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El proceso de los siete anarquistas de Chicago Al Director de La Nación. Nueva York, septiembre 2 de 1886. […] Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver qué delitos se criaban a su sombra; y como de vestidos de llamas se desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los más adelantados de los socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser saludable ni fructífero si se logra por medio del crimen, innecesario en un país de república, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley. Al Director de El Partido Liberal. Nueva York, agosto 8 de 1887. […] Entre los trabajadores, como por la masa que lo avigora puede llamarse el partido nuevo, el partido de George y de McCIynn, del abolicionista Redpath, del brillante escritor Russell Joung, del sacerdote protestante Pentecost, del monje protestante Huntington; todos de palabra de llama, todos partidarios de la acción y provecho libres e individuales del hombre en el Estado sin desigualdad y sin miseria; la Convención preparatoria, anticipándose a la solemne que ha de reunirse en pocos días, se desentiende de todo trato en cosas públicas con los socialistas alemanes, segura de ganar con esto en lo general de la opinión que la aplaude, los votos que pierda en los barrios donde domina el alemán, que ya son muchos: el alemán trabaja, cría a sus hijos; bebe cerveza, canta, piensa. Al Director de La Nación. Nueva York, agosto 17 de 1887. […] La atención está en […] los alemanes, que donde encuentran un sombrío, se llevan su familia, su barril de cerveza, su coro y su cítara; y entre Kartoffel y Frankfürter, junto a sus hijos robustos y sus mujeres caseras, hablan de sus socialistas, más modosos en Nueva York que en el Oeste, pero dondequiera temidos y rechazados […] Por campos cuidados, en muchos de los cuales es moda ahora criar gallinas de Menorca y Leghorn, y faisanes ingleses, llevó también el ferrocarril a Siracusa a los delegados de la convención del Partido del Trabajo. Pero no viajaban tan de paz como los labradores, sino que en los carros mismos, como en estos días últimos en las juntas apasionadas de la ciudad, iban los socialistas alemanes, dueños del voto obrero en el este de Nueva York, impetrando del enérgico George la revocación del fallo inapelable del partido, que en sus asambleas primarias decretó, y en la convención ratifica ahora, su separación completa del socialismo europeo, y de aquellos miembros de éste que insisten en allegarse, al partido nuevo sin dejar a la puerta de América el pueblo fantástico y de extranjera raíz, que con errónea generosidad se empeñan en fundar, contra la naturaleza distintamente individual del hombre. “Perdería el partido dieciocho mil votos socialistas”. “Los perderá, responde George; ganará más demostrando que el miedo a perder una elección no le estorba para hacer lo que debe”. […] En la convención hay dos partidos, la minoría que aboga por trabajar en común con los socialistas alemanes, y la mayoría, respetuosa y firme, que no quiere confundir su plan de suprimir todos los tributos, aplicar a los gastos de la nación la suma que por la venta de la tierra pague el que la ocupe, y reservar al Estado la administración y provecho de los monopolios naturales, espacio, suelo, agua, con el plan de los socialistas, que quieren que la tierra, los instrumentos de producción, las máquinas, las fábricas y los productos del trabajo pertenezcan en junto al pueblo todo, y sea todo entre todos y para todos producido, bajo la dirección de la comunidad cooperativa, que distribuirá los productos conforme al trabajo que cada cual haya puesto en ellos, y a las necesidades de los individuos. “¡Jamás!” dijo el profesor Clark saltando sobre sus pies: “¡Por algo nos hizo Dios diferentes de los tordos que andan en bandadas, y de las ovejas que pacen en rebaños!: el hombre necesita para desenvolver la zozobra, el estímulo, el premio, el dolor mismo!” “¡Jamás!