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¿QUÉ SIGUE? Estas notas tienen el propósito de alentar el análisis político y la reflexión crítica sobre la crisis social de proporciones inéditas que detonó con la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa. Van dirigidas a los compañeros de lucha de muchos años que han estado bregando a favor de las transformaciones de fondo en todos los ámbitos de la vida nacional, y en particular contra las condiciones de pobreza, desigualdad social, desempleo, violaciones sistemáticas y crecientemente generalizadas de los derechos humanos, inseguridad pública, además de los delitos, abusos y socavamiento del Estado de derecho en el ejercicio de las funciones de gobierno en nuestra entidad, sobre los cuales no abundaré porque seguramente son del conocimiento de quienes lean el escrito, y porque el motivo del documento es otro. Lo que quiero enfatizar es mi extrañeza por la ausencia de diálogo entre nosotros, de intercambio de informaciones, puntos de vista, análisis de realidades, propuesta de alternativas, cuando tendría que ser lo contrario, porque en otras ocasiones, digamos menos apremiantes, lo hemos hecho, limitadamente, pero lo hemos hecho. Me pregunto si la irrupción de este movimiento no sólo agarró desprevenidos, por sorpresivo, a los integrantes del establishment y sus personeros sino también a sus críticos, y en alguna medida a nosotros, aunque por diferentes motivos. O no damos crédito a lo que está ocurriendo, o aún no salimos del pasmo. También puede deberse al cansancio, o a una suerte de reblandecimiento del ánimo por la anticipación de frustraciones avizoradas. En cualquier caso, espero que las reflexiones sirvan para alentar el intercambio epistolar y para aguzar la conciencia crítica y el ingenio estratégico porque, como pocas veces, son absolutamente necesarios en la línea de encontrar, construir, promover y recorrer rutas de salida del desbarajuste nacional en el que nos encontramos. ¿Qué tiene de particular o de única la insurgencia ciudadana que explosionó Ayotzinapa respecto de procesos anteriores de movilizaciones populares? ¿Por qué la mayoría de los analistas serios coinciden en que los sucesos de Iguala están poniendo en riesgo la estabilidad, incluso el equilibrio ya de por sí bastante disminuido del sistema político mexicano, como no había ocurrido en las tres últimas décadas? ¿La potencia insurgente de Ayotzinapa es realmente mayor a la de otros eventos del pasado reciente porque conjuga una serie de factores que revelan las debilidades del sistema, o sus puntos flacos, como tampoco ocurrió con otros procesos de la historia contemporánea, por lo menos no en la misma medida? Para responder las preguntas, es preciso hacer algunas comparaciones rápidas, pero espero que en esencia sean certeras. La insurgencia que detona Ayotzinapa es más fuerte, más honda y pronunciada, y en particular más peligrosa para los poderes establecidos, y para la clase política en general, porque conjuga un ramillete de varias crisis que no deja área, espacio o ámbito del quehacer nacional y de las formas de vida y de convivencia social de los mexicanos libres de él, o indemnes a sus efectos. Suma la crisis económica de décadas de estancamiento, de crecimientos pobrísimos, con todas las repercusiones a que ha dado lugar, a la crisis de inseguridad de proporciones descomunales, más la crisis de destrucción del tejido social, la crisis de las instituciones de gobierno y de procuración de justicia, todo ligado al fracaso de la transición democrática, al descreimiento en los sistemas de representaciones sociales y políticas que nos hemos dado o nos han impuesto, y por si fuera poco, el sedimento es el hartazgo, la irritación social, la desesperanza que ha permeado los sentimientos y la imaginación colectivos de los mexicanos que no formamos parte del uno por ciento de las elites. El movimiento de 1968 se dio en el plano de la insurrección juvenil contra el autoritarismo del sistema de partido casi único, y a favor de la ampliación de las libertades democráticas, pero, por otro lado, y salvo por casos excepcionales, no logró concitar el apoyo activo de los sectores mayoritarios de la población (quizá porque la brutal represión del 2 de octubre cortó de tajo esa posibilidad), ni se extendió por el país, además de que ocurrió en las postrimerías del “milagro mexicano”, cuando la economía crecía a tasas casi tres veces superiores que las actuales. El sismo de 1985 puso contra la pared al gobierno federal en turno, pero no por razones políticas sino por su inoperancia, lo que generó el espacio para la irrupción de la sociedad civil, quien se hizo cargo de las labores de rescate, reconstrucción y revitalización del tejido social que había sido dañado por el fenómeno natural, y también por los rigores a que fue sometido por el modelo neoliberal, entonces recientemente estrenado. Es la etapa que pasó a ser conocida como la del despertar de la sociedad civil, obviamente dentro de los parámetros estrechos de un país como el nuestro. El fraude electoral de 1988, con todo y que constituyó la primera voz de alarma para el sistema, en tanto que expresión del descontento popular que se había venido acumulando por el desarrollo periódico de las llamadas “elecciones patrióticas”, en las que el PRI tenía que ganar por las buenas o por las malas, no pasó a mayores porque extrañamente el candidato del Frente Democrático