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Alejandro Dumas

El Vizconde de Bragelonne

INDICE

I –– La carta

II –– El mensajero

III––La entrevista

IV––Padre e hijo

V–– Crópoli, Cropole un notable pintor desconocido

VI––El desconocido

VII––Parry

VIII.­­––Como era su Majestad Luis XIV a los veintidós años.

IX––El desconocido de la hostería “Los Médicis” revela su incógnito

X–– Las cuentas de Mazarino

XI––La política del señor Mazarino

XII––El rey y el teniente

XIII––María Mancini

XIV––Su Majestad y el teniente patentizan su respectiva memoria

XV––El proscrito

XVI–– ¡Remember!

XVII––Búscase a Aramis y sólo se encuentra a Bazin

XVIII––Artagnan busca a Porthos y sólo halla a Mosquetón.

XIX––Relátase lo que Artagnan iba a realizar en París

XX—Se forma sociedad en “El Pilón de Oro”, para ex­plicar la idea del señor Artagnan

XXI––Prepárase Artagnan a viajar por cuenta de la casa “Planchet y Compañía”

XXII––Los soldados de Artagnan

XXIII––Donde el autor se ve obligado, aunque a pesar suyo, a hacer un poco de historia

XXIV––Un tesoro

XXV––El pantano

XXVI––Corazón y cabeza

XXVII––E1 día siguiente por la mañana

XXVIII––El contrabando

XXIX––Artagnan teme haber puesta su dinero y el de Plan­chet en negocio ruinoso

XXX––Las acciones de la sociedad “Planchey Compañía” pónense a la par

XXXI––El golpe de Monk

XXXII––Athos y Artagnan vuélvense a encontrar en la hos­tería “El Cuerno de Ciervo”

XXXXI––Audiencia

XXXIV–– ¿Qué hacer con tanto capital?

XXXV––En el canal

XXXVI––Artagnan saca, como hubiera hecho un hada, una casa de recreo de un cajón de pino, como por en­canto

XXXVII––Artagnan arregla el pasivo de la sociedad antes que su activo

XXXVIII––Donde se ve cómo el abacero francés se había ya rehabilitado con el siglo

XXXIX––E1 juego de Mazarino

XL––Asunto de Estado

XLI––El relato

XLII––Mazarino se hace pródigo

XLIII––Guénaud

XLIV––Colbert

XLV––Confesión de un hombre honrado

XLVI––La donación

XLVII––De cómo Ana de Austria dio un consejo a Luis XIV, y el señor Fouquet le dio otro

XLVIII––Agonía

XLIX––Primera aparición de Colbert

L––Primer día del reinado de Luis XIV

LI––Una pasión

LII––La lección de Artagnan

LIII––E1 rey

LIV––Las casas de Fouquet

LV––El abate Fouquet

LVI––La galería de Saint-Mandé

LVII––Los epicúreos

LVM––Quince minutos de retraso

LIX––Plan de batalla

LX––La taberna “La Imagen de Nuestra Señora”

LXI–– ¡Viva Colbert!

LXII––De qué modo el diamante del señor de Eymeris fue a parar a manos de Artagnan

LXIII––De la notable diferencia que encontró Artagnan entre el señor intendente y monseñor el superintendente.

LXIV––Filosofía del corazón y de la cabeza

LXV––El viaje

LXVI––Artagnan entabla relación con un poeta que se hizo tipógrafo para que sus versos fuesen impresos

LXVII––Artagnan continúa sus investigaciones

LXVIII––Donde seguramente se sorprenderá el lector como se sorprendió Artagnan, al encontrarse con un antiguo conocido

LXIX––Donde las ideas de Artagnan, confusas al principio, empiezan a aclararse algún tanto

LXX––Procesión en Vannes

LXXI––Su Ilustrísima el obispo de Vannes

LXXIL––Porthos comienza a enojarse por haber ido con Ar­tagnan

LXXIII––Donde Artagnan corre, Porthos ronca y Aramis aconseja

LXXIV––Donde el señor Fouquet obra

LXXV––Artagnan le echa al fin manó a su despacho de capitán

LXXVI––El enamorado y la amada

LXXVII––Donde reaparece por fin la verdadera heroína de este relato

LXXVIII––Malicorne y Manicamp

LXXIX––Manicamp y Malicorne

LXXX––El patio del palacio Grammont

LXXXL –El retrato de Madame

LXXXII––En el Havre

LXXXIII––En el mar

LXXXIV––Las tiendas

LXXXV––La noche

LXXXVI––Del Havre a París

LXXXVII––Lo que el caballero de Lorena pensaba de Madame.

