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Paullina Simons ![]() Tatiana y Alexander, Nº 03 El jardín de verano Para Kevin, mi guía místico. Junto a los ríos de Babel, estábamos sentados y llorando, recordando a Sión. Allí, sobre los sauces, habíamos colgado nuestras liras, pues que allí nos pedían cantos nuestros carceleros; nuestros verdugos, alegría: Cantad para nosotros, de los cantos de Sión. ¡Cómo cantar los cantos del Señor en una tierra extraña! Salmo 137 Cantar de los Cantares, que es de Salomón. Cantar de los Cantares ÍNDICELIBRO PRIMERO 5 Capítulo 1 6 Capítulo 2 56 Capítulo 3 90 Capítulo 4 122 Capítulo 5 133 Capítulo 6 146 Primer Interludio 174 LIBRO SEGUNDO 203 Capítulo 7 204 Capítulo 8 217 Segundo Interludio 303 LIBRO TERCERO 321 Capítulo 9 322 Capítulo 10 336 Capítulo 11 352 Capítulo 12 400 Capítulo 13 435 LIBRO CUARTO 444 Capítulo 14 445 Capítulo 15 479 Capítulo 16 501 Capítulo 17 563 Capítulo 18 573 CODA 581 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 611 LIBRO PRIMEROLA TIERRA DEL LUPINO Y EL LOTO El loto florece en la cima yerma, el loto florece en los riachuelos sinuosos... Sellemos un pacto y jurémosle fidelidad: el de vivir en la huera tierra del loto y recostarnos en las colinas como dioses, ajenos a la humanidad. Alfred Lord Tennyson ![]() Capítulo 1Deer Isle, 1946 El caparazón Caparazón, m. Esqueleto externo o cubierta dura que protege el cuerpo de los crustáceos como la langosta. Hace mucho, mucho tiempo, en Stonington, Maine, a la hora del crepúsculo, al final de una guerra enardecida y al principio de otra fría, una joven vestida de blanco, aparentemente serena pero con manos temblorosas, estaba sentada en un banco junto al puerto, comiendo helado. A su lado había un niño pequeño que también comía helado, de chocolate. Charlaban tranquilamente, y el helado se derretía más deprisa de lo que la madre tardaba en comérselo. Le estaba cantando Brilla, brilla, estrella mía, una canción rusa, tratando de enseñarle la letra. El niño la escuchaba atentamente para luego, entre risas, destrozar las estrofas. Como de costumbre, observaban el regreso al puerto de los barcos langosteros y, casi siempre, ella oía los chillidos de las gaviotas antes de ver aparecer a los barcos. Soplaba una brisa suave, y el pelo estival acariciaba ligeramente la cara de la mujer. Se le habían soltado unos cuantos mechones de la trenza gruesa y larga que llevaba echada sobre el hombro. Era rubia y muy blanca, de piel translúcida y ojos también translúcidos, con el rostro plagado de pecas. El niño, de piel morena, tenía el pelo negro y los ojos oscuros, y las piernas regordetas propias de un crío de dos o tres años. Parecían estar allí sentados sin ningún propósito concreto, pero era una impresión de falsa indolencia. La mujer observaba los barcos del horizonte azul con firme determinación; dirigía la mirada al chico y luego al helado, alternativamente, pero contemplaba la bahía embobada, como embriagada. Tatiana quiere beberse un trago de sí misma en el tiempo presente, porque quiere creer que no existe el ayer, que sólo existe el aquí y el ahora, en Deer Isle, una de las islas alargadas y de suaves pendientes frente a la costa central de Maine, conectada al continente por un ferry y por un puente suspendido a trescientos metros de altura, que los tres habían atravesado a bordo de su caravana, su Schult Nomad Deluxe de segunda mano. Con ella recorrieron la bahía de Penobscot, cruzaron el Atlántico en dirección sur, hasta los mismísimos confines del mundo, hasta Stonington, una pequeña ciudad blanca acurrucada al abrigo de las laderas de robles al pie de Deer Isle. Tatiana, intentando con toda su alma vivir únicamente en el presente, cree que no hay nada más hermoso ni más apacible que aquellas casas blancas de madera, construidas sobre las laderas en angostos caminos de tierra y que dan a la inmensidad de las aguas rizadas de la bahía que Tatiana contempla día tras día. Eso es la paz. Eso es el presente, casi como si no hubiese nada más. Sin embargo, de tarde en tarde, por