Librodot com






descargar 0.87 Mb.
títuloLibrodot com
página15/25
fecha de publicación18.06.2016
tamaño0.87 Mb.
tipoDocumentos
l.exam-10.com > Derecho > Documentos
1   ...   11   12   13   14   15   16   17   18   ...   25
Robín. «He pensado que podría gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca re­cordaba ninguna canción completa.

Julia y Winston sabían perfectamente -en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo presente- que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho don­de estaban echados y se abrazaban con una desesperada sen­sualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se sentían se­guros, sino que tenían una sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban am­bos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido y que podrían conti­nuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y vi­viendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En rea­lidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pa­sar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.

Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea de cómo dar el pri­mer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston le contó a Julia la ex­traña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al en­cuentro a O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juz­gar a las gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O'Brien basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi to­dos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus nor­mas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejér­cito subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifes­taciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crí­menes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro de la Revolución y era de­masiado joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Parti­do era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelar­se secretamente o, en ciertos casos, por actos, aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cual­quier sitio.

En cierto modo, Julia era menos susceptible que Wins­ton a la propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siem­pre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie de envidia al confe­sarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas. Pero Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afec­taran a su propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la mitolo­gía oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo -Porque lo había aprendido en la escuela- que el Partido había inventado los aeroplanos. (En cuanto a Winston, recordaba que en su épo­ca escolar, en los años cincuenta y tantos, el Partido no pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que los aeroplanos exis­tían ya antes de nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué im­portaba, después de todo, quién hubiese inventado los aero­planos? Mucho más le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía cua­tro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde lue­go, para ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el nombre del enemigo había cam­biado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una mucha­cha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusa­mente que hubo una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con im­paciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira.»

A veces le hablaba Winston del Departamento de Regis­tro y de las descaradas falsificaciones que él perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia de Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano ca­sualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.

-¿Es que eran amigos tuyos? -1e preguntó.

-No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.

-Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días ma­tan gente; es lo corriente.

Intentó hacerse comprender:

-Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos han sido des­truidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez es­critos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsifi­cado, pero nunca podría probarlo aunque se trate de falsifi­caciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el he­cho, no quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber ocurrido; años después.

Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?

-De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión semejante guardaría el papel.

-¡Pues yo no! -dijo Julia-. Estoy dispuesta a arries­garme, pero sólo por algo que merezca la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la hubieras guardado?

-Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se tra­taba de una prueba y habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a al­guien. No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen al­gunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la antor­cha y continuar nuestra obra.

No me interesa la próxima generación, cariño. Me in­teresa nosotros.

No eres una rebelde más que de cintura para abajo -dijo él.

Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.

Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasa­do y la degeneración de la realidad objetiva y se ponía a em­plear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosa­mente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo úni­co que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que vito­rear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increí­bles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presen­tar toda la apariencia de la ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo inventada por el Partido se imponía con excelen­te éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de compren­sión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano de tri­go puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.
VI
Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado men­saje. Le parecía a Winston que toda su vida había estado es­perando que esto sucediera.

Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llega­do al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió ligera mente sin duda como preludio para hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era O'Brien.

Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.

No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica cortesía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.

-He estado esperando una oportunidad de hablar conti­go -le dijo-, estuve leyendo uno de tus artículos en neo­lengua publicados en el Times. Tengo entendido que te inte­resa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.

Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte. No muy erudito -dijo-. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la es­tructura interna del idioma.

-Pero lo escribes con mucha elegancia -dijo O'Brien-. Y ésta no es sólo una opinión mía. Estuve ha­blando recientemente con un amigo tuyo que es un especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la lengua. Winston sintió un escalofrío. O'Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona. Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmen­te peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor hasta que OBrien se detuvo. Con la tranquilizado­ra amabilidad que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:

Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que ha­bías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua?

-No -dijo Winston-. No creía que estuviese ya pu­blicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.

Bueno, la décima edición tardará varios meses en apa­recer, pero ya han circulado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?

-Muchísimo -dijo Winston, comprendiendo inmedia­tamente la intención del otro.

-Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un men­sajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.

Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, OBrien se buscó maquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla de manera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja y se la dio a Winston.