LXXXVIII––Sorpresa de la señorita de Montalais

LXXXIX––Él consentimiento de Athos

XC––El duque de Buckingham inspira celos a Monsieur.

XCI––“For ever!”

XCII––Donde Su Majestad Luis XIV no encuentra a la se­ñorita de la Valliére ni bas tante rica, ni bastante bonita para un gentilhombre de la categoría de Raúl.

XCIII––Multitud de estocadas en el vacío

XCIV––Baisemeaux de Montlezun

XCV––El juego del rey

XCVI––Las cuentas del señor Baisemeaux de Montlezun

XCVII ––El almuerzo del señor Baisemeaux

XCVIII––El segundo de la Bertaudière

XCIX––Las dos amigas

C––La plata labrada de la señora de Bellière

CI––La dote

CII––El terreno de Dios

CIII––Triple amor

CIV––Los celos del señor de Lorena

CV––Monsieur está celoso de Guiche

CVI––El mediador

CVII––Los consejeros

CVIII––Fontainebleau

CIX––El baño

CX––La caza de las mariposas

CXI––Lo que se coge persiguiendo mariposas

CXII––El baile de las estaciones

CXIII––Las ninfas del parque de Fontainebleau

CXIV––Lo que se decía bajo la encina real

CXV––La.ansiedad del rey

CXVI––El secreto del rey

CXVII––Correrías de noche

CXVIII––Donde Madame adquiere la prueba de que escuchan­do se puede oír lo que se dice

CXIX––La correspondencia de Aramis

CXX––Funcionario de orden

CXXI––Fontainebleau a las dos de la mañana

CXXII––El laberinto

CXXIII––De qué modo fue desalojado Malicorne de la hoste­ría “El hermoso pavo real”

CXXIV––Lo que realmente sucedió en la hostería “El hermoso pavo real”

CXXV––Un Jesuita del año onceno

CXXVI––Secreto de Estado

CXXVII––La misión

CXXVIII––Dichoso como un príncipe

CXXIX––Historia de una dríada y de cierta náyade

CXXX –– Termina la historia de una dríada y de cierta náyade.

CXXXI––Psicología real

CXXXII–– Lo que no previeron náyade ni dríada

CAPÍTULO I

LA CARTA

En el mes de mayo del año 1660, a las nueve de la mañana, cuando el sol ya bastante alto empezaba a secar el rocío en el antiguo castillo de Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin cau­sar más efecto que un movimiento de manos a la cabeza para saludar, y otro de lenguas para expresar esta idea en francés correcto.

––Aquí está Monsieur, que vuel­ve de la caza.

Y a esto se redujo todo.

Sin embargo, mientras los caba­llos subían por la áspera cuesta que desde el: río conduce al castillo va­rios hombres del pueblo se acerca­ron hombres último caballo, que llevaba pendientes del arzón de la silla di­versas aves cogidas del pico.

A su vista, los curiosos manifes­taron con ruda franqueza, su des­dén por tan insignificante caza, y después de perorar sobre las des­ventajas de la caza de volatería, vol­vieron a sus tareas. Solamente uno de estos, curiosos, obeso y mofletu­do, adolescente y de buen humor, preguntó por qué Monsieur, que podía divertirse tanto, gracias a sus pingües rentas, conformábase con tan mísero pasatiempo.

–– ¿No sabes ––le dijeron–– que la principal diversión de Monsieur es aburrirse?­

El alegre joven se encogió de hombros, como diciendo: “Enton­ces, más quiero ser Juanón que príncipe.”

Y volvieron a su trabajo.

