Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de






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—Desde luego —dijo ella—. Un bourbon.

—No hay —le dijo Holly.

Circunstancia que el coronel de las Fuerzas Aéreas aprovechó para sugerir que estaba dispuesto a ir por una botella.

—No hace falta ar-armar ningún alboroto, os lo aseguro. Me conformaría hasta con amoníaco. Holly, chata —dijo, empujándola un poquito—, no te preocupes por mí. Yo misma me presentaré —se agachó hacia O. J. Berman, cuyos ojos, como suele ocurrirles a los hombres bajos cuando están en presencia de una mujer alta, se habían velado con un vaho de ambición—. Soy Mag Wi-Wildwood, de Wild-woo-woo-wood, Arkansas. Una zona montañosa.

Parecía una danza, en la que Berman ejecutaba unos complicados pasos a fin de impedir que sus rivales pudieran interponerse en su camino. Pero Mag se le escapó, arrastrada por una cuadrilla de bailarines que comenzaron a engullir los tartajeantes chistes de la chica como palomas precipitándose sobre un puñado de maíz tostado. Su éxito era muy comprensible. Era la fealdad derrotada, que suele ser mucho más cautivadora que la verdadera belleza, aunque sólo sea por la paradoja que lleva consigo. A diferencia de ese otro método que consiste en el simple buen gusto acompañado de cuidados científicos, en este caso el éxito era consecuencia de la exageración de los defectos; Mag había logrado transformarlos en adornos por el procedimiento de exagerarlos con la mayor osadía. Unos tacones que realzaban su estatura, tan altos que le temblaban los tobillos; un corpiño ajustado y plano que indicaba que hubiera podido ir a la playa vestida sólo con pantalón de baño; el cabello peinado muy tirante hacia atrás, para acentuar los rasgos enjutos y magros de su cara de modelo. Incluso el tartamudeo, auténtico, sin duda, pero también un poco forzado, había sido transformado en virtud. Ese tartamudeo era el toque maestro; porque gracias a él se las arreglaba para que sus trivialidades pareciesen de algún modo originales, y, en segundo lugar, porque servía, a pesar de su estatura, de su aplomo, para inspirar en sus oyentes masculinos un sentimiento protector. A modo de ilustración: hubo que pegarle unos cuantos golpes en la espalda a Berman, simplemente porque le oyó decir, «¿Quién pu-puede decirme dónde está el la-lavabo?»; y después, completando el ciclo, él mismo le ofreció el brazo para guiarla hasta allí.

—No hace ninguna falta —dijo Holly—. No será la primera vez que lo visite. Ya sabe dónde está.

Estaba vaciando ceniceros, y después de que Mag Wildwood saliera de la habitación, vació otro y dijo, o, más bien, gimió:

—En realidad es muy triste —hizo una pausa, la prolongó a fin de darse tiempo para calcular la cantidad de expresiones interrogativas, eran suficientes—. Y misterioso. Lo raro es que no se le note más. Pero bien sabe Dios que su aspecto es saludable. Y muy, no sé, sano. Eso es lo más extraordinario. ¿No dirías —preguntó preocupada, pero sin dirigirse a nadie en particular—, no dirías que parece estar sana?

Alguien tosió, varios tragaron saliva. Un oficial de la Marina, que sostenía la copa de Mag Wildwood, la dejó.

—Aunque, claro —dijo Holly—, he oído decir que son muchas las chicas del sur que tienen el mismo problema.

Se estremeció delicadamente, y se fue a buscar más hielo a la cocina.

Mag Wildwood fue incapaz de comprender, a su regreso, la repentina frialdad; las conversaciones que ella iniciaba tenían el mismo efecto que la leña verde, humeaban pero no llegaban a prender. Y, lo que resultaba más imperdonable incluso, la gente empezaba a irse sin haberle pedido antes su número de teléfono. El coronel de las Fuerzas Aéreas aprovechó para levantar el campamento un momento en que ella le daba la espalda, y esto fue la gota que colmó el vaso: el militar la había invitado a cenar con él esa noche. De repente, Mag se cegó. Y como la ginebra guarda la misma relación con el artificio que las lágrimas con el rímel, su atractivo se descompuso de forma instantánea. Comenzó a meterse con todo el mundo. Tachó a su anfitriona de degenerada hollywoodiense. Retó a un cincuentón a pelear con ella. Le dijo a Berman que Hitler tenía razón. Y hasta logró reanimar a Rusty Trawler acorralándole en un rincón.

