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—Pero, por lo que dice, ya es demasiado tarde. Exhaló un anillo de humo y dejó que se desvaneciera antes de sonreír; la sonrisa le alteró el rostro, hizo que se le suavizara. —Podría conseguir que todo volviese a rodar. Ya se lo he dicho —dijo, y parecía sincero—, esa niña me gusta de verdad. —¿Qué chismorreas, O. J.? Holly entró chorreando en la habitación, con una toalla más o menos envuelta en torno al cuerpo, y los pies goteantes dejando sus huellas en el suelo. —Lo de siempre. Que estás chiflada. —Fred ya está enterado de eso. —Pero tú no. —Enciéndeme un pitillo, anda —dijo, arrancándose de la cabeza el gorro de ducha y sacudiendo el pelo—. No te hablaba a ti, O. J. Eres un desgraciado. Siempre hablas más de la cuenta. Recogió el gato y se lo montó en el hombro. El gato se instaló allí, tan buen equilibrista como un pájaro, con las uñas enredadas en el cabello de Holly, como si fuese un ovillo de lana; sin embargo, pese a esta actitud amistosa, era un gato sombrío con cara de pirata asesino; tenía un ojo ciego y viscoso, y el otro moteado de malicia. —O. J. es un desgraciado —me dijo Holly, cogiendo el pitillo que yo acababa de encenderle—. Pero sabe una endiablada cantidad de teléfonos. ¿Cuál es el número de David O. Selznick, O. J.? —Anda por ahí. —No es broma. Quiero que le llames y le digas que Fred es un genio. Ha escrito montañas de historias maravillosas. No te sonrojes, Fred; no eres tú quien ha dicho que eres un genio, he sido yo. Venga, O. J. ¿Qué vas a hacer para que Fred gane una fortuna? —Pongamos que dejas que yo mismo arregle ese asunto con Fred, ¿eh? —No lo olvides —dijo Holly, dejándonos—. Yo soy su agente. Otra cosa, si grito, ven a subirme la cremallera. Y si llama alguien, que pase. Llamo una multitud. Durante el siguiente cuato de hora el apartamento fue asaltado por un montón de hombres con cara de ir a una despedida de soltero, entre ellos varios tipos de uniforme. Conté dos oficiales de la Marina y un coronel de las Fuerzas Aéreas; pero les superaban en número los tipos canosos con la mili terminada hacía mucho tiempo. Aparte de la falta de juventud, no había ningún tema común entre los invitados, parecían desconocidos entre desconocidos; de hecho, cada uno de los rostros se había esforzado, en el momento de entrar, por ocultar la decepción sentida al ver allí a los demás. Era como si la anfitriona hubiese repartido las invitaciones mientras recorría en zigzag varios bares; y seguramente había sido así. Tras los iniciales gestos ceñudos, sin embargo, todos fueron mezclándose sin musitar ni una queja, sobre todo O. J. Berman, que explotó ávidamente a los recién llegados para no tener que hablar conmigo de mi futuro en Hollywood. Quedé abandonado junto a la librería; de los libros que contenía, más de la mitad trataban de caballos, y el resto de baseball. Mientras fingía interesarme por Cómo distinguir las razas equinas tuve amplias oportunidades para tomarles las medidas a los amigos de Holly. Al poco rato uno de ellos adquirió cierta notoriedad en medio del grupo. Era un crío de mediana edad que nunca había llegado a desprenderse de sus michelines infantiles, aunque algún ingenioso sastre se las había arreglado para camuflar casi por entero aquel rollizo culo al que te daban ganas de azotar. No había modo de sospechar siquiera la presencia de algún hueso en todo su cuerpo; la cara, un cero relleno de bonitos rasgos en miniatura, poseía un aire fresco, virginal: era como si, después de nacer, se hubiese hinchado simplemente, y tenía la piel tan libre de arrugas como un globo, y en los labios, aunque prestos a berrear y hacer rabietas, asomaba un mimado y dulce puchero. Pero no era su aspecto lo que le hizo destacar: los niños crecidos no son tan infrecuentes. Sino, más bien, su comportamiento; porque actuaba como si fuese él quien daba la fiesta: a la manera de un pulpo rebosante de energía, agitaba martinis, hacía presentaciones, se encargaba del tocadiscos. Para ser justos con él, hay que añadir que sus actividades estaban siendo dictadas por la anfitriona: Rusty, te importaría; Rusty, hazme el favor. Si estaba enamorado de ella, era evidente que sostenía con firmeza las riendas de sus celos. Un hombre celoso hubiese podido perder el control viéndola deslizarse por la habitación, con el gato en una mano pero con la otra libre para enderezar una corbata o sacudir la hilacha de una solapa; la medalla que llevaba el coronel de las Fuerzas Aéreas se vio sometida a un concienzudo lustrado. El tipo se llamaba Rutherfurd («Rusty») Trawler. En 1908 había perdido a sus progenitores; su padre, víctima de un anarquista, y su madre a consecuencia de la conmoción, y esta doble desgracia convirtió a Rusty en huérfano, en millonario y en personaje popular, y todo eso a los cinco años de edad. Desde entonces había sido un