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“ELLOS” RUDYARD KIPLING TRADUCCIÓN DE MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE ![]() Un panorama me llevaba a otro; una cima de un cerro a su gemela, atravesando la mitad del condado. Y como podía contestar a estas llamadas sin más molestias que las de accionar una palanca bien engrasada, dejé que el condado corriese bajo las ruedas. Las llanuras tachonadas de orquídeas silvestres, al este, dejaron paso a las matas de tomillo, a los acebos, a los grises yerbazales de los Downs, que a su vez cedieron terreno a los maizales y a las higueras en los trechos más próximos a la costa, en la que se lleva el pulso de la marea que bate a la izquierda de la carretera por espacio de casi treinta kilómetros, y cuando viré hacia el interior de una masa de cerros redondeados y pelados, por los bosques que crecían al pie, había perdido de vista todo punto de referencia. Pasada aquella aldea exacta que es madrina de la capital de Estados Unidos encontré localidades escondidas en las que las abejas, los únicos seres despiertos, zumbaban en las ramas de los tilos de casi treinta metros de altura que apantallaban las iglesias de estilo normando; arroyos milagrosos que pasaban bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico más pesado del que nunca más volvería a circular por ellos; cillas para almacenar diezmos, depósitos mucho mayores que las iglesias a las que correspondían, y una vieja herrería que a voz en cuello proclamaba su antigua condición de sala de los templarios. Encontré gitanos acampados en un prado en el que las aulagas, los brezales y los helechos libraban combate a lo largo de un buen trecho de calzada romana; poco más allá molesté a un zorro rojo que, como si fuera un perro, se revolcaba a plena luz del sol. Al cerrarse a mi alrededor los cerros, hube de ponerme de pie dentro del automóvil por ver cómo orientarme y descubrir hacia dónde se encontraba la mayor de las colinas, cuya loma anillada es un hito que se columbra desde las tierras bajas en setenta kilómetros a la redonda. Por la disposición del terreno supuse que de seguir recto terminaría por dar con alguna carretera que cortara hacia el oeste, y que pasara al pie del cerro, pero no tuve en cuenta los velos confusos de los bosques. Un giro veloz me proyectó a una franja de verdor rebosante de la líquida luz del sol, cerca de un túnel de sombra en el que las hojas muertas del año anterior susurraban y alborotaban al paso de los neumáticos. Los robustos avellanos que se entrelazaban por encima de la carretera no se habían podado al menos desde dos generaciones antes, y tampoco había ayudado ningún hacha al roble y al haya cancerosos de musgo que mal aspiraban a crecer y rebasarlos. Allí cambiaba la carretera para formar una ruta alfombrada sobre cuyo terciopelo castaño asomaban como el jade apretados macizos de prímulas y unas caléndulas blancas y enfermizas que cabeceaban y asentían al unísono. A favor de la pendiente, apagué el motor y me dejé rodar sobre las hojas alborotadas, contando a cada instante con encontrarme a un guardián, si bien tan sólo acerté a oír un arrendajo muy a lo lejos, que discutía con el silencio bajo el crepúsculo impuesto por las frondas de los árboles. Seguía en descenso el camino. A punto estaba de dar marcha atrás y regresar a la loma en segunda cuando terminé en una laguna, en la que vi la luz del sol tamizada por la enmarañada vegetación. Solté el freno. De nuevo tomé la cuesta abajo. El sol me daba de lleno en la cara; deslumbrado, no vi que las ruedas delanteras se adentraban en un prado que formaba la última estribación de una amplísima extensión de césped en el cual brotaban unos jinetes de tres metros de altura, lanza en ristre, así como monstruosos pavorreales y damas de honor de cabeza redondeada azulados, negros, relumbrantes—, todos ellos de tejo recortado. A través del césped —las tropas arboladas del bosque lo sitiaban por tres de sus flancos— vi una antigua mansión de piedras mordidas por el liquen y tallada por los años a la intemperie, con ventanas geminadas y tejados de un rojo virado al rosa. La flanqueaban unos muros semicirculares, también de un rojo virado al rosa, que cerraban el césped por el cuarto lado; al pie de los muros, un seto de boj que levantaba con creces la estatura de un hombre. Las palomas zureaban en el tejado, alrededor de las esbeltas chimeneas de ladrillo. Entreví un palomar octogonal tras el muro de cierre. Allí entonces me detuve. La lanza verde que empuñaba un jinete me apuntaba al pecho. Me inmovilizó la belleza desmedida de aquella joya en aquel entorno. «Si no me expulsan de aquí por intruso, y si ese caballero no se lanza al galope contra mí —pensé— , Shakespeare y la reina Isabel, cuando menos, saldrán por la puerta entornada del jardín para invitarme a tomar el té». Apareció un chiquillo en una de las ventanas de la primera planta, y me pareció que el pequeño me saludaba amistosamente. Pero se había asomado sólo para llamar a un compañero suyo, pues en ese instante asomó otra cabecita luminosa. Oí entonces una risa entre los pavorreales recortados en el