—¿Sabes lo que te espera? —le dijo, sin rastro de tartamudeo— Te haré correr hasta el zoo y te echaré al yak para que te coma.

El pareció dispuesto a seguir sus planes, pero Mag le decepcionó porque se dejó caer al suelo y se quedó allí sentada, tarareando una canción.

—Me aburres. Levántate de ahí —le dijo Holly, acabando de ponerse unos guantes.

El resto de la concurrencia esperaba en la puerta, y al ver que Mag no se levantaba, Holly me dirigió una mirada de disculpa:

—Pórtate como un buen chico, Fred. Métela en un taxi. Vive en Winslow.

—No, en Barbizon. Regent 4-5700. Pregunta por Mag Wildwood.

—Eres un buen chico, Fred.

Y se fueron. La perspectiva de tener que tirar de aquella amazona hasta un taxi bastó para borrar todo resto de resentimiento que pudiera quedarme. Pero ella misma resolvió el problema. Levantándose a impulsos de su propio enfurecimiento, me miró desde su tremenda estatura con tambaleante altivez, y me dijo:

—Vamos al Stork. Te ha tocado la rifa.

Y a continuación cayó cuan larga era, como un roble talado. Lo primero que se me ocurrió fue ir por un médico. Pero al examinarla comprobé que su pulso era normal y su respiración rítmica. Estaba simplemente dormida. Después de meterle una almohada debajo de la cabeza, la dejé disfrutando de su sueño.

Al día siguiente por la tarde choqué con Holly en la escalera.

—¡Serás…! —me dijo, sin detener su carrera, cargada con un paquete de la farmacia—. Ahí está, al borde de la pulmonía. Una resaca de campeonato. Y, encima, la malea.

Deduje de todo esto que Mag Wildwood seguía en el apartamento, pero Holly no me dio pie para explorar la sorprendente simpatía que ahora mostraba por ella. A lo largo del fin de semana el misterio fue oscureciéndose más aún. En primer lugar, por el tipo de aspecto latino que llamó a mi puerta; por error, pues preguntó por Miss Wildwood. Me costó un buen rato sacarle de su engaño, ya que nuestros respectivos acentos parecían mutuamente incompatibles, pero le bastó ese tiempo para dejarme fascinado. Era una combinación meticulosamente perfecta, y tanto su oscura tez como su cuerpo de torero poseían una exactitud, una perfección comparables a las de una manzana, una naranja, una de esas cosas que la naturaleza hace impecablemente. A lo cual había que añadir, en calidad de adornos, el traje inglés, la colonia intensa y, cosa aún menos latina, su timidez. El segundo acontecimiento del día le tuvo también como protagonista. Atardecía, y le vi llegar en un taxi cuando salía a cenar. El taxista le ayudó a entrar en el portal todo un cargamento de maletas. Lo cual me proporcionó un nuevo tema de reflexión. Cuando llegó el domingo me dolía la cabeza.

A continuación la imagen se hizo simultáneamente más clara y más oscura.

El domingo hizo un día típico del veranillo de San Martín, brillaba el sol con intensidad, tenía la ventana de mi cuarto abierta, y me llegaban voces desde la escalera de incendios.

Holly y Mag se habían despatarrado abajo sobre una manta, con el gato entre las dos. Les colgaba el cabello mojado, recién lavado. Estaban muy atareadas, Holly pintándose las uñas de los pies, Mag tejiendo un jersey. Hablaba Mag.

—Si quieres saber mi opinión, eres una chica con su-suerte. Como mínimo, Rusty es norteamericano.

—¡Habrá que felicitarle!

—Chata, que estamos en guerra.

—Pues, en cuanto termine, no volverás a verme el pelo.

—No pienso como tú. Estoy or-orgullosa de mi país. Los hombres de mi familia siempre fueron grandes soldados. Hay una estatua del abuelo Wildwood justo en el centro de Wildwood.

—Fred es soldado —dijo Holly—, pero dudo que alguna vez llegue a ser una estatua. Podría serlo. Dicen que la gente, cuanto más estúpida, más valiente. Y él es bastante estúpido.

