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—Gracias, chato… Has sido muy amable acompañándome hasta aquí. —¡Eh, nena! —dijo él, porque estaban cerrándole la puerta en las narices. —Dime, Harry. —Harry era el otro. Yo soy Sid. Sid Arbuck. Sé que te gusto. —Te adoro, Arbuck. Pero buenas noches, Arbuck. Mr. Arbuck se quedó mirando con incredulidad la puerta, que se cerró firmemente. —Eh, nena, déjame entrar, anda. Sé que te gusto. Les gusto a todas. ¿No me he hecho cargo yo de la cuenta, cinco personas, amigos tuyos, gente a la que jamás había visto hasta hoy? ¿No me da eso derecho a gustarte? Sé que te gusto, nena. Dio unos golpes suaves a la puerta, y luego otros más fuertes; al final retrocedió unos cuantos pasos, con el cuerpo encorvado y agachado, como si tuviera intención de cargar contra ella. Pero en lugar de eso se lanzó escaleras abajo, no sin descargar un puñetazo contra la pared. Justo cuando llegó a la planta baja, se abrió la puerta del apartamento de la chica, que asomó la cabeza. —Oh , Arbuck… El se volvió, con el rostro lubrificado por una sonrisa de alivio: la chica estaba de guasa, eso era todo. —La próxima vez que una chica te pida suelto para ir al tocador —gritó, en absoluto de guasa—, sigue mi consejo, chico: ¡no le des veinte centavos! Holly cumplió lo que le había prometido a Mr. Yunioshi; o no volvió a llamar a su timbre, supongo, porque durante los días siguientes comenzó a llamar al mío, a veces a las dos, o a las tres y las cuatro de la madrugada: no tenía escrúpulos por lo que respecta a la hora en que pudiera sacarme de la cama para que pulsara el botón que abría el portal de la calle. Como ninguno de mis amigos era de los que se te presentan en casa a esas horas, siempre sabía que era ella. Pero las primeras veces que llamó todavía me dirigía a la puerta, medio convencido de que había malas noticias, algún telegrama, para mí. Pero siempre era Miss Golightly, que gritaba desde abajo: —Lo siento, chico. Me he olvidado la llave. Naturalmente, no llegamos a trabar relación. Aunque de hecho nos cruzábamos con frecuencia en la escalera o en la calle; sin embargo, ella hacía como si no me viese. Nunca se quitaba las gafas de sol, iba siempre muy bien vestida, con un buen gusto casi pomposo pese a la sencillez de su ropa, de los azules y los grises escasamente llamativos que hacían que fuese ella, su persona, la que brillaba. Hubiera podido deducirse que era modelo de fotógrafo, o una actriz principiante, aunque, por sus horarios, era obvio que no tenía tiempo para dedicarse a ninguna de las dos cosas. De vez en cuando la veía lejos de nuestro barrio. En una ocasión, un pariente que vino a visitarme me invitó al «21», y allí, en una mesa de primera, rodeada de cuatro hombres, ninguno de los cuales era Mr. Arbuck, aunque todos ellos fueran intercambiables con él, se encontraba Miss Golightly, peinándose de forma ociosa, pública; y su expresión, un bostezo contenido, sirvió, por ejemplo, para asordinar la excitación que me producía cenar en un lugar tan de postín. Otra noche, en pleno verano, el calor que hacía en mi habitación me hizo salir a la calle. Bajé por la Tercera Avenida hasta la calle Cincuenta y uno, en donde había un anticuario en cuyo escaparate destacaba un objeto que yo admiraba: una jaula que era todo un palacio, una auténtica mezquita con minaretes y habitaciones de bambú que anhelaban la presencia de loros parlanchines. Pero costaba trescientos cincuenta dólares. De vuelta a casa me fijé en un grupo de taxistas que formaba un corro frente al bar de P. J. Clark, aparentemente atraído por un alegre grupo de oficiales del ejército australiano que, con ojos achispados de whisky, entonaban Waltzing Matilda con sus voces de barítono. Sin dejar de cantar, bailaban por turnos con una chica a la que hacían girar como una peonza por el adoquinado bajo el paso elevado del metro; y la chica, Miss Golightly, por supuesto, flotaba en sus brazos ligera como un pañuelo. Pero si Miss Golightly no llegó a enterarse de mi existencia, excepto en mi