Nacional no fue más allá del desconocimiento de los resultados, pues no hizo intentos serios de llamar a la sociedad a la protesta colectiva y organizada. La crisis multifacética de 1994, año que vivimos en peligro, se dio en el plano político. El EZLN, que surgió desde el antípoda del sistema priista, la revuelta a que dio lugar y el apoyo de las izquierdas sociales y partidistas que logró convocar visibilizó las demandas ancestrales de los pueblos indígenas, pero por razones que sería largo explicar ahora, no fue posible mantener las movilizaciones sociales, y tampoco se perfiló una propuesta alternativa de reconstrucción social con visos de factibilidad. Siguiendo en el terreno político, los magnicidios que ocurrieron en ese año fatídico cimbraron el sistema, pero no al grado de impedir su restauración inmediata por los reacomodos de los grupos de poder. La crisis económica del “error de diciembre” de 1994 y la caída estrepitosa del PIB en 1995 provocaron, en el terreno político, una escaramuza entre el presidente saliente y el entrante, el distanciamiento entre ambos que hasta hoy no ha sido superado, lo que no supuso quiebres irreparables del establishment, pero en cambio provocó graves y fuertes repercusiones negativas en la economía de las personas, familias y empresas, y especialmente en los ahorros de las clases medias. Las elecciones de 1997, donde el PRI pierde por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados, inician la etapa de gobiernos divididos en la que se atiza el fuego de la descomposición social porque los políticos, hechos por asunción –en el caso de los priistas-, o por reacción –en el de los panistas, y también en los de algunos sectores de las izquierdas- en la cultura de los valores crecientemente degradados de la Revolución mexicana, no estaban acostumbrados a negociar los grandes acuerdos que el país requería, lo que dio lugar a las concertacesiones, que vinieron a ser el engendro del ejercicio disfrazado del autoritarismo en condiciones de aparente debilidad. Fue entonces que la ineficacia y la inoperancia se hicieron prácticas diarias, lo que produjo la acumulación de miles de asuntos sin resolver, de leyes sin aprobar y de problemas y necesidades de la población sin atender. Mientras tanto, el crimen organizado se iba haciendo de espacios crecientes de gobiernos avenidos a sus intereses, quienes discurrían entre la atrofia institucional, la disfuncionalidad administrativa y la carcoma de la corrupción. La alternancia del 2000 fue meramente nominal porque el arribo del PAN a la presidencia no se tradujo en cambios sustantivos en prácticamente ningún área del acontecer nacional y, como era de esperarse, este partido desaprovechó la oportunidad histórica de socavar las bases sobre las que se sostuvo el régimen anterior durante siete décadas, lo que permitió el regreso de los autonombrados “jóvenes priistas” del calibre de Enrique Peña Nieto, Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa Patrón. En el 2006 se produjo el fraude electoral en la elección presidencial pero, salvo por el incidente del plantón en el Paseo de la Reforma, la autocontención de las huestes lopezobradoristas y el pacifismo de las movilizaciones sociales –por lo demás conscientemente asumidos- no abonaron al desequilibrio progresivo e irrecusable del statu quo. Por si había dudas al respecto, entonces quedó claro que los beneficiarios del régimen político y los poderes fácticos no permitirían el arribo de la izquierda a la presidencia de la república, evidenciando el juego perverso de la democracia administrada, y de una muy disminuida, o bastante desdibujada. En el 2012 se repitió la historia del fraude electoral, pero ahora por la vía de la compra masiva de votos, y sin embargo las movilizaciones contra el suceso fueron notoriamente menores. Este evento traumático reiteró el compromiso identitario de las elites en el sentido de que los poderes fácticos pueden jugar a permitir el arribo de las derechas a la presidencia, la histórica que está representada por el PAN y la de la camada de los priistas neoliberales, pero nunca de la izquierda, no de la reformista que se ha plegado a los dictados de Peña Nieto, pues solo para eso le sirve, y menos la de la corriente de López Obrador, por lo que si ésta última se ha propuesto ganar en el 2018, tendrá que construir una amplia convergencia de las oposiciones de izquierda, las partidistas y no partidistas, para hacerlo por la vía del knock out, es decir, por una amplia mayoría, de tal suerte que pueda amortiguar los efectos de cualquier estratagema de fraude, las que debemos dar por descontado que operarán en la próxima elección presidencial. En otro documento (Un llamado apremiante a la unidad institucional), intenté caracterizar el movimiento que se ha gestado en torno a Ayotzinapa en términos parecidos a los siguientes: a) cataliza la indignación, el hartazgo y el enojo de cientos de miles de ciudadanos por todas las injusticias que han sufrido, pero destacadamente por el desprecio de la vida que está detrás de los homicidios, las fosas comunes, las torturas, las desapariciones forzadas, las violencias de género, entre tantas expresiones lamentables de violaciones de los derechos humanos que han llegado a constituir escenarios de crímenes de lesa humanidad; b) el carácter espontáneo, crecientemente masivo, contestatario, antisistémico, antipartidista, en su mayoría ciudadano y de