una fracción de segundo, cuando las gaviotas emiten sus chillidos, algo quiebra aquella paz, incluso en Deer Isle. Esa misma tarde, cuando Tatiana y Anthony acababan de salir de la casa donde se alojaban para ir a la bahía, habían oído unas fuertes voces en la casa vecina. En ella vivían dos mujeres, una madre y una hija; la madre tenía cuarenta años y la hija, veinte. —Ya se están peleando otra vez —dijo Anthony—. Papá y tú no os peleáis nunca. ¡Pelearse! Ojalá se peleasen... Cuando hablaba con ella, Alexander no le levantaba la voz, ni siquiera un poco. Cuando hablaba con ella, en las raras ocasiones en las que le dirigía la palabra, siempre utilizaba un moderado timbre de voz profunda y gutural, como si estuviese imitando al amable y cordial doctor Edward Ludlow, el hombre que había estado enamorado de ella cuando vivía en Nueva York: el formal, serio, sabio y buen doctor Edward. Alexander también estaba intentando aprender a dirigirse con tacto a las personas a su alrededor. Una pelea habría requerido una participación activa en la interacción con otro ser humano. En la casa vecina, una madre y una hija se peleaban a voz en grito, justo en aquel momento de la tarde, por algún motivo, con unos gritos que escapaban por las ventanas abiertas. La buena noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. La mala noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. Llevaban esperándolo desde el día que se había marchado a Inglaterra, en 1942, y acababa de volver al fin. El hombre tampoco intervenía en la pelea. Cuando Anthony y Tatiana salieron al camino, lo vieron aparcado con su silla de ruedas entre la crecida hierba del jardín de la parte delantera, sentado bajo el sol de Maine como un arbusto mientras su esposa e hija se desgañitaban en el interior de la casa. —Mamá, ¿qué le ha pasado? —le preguntó Anthony a su madre en un susurro. —Que lo hirieron en la guerra. No tenía piernas ni brazos, era sólo un torso con muñones y una cabeza. —¿Puede hablar? Ambos estaban delante de la verja de entrada a la casa vecina. De repente, el hombre habló en voz alta y clara, una voz acostumbrada a dar órdenes: —Sí puede hablar, pero prefiere no hacerlo. Anthony y Tatiana se detuvieron en la verja y lo observaron un momento. Ella descorrió el cerrojo de la puerta y entraron en el jardín. El hombre estaba ladeado hacia la izquierda, como un fardo demasiado pesado por un costado. Los muñones redondos terminaban a la altura de los inexistentes codos, mientras que las piernas habían desaparecido por completo. —Espere, deje que lo ayude. —Tatiana lo incorporó y le recolocó los almohadones que lo sostenían por debajo de las costillas—. ¿Así está mejor? —Bah —espetó el hombre—. Da igual... —La miró fijamente con sus ojillos azules—. Pero ¿sabes lo que me gustaría de verdad? —¿Qué? —Un cigarrillo. Ya nunca fumo ninguno, no me lo puedo llevar a la boca, como puedes ver. Y ésas... —señaló con la cabeza hacia la casa—, ésas prefieren graznar que darme un pitillo. Tatiana asintió con la cabeza. —Tengo justo lo que necesita. Enseguida vuelvo. La mirada del hombre fue de ella a la bahía. —No volverás. —Sí volveré. Anthony —dijo—, ven a sentarte en el regazo de este señor hasta que vuelva mamá; sólo tardaré un minuto. Anthony estaba encantado. Tatiana lo tomó en brazos y lo dejó en el regazo del hombre. —Puedes sujetarte a su cuello. Cuando su madre corrió a buscar los cigarrillos, Anthony preguntó: —¿Cómo te llamas? —Coronel Nicholas Moore —contestó el hombre—. Pero puedes llamarme Nick. —¿Estabas en la guerra? —Sí, estuve en la guerra. —Mi papá también —repuso Anthony. —Ah. —El hombre lanzó un suspiro—. ¿Y ha vuelto? —Sí, ha vuelto. Tatiana regresó y, tras encender el cigarrillo, se lo sostuvo a Nick en la boca mientras éste fumaba con intensas y profundas chupadas, como si inhalara el humo no sólo para que le inundase los pulmones sino también todo su ser. Anthony siguió sentado en su regazo, observando cómo el rostro del hombre inhalaba el humo con alivio y lo exhalaba con disgusto, como si no quisiera