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caracrimen.

La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del traba­jo si es que el tabaco no se había acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un agente de la Policía del Pensamiento y era muy pro­bable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pe­dazo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.

-¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver unas sal­chichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendie­ron fuego a la falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos...! Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los chicos últimamente? Pues, unas trom­petillas especiales para escuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al aguje­ro. Claro que sólo es un juguete; sin embargo, así se acos­tumbran los niños desde pequeños.

En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante sil­bido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.
VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha calle­juela cerca de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de pie, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintaba la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dio que dos dólares. Yo...
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos tratando de borrar la visión inte­rior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que le borrara el recuerdo que le atormentaba.

Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle semanas atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Parti­do de treinta y cinco a cuarenta años, alto y delgado, que lle­vaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic ha­bitual. Winston recordaba haber pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los músculos era inconsciente. El peligro mortal por ex­celencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio.

Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pa­red, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz Ella...
Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston en Katha­rine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había esta do casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela perfumándose. Solamente los proles se per­fumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un modo inevi­table, la fornicación.

Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en dos años aproximadamente. Por su­puesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valen­tía, se permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera co­metido otro delito a la vez. Lo cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se incli­naba a estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban polí­ticamente ya que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y despreciada. El crimen im­perdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido. Pero -aunque éste era uno de los crímenes que los acusa­dos confesaban siempre en las purgas- era casi imposible imaginar que tal desafuero pudiera suceder.

La finalidad del Partido en este asunto no era sólo evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era quitarle todo placer al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro del matrimonio y fuera de él. To­dos los casamientos entre miembros del Partido tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este fin y -aunque al principio nunca fue establecido de un modo ex­plícito- siempre se negaba el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente enamorada. La única fina­lidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en be­neficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña operación algo molesta, algo así como soportar un enema. Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo indirecto se grababa desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juve­nil Anti-Sex, que defendía la soltería absoluta para ambos se­xos. Los niños debían ser engendrados por inseminación ar­tificial (semart, como se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esta exagera­ción no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la ideología general del Partido. Este trataba de matar el ins­tinto sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. No sabía Winston por qué se se­guía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.

Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había hijos.

Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movi­mientos majestuosos. Tenía una cara audaz, aquilina, que po­dría haber pasado por noble antes de descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de ca­sados -aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás personas- llegó a la conclu­sión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tra­gaba cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Wins­ton la llamaba en su interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.

Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resor­te y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de madera. Y lo que era todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impre­sión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido sopor­tar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes. Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó. «Debían -dijo­- producir un niño si podían.» Así que la comedia seguía re­presentándose una vez por semana regularmente, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la maña­na como algo que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra «nuestro deber al Partido» (sí, había utili­zado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación de po­sitivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apare­ció ningún niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.

Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la plu­ma y escribió:
Se arrojó sobre la cama y en seguida, sin preliminar alguno, del modo más grosero y horrible que se puede imaginar, se levantó la fal­da. Yo...
Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No podía él disponer de una mujer pro­pia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero un asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad es­taba tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los jue­gos y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la cabeza, las conferencias, los desfiles, cancio­nes, consignas y música marcial, les arrancaban todo senti­miento natural. La razón le decía que forzosamente habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser amado, era derruir aquel muro de estupidez aunque fuera una sola vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un crimental. Si hu­biera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría equivalido á una seducción aunque se trataba de su mujer.

Pero tenía que contar el resto de la historia. Escribió:
Encendí la luz. Cuando la vi claramente...
Después de la casi inexistente luz de la lamparilla de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella

y se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer lo que se había propuesto.

Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer. Era vieja. La pin­tura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos; pero el detalle más horroroso era que la boca, en­treabierta, parecía una oscura caverna. No tenía ningún diente.

Winston escribió a toda prisa:
Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos modos, lo hice.
Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía con la mis­ma necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza de sus pulmones.
VII
Si hay alguna esperanza, escribió Winston, está en los proles.
Si había esperanza, tenia que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, po­dría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si existía la le­gendaria Hermandad -y era muy posible que existiese- re­sultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudie­ran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspi­rar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sa­cude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin embargo...

Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho tráfico cuando oyó un tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres, salían de una calle lateral. Era un formidable grito de ira y deses­peración, un tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que una multitud de doscientas o trescien­tas mujeres se agolpaban sobre los puestos de un mercado calle­jero con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel momento, la desespe­ración general se quebró en inmumerables peleas individua­les. Por lo visto, en uno de los puestos habían estado ven­diendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero los cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisi­ción. Por fin, había llegado una provisión inesperadamente. Las mujeres que lograron adquirir alguna sartén fueron ata­cadas por las demás y trataban de escaparse con sus trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban de favoritis­mo a la vendedora. Aseguraban que tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado hasta que se rompió el mango. Winston las miró con asco. Sin embargó, ¡qué energías tan aterradoras había perci­bido él bajo aquella gritería! Y, en total, no eran más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué no protestarían así por cada cosa de verdadera importancia?

Escribió:
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.
Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía, des­de luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosa­mente por los capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres te­nían que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de car­bón), los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del doble­pensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que pa­recía serles natural. Se regían por normas ancestrales. Na­cían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo se­xual, se casaban a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hi­jos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre ellos, esparcien­do rumores falsos y eliminando a los pocos considerados ca­paces de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al que se re­curría en caso de necesidad para que trabajaran horas ex­traordinarias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos el descontento, como ocurría a ve­ces, era un descontento que no servía para nada porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de re­beldía en quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni, los olían. La mayoría de los proles ni si­quiera era vigilada con telepantallas. La policía los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad, un mun­do revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los mismos proles, daba igual que existie­ran o no. En todas las cuestiones de moral se les permitía a los proles que siguieran su código ancestral. No se les imponía el puritanismo sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio. Incluso el culto religioso se les habría permitido si los proles hubieran mani­festado la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los proles y los animales son libres».

Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle otra vez. Siempre volvía a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le ha­bía prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:
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