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“Arte y alienación” de Herbert Read ARTE Y ALIENACIÓN* Herbert Read Poco vemos en la Naturaleza que sea nuestro. Wordsworth Todas estas consecuencias del hecho de que el trabajador ve el producto de su trabajo como una cosa extraña a él. Marx Definición. Por alienación se entiende un modo de experiencia en el cual la persona se siente extraña a sí misma; se diría enajenada de sí misma. Ya no se siente centro de su mundo, dueña de sus actos: se ha convertido en esclava de sus actos -y de sus consecuencias-, obedece y hasta, a veces, los reverencia. El individuo alienado está tan desconectado de sí mismo como de los demás. Siente su propia persona y la de los otros del mismo modo como siente las cosas: con sus sentidos y su sentido común, pero sin relacionarse productivamente consigo mismo y el mundo exterior. Erich From, La Sociedad Sana. INTRODUCCIÓN Salvo notables excepciones de nuestra época, cual es la obra del crítico marxista Georg Lukács, muy pocas veces ha intentado la crítica encarar el arte como fenómeno social, como factor positivo en la resolución inmediata de los problemas de la sociedad contemporánea. Los críticos, inclusive los marxistas, se inclinaron siempre a ver en el arte un “epifenómeno”, un fenómeno resultante del sistema económico vigente; error fundamental, a mi juicio. La actividad estética es, por el contrario, un proceso formativo que ejerce influencia directa tanto sobre la psicología individual como sobre la organización social. Tal la idea que ha inspirado la mayor parte de mis libros sobre el tema: Arte y sociedad, Orígenes de la forma en el arte, Educación por el arte, The brass Roots of Art (Las raíces del arte), Icon and Idea (Icono e idea) y el presente volumen de ensayos. Al igual que toda otra actividad científica, la teoría y la crítica del arte se basan en el análisis y la clasificación de un grupo específico de fenómenos: las obras de arte. Mas éstas difieren de los hechos de la naturaleza en que sus características esenciales no son mensurables en ningún aspecto. Se podrán descubrir leyes de la evolución estética y clasificar las variedades del arte dentro de los lineamientos de la clasificación de las variedades de temperamentos de Sheldon, pero la crítica del arte, aun como actividad académica, sigue ignorando la psicología humana y sigue siendo una combinación aleatoria del juicio subjetivo y análisis formal. A principios de este siglo, Heinrich Wölfflin intentó dejar sentados los principios científicos de la crítica del arte en su obra Clasic Art (Arte clásico) (1898), luego completada en 1915 con la publicación de Kunstgeschichtliche Grundbegriffe (Principios de la historia del arte). Los “principios” de Wölfflin eran formalistas, se basaban en el análisis objetivo de la experiencia visual de las obras de arte; creó una terminología (cinco pares de opuestos: lineal y pictórico, plano y profundidad, forma cerrada y abierta, multiplicidad y unidad, claridad absoluta y relativa) con la que se creyó haber encontrado el medio para obtener los secretos de la composición de las obras de arte, que así podrían explicarse y clasificarse. Wölfflin ejerció enorme influencia, particularmente sobre los críticos de la primera mitad de nuestro siglo, en especial Berenson y Roger Fry. Mas, al mismo tiempo que Wölfflin preparaba sus Grundbegriffe, los pintores y los escultores contemporáneos socavaban los cimientos sobre los que aquél estaba edificando. En efecto, los principios de Wólfflin se fundamentan en un solo tipo de arte, que es también el único al que son aplicables: el arte figurativo de la tradición humanista. No tienen aplicación en las tradiciones anteriores, tales, como la bizantina o la egipcia, y mucho menos aún en los distintos tipos de arte moderno. Interesante prueba de lo dicho es la conmoción que causaron en el fino espíritu del crítico Roger Fry algunas de las últimas fases del movimiento moderno. Hasta entonces, nadie tan amplio, tan espontáneamente sensible como Fry. Había dado la bienvenida a los fauvistas e introducido a los postimpresionistas en Inglaterra. Cézanne no lo perturbó (por el contrario, sus juicios sobre este maestro se cuenta entre los mejores); fue capaz de aceptar a Matisse y a Braque, aun en su período cubista, y a italianos como Severini o Carrá. Para todos estos artistas tenía una disculpa: eran latinos y no rompían realmente con la tradición europea del pasado; “sus construcciones tienen significado y unidad plástica”. Pero