tejo, y al darme la vuelta para cerciorarme (hasta entonces sólo había escrutado la mansión) vi la plata de una fuente tras uno de los setos, resaltada por el sol. Las palomas zureaban al agua que murmuraba sin cesar, pero entre ambas notas capté la risa asombrosamente feliz de un niño absorto en livianas travesuras. La puerta del jardín —roble recio, macizo, encastrado en el grosor del muro— se abrió un poco más: una mujer con un sombrero de ala ancha, de andar por el jardín, había puesto el pie despacio en el peldaño del umbral, piedra sacralizada por el tiempo, y con idéntica lentitud avanzaba sobre la hierba. Estaba ideando unas palabras de disculpa cuando la vi alzar la cabeza hacia mí, y vi que era ciega. —Le he oído —dijo—. ¿No era eso un automóvil? —Me temo que me he equivocado de camino. Tendría que haber tomado el otro ramal allá arriba. Jamás soñé... —comencé a decir. —Oh, no se apure. Me alegro mucho. ¡Imagínese, un automóvil en el jardín! Será todo un acontecimiento… —se dio la vuelta e hizo ademán de mirar en derredor—. Usted… Usted no ha visto a ninguno, ¿verdad? ¿O tal vez…? —No, a nadie con quien hablar, pero los niños parecían interesados, si bien guardando la distancia. —¿Qué niños? —He visto a un par asomado a la ventana ahora mismo, y me pareció ver a otro pequeño en el recinto. —¡Oh, qué suerte tiene! —exclamó, y se le iluminó el rostro—. Yo los oigo, naturalmente, pero eso es todo. ¿Usted los ha visto y los ha oído? —Sí—respondí—. Y si algo entiendo yo de niños, diría que al menos uno se lo está pasando de maravilla en la fuente de allí detrás. Supongo que se habrá escapado. —¿Le gustan a usted los niños? Le di una o dos razones por las cuales no es que los detestase, ni mucho menos. —Claro, claro —repuso—. En ese caso, usted lo entiende. De ser así, no le parecerá una ridiculez que le pida que traiga el automóvil a los jardines y que dé una vuelta, o dos, muy despacio. Estoy segura de que les encantará verlo. Ven tan poca cosa los pobrecillos... Una intenta hacerles la vida tan llevadera como pueda, pero es que… —señaló con ambas manos hacia los bosques—. Estamos tan apartados del mundo que es como si… —Será espléndido —dije—. Pero le voy a estropear el césped. Miró hacia su derecha. —Aguarde un minuto —dijo—. Estamos en la puerta sur, ¿verdad? Tras aquellos pavorreales hay un camino de losas. Lo llamamos el Paseo de los Pavorreales. Desde aquí no alcanza a ver, según tengo entendido, pero si se ciñe usted a la linde del bosque podrá doblar a la altura del primer pavorreal para entrar por el camino de losas. Era un sacrilegio despertar la ensoñación en que parecía sumida aquella fachada con el estruendo del motor, a pesar de lo cual di un giro para salvar el césped, pasé rozando la linde del bosque y doblé para internarme al volante por el ancho camino de losas en el que se hallaba el plato de la fuente como un zafiro o una estrella. —¿Me permite ir con usted? —gritó—. No, no; por favor, no me ayude. Les gustará más si me ven a mí. A tientas llegó al automóvil y, con un pie en el estribo, dio una voz: —¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad, ya veréis qué va a pasar! Tenía una voz que habría servido de guía a las almas en pena del Abismo por el anhelo subyacente a su dulzura, y no me sorprendió oír una respuesta a su llamada entre los tejos. Tuvo que haber sido el niño de la fuente, que huyó sin embargo cuando nos acercábamos, dejando un barco de juguete que flotaba en el agua. Vi el relumbre de su blusa azul entre los jinetes inmóviles. Muy compuestos desfilamos a lo largo del paseo y, cuando me lo indicó, volví al punto de partida. Esta vez, el niño se había sobrepuesto al pánico, pero permaneció alejado, dubitativo. —El chiquillo nos observa—dije—. Me pregunto si no querrá dar una vuelta. —Todavía son muy asustadizos. Muy, muy retraídos. ¡Ay, pero qué suerte tiene usted de verlos! Escuchemos, a ver qué pasa. Detuve el motor en el acto, y en medio de la húmeda quietud, los intensos aromas del tejo nos envolvieron por completo. Oía el chischás de la cizalla en algún lugar en que el jardinero podaba el seto, oía el zumbar de las abejas y unas voces apagadas que bien podría haber sido el zureo de las palomas. —¡Oh, qué antipáticos! —dijo ella con fatiga. —Tal vez sólo les ahuyente el auto. La chiquilla de la ventanita parece que tenga un tremendo interés. —¿Sí? —alzó la cabeza—. Ha sido falso por mi parte decir eso. En el fondo me tienen cariño. Ellos son la única razón por la que vale la pena seguir viva…, cuando a una le tienen cariño, claro. No se me ocurre imaginar siquiera cómo sería este lugar sin ellos. Por cierto, ¿le parece hermoso? —Creo que es el paraje más bello que he visto jamás. —Eso me han dicho. Yo lo percibo, naturalmente, pero no llega a ser lo mismo. —Entonces, ¿es que usted nunca…? —iba a formularle la pregunta, pero callé avergonzado. —No, no desde que alcanzo a recordar. Sucedió cuando sólo tenía unos meses, según me han dicho. Y sin embargo es evidente que algo debo recordar, pues, de lo contrario, ¿cómo iba a soñar con los colores? Veo la luz en mis sueños, veo los colores, pero a ellos nunca