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HENRY JAMES
EL LUGAR DE NACIMIENTO
(The Birthplace, 1903)
1
Al principio les pareció la oferta demasiado buena para ser verdad, y la carta de su amigo, enviada, según decía, para explorar el terreno, para sondearles en sus inclinaciones y posibilidades, casi les hizo el efecto de una bonita broma a costa de ellos. Su amigo, el señor Grant-Jackson, una persona altamente dominante y apremiante, grande en sus planteamientos y organizaciones, brusco al entrar en materia, inesperado, si es que no perverso en su actitud, y casi por igual aclamado y criticado en la amplia zona media a la que había enseñado, como decía él, cuántos puntos calzaba; ese amigo de ellos había lanzado su disparo por las buenas, dejándoles así, tan agitados, que les hacía sentir casi más miedo que esperanza. El puesto había quedado vacante por la muerte de una de las dos señoras, madre e hija, que lo habían atendido durante quince años; la hija se había quedado allí, sola, para evitar inconvenientes, pero, aunque más que madura, había encontrado una oportunidad de casarse que la obligaba a retirarse, y la cuestión de los nuevos ocupantes era no poco apremiante. La necesidad así producida era de una pareja unida de alguna forma, de la forma apropiada, preferentemente, si era posible, una pareja de hermanas instruidas y competentes pero con ventaja para un matrimonio si las demás cualidades eran señaladas. Ya eran innumerables los solicitantes, los candidatos, los sitiadores de la puerta de todo el que se pensara que tenía voz en el asunto, y el señor Grant Jackson, que era diplomático a su manera, y cuya voz, aunque quizá no muy sonora, tenía tonos de insistencia, había encontrado que su preferencia se dirigía a alguna persona o par de personas que fueran decentes y tontas. Los Gedge parecían haberle causado la impresión de aguardar en silencio, aunque daba la casualidad de que ningún entrometido les había llevado hasta allá lejos, en el Norte, ni una insinuación de dicha o de peligro; y la feliz inspiración, por lo demás, se la había dado a él obviamente un recuerdo que, aunque ya poco fresco, nunca había producido semejante fruto.

Morris Gedge, siendo joven, había llevado durante unos pocos años una pequeña escuela privada, del tipo llamado preparatorio, y entonces había tenido la suerte de recibir bajo su techo al hijito de ese gran hombre, que en aquel tiempo no era tan grande. El niñito, durante una ausencia de sus padres de Inglaterra, había estado peligrosamente enfermo, tan peligrosamente que les habían llamado a toda prisa, aunque con la inevitable tardanza, desde un país lejano -se habían ido a América, con todo el continente y el gran mar que volver a cruzar-, y al llegar habían encontrado al niño salvado, pero salvado, como no pudo menos de salir a la luz, por la extremada atención y el perfecto juicio de la señora Gedge. Sin hijos propios, ella había tomado especial afecto al más diminuto y tierno de los alumnos de su marido, y los dos habían temido como terrible desastre el daño a su pequeña actividad que podría causar el perderle. Personas nerviosas, ansiosas, sensibles, con un orgullo como se daban cuenta ellos, por ese lado por encima de su posición, que ni en el mejor de los casos pasaba de oscura, le habían cuidado con terror y le habían sacado adelante con agotamiento. El agotamiento, tal como llegó, les dominó prematuramente y, por no se sabe bien qué razón, se las había arreglado para establecerse como su destino permanente. Como decían, la muerte del niño habría acabado con ellos, pero su recuperación no les había salvado; con su sencillez huraña pero rígida, no creían que aquello se les hubiera convertido en un tesoro más indirecto. De ninguna forma iba a ser tesoro de sus sueños, ni de su vida en vigilia; y los años sucesivos habían avanzado cojeando bajo su propio peso, tropezando de vez en cuando, y dejando por poco de tirarles en el polvo. La escuela no había prosperado, y había ido menguando hasta cerrarse. Había decaído la salud de Gedge, y aún más, toda señal en él de alguna capacidad de darse a conocer como hombre práctico. Había probado varias cosas, había probado a muchas personas, pero al fin lo que parecía era que los demás le habían puesto a prueba a él, por igual. Sobre todo, en la época en que hablo, los demás ponían a prueba a sus sucesores, mientras que él mismo, con el efecto de atontada felicidad que, en su caso, derivaba del mero aplazamiento del cambio, estaba a cargo de la gris biblioteca municipal de Blanckport-on-Dwindle, toda ella granito, niebla y novelas femeninas. Esa era una situación en que su inteligencia en general -reconocida como su punto fuerte- sin duda aparecía ante quienes le rodeaban menos como una sensación de esfuerzo que como ese dominio de los detalles en que se le reconocía como débil.

