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crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvida­dos para siempre? Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento continuará mucho des­pués de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer un crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua -añadió con una satisfacción místi­ca-. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que lo más tar­de hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación como ésta que ahora sostenemos?

-Excepto... -empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió alarmado.

Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy seguro de que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a decir.

-Los proles no son seres humanos -dijo-. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en versiones neolingüísticas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de «la libertad es la esclavitud» cuando el concepto de lbertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.

De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es demasiado inte­ligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con de­masiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes. Cual­quier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.

Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la terrina de café. En la mesa de la izquier­da, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que estaba senta­da de espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continua­mente. De vez en cuando, Winston captaba alguna observa­ción como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a aquel hom­bre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante en el Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello y una boca grande y gesticu­lante.

Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston -«completa y definitiva eliminación del go1dsteinismo» -, pronunciado con tanta ra­pidez que parecía salir en un solo bloque como la línea, fun­dida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pen­samiento y los saboteadores. Sí, era indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus pala­bras eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en palabras, pero no era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac de un pato.

Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre los restos del gui­sado. La voz de la otra mesa seguía con su rápido cuac-cuac, fá­cilmente perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.

Hay una palabra en neolengua -dijo Syme- que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que recuer­de el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras intere­santes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien es­tés de acuerdo, es un elogio.

No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo va­porizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía perfec­tamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz de denun­ciarle como culpable mental. Había algo de sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora. No podía decirse que no fuera or­todoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro ordina­rio del Partido. Sin embargo, se cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados li­bros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida de pintores y músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente. Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. Por tanto, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable que si aquel hombre olía -sólo por tres segundos- las opiniones secre­tas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.

Syme levantó la vista:

-Aquí viene Parsons -dijo.

Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de Winston en las Casas de la Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada cantina. Era un in dividuo de mediana estatura con cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el «mono» reglamentario, era casi imposible no figurárselo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se pensaba siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Co­munidad se podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había una larga colum­na de palabras y se dedicó a estudiarla con un lápiz tinta entre los dedos.

-Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer -dijo Parsons, guiñándole un ojo a Winston-. Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.

-Qué sub es esa? -dijo Winston buscándose el dinero automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones voluntarias. Es­tas eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.

-Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometis­te dos dólares.

Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.

-A propósito, chico -dijo-; me he enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las cuen­tas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el tirachinas.

-Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución -dijo Winston.

-Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques... En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas. -

—¿Por qué lo hicieron? -preguntó Winston, sobresal­tado a pesar suyo. Parsons prosiguió, triunfante:

-Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a na­die con unos zapatos así; de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años, no está mal, ¿verdad?

-¿Y qué le pasó a ese hombres -se interesó Winston.

-Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... -Parsons hizo el ademán de disparar un fusil y chas­queó la lengua imitando el disparo.

-Muy bien -dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.

-Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... -asintió Winston, nada convencido.

Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.

Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la te­lepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.

-¡Camaradas! -exclamó una voz juvenil y resonan­te-. ¡Atención, camaradas! !Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la producción. ¡Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía incontables mani­festaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las fá­bricas y de las oficinas y desfilaron, con banderas desplega­das, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia direc­ción nos permite disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la Alimentación...

La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Estas eran las palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras, pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención a todos los rui­dos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo vis­to, había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la ración de chocolate a vein­te gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se había anun­ciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era posible que pudieran tragarse aquello, si no ha­bían pasado más que veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un animal. El individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también se lo había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo memoria?

Las fabulosas estadísticas continuaron brotando dula te­lepantalla. En comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locu­ra. Año tras año y minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tan­tos trajes grasientos; mesas de metal abolladas y sillas igual­mente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el es­tómago y la piel con la sensación de que se les había hecho trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se podían llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre des­vencijados, en las habitaciones había faltado calefacción. Los metros iban horriblemente atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era negro, el té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las inco­modidades, la suciedad y la escasez, los inviernos intermina­bles, la dureza de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido diferentes alguna vez?

Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los «monos» azules uni formes. Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se hallaba un hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como ideal -los jóvenes altos y musculosos y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y despreocupadas- existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones desa­gradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecillos que en­gordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.

La comunicación del Ministerio de la Abundancia termi­nó con otro trompetazo y fue seguida por música ligera. Par­sons, lleno de vago entusiasmo por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:

-El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año -dijo moviendo la cabeza como persona bien enterada-. A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme alguna hoja de afeitar?

-¡Ni una! -le respondió Winston-. Llevo seis sema­nas usando la misma hoja.

-Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.

-Lo siento -dijo Winston.

El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio mientras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por algu­na razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la denunciarían a la Policía del Pen­samiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O'Brien se­ría vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporiza­rían. Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni tampoco la joven del cabello negro, la del Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición quién perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.

En aquel momento le sacó de su ensoñación una violen­ta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston a hurtadillas, pero con' una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.

Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensa­ción de terror. Se le pasó casi en seguida, pero le dejó intran­quilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si ha­bía llegado después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él sin haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía es­cuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante fuerte.

Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas constituían el mayor peligro. No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero quizás fue­ran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera podido controlar sus gestos a la perfección. Consti­tuía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El detalle más peque­ño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una incons­ciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo cuando se anuncia­ba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra para esto en neolengua:
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