les veo. Tan sólo les oigo, igual que cuando estoy despierta. —En sueños es difícil ver las caras. Hay personas que pueden, pero la mayoría no poseemos ese don —seguí diciendo, al tiempo que miraba a la ventana en la que la chiquilla había aparecido prácticamente oculta. —Eso mismo tengo entendido —dijo ella—. También me han dicho que nunca se ve en sueños el rostro de una persona fallecida. ¿Es cierto? —Creo que lo es. Ahora que lo dice… —¿Y cómo es en su caso? Volvió hacia mí los ojos ciegos. —Nunca he visto en sueños los rostros de los muertos —respondí. —Eso ha de ser tan malo como estar ciego. Se había puesto el sol tras el bosque, y largas sombras se apoderaban uno a uno de los jinetes insolentes. Vi la luz extinguirse en la punta de una lanza de hojas nimbadas, y el valiente verde manzana tornarse apagada negrura. La casa, aceptando al fin otro día, como aceptara un millar de días ya pasados, parecía ahondarse en preparación para el descanso entre las sombras. —¿Y nunca lo ha deseado? —dijo ella tras el silencio. —Muchísimo. Algunas veces, muchísimo—repuse. El chiquillo había abandonado la ventana al cernirse las sombras en ella. —¡Ah! Yo también, pero supongo que no nos está permitido… ¿Dónde vive usted? —Pues casi en la otra punta del condado… a más de ochenta kilómetros, y debo pensar en regresar. No he venido con el farol grande. —Aún no es de noche. Lo percibo. —Mucho me temo que habrá anochecido cuando llegue yo a mi casa. ¿Podría mandar a alguien que me ayudara a ponerme en camino? Me encuentro completamente desorientado. —Indicaré a Madden que vaya con usted hasta el cruce. Tan apartados del mundo estamos que no me extraña que se haya perdido. Lo acompañaré primero hasta el frente de la casa; le pido que circule despacio, ¿lo hará?, mientras se halle en el recinto. Espero que no le parezca una tontería sin sentido… —Le prometo que circularé así como voy—dije, y dejé que el automóvil arrancara por sí solo siguiendo el camino de losas. Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyas elaboradas canalizaciones de plomo de fundición bien valían por sí solas un día de viaje; pasamos bajo un gran arco de rosales, encastrado en la tapia rojiza, y de ese modo dimos la vuelta hasta llegar a la fachada principal, que por belleza y suntuosidad estaba a la altura tanto de la fachada posterior como del resto. —¿Tan hermosa es? —dijo ella con un punto de tristeza al oír mis elogios embelesados—. ¿Le han gustado también las gárgolas de plomo? Detrás se halla el antiguo jardín, repleto de azaleas. Dicen que este paraje tuvo que haberse construido pensando en los niños. ¿Quiere ayudarme a bajar, por favor? Me gustaría acompañarle hasta el cruce, pero creo que no debo dejarlos solos. Madden, ¿es usted? Quiero que muestre a este caballero el camino hasta el cruce. Se ha perdido en el recinto… pero los ha visto. Había aparecido un mayordomo sin hacer ruido ante el prodigio de la antigua puerta de roble macizo, sin duda el portón principal, y se hizo a un lado para ponerse el sombrero. Ella se quedó mirándome con ojos azules y francos que ninguna visión captaban, y por primera vez vi que era hermosa. —No olvide —dijo con voz queda— que si usted les tiene cariño volverán sin duda otra vez. —Y dicho esto desapareció en la casa. Ya en el automóvil, el mayordomo no dijo nada hasta que no estuvimos cerca de la cancela de entrada, donde, al sorprender una blusa azul entrevista entre los arbustos, di un amplio volantazo, no fuera que el demonio que anima a los chiquillos a jugar me llevara a convertirme en un infanticida. —Disculpe—pregunté de pronto—, pero… ¿por qué ha hecho eso, señor? —Por el niño que había allí. —¿Nuestro joven caballerito, el de azul? —Naturalmente. —La verdad es que corretea sin cesar. ¿Lo vio junto a la fuente, señor? —Así es. Varias veces. ¿Doblo ya aquí? —Sí, señor. ¿Y los vio también en la primera planta? —¿En una de las ventanas? Sí, en efecto. —¿Fue antes que la señora saliera a hablar con usted, señor? —Un poco antes. ¿Por qué lo quiere saber? Hizo una breve pausa. —Sólo por cerciorarme de que… de que habían visto el automóvil, señor, porque con los niños correteando por ahí no me cabe duda de que habrá conducido usted con gran cuidado, no sea que tengamos un accidente. Eso era todo, señor. Ya hemos llegado al cruce. Ahora ya no tiene extravío posible. Gracias, señor, no… No lo tenemos por costumbre, no con… —Le ruego me disculpe —farfullé, y me guardé la plata en el bolsillo. —Oh, como norma es lo que se estila con los demás, desde luego. Que tenga buen viaje, señor. Se guareció en la torreta parapetada de su estamento y se alejó al paso. Era con certeza un mayordomo solícito con el honor de la casa e interesado, seguramente por medio de alguna de las criadas, en las cosas de los niños. Rebasados los carteles del cruce volví la vista atrás, pero los cerros anfractuosos se entrelazaban con tanto celo que no atiné a ver por dónde podía quedar la mansión. Cuando pregunté por su nombre en una granja que vi a la orilla del camino, la señora entrada en carnes que vendía confites me dio a entender que los dueños de los automóviles no tenían