dejar escapar la nicotina. El coronel se fumó dos pitillos seguidos, ayudado por Tatiana, quien le fue sosteniendo los cigarrillos en la boca en cada calada. —Mi papá era comandante —explicó Anthony—, pero ahora es pescador de langostas. —Capitán, hijito —lo corrigió Tatiana—. Era capitán. —Mi papá era comandante y además, capitán —repuso Anthony—. Vamos a ir a comprar un helado mientras esperamos a que vuelva del mar. ¿Tú también quieres que te traigamos helado? —No —dijo Nick, inclinando ligeramente la cabeza hacia el pelo negro de Anthony—. Pero han sido los quince minutos más felices de los que he disfrutado en dieciocho meses. En ese momento, la esposa de Nick salió corriendo de la casa. —¿Se puede saber qué le está haciendo a mi marido? —gritó. Tatiana recogió a Anthony del regazo del hombre. —Volveré mañana —dijo a toda prisa. —No, no volverás —repuso Nick, mirándola con asombro. Y en esos momentos, estaban sentados en el banco del puerto, comiendo helado. No tardó en oírse el chillido distante de las gaviotas. —Ahí viene papá —exclamó Tatiana sin aliento. El barco era un langostero con una vela en el palo, a pesar de que la mayoría de los barcos de pesca eran barcas a motor. El langostero era de Jimmy Schuster, cuyo padre se lo había dejado en herencia tras su muerte. A Jimmy le gustaba el barco porque podía salir y pescar langostas con red de arrastre él solo; tina faena para un solo hombre, lo llamaba. Luego el brazo se le quedó enganchado en la polea, la cuerda que tira de las pesadas jaulas de las langostas para sacarlas del agua. Para soltarse, no tuvo más remedio que cortarse la mano a la altura de la muñeca, lo cual le salvó la vida (además de ahorrarle la incorporación a filas), pero ahora, ironías de la vida, necesitaba que le echasen una mano para hacer el trabajo más duro. El problema era que todo aquel capaz de echarle una mano había estado en el bosque de Hürtgen o en Iwo Jima los cuatro años anteriores. Diez días antes, Jimmy había conseguido un ayudante. Ese día, Jimmy estaba en la cabina, en la popa, mientras que el hombre alto y callado estaba de pie, muy quieto, vestido con un mono naranja y guantes negros de goma, escudriñando atentamente la orilla. Tatiana se levantó del banco con su vestido blanco de algodón, y cuando el barco se acercó lo suficiente, todavía al otro lado de la bahía, alzó el brazo y lo agitó varias veces, trazando un amplio arco en cada ocasión. «Alexander, estoy aquí, estoy aquí...», quería decir con el brazo. Cuando el hombre se acercó lo bastante para poder verla, le devolvió el saludo. Atracaron el barco en el muelle de subastas y abrieron los jaulones donde habían transportado las langostas vivas. El hombre alto se bajó del barco de un salto y dijo que volvería enseguida para descargar y limpiar, y lavándose las manos rápidamente en el caño de agua, se alejó del muelle y subió la cuesta que llevaba hasta el banco donde estaban sentados la mujer y el niño. El niño corrió hasta él. —Hola —dijo, y luego se paró en seco, tímidamente. —Hola, campeón. El hombre no podía alborotarle el pelo al chico, pues llevaba las manos hechas un asco. Bajo el mono de faena de color naranja, llevaba la camiseta del ejército de color verde oscuro y un suéter verde de manga larga, también del ejército, empapado en sudor, olor a pescado y agua salada. Llevaba el pelo negro cortado al rape, al estilo militar, y en la cara demacrada y sudorosa se apreciaba la barba negra de tres días sobre los huesos afilados. Se acercó a la mujer vestida de blanco inmaculado que seguía sentada en el banco. Esta levantó la mirada para recibirlo, y siguió levantándola y levantándola, pues él era realmente alto. —Hola —lo saludó. Pronunció la palabra sin aliento. Había dejado de comerse el helado. —Hola —contestó él. No la tocó—. Se te está derritiendo el helado. —Ah, sí, ya lo sé. —Relamió con insistencia el borde del cono de galleta tratando de contener el alud de helado, pero era inútil: la vainilla se había transformado en leche condensada y chorreaba sin remedio. Él la