“ –dijo el Dr. Wood, hijo de un Ministro de Estado: “¡he venido aquí a sacar al hombre de la esclavitud industrial, a luchar por obtener para él la libertad entera, y no he de empezar por confesarme esclavo: ¡ni indio esclavo de la Iglesia en las reducciones, útiles sólo para la Iglesia, ni norteamericano esclavo del gobierno en esas nuevas reducciones socialistas!” Hablaron en vano los socialistas, oídos con respeto. Preside Post, un abogado amigo de los pobres. Otros propusieron de Presidente a Franck Ferroll, un negro. “Nos reunimos aquí” –dice el negro, maquinista de oficio, “para concertar la lucha próxima; para extender por los campos la organización que, con un año de trabajo, tenemos ya completa en las ciudades; para declarar que aunque no procuramos esconder que toda nuestra alma es de los que padecen en casas fétidas, en amargura indescriptible, en bestial ignorancia, no procuramos sacar de quicio con visionarias fábricas el mundo, sino volver el gobierno de nuestro pueblo, como remedio único y bastante de todos sus males, a la sencillez y a la justicia. Leed esos tres estandartes que nos presiden: “Sufren, porque permitimos que entre políticos venales y diestros ambiciosos les roben la tierra que les pertenece de derecho: No atacamos el derecho justo de propiedad: No robarás, dice la ley de Dios.” Así hablan, con intensidad de sentido y palabra que adquiere de ella singular elocuencia, bajo el techo cubierto, sin uno solo extranjero, de pabellones norteamericanos. Hay profesores, coroneles, autores de libros, zapateros, periodistas, pastores protestantes, sastres. Son doscientos, y viven en un hotel que excluye el vino de su mesa. Domina el buen vestir, aunque sin exceso de elegancia. Alguno clama contra un nombramiento, en mangas de camisa. Otro perora, en blusa de franela. George sonríe y espera, detrás de su sombrero de fieltro blanco. La Nación. Buenos Aires, 29 de septiembre de 1887. Desde los Estados Unidos. Los sucesos. Al Director de La Nación. Nueva York, septiembre 3 de 1887. […] Si ágil es George en propalar por el campo entusiasta su doctrina; en retar a sus adversarios económicos a que como Lincoln y Douglas la discutan en público con él, puño a puño, desde la misma plataforma; en aceptar a vuelta de correo el reto de un socialista alemán elocuente que, acusando a George del individualismo humano en que se basa, le desafía a debate oratorio sobre las ventajas que tiene en su pensar el socialismo puro; si es George ubicuo, si atrae a su voz el campo como la ciudad, si recorre el Estado entre muestras de apasionado respeto, no pregonando como dómine, sino respondiendo llanamente a los que le preguntan, Chauncey Depew, que por la fuerza de su mente ha subido de la más llana condición a candidato nato a la Presidencia de las clases conservadoras de los Estados Unidos, no perdona feria, reunión o simposio donde, explotando el miedo que las bombas anarquistas de Chicago han despertado en el país, no se burle con encono que ya disimula mal, con razones como aquellas que daban los esclavistas sobre la inefable ventura de los negros, de los hombres de piadoso corazón que, viendo crecer desmedidamente la miseria, quieren, con la política infalible de la justicia, extinguirla antes de que estalle. Al Director de La Nación. Nueva York, septiembre 7 de 1887. […] Así pasan, con orden marcial, todos los gremios detrás de sus banderas: los carpinteros, con un colosal cepillo por insignia; los peones de albañil, con camisas de lana blanca y sombreros negros; los canteros, con delantales de lona, y un grupo de ellos que iba rompiendo cantos en un carro; los panaderos alemanes, que por mostrar desavenencia con los antisocialistas que George capitanea, pasaron ante él, con el pabellón socialista a la funerala […] Al Director de El Partido Liberal. Nueva York, septiembre 22 de 1887. […] Y el mismo Chicago, donde parece por lo unánime de la opinión ser irremediable la muerte de estos hombres, ya no se burla de aquel dolor donde es visible la virtud. Ni se ve que fuera de Chicago se ablanden los corazones, aunque apenas hay quien crea que entre los ocho llamados a morir, está el que lanzó la bomba. De los ocho, uno es un orador de ímpetu y elegancia literaria, cuya suma cultura le hace afrontar en paz la muerte; otro, el periodista, escribe dramas y sabe oficios finos; otro, que lleva en la cara la manía agitatoria, parece proyectil, no hombre; otro, es buen socialista según libros; otro, de cajista, subió a escribir en diarios; hay otro sabio en artes; a otro, un impresor, no lo fueron ya a ver, el día en que se confirmó la sentencia, dos niños que tiene, agraciados y lindos; otro, el condenado a quince años de penitenciaría, vende cestas, que trabaja muy bien, y dice serenamente que si le matan a sus compañeros, se mata. Al Director de El Partido Liberal. Nueva York, octubre 18 de 1887. […] Ya todos los partidos tienen compuesta y recomendada ante el público su candidatura; y el interés que la batalla política despierta siempre, el desborde casi satánico de pasiones que aquí se considera modo legítimo de aspirar al triunfo, la suposición maligna, la calumnia fría, la réplica aristofánica, la pelea que deja el aire fétido, como son fétidas las entrañas donde se elabora y mantiene la salud, despiertan este año con brío nuevo, por el poder súbito con que se presenta en