Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de






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—Está borracha —me informó Joe Bell.

—Un poco —confesó Holly—. Pero Doc me entiende. Se lo he explicado con todo detalle, y eran cosas que podía entender. Nos hemos dado la mano, nos hemos abrazado, y me ha deseado buena suerte —echó una mirada al reloj—. A esta hora ya debe de estar en los Montes Azules.

—¿De qué habla? —me preguntó Joe Bell.

Holly alzó su martini:

—Deseémosle suerte a Doc —dijo, haciendo chocar su copa contra la mía—. Buena suerte, y créeme, queridísimo Doc, es mejor quedarse mirando al cielo que vivir allí arriba. Es un sitio tremendamente vacío. No es más que el país por donde corre el trueno y todo desaparece.

QUINTA BODA DE TRAWLER. Vi el titular cuando iba en metro por Brooklyn. El periódico que lo desplegaba en bandera era de otro pasajero. El único fragmento del texto que yo alcanzaba a leer decía: Rutherfurd «Rusty» Trawler, el playboy millonario que ha sido acusado frecuentemente de simpatizar con los nazis, se fugó ayer a Greenwich para casarse con una guapa… No sentía deseos de leer nada más. Así que Holly se había casado con él, vaya, vaya. Sentí deseos de que me arrollara un tren. Pero ya había deseado eso mismo antes de haber avistado el titular. Por un puñado de razones. No había vuelto a ver a Holly, a hablar con ella, desde nuestro ebrio domingo en el bar de Joe Bell. Las semanas transcurridas desde entonces me habían provocado mi propia malea. En primer lugar, me habían despedido de mi empleo: merecidamente, y por un divertido ejemplo de mala conducta, tan complicado que no puedo referirlo aquí. Además, el centro de reclutamiento que me correspondía estaba demostrando un fastidioso interés por mi persona; y, tras haberme librado tan recientemente de la estricta normatividad de una ciudad pequeña, la idea de someterme a otra forma de vida disciplinada me desesperaba. Entre la incertidumbre respecto a mi presunta movilización, y mi carencia de experiencias laborales concretas, no parecía haber modo de encontrar otro trabajo. Eso era lo que estaba haciendo en aquel metro de Brooklyn: regresar de una decepcionante entrevista con el director de un periódico ya fallecido, el PM. Todo esto, combinado con el agobiante calor de la ciudad en verano, me había dejado reducido a un estado de inercia nerviosa. De modo que cuando deseaba que me arrollase un tren lo hacía bastante en serio. El titular hizo que ese deseo se reafirmara. Si Holly era capaz de casarse con aquel «absurdo feto», me daba igual que me atropellase todo el ejército de injusticias que andaba rampante por el mundo. A no ser, y la pregunta era evidente, que mi escandalizado enfurecimiento fuese en parte consecuencia de que también yo estaba enamorado de Holly. En parte. Porque sí lo estaba. De la misma manera que años atrás me había enamorado de la vieja cocinera negra de mi madre, y de un cartero que me permitía acompañarle en su ronda, y de toda una familia, los McKendrick. También esa clase de amor genera celos.

Cuando llegué a mi parada compré el periódico; y, al leer el final de aquella frase, descubrí que la novia de Rusty era una guapa modelo de las colinas de Arkansas, Miss Margaret Thatcher Fitzhue Wildwood. ¡Mag! Tenía las piernas tan flojas de alivio que tuve que tomar un taxi para que me llevase el trecho que quedaba hasta mi casa.

Madame Sapphia Spanella me recibió en el portal, con mirada demente y retorciéndose las manos.

—Corra —dijo—. Vaya por la policía. ¡Esa chica está matando a alguien! ¡Alguien está matándola a ella!

Sonaba verídico. Como si varios tigres anduvieran sueltos por el apartamento de Holly. Un jaleo de cristales rotos, rasgaduras y caídas y muebles volcados. Pero la ausencia de gritos en medio de todo aquel ruido le daban al estruendo un aspecto antinatural.

—¡Corra! —chilló Madame Spanella, empujándome— ¡Dígale a la policía que ha habido un asesinato!

Corrí; pero hacia arriba, en dirección a la puerta de Holly. Aporreándola, logré un resultado: el estruendo amenguó su intensidad. Paró del todo. Pero nadie respondió a mis súplicas pidiendo que me dejara entrar, y mis esfuerzos por derribar la puerta sólo culminaron en un buen cardenal en mi hombro.