Fue en Blanckport-on-Dwindle donde el rayo de plata le alcanzó y le traspasó, como alternativa en vez de dispensar libros de esquinas dobladas, cuyos mismos títulos, en labios de las innumerables chicas gárrulas, eran un desafío a su temperamento, fue como se le presentó la custodia de tan diferente templo. El honorario ofrecido era poco diferente del escaso sueldo que entonces le pagaban, pero, aunque hubiera sido menos, el interés y el honor le habrían parecido decisivos. El santuario que iba a presidir -aunque siempre le había faltado ocasión para acercarse a él- se le antojaba el más sagrado que conocían los pasos de los hombres, el primer hogar del supremo poeta, la Meca de la raza angloparlante. Las lágrimas subieron a sus ojos antes que a los de su mujer al mirar en torno su estrecha prisión actual, tan grave de cultura, tan fea de industria, tan vuelta de espaldas a todo sueño, tan intolerable a todo gusto. Sentía como si se hubiera abierto una ventana a una gran tierra verde y boscosa, una tierra de bosque que tuviera un nombre glorioso e inmortal, que estuviera poblada de figuras vívidas, todas ellas célebres, y que lanzara un murmullo, profundo como el sonido del mar; que fuera el deslizarse rozando la sombra del bosque, de toda la poesía, toda la belleza, todo el color de la vida. Sería prodigioso que él guardara la llave de ese mundo transfigurado. No; no podía creerlo, ni aun cuando Isabel, al ver su cara, se acercó y le besó para ayudarle. El movió la cabeza con una sonrisa extraña.

-No lo conseguiremos. ¿Por qué lo habíamos de conseguir? Es perfecto.

-Pues si no, sencillamente, será una crueldad suya; lo cual es imposible cuando ha esperado todo este tiempo para ser bondadoso.

La señora Gedge sí creía; ella sí estaba dispuesta; ya que las anchas puertas del mundo de la justicia se habían abierto de repente ante ellos, lo conocerían ante todo en forma de justicia poética. Ella tenía fe en su protector; era algo repentino, pero ahora estaba completo.

-Se acuerda; eso es todo, y esa es nuestra fuerza.

-¿Y cuál es la suya? -preguntó Gedge-. Quizá quiera sacarnos adelante, pero eso es diferente de ser capaz. ¿Cuáles son nuestras ventajas especiales?

-Bueno, que somos lo que viene al caso.

Su conocimiento de lo necesario para el caso, hasta ahora, gracias a una escasa información, era de lo más vago, y nunca había estado en el lugar sagrado, lo mismo que su marido, pero ya se veía agitando una mano elegantemente enguantada sobre una colección de objetos notables y diciendo a una compacta multitud de personas impresionadas y con la boca abierta: «Y ahora por aquí, por favor.»

Hasta se escuchaba responder con prontitud y decisión alguna pregunta ocasional de un visitante cuya audacia prevaleciera sobre el respeto. Una vez, hacía unos años, había estado con una prima suya en un gran castillo del Norte, y así es como la encargada les había llevado por ahí. Y no era además, tampoco, que pensara en sí misma como encargada de la casa: estaba muy por encima de eso, y el gesto de su mano no dejaría de mostrarlo. Eso, y mucho más, resumió al contestar a su compañero:

-Nuestra ventaja especial es que eres un caballero.

-¡Ah! dijo Gedge, como si nunca lo hubiera pensado, y, sin embargo, como si además apenas valiera la pena de pensarlo.

-Ya lo veo todo- ella siguió, han tenido gente vulgar, y encuentran que no sirven. Nosotros somos pobres y modestos, pero todos pueden ver lo que somos.

Gedge caviló:

-¿Quieres decir...?

Más modesto que ella, no sabía bien qué quería decir.

-Somos refinados. Sabemos hablar.

-¿Sabemos?  se preguntó él, de repente.

Pero ella, desde el principio, estaba más segura de todo que él; de modo que unas pocas semanas después, cuando la sombra de la incertidumbre aunque era sólo una sombra había crecido hasta casi ponerle enfermo, ella tuvo el triunfo de llegar con la noticia de que estaban nombrados por las buenas.