siquiera derecho a la vida, y menos aún a «ir por ahí hablando como los cocheros». No era, en verdad, una comunidad muy afable con el viajero de paso. Aquella noche, cuando intenté reconstruir mi ruta en el mapa adquirí una mayor sabiduría. La denominación que el mapa parecía dar al terreno era «Antigua Hacienda de Hawkin», y la Guía Rural del Condado, por lo común tan exhaustiva, ni siquiera hacía alusión a su existencia. El caserón de los alrededores se llamaba Hodnington Hall, y era de estilo georgiano con adornos de la primera época victoriana, como demostraba un atroz grabado a modo de ilustración. Transmití mis dificultades a un vecino, un árbol de honda raigambre en aquellas tierras, y me dio el apellido de una familia que no me dijo nada. Al cabo de un mes poco más o menos volví por allí, o tal vez fuera que mi automóvil tomó aquella ruta por su cuenta y riesgo. Recorrió los cerros pelados de los Downs, que no dan fruto alguno, y se abrió paso por el dédalo de caminos rurales que discurrían al pie de las elevaciones, atravesando los bosques amurallados, impenetrables en el esplendor de sus frondas, hasta salir al cruce en el que me había dejado el mayordomo, y poco más allá se le declaró al auto algún trastorno interno que me obligó a hacer un alto en un prado que se adentraba en el silencio de los avellanos, en la linde del bosque. Por lo que acerté a precisar por medio del sol y del mapa del ejército, de muy exacta escala, debía de encontrarme en la carretera que flanqueaba el bosque que había explorado en la primera ocasión viéndolo desde los promontorios. Me tomé sumamente en serio la reparación del automóvil e hice un taller rutilante de mi caja de herramientas, con las llaves, las bombas de aire, los destornilladores y demás, que desplegué con orden sobre una manta de viaje. Era un señuelo para atraer a toda la chiquillería, pues supuse que en un día como aquel no podían estar muy lejos los niños. Cuando hice una pausa en los trabajos de reparación agucé el oído, pero el bosque estaba repleto de sonidos veraniegos (aunque las aves ya se habían apareado), tanto que al principio no supe diferenciarlos del hilillo de pisadas cautelosas que con sigilo se acercaban sobre las hojas muertas. Toqué la bocina procurando que resultase atrayente, pero los pasos se dieron a la fuga en desbandada y me arrepentí, pues para un niño es motivo de gran pavor un ruido repentino. Debía de llevar allí trabajando una hora cuando oí en el bosque la voz de la ciega que llamaba: —Niños, niños, ¿dónde estáis? Y la quietud reinante se cerró con lentitud sobre la perfección de aquel grito. Vino hacia mí, palpando a medias el camino entre los troncos, y aunque me pareció que un chiquillo se aferraba a sus faldas vi que desaparecía entre la espesura como un conejo cuando ya se acercaba. —¿Es usted…? —dijo—. ¿Es quien viene de la otra punta del condado? —Sí, yo soy el de la otra punta del condado —respondí con una risa. —Entonces… ¿por qué no ha venido por la parte alta de los bosques? Ahora mismo estaban allí. —Estaban aquí hace tan sólo unos minutos. Supongo que se dieron cuenta de que había tenido una avería, y vinieron a divertirse. —Espero que no haya sido nada grave. ¿Cómo es que se estropean los automóviles? —Se estropean de cincuenta maneras distintas. El mío ha querido estropearse de la manera número cincuenta y uno. Rió de contento con el chiste, con una risa deliciosa, y se echó el sombrero de jardinera hacia atrás. —Permítame escuchar —dijo. —Un instante —respondí—, y le traeré un almohadón. Puso el pie sobre la manta de viaje que estaba llena de herramientas y piezas del motor, y se inclinó sobre ellas con ansia. —¡Qué maravilla! —Las manos por medio de las cuales veía rebrillaron en el dibujo de sol y sombra—. Una caja… ¡y otra caja! Si las ha dispuesto usted como si fuera un tallercito de juguete... —Confieso que ha sido con el afán de llamar la atención de ellos. La verdad es que no me hace falta ni la mitad de las herramientas. —¡Qué atento por su parte! He oído que tocaba la bocina desde la parte alta del bosque. ¿Dice que antes estaban por allí? —Con toda seguridad. ¿Por qué son tan retraídos? El chiquillo de azul que estaba ahora mismo con usted tendría que haberse sobrepuesto al miedo. Me ha estado espiando como lo habría hecho un piel roja. —Debe de haber sido su bocina —dijo—. Oí que uno de ellos me rebasaba apurado, temeroso, cuando bajé hacia aquí. Son tan tímidos…, son muy retraídos, incluso conmigo. —Se volvió a mirar por encima del hombro y volvió a gritar—: ¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad y veréis! —Seguramente se habrán marchado, tendrán mejores cosas que hacer —sugerí, pues hubo tras nosotros un murmullo de voces quedas puntuado por las súbitas risitas y chillidos que son propios de los niños. Volví a enredar con las piezas y ella se inclinó con la mano en el mentón, escuchando atentamente. —¿Cuántos son? —pregunté al fin. Había terminado la reparación, pero no vi que hubiera razón para marchar. Se le arrugó un poco la frente mientras pensaba. —La verdad es que no lo sé —dijo con toda sencillez—. Unas veces son más, otras son