observó—. Nunca me da tiempo a terminarlo antes de que se derrita —masculló Tatiana, levantándose—. ¿Quieres acabarlo tú? —No, gracias. Tatiana dio unos cuantos bocados más antes de tirar el cono a la basura. Él le indicó con señas que se limpiara la boca. Tatiana se relamió los labios con deleite para eliminar los restos de vainilla. —¿Así está mejor? Él no respondió. —¿Volveremos a cenar langosta? —Pues claro —respondió ella—. Como tú quieras. —Todavía tengo que volver y terminar. —Muy bien, claro. ¿Quieres que... bajemos contigo al muelle? ¿Esperamos allí contigo? —Quiero ayudar —terció Anthony. Tatiana negó enérgicamente con la cabeza: luego no habría quien le quitara el olor a pescado. —Vas muy limpio —contestó Alexander—. ¿Por qué no te quedas aquí con tu madre? No tardaré mucho. —Pero es que quiero ayudarte. —Bueno, entonces ven. A lo mejor podemos encontrarte algo que hacer. —Sí, pero nada que tenga que ver con tocar el pescado —murmuró Tatiana. No le gustaba mucho el trabajo de Alexander como pescador de langostas. Cada vez que regresaba a casa apestaba a pescado, igual que todo lo que tocaba. Unos días antes, cuando ella había protestado un poco por eso, medio en broma, él le había contestado: «En Lazarevo nunca te quejabas cuando salía a pescar», y hablaba completamente en serio. La cara de ella debía de haber expresado una gran aflicción en ese momento, porque acto seguido, él añadió: «No hay ningún trabajo más para un hombre aquí en Stonington. Si quieres que huela a otra cosa, tendremos que irnos a otro sitio». Tatiana no quería irse a ningún otro sitio. Acababan de llegar allí. «En cuanto a lo otro... —había seguido diciendo él—. No volveré a mencionar el tema.» «Eso es, no vuelvas a mencionar Lazarevo», la otra vez que ambos estuvieron junto al mar, en los confines de la eternidad. Pero eso había sido entonces, en el viejo país empapado en sangre. Al fin y al cabo, Stonington, con sus días cálidos y sus noches frescas y la inmensidad de agua salada y en calma dondequiera que dirigiesen la mirada, el cielo aborregado y el reflejo de las flores púrpura del lupino en la bahía de cristal con las barcas blancas... todo eso era más de lo que habían soñado jamás. Era más de lo que habían imaginado que llegarían a tener en su vida. Con el brazo bueno, Jimmy le estaba haciendo señas a Alexander. —Bueno, ¿y cómo os ha ido hoy? —le preguntó Tatiana, tratando de entablar conversación mientras bajaban el camino hacia el muelle. Alexander llevaba sus pesadas botas de goma. Ella se sentía extremadamente pequeña caminando a su lado, junto a su imponente presencia—. ¿Habéis tenido buena pesca? —Ha estado bien —contestó—. La mayoría de las langostas eran cortas, demasiado pequeñas; hemos tenido que soltarlas. Un montón de hembras preñadas, que también hemos dejado marchar. —¿No te gustan las hembras preñadas? Tatiana se acercó a él, levantando la vista para mirarlo. Mientras pestañeaba levemente, Alexander se apartó. —Están bien, pero hay que devolverlas al agua para que los huevos puedan eclosionar. No te acerques mucho, que voy hecho un asco. Anthony, no hemos contado las langostas. ¿Quieres ayudarme? A Jimmy le gustaba Anthony. —¡Eh, muchachote! Ven aquí. ¿Quieres ver cuántas langostas ha pescado hoy tu papá? Seguramente tenemos cien langostas, su mejor día hasta la fecha. Tatiana miró fijamente a Alexander. Este se encogió de hombros. —Cuando capturamos a doce langostas en una jaula y tenemos que soltar a diez de ellas, yo no lo considero un buen día de pesca. —Dos legales en una jaula es estupendo, Alexander —replicó Jimmy—. No te preocupes, hombre, ya le irás cogiendo el tranquillo. Ven aquí, Anthony, mira en el vivero. Manteniendo una distancia prudente, Anthony se asomó al tanque donde las langostas, medidas y con las pinzas ya sujetas, se encaramaban las unas encima de las otras. El niño le dijo a su madre que no le gustaban nada aquellas garras, aunque las llevasen sujetas. Sobre todo después de lo que le había dicho su padre acerca de las langostas: «Son caníbales, Ant. Hay que atarles