país, poco habitado y muy parecido a la Nueva Zelanda a la que Butler había emigrado en 1859. A este héroe de ficción, cuyo parecido con el joven Butler no es accidental, le gusta mucho caminar, esquiar y nadar, y siente gran curiosidad por las tierras altas próximas a su granja y las posibles zonas habitadas que pueda haber entre dos inmensas cadenas montañosas. Acompañado por un renuente guía «nativo» llamado Chowbok, decide explorar esas magníficas cordilleras. Se solaza en la belleza natural de los prados y montañas, disfruta pescando en arroyos agitados, saboreando el agua fría e impoluta, montando su tienda a la orilla del río y observando los pájaros que, sin temor, responden a su curiosidad, puesto que nunca han sido cazados. La sátira y la revelación de las propias hipótesis inconscientes de Butler empieza con la relación que establece con su guía. Chowbok es una especie de jefe de una de las tribus locales no caucásicas. Higgs nos cuenta que es un protegido de los misioneros, pero que en realidad es un mentiroso y un alcohólico. Hay que sobornarle con licor para que haga las distintas tareas que Higgs espera de él durante sus recorridos por las montañas. Resulta que a Chowbok le aterra establecer contacto con los pueblos del otro lado de las montañas y «abandona» —desde el punto de vista de Higgs— a su temerario empleador. Higgs avanza solo y pronto tropieza con un grupo de horribles estatuas de una época en la que se practicaban sacrificios humanos para apaciguar a los airados dioses de Erewhon. Esas estatuas señalan la frontera. La expresión de sus rostros es lo que obviamente había asustado tanto a Chowbok y, poco después de cruzar esta frontera, una patrulla de habitantes de Erewhon captura a Higgs, le interroga y, sin violencia, le conduce a la prisión de la ciudad más cercana. Los habitantes le recuerdan físicamente a los argelinos y árabes. Sus modales y gestos le recuerdan a la Italia que su creador, Samuel Butler, como otros muchos ingleses de clase alta, había visitado en la adolescencia. Higgs se da cuenta de que aquella gente admira su cutis claro y sus ojos azules; en realidad, esos rasgos le protegen a veces de la hostilidad local. No entro a juzgar las intenciones de Butler, porque una de las dificultades que se presentan al interpretar la mentalidad victoriana es saber hasta qué punto los ingleses de esa época estaban realmente convencidos de la serena superioridad de su aspecto. Pero la jerarquía racial está clara. Un europeo atlético, rubio y de ojos azules produce una inmediata impresión de encanto físico y calidad superior en una población de rasgos físicos mediterráneos y norteafricanos. Es una sociedad que le sorprende por su contraste con la Inglaterra victoriana. Los habitantes de Erewhon no tienen domingo y cuando Higgs se niega a trabajaren el día del Señor, piensan que es un tipo singular o que está deprimido. El héroe pasa parte del domingo entonando unos salmos cuyas palabras casi ha olvidado. Algo más importante en Erewhon es la enfermedad común, que se considera un delito merecedor de juicio y cárcel si se padece antes de los setenta años —la duración de la vida en la Biblia—. Por otra parte, actos como el robo de mayor cuantía y la malversación, que serían delitos punibles en Inglaterra, se contemplan aquí con indulgencia, como «un ataque serio de inmoralidad» que puede ser tratado por «enderezadores» que curan las enfermedades morales como los médicos europeos curan (¿?) el dolor físico. La política económica y tecnológica son también muy distintas de las de Inglaterra. Lo primero que le sucede al prisionero Higgs es que las autoridades le requisan el reloj, y durante los meses que pasa en Erewhon, se va dando cuenta de que los gobernantes del reino han destruido deliberadamente, o depositado en los museos, todos los inventos de los siglos anteriores, aunque no todas las máquinas, sino sólo las inventadas a lo largo de los 271 años anteriores a su llegada. Esto para el lector de 1872, significaba todo lo inventado en Europa desde 1600 fecha convencional que marca el principio de la moderna revolución científica. La clase dirigente de Erewhon, los «ydgrunistas», se parece a la clase dirigente inglesa en la que Butler había nacido, y Higgs, su réplica en la ficción, es bien aceptado entre los «ydgrunistas». Eran atléticos, con un elevado sentido del valor y se mostraban generosos con sus inferiores sociales. Se sometían a la religión oficial, pero «no creían en un más allá, y su única religión efectiva era la del respeto a uno mismo y la consideración al prójimo». Se les educaba esmeradamente en «Colegios