Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de






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Me encontraba tan dolorido y tembloroso que no hubiera sido capaz de vestirme solo; tuvo que ayudarme Joe Bell. Una vez en su bar, me empujó hasta el teléfono, provisto de un martini triple y una copa de brandy repleta de monedas. Pero no se me ocurría a quién recurrir. José estaba en Washington, y yo no tenía ni la más remota idea de dónde localizarle allí. ¿Y Rusty Trawler? ¡Ni pensarlo, era un cabrón! Pero ¿qué otros amigos de Holly conocía? Quizá ella había tenido razón al decir que no tenía ninguno, ningún amigo de verdad.

Puse una conferencia con Crestview 5-6958, de Beverly Hills, el número en el que me había dicho que podría localizar a O. J. Berman. La persona que contestó dijo que a Mr. Berman le estaban dando un masaje y que no se le podía molestar, que lo sentía y que probara más tarde. Joe Bell se puso hecho una furia, me dijo que tendría que haber dicho que era un asunto de vida o muerte; y se empeñó en que llamara a Rusty. Hablé primero con el mayordomo de Mr. Trawler: Mr. y Mrs. Trawler, me comunicó, estaban cenando, ¿quería que les transmitiera algún recado? Joe Bell gritó en el auricular:

—Esto es urgente, jefe. De vida o muerte.

El resultado fue que me encontré hablando con, o, mejor dicho, escuchando a, la chica que de soltera se había llamado Mag Wildwood:

—¿Estás chiflado? —me preguntó— Mi marido y yo demandaremos, y te lo digo en serio, a cualquiera que trate de relacionar nuestros nombres con esa as-asquerosa, con esa de-degenerada. Siempre supe que era una dro-drogota con menos sentido ético que una perra en celo. Debería estar en la cárcel. Y mi esposo está completamente de acuerdo conmigo. Demandaremos, te lo aseguro, a cualquiera que…

Mientras colgaba, me acordé de Doc, allá en Tulip, estado de Texas. Pero no, a Holly no le gustaría que le llamase, me mataría.

Volví a marcar el número de California; las líneas estaban ocupadas, siguieron estándolo, y para cuando O. J. Berman se puso al teléfono, me había tomado tantos martinis que tuvo que preguntarme por qué le llamaba:

—Es por lo de la niña, ¿no? Ya me he enterado. Ya he hablado con Iggy Fitelstein. Iggy es el mejor picapleitos de Nueva York. Le he dicho que cuide de ella, que me mande la minuta, pero que no mencione mi nombre, entiendes. Bueno, estoy un poco en deuda con la niña. Aunque, si vamos a eso, tampoco es que le deba nada. Está loca. Es una farsante. Pero una farsante auténtica, ¿lo recuerdas? En fin, sólo pedían diez mil de fianza. No te preocupes, Iggy la sacará esta noche. No me extrañaría que ya estuviese en casa.

Pero no lo estaba; tampoco había regresado a la mañana siguiente, cuando bajé a darle de comer al gato. Como no tenía la llave de su apartamento, bajé por la escalera de incendios y me colé por una ventana. El gato estaba en el dormitorio, y no se encontraba solo: había también un hombre agachado junto a una maleta. Pensando los dos que el otro era un ladrón, cruzamos sendas miradas inquietas en el momento en que yo entraba por la ventana. Era un joven de rostro agradado y pelo engominado que se parecía a José; es más, la maleta que estaba preparando contenía la ropa que José solía tener en casa de Holly, todos aquellos zapatos y trajes que solían provocar las protestas de ella, pues siempre tenía que estar enviándolos a arreglar y limpiar. Convencido de que así era, le pregunté:

—¿Le ha enviado Mr. Ybarra-Jaegar?

—Soy el primo —dijo, con una sonrisa cautelosa y un acento meramente comprensible.

—¿Dónde está José?

El repitió la pregunta, como si la estuviera traduciendo a otro idioma.

—¡Ah! ¡Dónde está ella! Ella espera —dijo y, como si con esto me hubiera despedido, reanudó sus actividades de ayuda de cámara.

De modo que el diplomático tenía intención de esfumarse. Bueno, no me sorprendía; ni tampoco lo lamenté en lo más mínimo. Pero qué decepción.

—Merecería que le azotaran con una fusta.