menos. Vienen y se quedan conmigo porque yo les tengo cariño, ya ve usted. —Debe de ser una gran felicidad—dije al cerrar el cajón, y nada más contestar capté la inanidad de mi respuesta. —Usted… usted no se estará riendo de mí—exclamó—. No tengo yo… no tengo ninguno que sea mío. No me casé nunca. La gente a veces se ríe de mí porque… porque… —Porque son unos salvajes —repliqué—. No hay por qué disgustarse. Son de esos que se ríen de todo lo que no sea su vida oronda y muelle. —No lo sé. ¿Cómo iba yo a saberlo? Sólo sé que no me gusta que se rían de mí a propósito de ellos. Eso duele, y cuando una es ciega… No quisiera parecer una tonta —tembló su mentón como el de una niña mientras lo decía—, pero nosotros los ciegos tenemos la piel muy fina, creo yo. Todo lo que viene del exterior nos alcanza de lleno en el alma. En su caso es distinto. Ustedes tienen excelentes defensas en los ojos… con los que miran al exterior… antes que nadie pueda lastimarlos en lo más hondo, en el alma. Quedé callado y sopesé aquella cuestión inagotable, la brutalidad más que heredada (no en vano también se inculca con todo esmero) de los pueblos cristianos, al lado de la cual es limpio y comedido incluso el negro pagano de la costa occidental de África. Mis pensamientos me llevaron muy lejos. —¡No haga eso! —dijo de súbito, cubriéndose los ojos con ambas manos. —¿El qué? Señaló con un gesto. —¡Eso! Es…, se pone todo púrpura y negro. ¡No lo haga, se lo ruego! Ese color me hiere. —Pero… ¿cómo es posible que conozca usted los colores? —exclamé, pues aquélla realmente fue una revelación. —Quiere decir… ¿los colores a secas? —preguntó. —No. Me refiero a esos colores que usted acaba de ver. —Lo sabe tan bien como yo —rió—. De lo contrario, no me haría la pregunta. No son colores que estén en el mundo. Están en usted… cuando monta en cólera. —¿Se refiere a una mancha purpúrea y apagada, como si fuera vino de oporto mezclado con tinta? —pregunté. —Nunca he visto la tinta, nunca he visto el vino de oporto, pero los colores no están mezclados. Son nítidos, están bien separados. —¿Quiere decir que son rayas y pintas negras sobre un fondo de púrpura? Asintió. —Sí…, son así —y trazó un zigzag con el dedo—, pero es más rojo que púrpura… ese color malo. —¿Y cuáles son los colores que hay encima de… de lo que vea usted? Lentamente se inclinó y trazó sobre la manta de viaje la figura misma del Óvalo. —Yo los veo así —dijo, y señaló con un tallo de hierba—, blanco, verde, amarillo, rojo, púrpura, y cuando la gente se enoja, o cuando es mala, algo de negro sobre el rojo. Como usted hace un momento. —¿Quién le ha hablado de todo esto? Al principio, alguien tuvo que… —insistí. —¿De los colores? Nadie. Cuando era pequeña, preguntaba qué colores tenían las cosas… los manteles, las cortinas y las alfombras… Porque unos colores me lastimaban y otros me ponían contenta. Me lo decía quien fuese; cuando me fui haciendo mayor, así es como veía a las personas. Volvió a trazar el perfil del Óvalo, que a muy pocos nos es dado ver. —Todo por su cuenta y riesgo —repetí. —Todo por mi cuenta y riesgo. No había nadie más. Tuvo que pasar el tiempo hasta descubrir que otras personas no veían los colores. Se apoyó contra el tronco de un árbol, tejiendo y destejiendo los tallos de hierba que había arrancado. En el bosque, los niños se habían acercado un poco más. Atiné a verlos por el rabillo del ojo retozando como las ardillas. —Ahora sí tengo la certeza de que usted nunca se reirá de mí —siguió diciendo tras un largo silencio—. Ni de ellos. —¡Dios mío! ¡Claro que no! —exclamé, sobresaltado en mis pensamientos—. Quien se ría de un niño, a no ser que el niño se esté riendo también, es un pagano. —No me refería a eso, claro está. Usted nunca se reiría de los niños, pero pensé, o pensaba, que tal vez usted pudiera reírse a propósito de ellos. Por eso, ahora le ruego me disculpe. ¿De qué se iba a reír? No había emitido yo ningún sonido, pero ella estaba al tanto de todo. —Del mero hecho de que me pida usted disculpas. Si hubiera cumplido usted con su deber de pilar del Estado y de terrateniente, tendría que haberme denunciado por allanamiento de su propiedad cuando el otro día irrumpí por sus bosques a mi antojo. Fue una vergüenza por mi parte… Fue inexcusable. Me miró con la cabeza recostada en el tronco, me miró largo y tendido esa mujer capaz de ver el alma al desnudo. —Qué curioso—musitó a media voz—. Qué curioso, la verdad. —¿Por qué, qué he hecho yo ahora? —Usted no entiende… y entendió sin embargo los colores. ¿No lo entiende? Lo dijo con una pasión que nada a mi entender había provocado, y la miré perplejo cuando se levantó. Los niños se habían reunido formando un corro tras unas zarzas. Una cabecita lustrosa se había inclinado sobre algo de menor tamaño, y por la postura de los hombros supe que le estaba diciendo chitón con el dedo en los labios. También ellos compartían un tremendo secreto de niños. Sólo yo estaba perdido sin remedio bajo la intensa luz del sol. —No —dije, y sacudí la cabeza como si con sus ojos inservibles pudiera darse cuenta—. Sea lo que sea, todavía no lo entiendo. Quizá lo llegue a entender más