—¿Fred es ese chico del piso de arriba? No me di cuenta de que fuese un soldado. Pero sí parece estúpido.

—Un soñador, no un estúpido. Lo que más le gusta es estar encerrado en donde sea, mirando afuera: cualquiera que tenga la nariz aplastada contra un cristal tiene que parecer estúpido a la fuerza. De todos modos, ése es otro Fred. Fred es mi hermano.

—¿Y llamas estúpido a alguien que lleva tu misma sangre?

—Si lo es, lo es.

—Quizá, pero es de mal gusto decirlo de un chico que está combatiendo por ti y por mí y por todos nosotros.

—¿Qué es esto? ¿Un discurso para vender bonos de guerra?

—Simplemente, quiero que sepas lo que pienso. Puedo reírme de cualquier chiste, pero por dentro soy una persona muy se-seria. Y estoy orgullosa de ser norteamericana. Por eso me preocupa José —abandonó su labor—. ¿Verdad que te parece guapísimo? —Holly dijo Hmn, y le pasó el pincel de uñas por los bigotes al gato—. Ojalá consiguiera hacerme a la idea de que voy a casarme con un brasileño. Y de que yo seré brasileña. Se me hace muy cuesta arriba. Nueve mil kilómetros, y ni siquiera conozco su idioma…

—Vete a la Berlitz.

—¿Y cómo diablos quieres que den clases de po-portugués? Si casi parece imposible que haya alguien que hable ese idioma. No, la única solución que se me ocurre es conseguir que José se olvide de la política y se haga norteamericano. ¡Cómo se le puede ocurrir a nadie querer ser pre-presidente nada menos que del Brasil! —suspiró y volvió a coger la labor—. Debo de estar locamente enamorada. Tú nos has visto juntos. ¿Crees que estoy locamente enamorada?

—Te diré… ¿Muerde?

A Mag se le escapó un punto.

—¿Que si muerde?

—Que si te muerde a ti. En la cama.

—Pues no, la verdad. ¿Te parece que debería hacerlo? —luego añadió, en tono de censura—. Pero se ríe.

—Bien. Eso me parece correcto. Me gustan los hombres con sentido del humor, la mayoría no hacen más que jadear y soltar bufidos.

Mag retiró su queja; aceptó el comentario como un halago que se reflejaba en ella.

—Sí. Yo diría que sí.

—Bien. No muerde. Ríe. ¿Qué más?

Mag volvió a contar los puntos hasta el que se había saltado, y reanudó luego la labor. Estaba haciendo punto del revés.

—Te he dicho que qué más.

—Ya te he oído. Y no es que no te lo quiera contar. Pero me cuesta mucho acordarme. No les doy vu-vueltas a esas cosas. No tanto como pareces hacerlo tú. Se me olvidan, como los sueños. Estoy segura de que eso es lo co-corriente.

—Puede que sea corriente, pero yo prefiero ser rara —Holly interrumpió un momento su tarea, consistente en ir pintando de rojo el resto de los bigotes del gato—. Mira, si no consigues acordarte, prueba a ver qué pasa si dejas la luz encendida.

—Entiéndeme, por favor, Holly. Soy una persona superconvencionalísima.

—Qué cojones, ¿te parece mal echarle una buena ojeada a un tipo que te gusta? Los hombres son preciosos, hay muchos que lo son, José lo es, y si ni siquiera te dignas mirarle, no sé, yo diría que le están sirviendo un plato de macarrones bastante frío.

—No grites ta-tanto.

—Es imposible que estés enamorada de él. Y bien, ¿responde esto a tu pregunta?

—No. Porque no soy un plato de macarrones frío. Tengo un corazón muy cálido. Esa es la esencia misma de mi carácter.

—De acuerdo. Tienes un corazón muy cálido. Pero si yo fuese un hombre que está yéndose a la cama, preferida llevarme una botella de agua caliente. Es más tangible.

—José no es de los que chillan —dijo, muy satisfecha, mientras el sol arrancaba destellos de sus agujas—. Además, estoy enamorada de él. ¿Te has dado cuenta de que he tejido diez pares de calcetines a cuadros en menos de tres meses? Y éste es el segundo suéter —estiró el suéter y lo echó a un lado—. ¿Para qué?, me pregunto. Sueters en Brasil. Tendría que estar haciendo cascos para el sol.