calidad de práctico portero, a lo largo de aquel verano yo acabé convirtiéndome en toda una autoridad sobre la suya. Descubrí, observando la papelera que dejaba junto a su puerta, que sus lecturas normales eran la prensa popular, los folletos de viajes y las cartas astrales; que fumaba unos pitillos esotéricos de la marca Picayune; que sobrevivía a base de requesón y tostaditas; que su cabello multicolor no era obra de la naturaleza. La misma fuente de información me permitió saber que recibía montones de cartas del frente. Siempre estaban rotas a tiras alargadas, como registros. A veces me llevaba uno de esos registros para utilizarlo en mis lecturas. Recuerdo y te echo de menos y llueve y escribe, por favor, y maldita y condenada eran las palabras que más a menudo se repetían en esas tiras de papel; éstas, y soledad y te quiero. Además, tenía un gato y tocaba la guitarra. Los días de mucho sol se lavaba el pelo y, junto con el gato, un rojizo macho atigrado, se sentaba en la escalera de incendios y rasgaba la guitarra mientras se le secaba el pelo. Cada vez que oía la música, yo me acercaba silenciosamente a la ventana. Tocaba muy bien, y a veces también cantaba. Cantaba con el acento afónico y quebrado de un muchacho. Se sabía todas las canciones de los musicales de éxito, de Cole Porter y Kurt Weill; le gustaban sobre todo las canciones de Oklahoma!, recién estrenada aquel verano. Pero en algunos momentos tocaba melodías que hacían que me preguntase de dónde podía haberlas sacado, de dónde podía haber salido aquella chica. Canciones nómadas, agridulces, con letras que sabían a pinar o pradera. Una de ellas decía: No quiero dormir, no quiero morir, sólo quiero seguir viajando por los prados del cielo; y parecía que ésta fuese la que más la complacía, pues a menudo seguía cantándola mucho después de que se le hubiera secado el pelo, cuando el sol ya se había puesto y se veían ventanas iluminadas en el anochecer. Pero nuestra relación personal no empezó hasta septiembre, una noche atravesada por los primeros y fríos estremecimientos del otoño. Yo había ido al cine, regresado a casa, y estaba acostado con un bourbon y el último Simenon: lo cual constituía hasta tal punto mi ideal de comodidad que no conseguí entender cierta sensación de inquietud que fue creciendo poco a poco, tanto que llegué a oír mis propios latidos. Era una sensación acerca de la cual había leído y hasta escrito, pero que jamás había experimentado. La sensación de estar siendo vigilado. De una presencia invisible. Luego: un repentino golpeteo en la ventana, el vislumbre de un gris fantasmal: derramé el bourbon. Transcurrieron unos momentos antes de que tuviera arrestos para abrir la ventana, y preguntarle a Miss Golightly qué quería. —Tengo abajo a un hombre horripilante —dijo, saltando de la escalera de incendios al interior de la habitación—. Bueno, cuando no está bebido es encantador, pero tan pronto prueba el vino, ¡Santo Dios, quel animal! No hay nada en el mundo que deteste tanto como los hombres que te dan mordiscos —se abrió un poco el albornoz gris para mostrarme las pruebas de lo que ocurre cuando un hombre da un mordisco. No llevaba más que el albornoz—. Siento haberte pegado un susto. Pero cuando ese animal se ha puesto imposible, he salido por la ventana. Me parece que cree que estoy en el baño, y me importa un cuerno lo que piense, que se vaya al infierno, se cansará, se dormirá, Dios mío, tiene que dormirse, se ha tomado ocho martinis antes de cenar y suficiente vino como para que se bañe un elefante. Oye, si quieres echarme, me echas. Ya sé que es mucha jeta eso de entrometerme aquí de esta forma. Pero ahí afuera hace un frío que pela. Y parecía que aquí se estuviera tan bien. Me has recordado a mi hermano Fred. Dormíamos cuatro en la misma cama, y él era el único que me dejaba abrazarle las noches más frías. Por cierto, ¿te importa que te llame Fred? Ya se había colado del todo en la habitación, y se detuvo un momento para mirarme. Era la primera vez que la veía sin las gafas de sol, y en