adelante..., si me permite usted volver. —Volverá —replicó—. Seguro que volverá usted a pasear por el bosque. —Es posible que los niños ya me conozcan lo suficiente para permitir que juegue con ellos…a manera de favor. Ya sabe usted cómo son los niños. —No se trata de un favor. Se trata de un derecho —replicó, y cuando estaba preguntándome qué había querido decir apareció una mujer desharrapada por el recodo del camino, con el cabello revuelto, púrpura, prácticamente mugiendo en su agonía al tiempo que corría despavorida. Era aquella descortés mujer, la mujer entrada en carnes de la confitería. La ciega la oyó y dio un paso al frente. —Señora Madehurst, ¿qué sucede? —le preguntó. La mujer se cubrió la cabeza con el delantal y literalmente se postró y se arrastró por el polvo, gimoteando entrecortadamente, farfullando a duras penas que su nieto estaba mortalmente enfermo, que el médico rural que le correspondía se había ido de pesca, y que Jenny, la madre, estaba fuera de sus casillas, etcétera, todo ello con abundantes repeticiones entre un alarido y otro. —¿Dónde se encuentra el médico más próximo? —pude preguntar entre dos de sus paroxismos. —Madden se lo dirá. Vaya hasta la casa y llévelo con usted. Yo me ocuparé de esto. ¡Dese prisa! —prácticamente se llevó a rastras a la mujer gorda hasta la sombra. En menos de dos minutos tocaba yo todas las trompetas de Jericó delante de la Casa Hermosa, y Madden, desde la despensa, acudió en resolución de la crisis como mayordomo y con toda su hombría. Tras un cuarto de hora y a velocidades prohibidas encontramos al médico a unos siete kilómetros de allí. En media hora lo habíamos dejado, con un gran interés por los automóviles, a la puerta de la confitería, y después aparqué a la orilla del camino a esperar el veredicto. —Son útiles los autos —dijo Madden, hecho todo un hombre y sin asomo del mayordomo que era—. De haber tenido yo uno cuando enfermó la mía, no se me habría muerto. —¿Cómo fue? —pregunté. —Garrotillo. La señora Madden no estaba. Nadie supo qué había que hacer. Recorrí doce kilómetros en una carreta para ir en busca del médico. La niña se había asfixiado cuando regresamos. Este auto la habría salvado, desde luego. Ahora tendría casi diez años. —Lo lamento—le dije—. Por lo que me dijo cuando íbamos al cruce, el otro día, me pareció que tenía usted gran cariño por los niños. —¿Y esta mañana los ha vuelto a ver, señor? —Sí, pero es que los autos les espantan. No he podido acercarme a menos de veinte metros de ninguno de ellos. Me miró con la misma atención con que mira un explorador a un desconocido, no como debe elevar los ojos un criado ante el superior de turno, que lo es por designio divino. —Me pregunto por qué será —dijo para el cuello de su camisa. Aguardamos. Se levantó una ligera brisa del mar que soplaba acariciando las hileras de los árboles; los yerbajos que crecían a la orilla del camino, blanqueados ya por el polvo del verano, se mecían en ondas apenas perceptibles. Limpiándose las jabonaduras de los brazos, una mujer salió de la casa paredaña a la confitería. —Estaba escuchando desde el huerto —dijo muy animada—. Dice que Arthur está fatal. ¿Lo han oído ustedes gritar? Fatal, desde luego, No sé qué me da que la semana que viene le toca a Jenny el turno de ir a pasear por el bosque, señor Madden. —Disculpe, señor, pero se le está cayendo la manta del regazo —dijo Madden con deferencia. La mujer se sobresaltó, improvisó una reverencia y se fue. —¿Qué quiere decir con eso de «pasear por el bosque»? —pregunté. —Debe de ser algún dicho propio de estos parajes. Yo es que soy de Norfolk —dijo Madden—. En este condado son muy independientes. Es que lo ha tomado por un chófer, señor. Vi al médico salir de la casa seguido por una muchacha desmadejada que se aferraba a su brazo con toda el alma, como si pudiera él mediar y sellar un pacto con la muerte. —Esos críos… —gimió— son para nosotras, que por algo los tenemos, iguales que nuestros hijos legítimos. ¡Igualitos! Y a Dios le alegrará que salve siquiera a uno sólo, doctor. No me lo arrebate. La señorita Florence le dirá lo mismo. ¡No lo abandone, doctor! —Lo sé, lo sé —repuso—, pero es que ahora pasará un rato descansando. Debe estar tranquilo. Iremos en busca de la enfermera y del medicamento, iremos tan deprisa como podamos. Me indicó que me acercase con el automóvil y me esforcé por no enterarme de lo que siguió, pero vi la cara de la muchacha, hinchada de tristeza, cuarteada por el dolor, y noté la mano sin anillo que se aferraba a mis rodillas cuando arrancamos. El médico era un hombre no exento de sentido del humor, pues recuerdo que requirió el uso de mi auto amparándose en el Juramento de Esculapio, y empleó el auto tanto como me empleó a mí sin compasión. Primero llevamos a la señora Madehurst y a la ciega a esperar junto al lecho del enfermo hasta que llegara la enfermera que iba a cuidarlo. Acto seguido invadimos una aseada localidad en busca de los medicamentos (el médico dijo que se trataba de una meningitis cerebro-espinal), y cuando el Hospital del Condado, rodeado y bien flanqueado por reses asustadas, las del mercado local, se declaró