el combate el partido prohibicionista, hostil a la fábrica y venta de licores, y por el influjo que pueda tener en los partidos antiguos, republicano y demócrata, el nuevo partido reformador de George, reclutado principalmente de entre los demócratas, y ya dividido, por haberse separado de él en masa los obreros socialistas. […] Y anoche mismo, en la reunión al aire libre de los socialistas en Union Square, cuando ocho mil de ellos se congregaban impacientes para protestar contra la brutal arremetida con que una semana antes los dispersó la policía; cuando la ciudad esperaba que no acabase sin sangre la noche; cuando cercaban el estrado de los oradores doscientos policías armados de revólveres y de la porra temible; cuando aún padecen en los hospitales de sus contusiones y heridas los concurrentes o transeúntes indefensos que arrolló aquella noche la policía sanguinaria, una mujer habló desde el estrado a la plaza que la vitoreaba sin cesar, mientras ella, dando la libertad de los Estados Unidos por moribunda, aconsejaba a los socialistas que la fortalecieran con el estudio de los problemas que acarrea el predominio del dinero y la restableciesen con el voto. Silenciosamente, mientras ella iba hablando, pasaban ante el estrado compañías de obreros, que ondeaban la bandera roja. Con tres “hurras por la palabra libre” acabó la reunión, que había oído atenta los discursos de los oradores que les hablaban desde los estrados dispuestos en las cuatro esquinas de la plaza, y de los carretones convertidos, en las bocacalles, en improvisada tribuna. Allí estaban todos los partidarios con que en Nueva York cuenta el dogma socialista, encabezados por un noble ruso. Allí estaban, con sus mujeres y sus hijos, los mismos sobre quienes, fingiendo una equivocación de que se ha avergonzado luego, cayó ciega de furia la policía, tundiendo, aporreando, derribando, hiriendo a cuanto tranquilo espectador o paseante desentendido se le oponía al paso. […] Pero a ese odio personal hay que añadir, para entender en su alcance este acto de violencia, el encono con que ve el policía, casi siempre irlandés o hijo de él, a los alemanes, polacos, bohemios y rusos que, más por aspiración vaga que por entendimiento, siguen, en unión de escasos norteamericanos, las doctrinas socialistas, propagadas aquí por los medios legales de la palabra, el periódico y el libro, con aquella volcánica intensidad propia de los países donde el hombre estalla de puro comprimido: el desinterés evangélico de unos, el odio heredado de otros, el ansia de mejora de todos, da a esta propaganda injertada, a esta política de importación, un tono de extranjería y vehemencia que inspira espanto verdadero a los americanos de raza, hechos a volcar en paz, por la virtud del voto puesto en la urna, los hombres y las instituciones que les estorban. Y en los policías vienen a juntarse, con el rencor hacia el que denuncia sus abusos, el odio del emigrado irlandés a su rival alemán o eslavo, y la impaciencia clara con que el pueblo americano mira el adelanto de las doctrinas europeas, impaciencia tal que no vacilaría, si así pudiera detener el progreso de las del extranjero, en mermarse sus propias libertades. Así pasan ahora los días rápidos: leyendo los diarios en que los republicanos y demócratas, enemigos entre sí, se coligan para atacar el partido de George, y animan a los socialistas de quienes George, con enérgica política, se ha separado; oyendo calumnias; aplaudiendo en estrenos teatrales; preparándose para la Exposición de Atlanta; viendo a los negros, al favor de un buque, representar a lo vivo las escenas bíblicas del Hijo Pródigo; asistiendo a un teatro donde debaten anta el público, compuesto por mitad de los dos partidos, George, defensor de un impuesto único sobre la tierra dada en alquiler por el Estado, y el ruso Shevitch, orador tonante y de hermoso pelo negro, jefe de los socialistas. El Partido Liberal, México, 1887. Al Director de La Nación. Nueva York, noviembre 9 de 1887. […] La determinación de separarse de los socialistas alemanes privó a George, candidato ahora para la Secretaría de Estado, del voto considerable de este grupo. Al Director de La Nación. Nueva York, noviembre 13 de 1887. […] Los domingos, el americano Parsons, propuesto una vez por sus amigos socialistas para la Presidencia de la República, creyendo en la humanidad como en su único Dios, reunía a sus sectarios para levantarles el alma hasta el valor necesario a su defensa. Hablaba a saltos, a latigazos, a cuchilladas: lo llevaba lejos de sí la palabra encendida. […] Los oradores, que hablan sobre las rocas, sacuden con sus invectivas aquel concurso en que los ojos centellean