las últimas creaciones de Picasso, los surrealistas y los expresionistas le causaban una suerte de rechazo físico. “Debo confesar -escribió- que la gran mayoría de estas obras dejan en mi espíritu una penosa impresión. Considero que la puerilidad, una fatua autocomplacencia y un algo de pura fanfarronería, conscientes e inconscientes, tienen un papel muy importante en su producción”.1 Reconocía que Klee era “al menos, un artista más coherente. Indudablemente, posee su propio ritmo lineal, arañesco, definido”. Tras admitir a regañadientes que se trataba de un arte personal y “expresivo”, acusaba a Klee de ser “víctima del deseo de retornar a la infancia”. Se retrotrae a una especie de escritura pictórica personal. Él mismo nos lo da a entender en un pasaje denominado “de paseo con una línea”. Nadie sería capaz de interpretar sus escritos pictóricos sin conocer la clase, por eso es de presumir que la historia que cuenta es tan sólo su modo de lograr un resultado visualmente placentero; importa lo que se ve, no lo que se relata. Lástima que, en sus relaciones formales, la obra resultante no llega a ser ni siquiera tan interesante o conmovedora como los ornamentos de los cacharros que los actuales indios de Nuevo México realizan siguiendo el mismo procedimiento de relatar gráficamente una historia en la que el autor asigna a cada línea un significado especial. De todos modos, estos trabajos no pasan de ser un arte decorativo más bien elemental; de ahí que nos asombre el exagerado valor que los admiradores de Paul Klee atribuyen a los intentos aun más elementales de este artista. Aproximadamente en la misma época en que escribió esta crítica, Fry pronunciaba en Cambridge sus conferencias Slade sobre arte. En la segunda de éstas, que trata sobre “La sensibilidad”, vuelve a Klee y se toma el trabajo de hacer una copia geometrizada de uno de sus cuadros a fin de demostrar que “el dibujo basta de por sí para expresar buena parte de su personalidad. Busca representar una figura que simbolice vagamente al ser humano mediante esta particular disposición de líneas rectas, e ingeniosamente compendia la figura combinando pequeños planos hasta crear la forma deseada. La proporción de los volúmenes que las líneas tratan de sugerir se debe a su personal sentido de las proporciones significativas; además, la ubicación exacta de la figura dentro del rectángulo del cuadro es también expresión de su elección personal. Y esto es todo”. Fry presenta luego el cuadro original y reconoce que encierra mucho más de los que dice su copia geometrizada: Sabemos que el artista podría haber dibujado estas líneas de distintas maneras que expresaran otros tantos estados de ánimo. Podría haberlas realizado con trazos rápidos y vigorosos, poniendo más o menos énfasis aquí y allá; o bien haberlas dibujado con primoroso cuidado, acercándose más a la exactitud mecánica. Y si la misma figura hubiera sido repetida por diferentes artistas, cada uno de ellos habría manifestado distinto patrón habitual de fuerzas nerviosas además de variaciones de ese patrón debidas al estado de ánimo en que se hubiera encontrado al hacer el dibujo. De esto se desprende que el sentir del artista muestra dos aspectos distintos, claramente representados en las dos imágenes que aquí ven. Uno es el sentimiento expresado por el artista en el dibujo, en la distribución y la proporción de las partes respecto al todo; el otro es el sentimiento que pone de manifiesto en la ejecución propiamente dicha.2 En este pasaje, Fry trata de encontrar la salida del callejón al que lo ha conducido su crítica formalista; no lo logra verdaderamente. Ha descubierto que las relaciones formales enunciadas por Wölfflin no llegan a abarcar la creación artística en su totalidad, y aunque sigue esforzándose por usarlas para explicar la calidad del en sí, no tiene más remedio que aceptar la existencia de un elemento informal que dice es la sensibilidad del artista, la “sensibilidad de superficie”. “Por así decirlo, nos vemos forzados a abandonar la lógica del intelecto en favor de la de los sentidos”. Mas para Fry, el proceso de la crítica (o la apreciación) artística sigue siendo “lógico”, explicable por la razón. Klee expone de muy distinta manera los procesos del arte y los propósitos que él personalmente persigue. Hay en su conferencia Sobre el arte moderno un pasaje que parece haber sido escrito pensando en las críticas de Fry…; en rigor, esta conferencia fue redactada diez años antes que la de Fry. Veamos lo que dice: Supongo