falto de enfermeras, nos lanzamos literalmente a la desesperada por todo el condado. Departimos con los propietarios de las grandes mansiones, magnates residentes al extremo de avenidas que discurrían bajo bóvedas arbóreas, cuyas hembras de huesos grandes se apartaban de las mesas en las que estaba recién servido el té para atender al imperioso médico. Al final, una dama de cabellos canos, sentada a la sombra de un cedro del Líbano y rodeada por una cohorte de magníficos lebreles Borzoi —hostiles todos ellos a los autos—, dio al médico, que las recibió como si emanasen de una princesa, órdenes escritas que portamos por espacio de muchos kilómetros a máxima velocidad, a través de una arbolada finca, hasta un convento de monjas francesas, donde tomamos casi por rehén a una sor temblorosa, de pálidas facciones. Se arrodilló al pie del asiento posterior y se puso a pasar sin pausa las cuentas del rosario, hasta que tras no pocos alcorces que inventó sobre la marcha el médico la llevamos a la confitería. Fue muy larga la tarde y estuvo llena de episodios de locura, que brotaban y se disolvían como el polvo de las ruedas; hubo retazos sueltos de vidas remotas, incomprensibles, que abordamos en ángulo recto, como si fueran cruces; volví a la caída de la noche a mi casa, fatigado, y soñé con el entrechocar de las cornamentas del ganado, con monjas de ojos redondos que caminaban por un jardín repleto de tumbas, con plácidas reuniones para tomar el té a la sombra de los árboles frondosos, con el olor a ácido fénico y los pasillos grises del Hospital del Condado, con los pasos de los niños retraídos en el bosque, y con las manos que se aferraban a mis rodillas en el momento de arrancar el motor. Mi intención consistía en volver al cabo de un día o dos, pero quiso el Destino retenerme lejos de aquel rincón del condado con pretextos muy variados, hasta que el saúco y el rosal silvestre dieron fruto. Llegó por fin un día soleado, despejado gracias al viento del suroeste, que ponía los cerros al alcance de la mano; llegó un día de aire inestable y de nubes altas y tornadizas. Sin tener yo ningún mérito me vi libre de mis ocupaciones y arranqué el automóvil con la intención de emprender camino por tercera vez por aquella carretera ya conocida. Cuando llegué a la cresta de los Downs noté el cambio del aire, lo vi tornarse vidrioso bajo el sol; mirando al mar, en aquel instante pude contemplar el azul del Canal de la Mancha y lo vi tornarse del color de la plata bruñida primero, del acero batido, del peltre apagado después. Un carguero repleto de carbón que navegaba de bolina viró alejándose de la costa hacia altamar, y a través de una bruma del tono del cobre vi izarse una por una las velas de la flota pesquera, todavía amarrada a puerto. En una hondonada profunda, a mi espalda, un remolino de viento súbito tamborileó entre los robles abrigados, abriéndose paso a lo alto con una muestra primeriza de la hojarasca otoñal. Llegué a la carretera de la playa y la neblina del mar se extendía sobre los pedregales, al tiempo que la marea revelaba todos los quejidos de la galerna que sin duda soplaba más allá del recodo de Ushant. En menos de una hora el verano de Inglaterra se disipó en una fría grisura. Volvíamos a ser la isla del Norte, cerrada a cal y canto, con todos los navíos del mundo haciendo sonar las bocinas ante nuestras puertas erizadas de peligros; entre tanto vocerío se escuchaba cortante el graznido de las gaviotas atolondradas. La humedad rezumaba de mi gorra, los pliegues de la manta la retenían en charquitos o bien la dejaban manar en hilillos, y el salitre helado se me pegaba a los labios. Tierra adentro, el olor del otoño lastraba la bruma apelmazada entre los árboles, y el goteo poco apoco fue trocándose por lluvia fina y continua. Sin embargo, las flores de la estación tardía, las malvas de la orilla del camino, la escabiosa de los campos, las dalias en los jardines, alegraban la neblina, y allende el aliento del mar apenas se percibían síntomas de decadencia en las hojas. No obstante, en el pueblo estaban abiertas las puertas de todas las casas, y los niños, de pantalón corto y cabeza descubierta, estaban sentados a sus anchas en los húmedos umbrales y gritaban «u-hú» al forastero. Me armé de valor para visitar la confitería, donde la señora Madehurst me recibió con las lágrimas hospitalarias de una mujer entrada en carnes. Según me dijo, el hijo de Jenny había muerto dos días después de que llegara la monja a cuidarlo. Era a su entender el mejor desenlace, aun cuando las mutuas de seguros, por razones que no fingía ella entender, no estuvieran dispuestas a cubrir los riesgos de aquellas vidas extraviadas. —Y no vaya a creer que Jenny no cuidó de Arthur como si fuese a llegar con bien al término de su primer año, igual que la propia Jenny. Gracias a la señorita Florence, el niño había recibido sepultura con una pompa que, a juicio de la señora Madehurst, cubrió con creces las irregularidades de su alumbramiento. Describió el féretro por dentro y por fuera, el coche fúnebre acristalado, las siemprevivas que adornaban la tumba. —¿Y cómo está la madre? —pregunté. —¿Jenny? Oh, se