El primo soltó una sonrisilla boba, estoy seguro de que me entendió. A continuación cerró la maleta y se sacó una carta del bolsillo:

—Mi primo, ella me pide que deje esto para su amiga. ¿Hará usted el favor?

En el sobre había garabateado: Para Miss H. Golightly.

Me senté en la cama de Holly, abracé su gato contra mí, y sentí por ella tanta, tantísima pena como la que ella podía estar sintiendo por sí misma.

—Sí, le haré el favor.

Y se lo hice: sin el menor deseo de hacérselo. Pero no tuve valor para romper la carta; ni la fuerza de voluntad suficiente como para guardármela en el bolsillo cuando Holly preguntó, en tono muy poco seguro, si, por casualidad, me había llegado alguna noticia de José. Esto ocurrió al cabo de dos días, por la mañana; yo estaba sentado junto a su cama en una habitación que olía a yodo y bacinillas, una habitación de hospital. Se encontraba allí desde la noche de su detención.

—Pues, chico —me saludó cuando me acerqué de puntillas, con un cartón de Picayune y un ramito de violetas frescas de otoño—, me quedé sin mi heredero.

Con su pelo vainilla peinado hacia atrás y sus ojos, desprovistos por una vez de las gafas oscuras, transparentes como agua de lluvia, parecía que no tuviese ni doce años: no daba la sensación de que hubiese estado tan grave.

Pero era cierto:

—Señor, por poco la palmo. En serio, esa gorda casi me mata. Menudo escándalo que armó. Me parece que no llegué a hablarte de la gorda. Al fin y al cabo, ni yo misma la conocí hasta después de que muriese mi hermano. Estaba justo pensando dónde estaría Fred, qué significaba eso de que hubiese muerto; y entonces la vi, estaba conmigo en la habitación, y tenía a Fred en sus brazos, acunándole, la muy puta, la malea en persona meciéndose con Fred en su regazo, y riendo como toda una banda de música. ¡Cómo se burlaba de mí! Pero eso es lo que nos aguarda a todos, amigo mío: esa comediante que espera para darnos la bronca. ¿Entiendes ahora por qué enloquecí y me puse a romperlo todo?

Aparte del abogado que contrató O. J. Berman, yo era la única visita autorizada. Holly compartía su habitación con otros pacientes, un trío de mujeres que parecían trillizas y me examinaban con un interés que, sin ser enemistoso, era absolutamente concentrado; estaban siempre susurrando entre ellas en italiano.

—Creen que eres mi pervertidor. El tipo que me llevó por el mal camino —me explicó Holly. Y cuando le sugerí que las sacara de su error, replicó—. Imposible. No saben inglés. De todos modos, no me gustaría echarles a perder su diversión.

Fue entonces cuando me preguntó por José.

En cuanto vio la carta se puso a bizquear, se le arquearon los labios en una sonrisilla de entereza que la avejentó inconmensurablemente.

—¿Te importaría —me dijo— abrir ese cajón y darme mi bolso? Para leer esta clase de cartas hay que llevar los labios pintados.

Guiándose con el espejito de la polvera, se empolvó y se pintó hasta borrar todo vestigio de su rostro de niña de doce años. Usó un lápiz para los labios, y otro para colorearse las mejillas. Se marcó los bordes de los ojos, sombreó de azul sus párpados, se roció el cuello con 4711; se adornó las orejas con perlas y se puso las gafas oscuras; provista de esta armadura, y tras un insatisfactorio repaso al descuidado aspecto de su manicura, rasgó el sobre y leyó la carta de un tirón. Su pétrea sonrisilla fue empequeñeciéndose y endureciéndose por momentos. Al final me pidió un Picayune.

—Qué fuerte. Pero está divino —me dijo, después de dar una calada; y, entregándome la carta, añadió—. Quizá te sirva, si alguna vez escribes alguna historia de amores repugnantes. No seas avaricioso: léela en voz alta. Quiero oírla.

Empezaba así:

«Queridísima pequeña…»

Holly me interrumpió inmediatamente. Quería saber qué opinión me merecía su letra. No me merecía ninguna; una letra apretada, muy legible, en absoluto excéntrica.

—Es clavada a él. Abotonada hasta el cuello y restreñida —declaró Holly—. Sigue.