Luego oí a Madame Spanella que, abajo, le ordenaba a otro recién llegado que fuera por la policía.

—Cállese —le dijeron—. Y apártese de mi camino.

Era José Ybarra-Jaegar, cuyo aspecto no era en absoluto el del elegante diplomático brasileño, sino el de una persona sudorosa y asustada. A mí también me ordenó que le dejara el paso libre. Y, con su propia llave, abrió la puerta.

—Por aquí, doctor Goldman —dijo, cediendo el paso al hombre que le acompañaba.

Como nadie me lo impidió, les seguí al interior del apartamento, que estaba terriblemente destrozado. Por fin había sido desmantelado, literalmente, el árbol navideño: sus secas ramas pardas estaban esparcidas por entre una confusión de libros con las páginas arrancadas, lámparas rotas, y discos de gramófono. Hasta la nevera había sido vaciada, y su contenido desperdigado por toda la habitación: por las paredes resbalaban huevos crudos, y, en medio de los escombros, el gato sin nombre de Holly lameteaba tranquilamente un charco de leche.

En el dormitorio sentí deseos de vomitar tan pronto como percibí el olor de los rotos frascos de perfume. Pisé las gafas oscuras de Holly; estaban en el suelo, con los cristales ya rotos y la montura partida por la mitad.

Quizá era ésta la razón por la cual Holly, aquella figura rígida de la cama, miraba tan cegatamente a José, y no parecía haber visto al médico que, mientras le tomaba el pulso, canturreaba:

—Jovencita, está usted muy cansada. Mucho. Ahora querrá dormir, ¿verdad que sí? Ande, duérmase.

Holly se frotó la frente, y se dejó una mancha de sangre porque se había cortado un dedo.

—Dormir —dijo, y sollozó como un crío exhausto, inquieto—. Sólo él me dejaba dormir. Y abrazarle las noches frías. Vi una finca en México. Con caballos. Junto al mar.

José desvió la mirada, la visión de la aguja hipodérmica le mareaba.

—¿Su enfermedad sólo es pesar? —preguntó, y su defectuoso conocimiento del idioma dio un matiz de involuntaria ironía a la pregunta— ¿Sólo es pena?

—¿Verdad que no le ha dolido? ¿Verdad que no? —preguntó el médico, frotando el brazo de Holly con un poco de algodón.

Holly despertó lo suficiente como para enfocar la imagen del médico.

—Todo duele. ¿Dónde están mis gafas?

Pero no las necesitaba. Estaban cerrándosele los ojos por su propia cuenta.

—¿Sólo es pena? —insistió José.

—Por favor —el médico le trató secamente—, déjeme solo con la paciente.

José se retiró a la otra habitación, en donde dio rienda suelta a su enfado contra la presencia fisgona de Madame Spanella, que había entrado de puntillas.

—¡No me toque, o llamaré a la policía! —gritó la mujer amenazadoramente mientras él la expulsaba hacia la puerta con maldiciones en portugués.

También consideró la posibilidad de expulsarme a mí; o eso deduje de su expresión. Pero me invitó a una copa. La única botella entera que logramos encontrar era de vermut seco.

—Tengo una preocupación —dijo—. Tengo la preocupación de que esto cause escándalo. Que lo haya roto todo. Que haya hecho locuras. No debo tener escándalos públicos. Es muy delicado: mi nombre, mi trabajo.

Pareció reanimarse cuando supo que yo no veía motivo alguno de «escándalo»; destruir las propias pertenencias era, presumiblemente, un asunto particular de cada uno.

—Es sólo cuestión de pesar —declaró firmemente—. Cuando vino la tristeza, primero tira la copa que bebe. La botella. Los libros. Una lámpara. Entonces me asusto. Corro por un médico.

—Pero ¿por qué? —quise saber— ¿Por qué ha tenido que darle este ataque por Rusty? En su lugar, yo lo hubiera celebrado.

—¿Rusty?

Yo llevaba todavía el periódico. Le enseñé el titular.

—Ah, eso —soltó una sonrisa desdeñosa—. Rusty y Mag nos han hecho un gran favor. Nos hace reír mucho: que ellos crean romper nuestros corazones cuando lo que nosotros queremos es que se vayan. Se lo aseguro, cuando llegó la pena estábamos riendo —sus ojos recorrieron el estropicio esparcido por el suelo; recogió un papel amarillo arrugado—. Esto —dijo.