que la leyenda de que mi dibujo es infantil tiene su origen en esas composiciones lineales en las cuales traté de combinar una imagen concreta, la de un hombre, digamos, con la pura representación del elemento lineal. Si hubiera querido mostrar al hombre “tal cual es”, habría debido emplear un caos de líneas tan grande que no daría lugar a la representación elemental pura. El resultado habría sido tan impreciso que sería imposible reconocer nada en el dibujo. Por otra parte, no es mi deseo representar al hombre tal cual es sino, únicamente, como podría ser. Esto me permitía llegar a la feliz fusión de mi visión de la vida (Weltanschauung) con el puro oficio artístico.3 Lejos de Klee el negar la importancia de las relaciones formales o de la sensibilidad. Simplemente las consideraba como medios para lograr un fin, como los elementos de un lenguaje que tenía que expresar un orden de la realidad, como símbolos de gran fuerza evocadora. Fry fue siempre un sensualista que rayaba en el materialismo; Klee, en cambio, era simbolista, casi trascendentalista. Y estos dos modos de ver son, precisamente, fundamento de dos maneras distintas de encarar el arte, de dos métodos distintos de la crítica del arte. No es nueva la idea de que el arte es simbólico, y hasta la crítica, antes de la aparición de Wölfflin y otros historiadores del arte y psicólogos alemanes, solía ser un trabajo de interpretación simbólica. Ruskin fue crítico simbolista y sostenía que la obra de arte hay que mirarla primero, pero luego también leerla. Baudelaire era crítico simbolista, lo mismo que Pater. En realidad, toda crítica que puede considerarse de valor y que haya logrado sobrevivir a su breve momento de actualidad es simbólica en el sentido que encara la obra de arte como símbolo para interpretar antes que como objeto para disecar. Si hemos de aceptar la interpretación como método de crítica, preciso es dar de ella una idea más definida que la proporcionada por la mera enumeración de estos pocos nombres. Es evidente que la crítica interpretativa debe ser fundamentalmente una actividad subjetiva. Los símbolos plásticos del arte expresan sentimientos o intuiciones que son únicos: imposible es traducirlos exactamente en palabras, aunque casos excepcionales como la descripción de El nacimiento de Venus, de Botticelli, por Pater, o de El barco de los esclavos, de Turner, por Ruskin, nos parezcan casi equivalentes al original. A lo sumo, podemos decir que la interpretación se acercará tanto más a una exacta traducción de una experiencia cuanto más aproximadamente un arte (el de las palabras) sustituya al otro (el de las imágenes plásticas). Tal vez sea significativo el hecho de que los mejores representantes de la crítica interpretativa -Diderot, Hazlitt, Ruskinm Baudelaire, Fromentin, Pater- fueron excelentes escritores además de críticos de arte. Las condiciones necesarias para ser buen escritor -sensibilidad, comprensión, energía- son precisamente las mismas que se requieren para bien apreciar las artes plásticas. Ruskin y Baudelaire, Hazlitt inclusive, son maravillosos exponentes de esta dualidad. Artistas como ellos vacilan a veces durante años entre la carrera de pintor y la de escritor. En lo que va del siglo, fueron Guillaume Apollinaire y André Breton destacados ejemplos del poeta que infunde vida a la pintura. Estos son los únicos críticos verdaderos, los únicos importantes para el artista, porque lo comprenden y alientan, le dan fuerzas y luchan por él. Aquellos que marchan a la retaguardia, que caminan tímidamente bajo sus togas académicas y esperan encontrar en el camino uno de dos cadáveres para disecar, son los críticos de segunda categoría, los rezagados. Suelen llegar demasiado tarde aun para celebrar la victoria. Con esto no quiero decir que la crítica interpretativa debe ser practicada exclusivamente por poetas. El crítico ha de tener una sensibilidad básica, pero cuanto más la apoye en disciplinas lógicas, tanto mejor será. Pienso particularmente en la lógica misma o en lo que conocía con el nombre de retórica: el arte del bien decir. Entre la comprensión intuitiva de la obra de arte y su comunicación a los demás media un proceso mental de interpretación que tiene sus reglas propias, es lo que suele llamarse hermenéutica. Lo dicho significaría ni más ni menos que el crítico ha de ser honesto y no debe tratar de sustituir los símbolos y las metáforas del artista con los suyos propios. Creo necesario hacer esta advertencia porque ahora, con el apoyo implícito de