Mientras tanto, proseguía, Mon­sieur su marcha, con aire tan me­lancólico. y tan majestuoso a la vez, que, ciertamente, hubiera causado la admiración de los que le vieran, si le viera alguien; mas los habi­tantes de Blois no perdonaban a Monsieur que hubiera elegido esta ciudad tan alegre para fastidiarse a sus anchas, y siempre que veían al augusto aburrido, esquivaban su vista, o metían la cabeza en el interior de sus aposentos, como, para substraerse a la influencia de su lar­go y pálido rostro, de sus ojos ador­mecidos y de su lánguido cuerpo. De modo, que el digno príncipe es­taba casi seguro de encontrar de­siertas las calles por donde pasaba.

Esto era una irreverencia muy censurable por parte de los habi­tantes de Blois, porque Monsieur era, después del rey, y aun tal vez antes del rey, el más alto señor del reino. En efecto, Dios, que había concedido a Luis XIV, reinante a la sazón, la ventura de ser hijo de Luis XIII había otorgado a Mon­sieur el honor de ser hijo de Enri­que IV. No era, por tanto, o al menos no debía ser motivo sino de orgullo, para, la ciudad de Blois, esta preferencia dada por Gastón de Orleáns, que tenía su corte en el antiguo castillo de los Estados.

Pero estaba escrito, en el destino de este gran príncipe, no excitar más que medianamente, en todas partes donde se hallaba, la atención y la admiración del pueblo: Mon­sieur había tomado el partido de acostumbrarse a ello.

Quizá esto era lo que le daba su aspecto de tranquilo aburrimiento. Monsieur había estado muy ocupa­do en su vida. Imposible es hacer cortar la cabeza a una docena de sus mejores amigos, sin que esto haga algún ruido, y como desde el advenimiento de Mazarino no se había cortado la cabeza a nadie; Monsieur no tenía qué hacer y se fastidiaba.

Era, pues, muy melancólica la vida del pobre príncipe; después de su cacería matutina en las orillas del Beuvron, o en los bosques de Cheverny, Monsieur pasaba el Loi­ra, iba desayunarse a Chambord, con apetito o sin él, y la ciudad de Blois no volvía a hablar hasta da cacería próxima de su so­berano, señor y dueño.

Esto era el aburrimiento extra­muros; en cuanto al fastidio inte­rior, daremos una ligera idea de él al lector, si quiere seguir con nos­otros la cabalgata y subir hasta el suntuoso pórtico del castillo de los Estados.

Monsieur montaba un caballo de poca alzada, enjaezado con ancha silla de terciopelo rojo de Flandes y estribos en forma de borceguíes; el jubón de Monsieur, hecho de ter­ciopelo carmesí, y la capa, que era del mismo color, confundíanse con el jaez del caballo; y solamente por este conjunto rojizo era por lo que podía conocerse al príncipe entre sus dos compañeros, vestidos uno de color violeta y otro de verde. El de la izquierda era el escudero; el da la derecha, el montero mayor.

Uno de los pajes llevaba dos ge­rifaltes sobre una percha y el otro una corneta, en la que soplaba con flojedad a veinte pasos del castillo. Todo lo que rodeaba a este prínci­pe perezoso hacía con pureza lo que él hubiera hecho del mismo modo.

A esta señal, ocho guardias que paseaban al sol en el patio, corrieron a tomar sus alabardas, y Mon­sieur hizo su entrada en el castillo.

Cuando desapareció, a través de las profundidades del pórtico, algu­nos pilluelos que habían subido al castillo detrás de la cabalgata, mostrándose mutuamente las aves ca­zadas; se dispersaron, comentando lo que acababan de ver; luego que desaparecieron, la calle, la plaza y el patio quedaron desiertos.

Monsieur se apeó del caballo sin pronunciar palabra; pasó a su habi­tación, donde le mudó de vestido su ayuda de cámara, y como Ma­dame no hubiese todavía enviado .a tomar las órdenes para el desayuno. Monsieur se tendió sobre una pol­trona, y se durmió de tan buena gana como si hubieran sido las once de la noche.

Los ocho guardias, que comprendieron estaba terminado su servicio por el resto del día, se acostaron al sol sobre sus bancos de piedra, los palafreneros desaparecieron con sus caballos en las cuadras, y a excepción de algunos pájaros, que se picoteaban unos a otros con chi­llidos agudos en la espesura de las alhelíes, hubiérase dicho que todos dormían en el castillo del mismo modo que Monsieur.