Era un telegrama de Tulip, estado de Texas: Recibida noticia joven Fred muerto en combate ultramar stop tu marido e hijos compartimos dolor mutua pérdida stop sigue carta te quiero Doc.

Holly no habló nunca más de su hermano, con una sola excepción. Es más, dejó de llamarme Fred. Durante junio, julio y los demás meses cálidos estuvo hibernando como un animal que no se hubiese enterado de que la primavera había llegado y hasta terminado. Se le oscureció el cabello, engordó. Comenzó a vestir desaliñadamente: bajaba a la charcutería con el impermeable puesto directamente encima de la piel. José se mudó a su apartamento, y su nombre reemplazó al de Mag Wildwood en la tarjeta del buzón. De todos modos, Holly se pasaba sola muchas horas, porque José se quedaba en Washington tres días a la semana. Durante sus ausencias Holly no recibía visitas y apenas salía del apartamento como no fuera los jueves, para su viaje semanal a Ossining[6].

Lo cual no quiere decir que la vida hubiese dejado de interesarle; todo lo contrario, parecía más contenta, muchísimo más alegre que desde que yo la conocía. Aquel entusiasmo hogareño tan intenso e impropio de ella que de repente la embargó produjo como resultado una serie de compras también impropias de ella: en una subasta celebrada en Parke-Bernet adquirió un tapiz que representaba a un ciervo acorralado, y, de entre las antiguas propiedades de William Randolph Hearst, una sombría pareja de incómodos sillones góticos; se compró la Modern Library entera, numerosos discos con los que llenó varios anaqueles, innumerables reproducciones del Metropolitan Museum (entre ellas, una escultura china que representaba un gato, y que su propio gato detestaba y trataba de acobardar con bufidos, para finalmente destruirla), una batidora, una olla a presión, y toda una biblioteca de libros de cocina. Hizo de ama de casa durante tardes enteras que dedicó a ordenar de forma en absoluto sistemática la sauna que era su cocina:

—Dice José que cocino mejor que el Colony. La verdad, ¿cómo hubiese nadie podido adivinar que yo poseía ese talento natural? Hace un mes ni siquiera era capaz de hacer unos huevos revueltos.

Y, si vamos a eso, seguía siendo incapaz de hacerlos. Los platos más sencillos, un bisté, una ensalada como Dios manda, estaban fuera de su alcance. En lugar de eso solía servirle a José, y también a mí algunas veces, sopas outré (tortuga negra al brandy servida en cortezas de aguacate), fantasías neronianas (faisán asado, relleno de granada y placaminero), y otras equívocas innovaciones (pollo y arroz al azafrán servidos con salsa de chocolate: «Es un clásico caribeño, cariño»). El racionamiento bélico del azúcar y la crema de leche suponían un estorbo para su imaginación a la hora de preparar postres; no obstante, una vez consiguió hacer una cosa llamada tapioca de tabaco; mejor será no describirlo.

Ni describir tampoco sus intentos de aprender portugués, una ordalía tan tediosa para ella como para mí, ya que siempre que iba a verla tenía girando en el gramófono uno de los discos de la Linguaphone. En esa época, además, no empleaba casi ninguna frase que no empezara por «Cuando ya estemos casados…», o bien «Cuando vivamos en Río…». Y eso a pesar de que José no había hablado nunca de matrimonio. Cosa que ella reconocía.