las pinzas porque de lo contrario, se comerían vivas las unas a las otra en el mismo tanque». Anthony hizo un esfuerzo para que no se le quebrara la voz y le preguntó a Jimmy: —¿Ya las has... contado? Alexander le indicó negativamente con la cabeza a Jimmy. —Huy no, no —respondió rápidamente éste—. Estaba muy ocupado lavando la cubierta con la manguera. Sólo he dicho un número aproximado. ¿Quieres contarlas tú? —Sólo sé contar hasta veintisiete. —Yo te ayudaré —le aseguró Alexander. Acto seguido, fue sacando las langostas una por una y dejó que Anthony las contase hasta llegar a diez, momento en que, con sumo cuidado, para no romperles las pinzas, las fue colocando en enormes bolsas azules de transporte. Al final, Alexander le dijo a Anthony: —Ciento dos. —¿Lo ves? —exclamó Jimmy—. Cuatro para ti, Anthony. Eso deja noventa y ocho para mí. Y son todas perfectas, las más grandes que hay, con un caparazón de casi trece centímetros: el caparazón es la cáscara que las recubre, muchachito. Nos dan setenta y cinco centavos por pieza. Tu padre se va a sacar casi setenta y cinco dólares hoy. Sí —añadió—, gracias a tu papá, al fin puedo ganarme la vida con esto. Miró a Tatiana, que estaba a una distancia razonable del cargamento del barco. Ella le contestó con una sonrisa educada; Jimmy asintió bruscamente con la cabeza y no le devolvió la sonrisa. Cuando empezaron a acudir los compradores procedentes de la lonja de pescado, del almacén de comestibles y de restaurantes de pescado y marisco venidos de tan lejos como Bar Harbor, Alexander lavó y limpió el barco y las jaulas, recogió los cabos y fue muelle abajo para comprar tres barriles de arenques para cebo para el día siguiente, los cuales distribuyó en bolsas antes de bajarlos al agua. La pesca del arenque había ido muy bien ese día, y tenía cebo suficiente para ciento cincuenta jaulas de langostas para la próxima jornada. Le pagaban diez dólares de jornal por el día de trabajo, y se estaba frotando las manos con jabón industrial bajo el caño de agua cuando Jimmy se le acercó. —¿Quieres esperar conmigo y venderlas?—Señaló las langostas—. Te pagaré otros dos dólares si te quedas. Luego podemos ir a tomar una copa. —No puedo, Jimmy. Pero gracias. Tal vez otro día. Jimmy miró a Tatiana, radiante con su vestido blanco, y se dio media vuelta. Luego, los tres echaron a andar cuesta arriba hacia la casa. Alexander fue a darse un baño, afeitarse y cortarse el pelo mientras Tatiana, tras colocar las langostas en la nevera para reblandecerlas, ponía agua a hervir. La preparación de las langostas era la tarea más sencilla del mundo, pues sólo había que introducirlas entre diez y quince minutos en agua salada hirviendo. Comérselas era delicioso: romper las pinzas, extraer la suculenta carne y sumergirlas en mantequilla fundida. Sin embargo, lo cierto era que a veces Tatiana preferiría pagar dos dólares por una langosta en una tienda una vez al mes en lugar de que Alexander tuviera que estar trece horas subido en un barco todos los días para obtener cuatro langostas gratis. En el fondo, ella no creía que saliesen ganando. Antes de que su marido hubiese salido del baño, Tatiana se acercó a la puerta, llamó con cuidado y dijo: —¿Necesitas algo? Al otro lado de la puerta no se oía ningún ruido. Llamó con más fuerza. La puerta se abrió y la figura de Alexander apareció imponente ante ella, recién aseado, afeitado, enjabonado y vestido. Llevaba un suéter verde y ropa de faena limpios. Tatiana carraspeó y bajó la mirada. Descalza, le habló con los labios a la altura del corazón de él. —¿Necesitas algo? —repitió en un susurro, sintiéndose tan vulnerable que le parecía que le faltaba el aire. —No, no necesito nada —dijo él, pasando de lado junto a ella—. Vamos a comer. Sirvieron las langostas con mantequilla fundida y un guiso de zanahorias, cebollas y patatas. Alexander se comió tres langostas, la mayor parte del guiso y pan y mantequilla. Cuando Tatiana lo había encontrado en Alemania, estaba consumido, escuálido. Ahora comía por dos, pero seguía exhibiendo la