-Tenemos una paga pobre, aunque nos arreglaremos -había insistido en su punto en esa ocasión. Pero estamos altamente cultivados, y para ellos, el obtener eso, ¿no lo ves?, sin meterse demasiado por el lado de las pretensiones y exigencias, debe ser exactamente su sueño. Nosotros no tenemos posición social, pero no nos importa el no tenerla; ¿o nos importa?, un poco, que es porque sabemos la diferencia entre realidades y falsedades. Nos atenemos a la realidad y eso nos da ese sentido común, que los vulgares tienen menos que nada, y que, sin embargo, debe necesitarse allí, al fin y al cabo, tanto como en cualquier otro sitio.

Su compañero la seguía, pero caviloso, como si su horizonte, en unos momentos, se hubiera vuelto tan grande que casi se hubiera perdido en él y requiriera nueva orientación. Los brillantes espacios le rodeaban; sólo el unirse a ellos ya daba un arco más noble al cielo.

-Permíteme que nos agarremos un poco también a lo romántico. Me parece que eso es lo bonito. Lo hemos echado de menos toda nuestra vida, y ahora ha llegado. Nos entregaremos a ello. Nos hartaremos de ello.

Le miró a la cara, a ver qué efecto hacía en ella esa perspectiva, y la suya se iluminó como si de repente él se hubiera vuelto guapo.

-Claro; viviremos como en un cuento de hadas. Pero lo que quiero decir es que daremos, en cierto modo muy contentos, tanto como recibamos. Con todo lo demás por ejemplo, somos limpios.

La carta les había llegado durante el desayuno, y ella sacó una mosca del plato de la mantequilla.

-Así es como conservaremos el sitio -con lo cual trasladó desde el sofá a encima del pequeño piano una lata de galletas que se había negado a dejarse apretar en la alacena. En Blanckport vivían en cuartos alquilados, de la clase más baja, como se sabía que declaraba ella, con una libertad que en Blanckport parecía ligeramente maligna. El Lugar del Nacimiento -y eso por sí mismo ya era una exaltación, después de tal vida- no sería cosa de cuartos alquilados, puesto que se reservaba una casa al lado para el custodio, una casa adyacente, igual que hay una vieja y linda casa de párroco a menudo al lado de una extraña iglesia antigua. Todo ello junto sería su hogar, y un hogar que formaría un pequeño mundo que ellos nunca querrían dejar. Se extendió ella en la ganancia, en ese sentido, para sus ingresos; como, evidentemente, el sueldo no era ninguna mejoría, la casa, al dársela, haría toda la diferencia. El asintió a ello, pero distraídamente, y ella se sintió casi impaciente ante el vagabundeo de sus pensamientos. Era como si para él algo -el mismo enjambre de sus pensamientos- le vetara la vista; y por fin él mismo mostró lo que era.

-¡Lo que no puedo hacerme cargo es de que sea tal hombre...!

Casi se derrumbó, de la emoción interior.

-¿Tal hombre?

-El, él, EL...!  Era demasiado.

-¿Grant-Jackson? Sí, es una sorpresa, pero ya se ve que todo este tiempo tendría intenciones de conseguirnos lo que hacía falta.

-Quiero decir El -replicó Gedge, más fríamente-, que lleguemos a familiarizarnos y a intimar; pues eso es lo que pasará. Viviremos al lado mismo de El.

-Claro; eso es lo bonito. -Y añadió ella, muy alegremente-: Cuanto más vivamos, más le querremos.

-Sin duda, pero es bastante terrible. Cuanto más le conozcamos  reflexionó Gedge-, más le querremos. Hasta ahora, ya ves, no le conocemos excesivamente.

-Le conocemos tanto, imagino, como la clase de gente que han tenido. Y probablemente no es tan terriblemente necesario -a no ser que uno quiera, como queremos nosotros-. Porque ahí están los datos.

-Sí, ahí están los datos.

-Quiero decir los principales. Eso es lo único que necesita la gente, la gente que viene.

-Sí, eso debe ser lo único que necesitan ellos.

-Así que eso es lo único que han necesitado saber los que estaban a cargo.

-Ah -dijo él, como si fuera cuestión de honor-, nosotros debemos saberlo todo.

Ella asintió alegremente; él se dio cuenta de que ella tenía el mérito de mantener el caso dentro de sus límites.

-Todo. Pero sobre él, personalmente -añadió ella-, no hay, ¿verdad?, lo que se dice mucho.