De pronto, en medio de este si­lencio tan dulce, resonó una riso­tada nerviosa que hizo abrir un ojo a algunos de los alabarderos que hacían la siesta.­

Esta carcajada salía de la ven­tana del castillo, visitada en aquel instante por el sol, que 1a conglo­baba en uno de esos grandes ángu­los que dibujaban mirando al me­diodía, sobre los patios, los perfiles de las chimeneas.

El balconcillo de hierro cincela­do, que sobresalía más allá de esta ventana, estaba adornado con un tiesto de flores rojas, otro de primaveras, y un rosal, cuyo follaje, de un verde encantador, estaba sal­picado de capullos rojos, precursores de rosas.

En la habitación a que daba luz esta ventana, distinguíase una mesa cuadrada, revestida de antigua ta­picería con muchas flores de Harlem; sobre esta mesa había una redomita de piedra, en la cual es­taban sumergidos algunas lirios; y, a cada extremo de dicha mesa, una joven.

La actitud de estas dos jóvenes era particular; se las hubiera toma­do par dos pensionistas escapadas del convento. Una de ellas, con los codos apoyados en la mesa y una pluma en la mano, trazaba caracteres sobre una hoja de papel de Holanda; la otra, arrodillada so­bre una silla, lo que le permitía adelantar la cabeza y el busto por encima del espaldar hasta la mitad de la mesa, miraba a su compañera cómo vacilaba al escribir. De aquí provenían los gritos y las risas, uno de las cuales, más ruidosa que las otras, había espantado a los pájaros que saltaban en los alelíes y tur­bado el sueño de los guardias de Monsieur.

La que iba apoyada sobre la silla, la más ruidosa, la más risueña; era una linda muchacha de diecinueve a veinte años, morena, de cabellos negros y ojos encantado­res, que ardían baja unas cejas vigorosamente trazadas, con unas dientes que resplandecían como perlas entre labios de coral.

Todos sus movimientos parecían el resultado de un gesto; su vida no era vivir, sino saltar.

La otra, la que escribía, miraba a su bulliciosa compañera con ojos azules y límpidas como el cielo de aquel día. Sus cabellos, de un rubio ceniciento, peinados con delicado gusto, caían en trenzas sedosas so­bre sus nacaradas mejillas; posaba sobre el papel una mano delicada, pero cuya delgadez denunciaba su juventud. A cada, risotada de su amiga, alzaba como despechada sus blancos hombros, de una forma poé­tica y suave, mas a los cuales fal­taba esa elegancia de vigor y de modelo que también se deseaba ver en sus brazos y manos.

¡Montalais! ¡Montalais! –– ex­clamó por fin con voz dulce y cariñosa como un cántico––Reís demasiado fuerte, como un hombre, y no solamente os notarán los se­ñores guardias, sino que tampoco oiréis la campanilla de Madame, cuando llame.

La joven, llamada Montalais, no cesó de reír ni de gesticular por esta amonestación, y contestó:

––No decís lo que pensáis, que­rida Luisa; sabéis que los señores guardias, cómo vos los llamáis; em­piezas ahora su sueño, y que ni un cañón los despertaría; sabéis tam­bién que la campanilla, de Madame se oye desde el puente de Blois, y que, por consiguiente, la oiré cuando mi obligación me llame a su cuarto. Lo que os molesta, hija mía, es que yo me ría cuando es­cribís; lo que teméis es que la seño­ra de Saint-Remy, vuestra madre, suba aquí, como hace a veces cuan­do reímos estrepitosamente; que nos sorprenda, y que vea esa enorme hoja de papel, en la cual, después de un cuarto de hora, no habéis trazado más que estas palabras: “Caballero Raúl”. Tenéis razón, amada Luisa, porque después de esas palabras, caballero Raúl, se pueden poner tantas otras, tan sig­nificativas y tan incendiarias, que la señera de Saint-Remy, vuestra madre, tendría derecho para arro­jar fuego y llamas. ¡Eh! ¿No es esto? ¡Hablad!

Y Mantalais, aumentó sus risas y provocaciones turbulentas.

La joven rubia se enfureció de repente; desgarró el papel en que estaban escritas las palabras Caba­llero Raúl con hermosa letra, y, arrugándolo entre sus nerviosos de­dos lo arrojó por .la ventana.