—Pero, al fin y al cabo, él sabe que estoy embarazada. Sí, guapo, lo estoy. Seis semanas. No entiendo por qué tiene que sorprenderte una cosa así. A mí no me ha sorprendido. Ni un peu. Estoy encantada. Quiero tener nueve, como mínimo. Estoy segura de que habrá unos cuantos que saldrán bastante morenos, José tiene algo de le nègre, ya lo habrás adivinado, ¿no? Pero a mí me está bien: ¿puede haber algo más bonito que un recién nacido mulato y con unos preciosos ojos verdes? Me hubiera gustado, por favor, no te rías, me hubiera gustado haber sido virgen cuando él me conoció, haber sido virgen para él. No es que me haya liado con auténticas multitudes, como dicen algunos: y no culpo a esos bastardos por decirlo, siempre he vivido en plan loco. Aunque, la verdad, la otra noche eché cuentas y sólo he tenido once amantes, sin contar lo que pudiera haber ocurrido antes de cumplir los trece años porque, al fin y al cabo, eso no cuenta. Once. ¿Basta eso para convertirme en una puta? Fíjate en Mag Wildwood. O en Honey Tucker. O en Rose Ellen Ward. Han tenido gonorrea tantas veces que ya han perdido la cuenta. Desde luego, no tengo nada contra las putas. Menos una sola cosa: las hay que no tienen mala lengua, pero no hay ninguna que tenga buen corazón. Quiero decir que no puedes follarte a un tío y cobrar sus cheques sin al menos intentar convencerte a ti misma de que le quieres. Yo lo he intentado siempre. Incluso con Benny Shacklett y toda esa pandilla de roedores. Logré hipnotizarme a mí misma hasta convencerme de que aun siendo absolutamente ratoniles, no carecían de cierto encanto. En realidad, aparte de Doc, suponiendo que quieras contar a Doc, José es mi primer amor no ratonil. Oh, no vayas a creer que es mi tipo ideal. Dice mentirijillas y siempre anda preocupado por lo que pueda pensar la gente, y se baña unas cincuenta veces al día: los hombres deberían oler, un poco. Es demasiado mojigato, demasiado prudente para ser mi hombre ideal; siempre se vuelve de espaldas para desnudarse, y hace demasiado ruido al comer y no me gusta verle correr porque corre de una forma un tanto ridícula. Si tuviese la libertad de elegir una persona de entre todas las que hay en el mundo, chasquear los dedos y decir eh, tú, ven para acá, no elegiría a José. Nehru se aproxima bastante más a lo que yo pido. O Wendell Wilkie[7]. Me conformaría también con la Garbo. ¿Por qué no? Tendríamos que poder casamos con hombres o mujeres o… Mira, si me dijeras que pensabas liarte con un buque de guerra, yo respetaría tus sentimientos. No, hablo en serio. Habría que permitir toda clase de amor. Soy absolutamente partidaria de eso. Sobre todo ahora que ya me he hecho una idea bastante aproximada de lo que es. Porque sí, quiero a José; dejaría de fumar si me lo pidiese. Se porta como un amigo, es capaz de provocarme la risa hasta incluso cuando tengo la malea, aunque ahora ya no me viene casi nunca, sólo a veces, e incluso esas veces no es tan espantosa como para que me dé por tragarme frascos de Seconal o por ir a Tiffany’s: llevo un traje a la tintorería, o preparo unas setas rellenas, y ya me siento bien, en forma. Otra cosa, he tirado todos los horóscopos. Debo de haberme gastado un dólar por cada una de las malditas estrellas que hay en el maldito planetario. Es un fastidio, pero la solución consiste en saber que sólo nos ocurren cosas buenas si somos buenos. ¿Buenos? Mas bien quería decir honestos. No me refiero a la honestidad en cuanto a las leyes (podría robar una tumba, hasta le arrancaría los ojos a un muerto si creyese que así me alegraría un día), sino a ser honesto con uno mismo. Me da igual ser cualquier cosa, menos cobarde, falsa, tramposa en cuestión de sentimientos, o puta: prefiero tener el cáncer que un corazón deshonesto. Y esto no significa que sea una beata. Soy simplemente una persona práctica. De cáncer se muere a veces; de lo otro, siempre. Oh, a la mierda con este asunto. Anda, pásame la guitarra, voy a cantarte un fado en un portugués perfecto.

Aquellas últimas semanas, las del final del verano y el comienzo de otro otoño, aparecen borrosas en mi memoria, quizá debido a que nuestra comprensión mutua llegó a esos maravillosos extremos en los que llegas a comunicarte más a menudo por medio del silencio que con palabras: cierta afectuosa calma reemplaza las tensiones; el parloteo nervioso y la persecución mutua que suelen producir los momentos más espectaculares, más superficialmente aparentes de una amistad. Con frecuencia, cuando él no estaba en Nueva York (acabé sintiendo hostilidad contra él, y raras veces pronunciaba su nombre), nos pasábamos juntos veladas enteras durante las cuales apenas si decíamos entre los dos más de cien palabras; en una ocasión bajamos hasta Chinatown, tomamos una cena a base de chow-mein, compramos farolillos de papel y robamos una caja de incienso, y luego cruzamos lentamente el Puente de Brooklyn, y desde el puente, mientras veíamos a los buques que salían hacia alta mar deslizarse por entre acantilados de incendiados rascacielos, ella me dijo:
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