recuperará. Yo misma he pasado por eso con uno o dos de los míos. Saldrá adelante, descuide. Ahora está paseando por el bosque. —¿Con este tiempo? La señora Madehurst me miró entornando los ojos desde el otro lado del mostrador. —No sé por qué será, pero a una se le abre el corazón. Sí, se le abre el corazón. Es allí donde la pérdida y la concepción son a la larga una y la misma cosa, según decimos nosotras. La sabiduría de las madres ya entradas en años es por alguna razón bastante superior a la de los padres, y este último oráculo me llevó a pensar tan profundamente, mientras subía por la carretera, que poco faltó para que atropellase a una mujer con su hijo en la esquina arbolada próxima a la caseta del guarda que daba entrada a la cancela de la Casa Hermosa. —¡Un tiempo de perros! —exclamé al frenar para tomar la curva. —No será para tanto —respondió ella con placidez, envuelta por la niebla—. El mío ya está acostumbrado. A los suyos los encontrará dentro seguramente. En el interior, Madden me recibió con una cortesía profesional y con amables preguntas para interesarse por la salud del automóvil, que guareció a cubierto. Aguardé en un salón silencioso, de color del nogal, al que daban adorno unas flores tardías y calidez un delicioso fuego en la chimenea; era un lugar de influjos benévolos, de una gran paz. (Los hombres y las mujeres, a veces, tras grandes esfuerzos logran dar credibilidad a una mentira; sin embargo, la casa, que es su templo, no puede sino decir verdad sobre quienes la hayan habitado). Un carrito de juguete y una muñeca parecían olvidados en el suelo ajedrezado, allí donde se había levantado la esquina de una alfombra. Tuve la impresión de que los niños acababan de salir con prisas —muy probablemente a esconderse— por las muchas revueltas de la gran escalera de madera tallada que ascendía suntuosamente en medio del vestíbulo, o bien para agazaparse tras los leones y las rosas esculpidos en la galería de arriba. Oí entonces su voz por encima de mí, cantando como cantan los ciegos, con el alma: En las gratas arboledas cercadas… Y todo aquel primer verano se agolpó de nuevo ante la invocación. En las gratas arboledas cercadas, Dios bendiga nuestras ganancias, pedimos… Pero así quiera Dios bendecir nuestras pérdidas, que más se ajustan a nuestra condición. Descartó por torpe el cuarto verso y dijo en cambio: que a nuestro ser mejor se ajustan. La vi apoyada en la balaustrada, las manos unidas y blancas como la perla sobre el roble. —¿Es usted… quien viene de la otra punta del condado? —inquirió. —Sí, yo soy el de la otra punta del condado —respondí con una risa. —Cuánto tiempo ha pasado hasta que ha vuelto—dijo. Bajó las escaleras veloz, rozando con una mano la balaustrada—. Dos meses y cuatro días exactamente. ¡Se nos ha ido el verano! —Tenía la intención de venir antes, pero el Destino me lo ha impedido. —Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me permiten tocarlo, pero siento que no se está portando bien. ¡Atícelo! Miré a uno y otro lado de la profunda chimenea y encontré una estaca de boj medio chamuscada con la cual empujé un tronco y avivé las llamas. —No se apaga nunca, ni de noche ni de día —dijo como si quisiera explicarse—. Por si acaso llega alguien con frío en los pies, naturalmente. —Aún es más hermosa por dentro que por fuera—murmuré. La luz rojiza se derramaba a lo largo de los paneles oscuros, patinados por el tiempo, de modo que las rosas y los leones de estilo Tudor que decoraban la galería parecían cobrar color y vida propia. Un espejo convexo y rematado por un águila aglutinaba todo el cuadro en su corazón misterioso, distorsionando de nuevo las sombras ya distorsionadas, curvando las líneas de la galería cual si fueran las bordas de un barco. El día iba cerrándose con un vendaval incipiente, deshilachándose la niebla en flecos sucesivos. Por las ventanas geminadas alcancé a ver los valientes jinetes del césped, cuyos caballos se encabritaban al viento que los hacía enloquecer con legiones de hojas muertas. —Sí, ha de ser hermosa —dijo—. ¿Le gustaría recorrer la casa? Todavía queda luz suficiente en el piso de arriba. La seguí por la escalinata impávida, anchísima, hasta la galería, donde se abrían las puertas isabelinas y estriadas. —Vea cómo están los pestillos, al alcance de los niños. —Empujó una puerta que se abrió hacia el interior. —Por cierto: ¿dónde están? —pregunté—. Hoy ni siquiera los he oído. No respondió ella al punto. —A duras penas se les oye—repuso en voz queda—. Esta es una de sus habitaciones. Todo está dispuesto, ya lo ve. Señaló una sala de recio maderamen, revestida también de paneles de madera. Había unas mesitas bajas, rodeadas de sillas para niños. Una casa de muñecas, con la fachada abierta por dos bisagras, se hallaba frente a un caballo pinto, de balancín, de cuya silla no había sino un pequeño salto hasta el ancho asiento de la ventana, desde el cual se dominaba todo el césped. Una pistola de juguete parecía olvidada en un rincón, junto a un cañón de madera pintado de oro. —Seguramente acaban de marcharse —susurré. Con la luz menguante crujió cautelosa una puerta. Oí |