contingentes juveniles; c) la diversidad de los convocantes, además de la incipiencia y la heterogeneidad en las formas de organización; d) la acumulación aún no programática de los agravios y banderas de lucha, e) el recrudecimiento de sus diferencias con los políticos y todo lo que éstos representan, y hasta la crisis de la idea misma de autoridad y de las instancias oficiales de representación de los anhelos, deseos y necesidades de la sociedad. Obviamente esta tipificación amerita estudios más elaborados, y por su brevedad, seguramente adolece de insuficiencias más o menos evidentes. ¿Por qué Ayotzinapa y todo lo que el suceso ha traído consigo? Porque Ayotzinapa no es Allende, tampoco Piedras Negras, y Guerrero no es Coahuila, en términos de la historia y tradiciones de lucha contra las represiones de los gobiernos de los tres niveles, y porque las condiciones de pobreza extrema que privan en la región han exacerbado las contradicciones sociales a niveles inequiparables, y también porque muchas regiones de Guerrero no han dejado de ser tierras de insurgencia, potencial o activa. Bien, pero ¿por qué prendió el movimiento precisamente en y desde Ayotzinapa, y no desde cualquier otro lugar? ¿Por qué, nos preguntamos en Coahuila, los sucesos de Allende y Piedras Negras no han recibido la misma atención de los medios, ni en torno a ellos se han generado movimientos de apoyo y solidaridad, salvo por lo que han obtenido, pero como efecto rebote, e igual, a partir de Ayotzinapa? Partiendo de la premisa de que todas las vidas valen lo mismo, si se puede abordar el asunto en esos términos, y además de lo expresado hasta ahora, Ayotzinapa explosionó por las razones siguientes: a) la muerte de 6 personas –tres de ellas estudiantes- y la desaparición de los 43 normalistas golpeó inmediatamente la conciencia histórica de los mexicanos, quienes después de los acontecimientos de 1968 perciben las represiones estudiantiles, y más con los desenlaces del caso Iguala, como la condensación intolerable del autoritarismo estatal, por encima incluso de otros eventos más inhumanos en términos de pérdida de vidas y de condiciones horripilantes de los hechos, lo que invita a pensar serenamente en los cursos extraños de los traumas colectivos y epocales; b) la habilidad para hacer del conocimiento público, en forma inmediata, la desaparición de los normalistas, casi diríamos que en tiempo real, lo que facilitó la socialización del sentimiento de indignación; c) la puesta en evidencia, también inmediata, de la colusión del gobierno municipal con los grupos del crimen organizado, y luego el desnudo de las omisiones e irresponsabilidades del gobierno estatal, y después la indiferencia, las peripecias fallidas y las incapacidades manifiestas del gobierno federal; d) el desafío político al sistema que surgió desde el momento mismo de la denuncia de las desapariciones, por el componente explosivo y altamente político que le dieron los denunciantes. Estos elementos explican, sumados a las crisis recurrentes en los ámbitos económicos, sociales y políticos, el poder de atracción del caso Ayotzinapa y el apoyo crecientemente masivo de los ciudadanos, a niveles que superan los alcanzados por otros acontecimientos de la historia reciente del país. En otro documento de nombre no muy agraciado (La condicionalidad del cambio, o la importancia del si y solo si), apunté –únicamente eso- lo que desde mi perspectiva serían las condiciones imprescindibles para el cambio, las que aún más resumidas quedarían así: a) asegurar la perdurabilidad del movimiento; b) impulsar la organicidad dinámica, flexible, horizontal, democrática, con fórmulas innovadoras y anti-escleróticas del movimiento, considerando la enorme heterogeneidad que lo caracteriza; c) crear espacios de convergencia y coordinación entre los colectivos de la sociedad civil y las expresiones partidarias realmente proclives al cambio, pero sobre la base del respeto de las últimas a las primeras, en todas sus formas, y si me apuran, casi como actos de contrición, lo que sé que puede levantar ámpulas; d) incorporar, teniendo como exigencia nuclear la aparición de los 43 normalistas (ahora 42), las demandas sociales de toda la geografía nacional que configure el programa de las transformaciones radicales que anhelamos; e) conservar y defender el carácter pacífico del movimiento, pero a la vez avanzar en la acumulación de fuerzas que permitan debilitar las bases de apoyo del régimen, para poder sortear en las mejores condiciones posibles cualquiera de las eventualidades de salida del estado de cosas; f) abrirnos a la evaluación de la factibilidad de todas las opciones de salida para el cambio; g) poner especial cuidado en no dañar a terceros, y h) llegado el momento, y si es el caso, negociar con la contraparte, pero en condiciones de fortaleza, o cuando la correlación de fuerzas favorezca a la sociedad civil, o a la generalidad de los contingentes movilizados por el cambio. Para referirme más en concreto al tema del escrito, y en el contexto de las aún insuficientes discusiones de fondo que se están dando en el país sobre el caso Ayotzinapa y las movilizaciones que ha provocado, y en particular al último inciso del párrafo anterior, en una entrevista del 27 de noviembre de 2014 en la que le preguntan a Buscaglia que si cree que el movimiento que se está forjando debe establecer un diálogo con el gobierno, éste contesta que no y argumenta: “ |