-Más, me parece, de lo que había antes. Han hecho descubrimientos.

Era una idea grandiosa.

-¡Quizá nosotros haremos más!

-Ah, me contentaré con estar un poco más enterado de lo que se ha hecho.

Y posó los ojos en una estantería de libros, la mitad de los cuales, poco gastados pero muy descoloridos, eran de la florida especie del regalo, y pertenecían a la casa. De los que eran suyos, la mayor parte eran ejemplares corrientes de obras de referencia, sin excluir un viejo diccionario Bradshaw y un catálogo de la biblioteca municipal.

-Ni siquiera tenemos una colección nuestra. De sus obras  explicó, en rápido rechazo del sentido más obvio en que ella lo podría haber tomado.

Como prueba del escaso alcance de sus propiedades, eso sonaba casi abyectamente, hasta que el doloroso sofoco con que se encontraron reunidos en reconocerlo se derritió al fin transformándose en un diferente fulgor. Era exactamente de esa clase de pobreza de lo que su nueva situación les consolaría, por su hechizo intrínseco. Y la señora Gedge tuvo una idea feliz:

-¿No las tendría, más o menos, la Biblioteca?

-¡Ah, no, no tenemos nada de eso! ¿Qué te crees que somos?

Sin embargo, eso no era más que el juego del buen humor de Gedge: la forma que más frecuentemente tomaban en él la depresión o el buen ánimo era su acritud en cuanto a los gustos literarios de Blanckport. Nadie lo conocía tan profundamente. De hecho, para él era una señal horripilante sobre el futuro el hecho de que el encanto de la idea de marcharse aumentara intensamente con la perspectiva de escapar a tal futuro. La institución a que él servía, desde luego no merecía el reproche especial en que había florecido su ironía; y, por supuesto, que si las varias Colecciones en que las Obras estaban presentes parecían algo polvorientas, el polvo era un poco culpa suya. Para compensarlo, ahora, tuvo la visión de dedicar inmediatamente todo su tiempo a estudiarlas; incluso, ya se veía, inflamado con una nueva pasión, afanosamente comentando y cotejando. La señora Gedge, que había sugerido que, hasta que se trasladaran, deberían leerle habitualmente todas las noches -seguros como estaban de leerle aún más cuando estuvieran en cercanía a El-, la señora Gedge sentía también el hechizo, a su manera; de modo que quizás iba a quedar como la época más feliz de sus difíciles vidas esa temporada de ratos a la luz de la lámpara, después de cenar, en que, tomando alternativamente el libro, declamaron, y casi representaron, a su beneficente autor. Pronto llegó a ser más que su autor: su amigo personal, su luz universal, su autoridad definitiva, su divinidad. Ya se preguntaban: ¿a dónde habrían ido a parar sin él? Para cuando llegó su nombramiento en debida forma, su relación con él se había desarrollado inmensamente. Era divertido para Morris Gedge que hace tan poco se hubiera ruborizado de su ignorancia, y se lo hizo observar a su mujer en la última hora que pudieron dedicar a su estudio, antes de ponerse en marcha, a través del país, hacia el escenario de su romántico futuro. Era como si, en profundos y apretados latidos, en frescas oleadas que rompían de repente bañando su mente, le hubiera llegado toda la posesión y comprensión y simpatía, toda la verdad y la vida y la historia, y le hubiera llegado para quedarse definitivamente.

-Es absurdo -no vaciló en decir- hablar de que no «conocemos». En la medida en que no conocemos es porque somos unos burros. El está en la realidad, sumergido del todo, y cuanto más nos metamos en ella más estamos con El. En todo caso, me parece que le veo a El en la realidad como si estuviera pintado en la pared.

-¡Ah!, ¿no es verdad que se le ve, de tanto como le queremos? ¿Y no notas dónde está? preguntó bellamente la señora Gedge. Le vemos porque le queremos; eso es lo que pasa. ¿Cómo no le íbamos a ver, al querido viejo, con todo lo que está haciendo por nosotros? No hay luz  se puso sentenciosa como el verdadero cariño.

-Sí, supongo que es así. Y sin embargo -caviló su marido-, veo los defectos, pobre de mí.

-Eso es porque eres tan crítico. Los ves, pero no te importan. Los ves, pero los perdonas. No los debes mencionar allí. Ya sabes que no vamos a estar allí para eso.

-¡Claro que no! -se rió él-, echaremos fuera a quien aluda a ellos.
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