del Desatino», situados en hermosos campus de las afueras. El principal objetivo de estos colegios era producir conformidad acompañada de un moderado progreso material; el habitante ideal de Erewhon era bastante parecido a un inglés victoriano. No se fomentaba el genio ni la originalidad excesivos. Por el contrario, los profesores de Sabiduría Mundana suspendían a veces a sus estudiantes por falta de vaguedad en sus trabajos. En una sociedad civil regida por un sistema parlamentario es importante que las personas a las que hoy llamamos «intelectuales orgánicos» sean capaces de «defender lo que saben perfectamente que es falso». Una de las asignaturas obligatorias era la llamada «hipotética», en la que se enfrentaba a los alumnos con diversas contingencias extrañas e imposibles. En beneficio de la armonía general, era también deseable que fueran capaces de ocultar su verdaderos pensamientos y de engañar con encanto a sus oyentes. En opinión del autor, tal vez el esfuerzo más estéril fuera el dedicado a estudiar el «lenguaje hipotético» que llevaba siglos sin usarse. La referencia al equivalente del latín en Erewhon es obvia, y Higgs encuentra absurdo pasar tanto tiempo traduciendo la hermosa poesía actual a la antigua lengua ahora en desuso. Para esos lectores que desean que se conserve el latín en los modernos estudios de humanidades, no resultará divertido, como solía decir la reina Victoria. Pero no quiero dar la impresión de que todo es una sátira ligera. En «El libro de las máquinas», sobre todo, Butler plantea cuestiones muy serias y absolutamente contemporáneas. La revolución que llevó a la destrucción de la maquinaria moderna en Erewhon fue el resultado de intensos debates sobre el grado de conciencia e intención que se podía atribuir a los vegetales, animales, hombres y máquinas. ¿Actúa una planta carnívora de forma puramente automática y mecánicamente cuando absorbe el insecto que aletea en sus flores? Si así fuera, ¿podría parecerle a la planta que un hombre actúa de forma puramente mecánica al matar y comerse una oveja? Si las máquinas se hacen cada vez más complejas y llegan a ser más precisas en regular sus funciones de lo que es cualquier ser humano para regular las suyas, ¿tienen esas máquinas conciencia e intencionalidad? ¿Reinarán algún día sobre nosotros, sus creadores originales? Los argumentos de Butler son demasiado complejos para resumirlos y, en cualquier caso, ningún prologuista debería estropear al lector el placer del descubrimiento. Pero no se puede dudar de la seriedad moral de la «sátira» de Butler en estos pasajes. ¿Lleva la intención aparejada la idea de responsabilidad? Si el hombre se ha convertido en la especie dominante en la tierra, ¿se debe acaso a su mayor capacidad de pensamiento y toma de decisiones? Si así fuera, ¿llegará algún día éste a ser gobernado por máquinas que tengan intenciones más poderosas y mayor capacidad intelectual que los humanos? ¿La pérdida victoriana de una sólida fe religiosa redundará en un declive de la capacidad intelectual e intencional del hombre? En «El libro de las máquinas», Butler plantea de forma rudimentaria la mayoría de los problemas que los científicos cognitivos y neurólogos abordan en relación a la conciencia, el libre albedrío, el papel del ADN y la regeneración en las operaciones de todos los seres vivos, grandes y pequeños. En el año 2000 encontramos prestigiosos científicos que sostienen que nuestro cerebro está organizado como un módulo de ordenador y que, con el tiempo, los ordenadores no sólo harán cálculos mayores con más rapidez y precisión de las que nosotros somos capaces, sino que tendrán los mismos procesos mentales que hasta ahora hemos atribuido únicamente al ser humano y a los animales superiores. Tenemos prestigiosos científicos que sostienen que un ordenador no siente dolor cuando le damos una patada, que sólo maneja los datos que el ser humano le introduce y que, por tanto, los sentimientos y pensamientos de los seres vivos tienen una cualidad que ninguna máquina comparte ni compartirá jamás. Tenemos científicos que son ateos convencidos; científicos que asisten con regularidad a los servicios religiosos y que pueden ser creyentes sinceros o que, como los profesores de Erewhon, están entrenados para convencer a otros de cosas que ellos saben que son mentira. Erewhon invita al lector a reflexionar sobre temas morales serios y, al mismo tiempo, a disfrutar de las aventuras de un joven privilegiado en una sociedad descrita por un autor que combina de forma única la agudeza crítica y una implícita seguridad en sí mismo. GABRIEL JACKSON Marzo del 2000 |