ese momento resultaba obvio que eran, además, gafas de aumento, porque sin ellas sus ojos me escrutaban bizqueando, como los de un joyero. Eran unos ojos grandes, un poco azules, otro poco verdes, salpicados de motas pardas: multicolores, como su pelo; y, como su pelo, proyectaban una luminosidad cálida y viva. —Supongo que estarás pensando que soy una descarada. O très fou, o yo qué sé. —En absoluto. Pareció decepcionada. —Desde luego que sí. Como todo el mundo. Me da igual. Es muy práctico. Se sentó en uno de los desvencijados sillones de terciopelo rojo, dobló las piernas debajo de ella, e inspeccionó el resto de la habitación, haciendo visajes incluso más pronunciados con los ojos. —¿Cómo lo soportas? Parece la cámara de los horrores. —Uno se acostumbra a todo —dije, molesto conmigo mismo, pues, en realidad, estaba orgulloso de mi casa. —Yo no. Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto —sus ojos censuradores volvieron a inspeccionar la habitación—. ¿Y qué haces metido aquí todo el día? Señalé una mesa con altos montones de libros y papeles. —Escribo. —Yo creía que los escritores eran muy viejos. Aunque, claro, Saroyan no es viejo. Le conocí en una fiesta, y en realidad no es nada viejo. De hecho —murmuró—, si se apurase más el afeitado… Por cierto, ¿Y Heminghway, es viejo? —Yo diría que anda por los cuarenta y tantos. —No está mal. Para que un hombre me excite tiene que haber cumplido los cuarenta y dos. Una amiga mía que es una idiota anda siempre diciéndome que tendría que ir a un comecocos; dice que tengo complejo paterno. Lo cual me parece una merde. Lo único que pasa es que yo misma me predispuse a que me gustaran los hombres maduros, y ésa fue la decisión más inteligente de mi vida. ¿Cuántos años tiene W. Somerset Maugham? —No estoy seguro. Sesenta y pico. —No está mal. Nunca me he acostado con un escritor. Aunque, espera, ¿conoces a Benny Shacklett? —al verme decir que no con la cabeza, puso un gesto ceñudo—. Qué raro. Ha escrito montones de cosas para la radio. Pero quel rata. Dime, ¿eres un verdadero escritor? —Depende de lo que entiendas por verdadero. —Pues mira, ¿hay alguien que compre lo que escribes? —Todavía no. —Yo te ayudaré —dijo—. Puedo hacerlo, no creas. Imagina cuantísima gente conozco que conoce a otra gente. Te ayudaré porque eres como mi hermano Fred. Un poco más bajo, solamente. No he vuelto a verle desde que yo tenía catorce años, que es cuando me fui de casa, y entonces ya medía más de metro ochenta. Mis otros hermanos eran más de tu talla, enanos. Fue la mantequilla de cacahuete lo que hizo que Fred creciera tanto. Todo el mundo pensaba que era una chifladura eso de atiborrarse de mantequilla de cacahuete; las únicas cosas que le gustaban eran los caballos y la mantequilla de cacahuete. Pero no estaba chiflado, sólo que era tierno y despistado y muy lento; cuando me fui estaba repitiendo octavo por tercera vez. Pobre Fred. Me gustaría saber si el ejército escatima la mantequilla de cacahuete. Lo cual me recuerda una cosa: estoy muriéndome de hambre. Señalé una fuente con manzanas, y al mismo tiempo le pregunté los motivos por los que se había ido tan joven de su casa. Me dirigió una mirada inexpresiva, y se frotó la nariz, como si le picara: un ademán que, viéndolo luego repetido muchas veces, acabé por interpretar como señal de que alguien empezaba a meterse en donde no le llamaban. Como les ocurre a muchas personas que demuestran una osada afición a proporcionarte informaciones que no les has solicitado, se ponía en guardia ante cualquier cosa que se pareciese remotamente a una pregunta directa, a un intento de hacerle precisar cualquier detalle. Le dio un mordisco a una manzana, y me dijo: —Dime algo que hayas escrito. Cuéntame el argumento. —Ese es uno de los problemas. No son historias que se puedan contar de viva voz. —¿Por guarras? —Quizá algún día te pase un relato para que lo leas. —El whisky y las manzanas casan muy bien. Prepárame un trago, y luego puedes leerme tú mismo una historia. Son muy pocos los autores, especialmente