–– ¡Hola, hola! ––dijo la señorita de Montalais––. ¿Cómo se enoja nuestro corderito, nuestro niño Je­sús, nuestra paloma!... No ten­gáis miedo, Luisa; la señora de Saint-Remy no vendrá, y si viniera, ya sabéis que tengo el oído muy fino. Además, ¿qué cosa más na­tural que escribir a un antiguo ami­go que data de doce años, sobre todo, cuando se empieza la carta con las palabras Caballero Raúl?

––Está bien, no le escribiré ––di­jo á joven.

¡Ah!... Ya está Montalais bien castigada! ––exclamó, sin de­jar de reír, la morenita burlona.––. Vamos, vamos, otro pliego de pa­pel, y concluiremos pronto nuestra correspondencia. ¡Bien! ¡Ahora sí que suena la campanilla! ¡Tanto peor! Madame pasará la mañana sin su primera camarista.

En efecto, la campanilla; anuncia­ba que Madame había concluido su tocado y esperaba a Monsieur, que le daba la mano en el salón para pasar al comedor.

Hecha esta formalidad con gran­de ceremonia, los dos esposos al­morzaban y se separaban hasta la hora de comer, fijada invariable­mente a las dos de la tarde.

El sonido de la campanilla hizo abrir en la repostería, a la izquier­da del patio, una puerta por la cual desfilaron dos maestresalas, segui­dos de ocho marmitones con una parihuela cargada de manjares cu­bierta con tapaderas de plata.

Uno de estos maestresalas, el que parecía el primero en título, tocó en silencio con su varita a uno de los guardias que roncaba sobre un banco, y llevó su bondad al extre­mo de poner en manos de aquel hombre, muerto de sueño, la ala­barda que estaba arrimada a la pared y a su lado; después de lo cual, el soldado, sin preguntar una palabra, escoltó hacia el comedor la comida de Monsieur, precedida de un paje y los dos maestresalas.

Por todas partes por donde pasa­ba la comida de Monsieur, prece­dida de un paje y los dos maestresalas.

Por todas partes por donde pa­saba la comida, los guardias acom­pañábanla con sus armas.

La señorita de Montalais y su amiga habían seguido con la vista, desde su ventana, el pormenor de este ceremonial, al cual, sin em­bargo, debían estar habituadas, pero miraban con cierta curiosidad para asegurarse de que no serían moles­tadas. Así es que, cuando pasaron marmitones, guardias, pajes y maes­tresalas, volvieron a su mesa, y el sol que antes iluminó un instante sus rostros encantadores, ahora só­lo alumbraba los lirios, las primaveras y el rosal.

¡Bah! ––dijo Montalais, ocupando su asiento.

–– Madame al­morzará bien sin mí.

–– ¡Oh! Seréis castigada; Montalais ––contestó la otra joven sen­tándose muy despacio.

–– ¿Castigada? ¡Ah! Sí, es decir, privada del paseo. ¡Eso es lo que yo deseo, ser castigada! Salir en el gran coche colgada a una portezue­la; volver a la izquierda, torcer a la derecha por caminos cubiertos de surcos, por donde se adelanta una legua en dos horas, y después, vol­ver derecho por el ala del castillo donde está la ventana de María de Médicis, para que Madame diga como acostumbra: “.¡Quién creyera que por ese sitio se salvó la reina Maria! ¡Cuarenta y siete pies de altura! ¡La madre de dos príncipes y de tres Princesas!” Si esto es una diversión, Luisa, deseo ser castiga­da todos los días, sobre todo si mi castigo consiste en quedarme con vos y escribir cartas tan interesan­tes como las que escribimos.

–– ¡Montalais! ¡Montalais! Hay deberes que es menester cumplir.

––De esto podéis hablar muy có­modamente, querida, vos, a quien dejan libre. Vos sois la única que recoge todas las ventajas, sin tener ninguna obligación; vos, que sois más dama de honor de Madame que yo misma, porque pone de re­chazo en vos todos sus afectos; de modo que entráis en esta triste ca­sa, como los pájaros en este patio, respirando el aire, jugueteando con las flores y picoteando los granos sin tener que hacer el menor servicio, ni sufrir el menor aburrimien­to. ¡Y sois vos quien me habla de deberes! En verdad, bella perezosa, ¿cuáles son vuestros deberes sino escribir a ese hermoso Raúl? Y como no le escribís, resulta; según creo, que también vos abandonáis un poco vuestras obligaciones.