-Suelo estar en casa por las tardes –dijo-. Si no, mi criado te dará el diccionario.

Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.

No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O'Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de di­recciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O'Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en contacto con ella.

Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de O'Brien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado a in­cubarse varios años antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implíci­to en su comienzo. De todos modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O'Brien y penetra­ba en él el sentido de sus palabras, le había recorrido un es­calofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.
VII
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía expli­carlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que ha­bían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo ha­bía ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la super­ficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño había par­tido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer judía del noticia­rio cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.

-¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creí­do que había asesinado a mi madre.

-¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dor­mida.

-No, no la asesiné. Físicamente, no.

En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le había vuel­to el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo deliberada­mente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba se­guro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.

Su padre había desaparecido poco antes. No podía recor­dar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandi­llas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes co­las en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametra­lladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de ver­dura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños saca­ban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la pacien­te espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.

Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente -incluso para un niño como Winston­que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario -guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo-, todo ello muy despacio y evitándose to­dos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la ma­dre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.

Recordaba la habitación donde vivían, una estancia os­cura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre inclina­do sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua hambre y las sórdidas y fe­roces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba ali­mentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuen­te. Sabía que con su conducta condenaba al hambre a su ma­dre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía jus­tificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuida­do, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.

Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y precia­dísimo. Era una tableta de dos onzas (por entonces se habla­ba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Pare­cía lógico que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le die­ran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, rega­teos... su hermanita agarrándose a la madre con las dos ma­nos -exactamente como una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la her­manita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Wins­ton se la quedó mirando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió huyendo.

-¡Winston! ¡Winston! -le gritó su madre-. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.

El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita, consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abra­zó con fuerza. Algo había en aquel gesto que le hizo com­prender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate derretiéndosele entre los dedos.

Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella época, estas desaparicio­nes eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado -como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de niños huérfa­nos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o senci­llamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.

El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a tra­vés del agua que se oscurecía por momentos.

Le contó á Julia la historia de la desaparición de su ma­dre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó en una posición más cómoda.

-Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente-. Todos los niños son unos cerdos. -Sí, pero el sentido de esa historia...

Winston comprendió, por la respiración de Julia, que es­taba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado seguir­le contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba se­guro de que su madre poseía una especie de nobleza, de pu­reza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Es­tado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refu­giada en aquel barco (en el noticiario) también había protegi­do al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se des­vanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se de­jaban gobernar por sentimientos privados que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida, Winston no des­preció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo hu­manos. No se habían endurecido por dentro. Se habían ate­nido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había visto sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.

-Los proles son seres humanos dijo en voz alta- ­Nosotros, en cambio, no somos humanos.

Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó un momento.

-¿No se te ha ocurrido pensar dijo- que lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea de­masiado tarde y no volver a vernos jamás?

-Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.

-Hemos tenido suerte dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces nor­mal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.

-No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.

-Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y ha­cer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ningu­no de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muer­to. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar las cosas.

-Si quieren que confesemos -replicó Julia- lo hare­mos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.

-No me refiero a la confesión. Confesar no es traicio­nar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verda­dera traición.

Julia reflexionó sobre ello.

-A eso no pueden obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

-Eso es verdad elijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra alma. Si pode­mos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun que esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.

Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a uno día y no­che, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el proce­dimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto cuando le tenían a uno en sus ma­nos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agota­miento progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los hechos no po­dían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la finali­dad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mis­mo podría suprimirlos.. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre inex­pugnable.
VIII
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.

La habitación donde estaban era alargada y de suave ilu­minación. La telepantalla había sido amortiguada hasta pro­ducir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.

El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y una locu­ra inconcebible venir juntos; aunque realmente habían lle­gado por caminos diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasio­nes se podía penetrar en las residencias del Partido Inte­rior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente tabaco, los as­censores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro... todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.

O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia con­tenida doc G doblemás ridículo rozando crimental destruir. No conviene construir antes conseguir completa informa­ción maquinaria puntofinal mensaje.»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más severa que de costum­bre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que OBrien fuera un conspirador políti­co? Sólo un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido sola­mente a recoger el diccionario porque en tal caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O'Brien frente a la te­lepantalla, 'pareció acordarse de algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado de golpe.

Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:

--¿Puedes cerrarlo?

-Sí -dijo OBrien-; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.

Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los domi­naba y la expresión de su cara continuaba indescifrable. Es­peraba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston dificultosa­mente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de OBrien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico, O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.

-¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.

-Lo diré yo -respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?

-Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Es­tamos solos.

-Pues vinimos aquí porque...

Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la va­guedad de sus propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda esperaba de OBrien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:

-Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos. Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.

Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro. Era el cria­do de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.

-Martín es uno de los nuestros -dijo O'Brien impasi­ble-. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.

El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abando­nar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre se pa­sara la vida representando un papel y que le pareciera peli­groso prescindir de su fingida personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el cuello y lle­nó los vasos de un líquido rojo oscuro. A Winston le recor­dó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba, el lí­quido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, te­nía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.

-Se llama vino -dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído citaren los libros. Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su cara volvió a ensombrecerse y levantó el vaso-: Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emma­nuel Goldstein.

Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referen­cias del vino y había soñado con él. Como el pisapapeles de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que des­pués de tantos años de beber ginebra aquello le parecía insípi­do. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.

-Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? pre­guntó.

-Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.

-Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?

-No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró el reloj de pulsera-. Ni siquiera los miembros del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido aquí juntos; ten­dréis que marcharos por separado. Tú, camarada -le dijo a Julia-, te marcharás primero. Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros al­gunas preguntas. En términos generales, ¿qué estáis dispues­tos a hacer?

-Todo aquello de que seamos capaces -dijo Winston.

O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fue­ran ya conocidas.

-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?

-Sí.

-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?

-Sí.

--¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?

-Sí.

-¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?

-Sí.

-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir drogas, a fo­mentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?

-Sí.

-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros in­tereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?

-Sí.

-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a -vivir el resto de vuestras vidas como camareros, cargadores de puerto, etc.?

-Sí.

-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?

-Sí.

-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?

-No -interrumpió Julia.

A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiem­po antes de contestar. Durante algunos momentos creyó ha­ber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir soni­dos, formando las primeras sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:

-No -dijo por fin.

-Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es ne­cesario que lo conozcamos todo.

Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más ani­mada:

-- ¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color del pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distin­ta. Nuestros cirujanos transforman a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos, amputamos algún miembro.

Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices. Julia esta­ba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con valentía. Murmuró algo que parecía conformi­dad.

-Bueno. Entonces ya está todo arreglado -dijo O'Brien.

Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a mirar su reloj de pulsera.

-Vuelve a tu servicio, Martín -dijo-. Volveré a po­ner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.

Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscu­ros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas, pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosa­mente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando por la es­tancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.

-Ya comprenderéis -dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las obedece­réis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad en que vi­vimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que lu­chamos y las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por vosotros mis­mos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afilia­dos. Tendréis sólo tres o cuatro personas en contacto con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo. Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comu­nicación. Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte de vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia. Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona diferente con una cara distinta.

Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos. Gra­cia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aun­que hablara en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades vené­reas, miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir su voz-; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien. Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de OBrien y su rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía impresio­nada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. OBrien prosiguió:

-Habréis oído rumores sobre la existencia de la Her­mandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra mane­ra. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterrá­neo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras misteriosas o movimientos especia­les de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Herman­dad no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individuali­zar sino a muy contados de sus afiliados. El propio Golds­tein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indes­tructible. No tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando final­mente seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nun­ca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en la celda del compa­ñero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. De­béis acostumbraros a la idea de vivir sin esperanza. Trabaja­réis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os mata­rán. Esos serán los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio percepti­ble durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a poco. No podemos actuar colecti­vamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.

Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.

-Ya es casi la hora de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía por la mitad.

Llenó los vasos y levantó el suyo.

-¿Por qué brindaremos esta vez? --dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de la Policía del Pensamien­to? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?

-Por el pasado -dijo Winston.

-Sí, el pasado es más importante -concedió O'Brien seriamente.

Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Ju­lia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en la lengua. Era muy impor­tante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores. En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se paró.

-Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.

Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charrington.

-Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del
1   ...   11   12   13   14   15   16   17   18   ...   25

similar:

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com

Librodot com iconLibrodot com






© 2015
contactos
l.exam-10.com