Freud y Jung, es muy fácil darse a reemplazar los símbolos del pintor (por precisas que sean sus imágenes plásticas) con otros símbolos de significado totalmente distinto del original: erótico, mítico o arquetípico. No se crea que considero injustificado el enfoque psicoanalítico de la obra de arte; sin contar los muchos y esclarecedores comentarios laterales (más que eso no son) dedicados por Freud y Jung a determinadas obras de arte, el método admite ciertas aplicaciones directas que se encuentran dentro de lo genuinamente interpretativo. Buen ejemplo de ello es el ensayo de Juan Larrea sobre la Guernica de Picasso, publicado en 1947 por Curt Valentin en Nueva York. Para muchos, Guernica no es sólo la obra maestra de Picasso sino también el cuadro de mayor significación social que se haya pintado en la primera mitad del siglo. Frente a una representación tan simbólica, la crítica formalista sólo puede decir absurdos. Tal vez un poeta podría haber creado un mito equivalente, tal vez Lorca lo habría hecho, si no hubieran segado su vida. Faltando esa interpretación poética, el enfoque psicológico asesina al sujeto para disecarlo sino que nos muestra la vida, individual y colectiva, que vibra en cada una de las líneas de la composición de Picasso. Cabría poner objeciones a cierta retórica no científica, si no fuera que expresa la verdad, a saber que esta pintura “marca el comienzo de una nueva era pictórica”: Pues cuando cese el despiadado diluvio de fuego que ha echado por tierra las estructuras del viejo mundo, veremos perfilarse en el horizonte una nueva alianza del Cielo y la Tierra; dentro de la preñada comba del arco iris, un nuevo Fénix se dispone a renacer en la paz de entre las cenizas a que quedó reducido por obra de Guernica todo lo muerto de la pintura. ¡Y también todo lo que había de caduco en la crítica! Pasará todavía algún tiempo antes de que la crítica del arte eche a un lado sus hábitos formalistas para compartir con espíritu libre y comprensivo las intenciones simbolistas del artista moderno. Queda por demostrar la importancia social de estos modos simbólicos de representación, tarea que debe realizarse aun contra la oposición de esos críticos de mentalidad política cuyo concepto del arte se limita al realismo, al superficial ideal de la burguesía del siglo XIX. Los ensayos reunidos en este volumen fueron escritos en distintas ocasiones, pero todos giran en torno de un mismo tema: la alienación del artista. La Parte Uno consta de ensayos generales que tratan sobre la situación del artista en un mundo dominado por la ciencia y la tecnología. La Parte Dos está dedicada al estudio de diferentes artistas, entre quienes incluí a dos o tres del pasado, en parte con la intención de demostrar que los problemas que nos aquejan no son privativos de la sociedad contemporánea. Tal vez sea más difícil justificar la elección de Vermeer y Matisse, pues aparentemente los problemas de la alienación no los tocan en absoluto. Los presento precisamente como artistas que lograron resolver estos problemas, que alcanzaron el ideal de “luxe, calme et volupté”. Existe posibilidad de alienación dondequiera la evolución política y social haga sentir angustia y desesperación, desarraigo e inseguridad, aislamiento y apatía. La vida en sí es tragedia, y la comprensión de esta verdad es el punto de partida de toda manifestación artística profunda. Antaño el artista alienado tenía aún la posibilidad de dirigirse a sus semejantes con el lenguaje tradicional de las formas simbólicas, pero quiso la suerte del artista moderno que perdiera esa ventaja: ya no existe una lingua franca de símbolos visuales. Por esta razón, quizá haya cierta diferencia cualitativa entre la alienación del artista moderno y la de pintores como Bosch y Grünewald. Nunca antes en la historia del mundo occidental hubo tan completo divorcio entre el hombre y la naturaleza, el hombre y sus semejantes, el hombre y su “individualidad”. Esta es una de las principales consecuencias, prevista por Marx, del sistema de producción que llamamos capitalismo. Ahora sabemos que no es el capitalismo el único responsable, también las características y miras de nuestra civilización tecnológica son factores determinantes (el fin del capitalismo en ciertos países no significó el fin de la alienación). No basta cambiar el mundo, en el sentido de modificar el sistema económico existente; es menester reconstituir la psiquis fragmentada, cosa que sólo puede lograrse mediante terapia creadora que llamamos arte. |