Luisa asumió grave aspecto, apo­yó la barba en una mano, y, con aire ingenuo:

¡Echadme en cara mi bienes­tar! ––exclamó––. Vos tenéis un porvenir; sois de la Corte, y si el rey se casa llamará a su lado a Monsieur. ¡Veréis espléndidas fiestas, y también al rey, que, según dicen, es tan hermoso!

––Y, además, veré a Raúl, que está al lado del príncipe ––repuso con malignidad Mantalais;

–– ¡Pobre Raúl! ––dijo Luisa sus­pirando.

––Éste es el momento de escri­birle, querida mía: vamos, volva­mos a comenzar ese famoso Caballero Raúl que estaba al principio del papel desgarrado.

Entonces le entregó la pluma, y, con una deliciosa sonrisa, dio valor a su mano, que trazó vivamente las palabras indicadas.

–– ¿Y ahora? ––dijo Luisa.

––Ahora, escribid lo que pensáis ––respondió Montalais.

–– ¿Estáis cierta de que yo pien­so algo?

––En alguno pensáis.

–– ¿Eso creéis, Montalais?

––Luisa, Luisa, vuestros ojos azules son profundos como el mar que vi en Boulogne el año pasado. No, me engaño, el mar es pérfido; vues­tros ojos son profundos como el azul que vemos allá arriba, sobre nuestras cabezas.

Pues bien, una vez que tan claro leéis en mis ojos, decidme lo que pienso.

––En primer lugar, no pensáis en el caballero Raúl, sino en mi que­rido Raúl.

–– ¡Oh!

––No os ruboricéis por tan poca cosa. Mi querido Raúl, decimos, me rogáis que os escriba a París; donde os retiene el servicio del príncipe. Como es preciso que os aburráis ahí para buscar distraccio­nes con el recuerdo de una pro­vinciana...

Luisa se levantó de repente.

––No, Montalais ––replicó son­riéndose––, no; no pienso ni una palabra de todo eso. Mirad, esto es lo que pienso.

Tomó atrevidamente la pluma, y trazó con pulso firme las palabras siguientes:

“Habría sido muy desgraciada, si vuestras obstinadas instancias para lograr de mi un recuerdo, hubiesen sido menos vivas. Todo me habla­ aquí de nuestros primeros años, tan dulce como rápidamente transcurri­dos, que nunca reemplazarán otros su encanto en mi corazón.”

Montalais, que minaba correr la pluma y que leía, mientras que su amiga iba escribiendo, la interrum­pió palmoteando:

–– ¡Sea enhorabuena! ––dijo––. Aquí sí que hay sinceridad, cora­zón, estilo; demostrad a esos parisienses, querida mía, que Blois es la ciudad donde mejor se habla:

––Sabe que Blois ha sido para mí el cielo.

––Eso es lo que yo quería decir, y que habláis como un ángel.

––Termino, Montalais.

Y la joven continuó en efecto:

«Decís que pensáis en mí caballero Raúl; os doy las gracias; mas esto no puede sorprenderme, pues sé muy bien cuántas veces han la­tido juntos nuestros corazones.”

–– ¡Oh! –– exclamó Mantalais ––. Tened cuidado, corderita mía, mirad que hay lobos allá.

Iba a contestar Luisa cuando re­sonó el galope de un caballo bajo el pórtico del castillo.

–– ¿Qué sucede? dijo Monta­lais acercándose a la ventana––. ¡Un hermoso caballero, a fe!

–– ¡Oh Raúl! ––murmuró Luisa, que había hecho el mismo movimiento que su amiga, y que, po­niéndose pálida, cayó palpitante cer­ca de la carta sin terminar.

–– ¡Éste sí que es un amante lis­to! –– exclamó Montalais ––. Y que llega a tiempo.

––Retiraos, os lo ruego ––mur­muró Luisa.

–– ¡Bah! ¡Si no me conoce! Per­mitidme saber lo que le trae aquí.
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