delgadez extrema de la guerra. Ella le sirvió la comida en el plato y le llenó el vaso. Él se bebió una cerveza, agua y Coca-Cola. Comieron en silencio en la pequeña cocina, que la casera les permitía utilizar siempre y cuando hubiesen terminado antes de las siete o le preparasen la cena a ella también. Terminaron antes de las siete y, por supuesto, Tatiana dejó algo de guiso para ella. —Alexander, ¿te... te duele el pecho? —No, no me duele. —Anoche me pareció que lo tenías un poco carnoso... —Apartó la vista, recordando el momento en que lo había tocado—. Todavía no está curado, y haces tanto esfuerzo levando las jaulas... No quiero que se te vuelva a infectar. Tal vez debería ponerle un poco de ácido carbólico. —Estoy perfectamente. —¿Y si te cambio la gasa? Él no dijo nada, sino que se limitó a levantar la vista y mirarla, y por un momento, entre ambos, entre los ojos color de bronce de él y los ojos verde mar de ella, desfilaron Berlín, y la habitación en la embajada de Estados Unidos donde habían pasado la que ambos estaban seguros de que iba a ser su última noche en este mundo, cuando ella le había cosido con ocho puntos la herida en el pecho y se había echado a llorar, y él había permanecido impávido como una piedra y había mirado a través de ella, como estaba haciendo en esos momentos. Entonces, él le había dicho: «Nunca tuvimos un futuro». Tatiana desvió la mirada primero (siempre desviaba la mirada primero) y se levantó. Alexander salió a sentarse en la silla de la parte delantera de la casa, la que daba a la bahía. Anthony fue tras él. Alexander permaneció taciturno e inmóvil, mientras el pequeño daba vueltas por el jardín de hierba crecida, recogiendo piedrecillas y pinas, buscando lombrices, escarabajos y mariquitas. —No vas a encontrar ninguna mariquita, campeón. La temporada no empieza hasta junio —dijo Alexander. —Ah —contestó Anthony—. Y entonces, ¿esto qué es? Alexander se inclinó hacia un lado para ver mejor. —No lo veo. Anthony se acercó. —Sigo sin verlo. Anthony se acercó más aún, con la mano delante, el dedo índice sobre el que llevaba la mariquita extendida. La cara de Alexander estaba a escasos centímetros de la mariquita. —Mmm… Me cachis, sigo sin verlo todavía. Anthony miró a la mariquita, miró a su padre y luego, muy despacio, como con vergüenza, se encaramó a su regazo y volvió a enseñarle el insecto. —Vaya, vaya —exclamó Alexander, rodeando a su hijo con los brazos—. Ahora lo veo. Yo estaba equivocado y tú tenías razón. Mariquitas en agosto, ¿quién iba a decirlo? —¿Habías visto mariquitas alguna vez, papá? Alexander no respondió enseguida. —Hace mucho tiempo, cerca de una ciudad llamada Moscú. —¿En la... Unión Soviética? —Sí. —¿Y ahí tienen mariquitas? —Tenían mariquitas... hasta que nos las comimos todas. Anthony lo miró con los ojos abiertos como platos. —No había nada más para comer —le explicó Alexander. —Anthony, tu padre te está tomando el pelo —dijo Tatiana, saliendo de la casa y secándose las manos húmedas en un paño de cocina—. Sólo quiere hacerse el gracioso. Anthony miró a su padre a la cara. —¿Eso es gracioso? —Tania —dijo Alexander, con una voz lejana—. No puedo levantarme. ¿Me traes mis cigarrillos, por favor? Ella se metió deprisa en la casa y salió con ellos. Puesto que sólo había una silla y no tenía lugar donde sentarse, Tatiana colocó el cigarrillo en la boca de Alexander e, inclinando el cuerpo hacia él, apoyó la mano en su hombro y se lo encendió mientras Anthony depositaba el insecto en la palma de la mano de su padre. —Papá, no te comas esta mariquita —dijo, y rodeó el cuello de Alexander con uno de sus bracitos. —No lo haré, hijo. Estoy muy lleno. —Eso sí que es gracioso —comentó Anthony—. Mamá y yo hemos conocido a un señor hoy. A un coronel. Nick Moore. —Ah, ¿sí? —Alexander fijó la mirada lejos, en el horizonte, mientras daba una nueva calada al cigarrillo que le sostenía Tatiana, inclinada hacia él—. ¿Y cómo era? —Como tú, papá —respondió Anthony—. Era exactamente igual que tú. |
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