entre los inéditos, capaces de resistirse a la invitación de leer su obra en voz alta. Preparé una copa para cada uno y, sentándome en el otro sillón, comencé a leer, con la voz algo temblorosa debido a una mezcla de miedo escénico y entusiasmo: era un cuento nuevo, terminado el día anterior, y aún no había transcurrido el tiempo suficiente para que surgiese la inevitable sensación de fracaso. Trataba de dos mujeres, maestras, que comparten una casa, y una de ellas, cuando la otra se promete en matrimonio, provoca por medio de notas anónimas un escándalo que acabará impidiendo que se celebre la boda. Mientras iba leyendo, cada vez que miraba de reojo a Holly se me encogía el corazón. Estaba como azogada. Cogía de una en una las colillas del cenicero, se observaba abstraída las uñas, como si lamentara no tener una lima a mano; y, lo que es peor, cuando me parecía haber atrapado su interés, sus ojos estaban velados por una capa de escarcha, como si en realidad estuviera preguntándose si comprar o no los zapatos que había visto en algún escaparate. —¿Esto es el final? —me preguntó, despertando. Trató vanamente de encontrar algo más que decir—. Las tortilleras me caen bien, claro. No me asustan en lo más mínimo. Pero los cuentos de tortilleras me matan de aburrimiento. Soy incapaz de meterme en su piel. Bueno, chico —dijo, porque yo estaba verdaderamente desconcertado—, si no trata de un par de bolleras, ya me explicarás de qué diablos va. Pero yo no estaba de humor para complicar la equivocación que suponía el haberle leído el cuento con el no menos embarazoso intento de explicárselo. La misma vanidad que me había conducido a exponerme de aquel modo, me obligó en ese momento a tacharla de petulante ser insensible, por completo desprovisto de inteligencia. —Por cierto —dijo—, ¿no conoces por casualidad alguna lesbiana que sea buena chica? Estoy buscando una compañera de apartamento. Oye, no te rías. Soy desorganizadísima, y no me llega para una asistenta; y, la verdad, las tortilleras son unas amas de casa fantásticas, les encanta encargarse de todo, no tienes que preocuparte jamás por las escobas ni por descongelar la nevera o mandar la ropa a la lavandería. Como aquella compañera de habitación que tuve en Hollywood, hacía westerns, la llamaban la Llanero Solitario; es mucho mejor que tener a un hombre en casa. Claro, la gente pensaba que yo también debía de ser un poco tortillera. Y lo soy, claro. Todo el mundo lo es, un poco. ¿Y qué? Ningún hombre se ha echado para atrás por eso hasta ahora; hasta parece que les excita. La misma Llanero Solitario, sin ir más lejos, estuvo casada dos veces. Las tortilleras sólo suelen casarse una vez, por la reputación. Luego da mucho caché que te llamen señora de tal o de cual. ¡No puede ser verdad! —miraba fijamente el despertador de la mesilla de noche—, ¡No pueden ser las cuatro y media! La ventana comenzaba a virar al azul. La brisa del amanecer agitaba las cortinas. —¿Qué día es hoy? —Jueves. —Jueves —se levantó—. Dios mío —dijo, y volvió a sentarse, gimiendo—. Es espantoso. Yo me encontraba lo suficientemente cansado como para no sentir curiosidad. Me tendí en la cama y cerré los ojos. Pero era irresistible: —¿Qué tiene de espantoso que sea jueves? —Nada. Sólo que nunca consigo acordarme de que ya está cerca. Verás, los jueves tengo que tomar el de las ocho cuarenta y cinco. Son quisquillosísimos con lo de las horas de visita, y si te plantas allí alrededor de las diez, te queda sólo una hora hasta que mandan a comer a esos pobres. Imagínatelo, comen a las once. También puedes ir a las dos, y yo lo preferiría, pero a él le gusta que vaya por la mañana, dice que así aguanta mejor el resto del día. Tendré que mantenerme despierta —dijo, pellizcándose las mejillas hasta hacer que floreciesen las rosas—, no tengo tiempo de dormir, se me pondría cara de tuberculosa, me desmoronaría como un edificio viejo, y no sería justo. No está bien que una chica vaya a Sing Sing con la cara verde. |
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