«Queridísima pequeña:

Te he amado a sabiendas de que no eres como las demás. Pero piensa en la desesperación que habré sentido al descubrir de forma tan brutal y pública lo diferente que eras de la clase de mujer que un hombre de mi religión y mi carrera necesita como esposa. Lamento sincera y profundamente la desdicha de las circunstancias en las que ahora te encuentras, y mi corazón no es capaz de añadir mi propia condena a la condena que te rodea. Tengo que proteger mi familia, y mi nombre, y cada vez que están en juego esas instituciones me convierto en un cobarde. Olvídame, bella chiquilla. Ya no vivo aquí. Me he vuelto a casa. Pero que Dios siga siempre contigo y con tu hijo. Que Dios no se porte tan mal como José.»

—¿Y bien?

—En cierto modo parece una carta muy honesta. Y hasta conmovedora.

—¿Conmovedora? ¡Toda esa sarta de mentiras acojonadas!

—Pero al menos reconoce que es cobarde; y, desde su punto de vista, tendrías que comprender…

Holly no quiso admitir que comprendía nada; su rostro, no obstante, a pesar de su disfraz cosmético, lo confesaba.

—De acuerdo, tiene motivos para ser una rata. Una rata tamaño gigante, a lo King Kong, igual que Rusty. O que Benny Schacklett. Pero, qué caray, maldita sea —dijo, llevándose todo el puño a la boca como un crío con una rabieta—, yo le quería. Quería a esa rata.

El trío de italianas imaginó que aquello era una crisis amorosa y, atribuyendo las quejas de Holly al motivo que según ellas la causaba, me sacaron la lengua. Me sentí adulado: orgulloso de que alguien creyese que yo le importaba tanto a Holly. Cuando le ofrecí otro pitillo se tranquilizó un poco. Tragó el humo y me dijo:

—Bendito seas, chico. Y bendito seas por ser tan mal jinete. Si no hubiese tenido que hacer de Calamity Jane, ahora estaría esperando que me trajesen la comida en alguna residencia para madres solteras. Gracias al exceso de ejercicio, eso se acabó. Pero he acojonado a todo el departamento de policía porque les dije que fue por culpa de la bofetada que me pegó Miss Bollera. Sí, señor, puedo demandarles por varios cargos, entre ellos el de detención indebida.

Hasta ese momento habíamos evitado toda mención de sus más siniestras tribulaciones, y esta alusión en tono humorístico me pareció descorazonadora, patética, en la medida en que revelaba de forma definitiva su incapacidad para hacerse cargo de la negra realidad que la aguardaba.

—Mira, Holly —dije, pensando: sé fuerte, maduro, como un tío suyo—. Mira, Holly. No podemos hacer como si esto fuera un chiste. Hemos de idear algún plan.

—Eres demasiado joven para adoptar esos aires de seriedad. Demasiado bajito. Y, por cierto, y ¿a ti qué te importa lo que me pase a mí?

—Podría no importarme. Pero eres amiga mía, y estoy preocupado. Quiero averiguar qué piensas hacer.

Ella se frotó la nariz, y concentró la mirada en el techo.

—Hoy es miércoles, ¿no? Pues supongo que dormiré hasta el sábado, pienso concederme un buen schluffen. El sábado por la mañana pasaré un momento por el banco. Luego iré a casa, recogeré un par de camisones y mi Mainbocher[8]. Tras lo cual, pasaré por Idlewild. Como sabes, me espera allí una magnífica reserva para un magnífico avión. Y, siendo como eres un buen amigo, tú vendrás a despedirme. Deja de decir que no con la cabeza, por favor.

—Holly, Holly. No deberías hacer nada de eso.

—Et pourquoi pas? No voy a ir corriendo en pos de José, si es eso lo que temes. De acuerdo con mi censo, José es un simple ciudadano del limbo. Pero ¿por qué desperdiciar un billete tan magnífico, y que ya está pagado? Además, no he estado nunca en Brasil.

—¿Se puede saber qué clase de píldoras han estado suministrándote aquí? ¿No comprendes que estás pendiente de una grave acusación? Si te pillan saltándote las normas de la fianza a la torera, te encerrarán y luego tirarán la llave. Y aunque no te pillen, jamás podrás regresar a tu país.

—Bien, y qué, aguafiestas. De todas maneras, tu país es aquél en donde te sientes a gusto. Y aún estoy buscándolo.