Holly se tendió de espaldas y bostezó.

—También debe de haber invierno.

—Es cuando llueve, eso al menos sí lo sé. Calor. Lluvia. Se-selvas.

—Calor. Selvas. ¿Sabes que me gustaría?

—Mucho más que a mí.

—Sí —dijo Holly, en un tono adormilado que no era de sueño—. Mucho más que a ti.

El lunes, cuando bajé por el correo de la mañana, la tarjeta del buzón de Holly estaba cambiada: Miss Golightly y Miss Wildwood viajaban ahora juntas. Esto hubiese podido retener mi interés un momento más, pero había una carta en mi buzón. Era de una pequeña revista universitaria a la que había remitido un cuento. Les había gustado; y, aunque me pedían que entendiese que no podían permitirse el lujo de pagarme, tenían intención de publicarlo. Publicarlo: lo cual equivalía a letra impresa. Borracho de excitación no es una simple frase. Tenía que decírselo a alguien: y, subiendo las escaleras de dos en dos, aporreé la puerta de Holly.

Supuse que mi voz no sería capaz de transmitir la noticia; en cuanto salió a la puerta, bizqueando de sueño, arremetí con la carta contra ella. Para cuando me la devolvió, tuve la sensación de que había tardado el tiempo suficiente como para leer sesenta páginas.

—Yo no se lo autorizaría. Si no pagan, nada —dijo, bostezando.

Es posible que mi expresión bastara para hacerle entender que no lo había comprendido, que no buscaba consejo sino una felicitación: sus labios pasaron del bostezo a la sonrisa.

—Oh, ya veo. Es maravilloso. Bueno, pasa —dijo—. Haremos café y lo celebraremos. No. Me vestiré y te invitaré a comer.

Su dormitorio estaba en armonía con la sala: perpetuaba aquel mismo ambiente de campamento a punto de ser levantado; cajas de embalaje y maletas, todo cerrado y listo para la partida, como las pertenencias de un delincuente que sabe que la ley anda pisándole los talones. En la sala no había muebles propiamente dichos, pero la habitación contaba con una cama, de matrimonio, por cierto, y espectacular: madera clara, satén con borlas.

Dejó abierta la puerta del baño y charló desde allí; entre chorros y fregoteos, la mayor parte de lo que dijo resultó ininteligible, pero en esencia era: me suponía al tanto de que Mag Wildwood se había instalado allí, lo cual era muy práctico, porque, si necesitas una compañera de habitación, en el supuesto de que no pueda ser bollera, no hay nada mejor que una chica que sea absolutamente tonta, que es lo que Mag era en su opinión, porque entonces es facilísimo dejar que pague ella el alquiler y que vaya ella a la lavandería.

Era evidente que Holly tenía problemas con la lavandería; la habitación, como un gimnasio de chicas, estaba sembrada de ropa sucia.

—… y, sabes, es una modelo que tiene mucho éxito, ¿no es fantástico? Lo cual me va muy bien —dijo, saliendo del baño a pata coja, porque al mismo tiempo se estaba ajustando la faja—. Seguro que no tendré que aguantarla todo el día. Y no creo que haya muchos problemas en el frente de los hombres. Está prometida. Buen chico. Aunque hay una leve diferencia de estatura: un palmo, yo diría, a favor de ella. Dónde diablos…

Estaba de rodillas, metiendo el brazo bajo la cama. Cuando encontró lo que buscaba, unos zapatos de lagarto, tuvo que buscar una blusa, un cinturón, y me dio que pensar largamente que, pese a todo aquel desbarajuste, consiguiese al final el resultado apetecido: un aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra.

—Escúchame —dijo, y tomó mi barbilla en su palma—. Me alegra lo del cuento. De verdad.

Aquel lunes de octubre de 1943. Un día precioso, alegre como un pájaro. Nos tomamos para empezar sendos manhattans en el bar de Joe Bell; y, cuando éste se enteró de mi buena suerte, cócteles de champán por cuenta de la casa. Después paseamos hasta la Quinta Avenida, en donde había un desfile. Las banderas al viento, el retumbar de las bandas militares, no parecían tener relación alguna con la guerra sino que más bien parecían una fanfarria organizada exclusivamente en mi honor.
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