socorrido recurso para los suplementos dominicales, y esta circunstancia alcanzó su huracanada culminación el día en que, siendo todavía un colegial, consiguió que su padrino y tutor fuese detenido, acusado de sodomía. Posteriormente, las bodas y los divorcios le permitieron conservar su lugar bajo el sol de los tabloides. Su primera esposa se largó, con pensión incluida, a vivir con un rival de Father Divine[3]. La segunda esposa no parece haber dejado rastro, pero la tercera le puso una demanda de divorcio en el estado de Nueva York, aportando un buen montón de testimonios, de esos que resultan vinculantes. Fue él mismo quien se divorció de la última Mrs. Trawler, y su principal queja consistió en decir que ella se había amotinado a bordo de su yate, y que el susodicho motín resultó en el abandono de Rusty en las Dry Tortugas. Aunque desde entonces se había mantenido soltero, parece ser que antes de la guerra se había declarado a Unity Mitford[4], o, como mínimo, se supone que le envió un telegrama ofreciéndose a casarse con ella en caso de que Hitler no quisiera hacerlo. Se dijo que éste fue el motivo por el que Winchell solía llamarle nazi; por eso y porque asistió a varios mítines en Yorkville. No me enteré de todo eso porque alguien me lo contara. Lo leí en la Guía del baseball, otro selecto volumen del estante de Holly, y que ella utilizaba, aparentemente, como álbum de recortes. Metidos entre sus páginas había artículos de los dominicales, y frases entresacadas de las columnas de chismorreos. Rusty Trawler y Holly Golightly acudieron juntos al estreno de «One Touch of Venus». Holly se me acercó por la espalda y me pilló leyendo: Miss Holiday Golightly, de los Golightly de Boston, hace que todos los días sean fiesta para Rusty Trawler, el hombre de 24 quilates. —¿Admiras mi publicidad, o eres aficionado al baseball? —dijo, poniéndose bien las gafas de sol mientras miraba por encima de mi hombro. —¿Cuál ha sido el informe meteorológico de esta semana? Me guiñó un ojo, pero no fue en broma: era una advertencia. —Me apasionan los caballos, pero detesto el baseball —me dijo, y el submensaje que transmitía su tono me dijo que quería que me olvidase de que una vez me había hablado de Sally Tomato—. Detesto escuchar las carreras por radio, pero tengo que hacerlo, forma parte de mi preparación. Los hombres no saben hablar de casi nada. A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lío: tampoco les gustan las chicas. ¿Qué tal te llevas con O. J.? —Nos hemos separado por mutuo acuerdo. —Es una oportunidad, créeme. —Ya me lo imagino. Pero no creo que nada de lo que yo hago pueda parecerle una oportunidad a él. —Vete hacia allá —insistió ella—, y convéncele de que no da risa de sólo verle. Te puede ayudar de verdad, Fred. —Según tengo entendido, tú no supiste valorar su ayuda —me miró algo desconcertada, hasta que dije—: The Story of Dr. Wassell. —¿Todavía insiste? —dijo, y dirigió una mirada cariñosa hacia Berman, al otro lado de la habitación—. En una cosa tiene razón: debería sentirme culpable. Y no porque hubiesen podido darme el papel ni porque yo hubiese podido ser buena actriz; ni ellos querían, ni yo quería. Si me siento culpable es, supongo, porque dejé que él siguiera soñando cuando yo ya había dejado de soñar. Estuve engañándoles durante un tiempo porque quería pulirme un poco, pero sabía muy bien que jamás llegaría a ser una estrella de cine. Es demasiado esfuerzo; y, si eres inteligente, da demasiada vergüenza. Me falta el suficiente grado de complejo de inferioridad: para ser una estrella de cine hay que ser, según dice la gente, tremendamente narcisista; de hecho, lo esencial es no serlo en absoluto. No quiero decir que el ser rica y famosa fuera a fastidiarme. Esas son cosas que ocupan un lugar importante en mis planes, y algún día trataré de conseguirlas; pero, si las consigo, querría seguir gustándome a mí misma. Quiero seguir siendo yo cuando una mañana, al despertar, recuerde que tengo que desayunar en Tiffany’s. Necesitas una copa —dijo, viendo mis manos vacías—, ¡Rusty! ¿Querrías prepararle un trago a este amigo? Seguía con el gato en sus brazos. —Pobre desgraciado —dijo, haciéndole cosquillas en la cabeza—, pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningún derecho a ponérselo: tendrá que esperar a ser el gato de alguien. Nos encontramos un día junto al río, pero ninguno de los dos le pertenece al otro. El es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene —sonrió, y dejó caer el gato al suelo—. Es como Tiffany’s —dijo—. Y no creas que me muero por las joyas. Los diamantes sí. Pero llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada; y entonces todavía resulta peligroso. Sólo quedan bien cuando los llevan mujeres verdaderamente viejas. Maria Ouspenskaya. Arrugas y huesos, canas y diamantes: me muero de ganas de que llegue ese momento. Pero no es eso lo que me vuelve loca de Tiffany’s. Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea? —¿Algo así como cuando sientes morriña? —No —dijo lentamente—. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación? —Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst. —De acuerdo. Angst. Pero ¿cómo le pones remedio? —No sé, a veces ayuda una copa. —Ya lo he probado. También he probado con aspirinas. Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato. He pensado que, después de la guerra, Fred y yo… —alzó sus gafas de sol, y sus ojos, todos sus diversos colores, los grises y las motas verdes y azules, habían adquirido una agudeza visionaria—. Una vez estuve en México. Es un país magnífico para la cría de caballos. Vi un sitio junto al mar. Fred entiende mucho de caballos. Se acercó Rusty Trawler con un martini; me lo dio sin mirarme. —Estoy hambriento —anunció, y su voz, tan aniñada como todo él, emitió un enervante gemido de mocoso que parecía echarle las culpas a Holly—. Son las siete y media y estoy hambriento. Ya sabes lo que dijo el médico. —Sí, Rusty. Sé lo que dijo el médico. —Pues, entonces, levanta la sesión. Vámonos. —Me gustaría que te comportaras como es debido, Rusty. Se lo dijo sin alzar la voz, pero su tono insinuaba esa amenaza de castigo que pronuncia la institutriz, y provocó en el rostro de Rusty un peculiar sonrojo de placer, de gratitud. —No me quieres —se quejó él, como si estuvieran solos. —Nadie quiere a los niños malos. Era obvio que Holly había dicho lo que él quería oír; aquello, al parecer, le excitó y relajó simultáneamente. Pero, como si se tratara de un ritual, Rusty añadió: —¿Me quieres? —Vuelve a tus obligaciones, Rusty —le dio unas palmaditas—. Y, cuando yo esté lista, iremos a cenar donde tú quieras. —¿A Chinatown? —Ya sabes que no puedes comer cerdo agridulce. Recuerda lo que dijo el médico. Mientras él regresaba con un satisfecho anadeo a sus ocupaciones, no pude resistir la tentación de recordarle a Holly que no había contestado la pregunta de Rusty. —¿Le quieres? —Ya te lo dije: con buena voluntad, se puede querer a cualquiera. Además, tuvo una infancia repugnante. —Si tan repugnante fue, ¿por qué se aferra a ella? —Utiliza los sesos. ¿No ves que Rusty se siente más seguro en pañales que si tuviera que ponerse falda? Y ésa es en realidad la alternativa, sólo que es muy susceptible al respecto. Una vez trató de clavarme el cuchillo de la mantequilla porque le dije que ya era hora de que creciese y se enfrentara al problema, que sentase la cabeza e hiciera de ama de casa junto a un camionero amable y paternal. Entretanto, le tengo en mis manos; lo cual está muy bien, es inofensivo, las chicas no son para él más que muñecas, literalmente. —Gracias a Dios. —La verdad, si pudiera decirse lo mismo de la mayoría de los hombres, yo al menos no le estaría en absoluto agradecida a Dios. —Quería decir que gracias a Dios que no tengas intención de casarte con Mr. Trawler. Holly enarcó una ceja: —Por cierto, no he dicho que no sepa lo rico que es. Incluso en México, un terreno cuesta su dinero. Bien —dijo, empujándome—, vamos a por O. J. Me resistí, tratando de idear alguna fórmula que me permitiese aplazar el encuentro. Hasta que lo recordé: —¿Y por qué eso de Viajera? —¿Te refieres a mi tarjeta? —dijo ella, desconcertada— ¿Te parece gracioso? —Gracioso no. Sólo provocativo. Holly se encogió de hombros. —Al fin y al cabo, ¿cómo voy a adivinar dónde estaré viviendo mañana? Por eso les dije que pusieran Viajera. En fin, lo de las tarjetas fue tirar el dinero. Pero me parecía que estaba obligada a hacer allí algún gasto. Son de Tiffany’s —cogió mi martini, que yo ni siquiera había probado; lo vació de dos tragos, y me agarró la mano—. Déjate de evasivas. Vas a hacerte amigo de O. J. Se produjo un incidente en la puerta. Era una joven, que entró como un vendaval, una tempestad de foulards y tintineante oro. —Ho-Holly —dijo, avanzando con un amenazador dedo en alto—, maldita acaparadora. ¡Cómo se te ocurre coleccionar a toda esta pan-pandilla de hombres arre-arrebatadores! Superaba holgadamente el metro ochenta, era más alta que la mayor parte de los hombres presentes. Todos ellos enderezaron la espalda, encogieron el estómago; hubo un generalizado concurso, a ver quién igualaba su tambaleante estatura. —¿Qué haces aquí? —dijo Holly, y los labios se le contrajeron como un cordel tensado. —Na-nada, cariño. He estado trabajando arriba, con Yunioshi. Fotos navideñas para Ba-bazaar. ¿Te has enfadado, cariño? —esparció una sonrisa por entre los presentes—. Y vosotros, chicos, ¿también os ha-habéis enfadado conmigo por haberme entrometido en vu-vuestra fiesta? Rusty Trawler soltó una risilla disimulada. Le apretujó el brazo, como si quisiera admirar su musculatura, y le preguntó si le apetecía una copa. |
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