—No, Holly, es una estupidez. Eres inocente. Tienes que aguantar hasta que esto acabe.

Me dijo «Ra, ra, ra», y me sopló el humo a la cara. No obstante, había conseguido impresionarla; sus ojos estaban dilatados por visiones de desdicha, al igual que los míos: celdas de hierro, pasillos de acero en los que iban cerrándose sucesivas puertas.

—No te jode —dijo, y aplastó el pitillo con rabia—. Tengo bastantes probabilidades de que no me pillen. Sobre todo si tú mantienes la bouche fermée. Mira, guapo, no me subvalores —apoyó su mano en la mía y me la apretó con repentina e inmensa sinceridad—. No tengo mucho en donde elegir. Lo he hablado con el abogado; bueno, a él no le dije nada de lo de Río, sería capaz de avisar él mismo a la bofia antes que perder sus honorarios, y toda la pasta que O. J. Berman tuvo que poner para la fianza. Bendito sea O. J.; pero una vez, en la costa del Pacífico, le ayudé con más de diez mil en una mano de póquer: estamos empatados. No, en realidad el problema es éste: lo único que la bofia quiere de mí es que les sirva gratis un par de presas, y que les preste mis servicios como testigo de la acusación contra Sally. Nadie piensa juzgarme a mí, no tienen ni la más mínima posibilidad de condenarme. Mira, guapito, quizá esté podrida hasta el fondo mismo de mi corazón, pero no estoy dispuesta a dar testimonio contra un amigo. No pienso hacerlo, aunque logren demostrar que Sally dopó a una monja. Trato a las personas como ellas me tratan a mí, y el viejo Sally, de acuerdo, no fue del todo sincero conmigo, digamos que se aprovechó un poco de mí, pero de todos modos sigue siendo un buen tipo, y prefiero que esa policía gorda me secuestre antes que ayudar a que esos leguleyos fastidien a Sally —alzando el espejo de la polvera frente a su rostro, y arreglándose el carmín con un pañuelo arrugado, prosiguió—. Y, para serte sincera, eso no es todo. Hay cierto tipo de focos que son muy perjudiciales para la tez de una chica. Aunque el jurado me otorgara el título del Corazón Más Generoso del Año, en este barrio no tendría futuro: me cerrarían igualmente las puertas de todos los sitios, desde La Rue hasta el Perona’s Bar and Grill. Créeme, me recibirían tan bien como a la peste. Y si tuvieras que vivir del tipo de talento que tengo yo, cariño, comprenderías muy bien a qué clase de bancarrota estoy refiriéndome. En absoluto, no me hace ninguna gracia una escena final en la que yo apareciese bailando un agarrado en el Roseland[9] con algún patán del West Side, mientras la elegante señora de Trawler pasea su tartamudeo por Tiffany’s. No lo soportaría. Prefiero enfrentarme a la gorda.

Una enfermera, que se coló sigilosamente en la habitación, me dijo que la hora de visita se había terminado. Holly comenzó a quejarse, pero no pudo seguir porque le metieron un termómetro en la boca. Pero, cuando yo me despedí, se lo quitó para decirme:

—Hazme un favor, anda. Llama al New York Times o a donde haya que llamar, y consígueme una lista de los cincuenta hombres más ricos del Brasil: da igual la raza o el color. Otro favor: busca en mi apartamento esa medalla que me diste, y no pares hasta encontrarla. La de San Cristóbal. La necesitaré para el viaje.

La noche del viernes el cielo estaba rojo, tronaba, y el sábado, fecha de la partida, la ciudad entera zozobraba bajo una verdadera tempestad marina. No hubiera sido de extrañar que apareciesen tiburones nadando por el cielo, pero parecía improbable que ningún avión consiguiera atravesarlo.

Pero Holly, haciendo caso omiso de mi animado convencimiento de que el vuelo no despegaría, siguió haciendo sus preparativos, aunque debo añadir que la mayor parte de esa carga la hizo recaer sobre mis hombros. Porque había decidido que no sería prudente de su parte acercarse siquiera al edificio de piedra arenisca. Y tenía toda la razón: estaba vigilado, no se sabía si por policías, reporteros u otros posibles interesados: había, simplemente, algún hombre, a veces varios, rondando siempre por allí. De modo que Holly se fue directamente del hospital a un banco, y luego al bar de Joe Bell.
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