y se ven temblar las barbas. El orador es un carrero, un fundidor, un albañil: el humo de McCormick caracolea sobre el molino: ya se acerca la hora de salida: “¡a ver qué cara nos ponen esos traidores!” “¡Fuera, fuera ese que habla, que es un socialista!...” Al Director de La Nación. Nueva York, diciembre 8 de 1887. […] Lo ha invitado a hablar sobre el problema obrero ante Ia sociedad de “El siglo diecinueve” el juez Courtlandt Palmer, millonario socialista en cuyos salones es obligatoria la casaca: Courtlandt Palmer ha invitado a la vez a Andrew Camegie, que por la certeza de su propia bondad y su noble fortuna, no sabe poner en la desdicha de los telegrafistas, como él, ni de los tejedores, como su padre; y a Grönlund, elocuente socialista alemán, que diseñó con palabra feliz, ante las damas en seda y en plumas, un mundo de oro, como su barba. La Nación. Buenos Aires, 29 de enero de 1888. Volumen 12. En los Estados Unidos. Escenas norteamericanas IV. Al Director de La Opinión Pública. Nueva York, 30 de junio de 1889. […] Acaso es Boston, fuera de París, la ciudad donde se acatan con más respeto las opiniones nuevas, y está vivo, como en la cubierta de La Flor de Mayo, aquel derecho magnífico del hombre a pensar con honradez lo que le parezca bien sobre las cosas del mundo. En Nueva York cazan a los socialistas por las calles o poco menos; pero en Boston se juntan los pensadores a meditar sobre los males públicos, y una reunión de gente rica y aristocrática declara que las relaciones actuales entre los hombres son bárbaras y temibles, y que es preciso que los ricos de Boston estudien el modo de distribuir mejor la riqueza nacional, porque sobre pilas de votos comprados va mal la república, y no se ha de acabar por levantar aquí los dos montes que se han ido haciendo en todos los pueblos, uno de oro; y otro de cólera. Es necesario, dicen de Boston, que lo que es de todos por la naturaleza no pase a ser propiedad particular de unos cuantos. Las riquezas injustas; las riquezas que se arman contra la libertad, y la corrompen; las riquezas que excitan la ira de loa necesitados, de los defraudados, vienen siempre del goce de un privilegio sobre las propiedades naturales, sobre los elementos, sobre el agua y la tierra, que sólo pueden pertenecer, a modo de depósito, al que saque mayor provecho de ellos para el bienestar común. Con el trabajo honrado jamás se acumulan esas fortunas insolentes. El robo, el abuso, la inmoralidad están debajo de esas fortunas enormes. “Hay que ordenar mejor el mundo, dicen de Boston, si no queremos que el mundo se nos venga encima”. Y se están creando grupos para el estudio de la reforma social, no donde el cambio es apetecido con rabia y exceso, como sucede entre los obreros pobres, sino entre aquella gente de arriba que tiene llenos a la vez los sesos y las arcas. Refórmese de arriba, decía el pobre zar Alejandro, antes que la reforma venga de abajo. Atienda a lo justo en tiempo el que no quiera que lo justo lo devore. La Opinión Pública. Montevideo, 1889. Al Director de La Opinión Pública. Nueva York, agosto 19 de 1889. […] En el colegio de sordomudos es más hermosa la fiesta, porque también tienen allí sus poetas y oradores, pero además se ve en pleno trabajo a los talleres, unos con la lezna, otros enrejillando, aquéllos puliendo ébano, éstos montando mangas, ésos parando tipos para el periódico del colegio, que habla de los empleos de los sordomudos, de sus congresos, de sus libros, de sus matrimonios, de sus amores: como el marfil le brilla la frente, y como hilos de luz los dedos, al que saluda en nombre de la escuela al concurso, con frases de hermosura natural y épica sencillez, que el rector traduce en palabras, y la concurrencia aplaude, acometida de amor, de pie sobre los asientos: unos dibujan con mano ágil perfiles, casas y útiles de trabajo en los pizarrones, otros suben al estrado, a recibir el premio por su tesis sobre “El poder del amor”, o “Los adelantos de la Química”, o “La esencia de la Libertad”, o “El rayo y la agricultura”, o “El error del Socialismo”, o “La composición del cielo”: otro, ciego, sordo y mudo, se sienta a una máquina de escribir, y sin que le falle una tecla escribe una carta a los que “lo han venido a ver”, donde cuenta cómo llegó al colegio hace dos años “con la inteligencia como cuando es de día y empieza a ser de noche”, y cómo ahora puede conversar, y leer en los libros de relieve, y “preguntar lo que no sabe”, y gozar del delirio de pensar y entender. |
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![]() | ![]() | «está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe»; el que «no tiene cátedra, ni púlpito, ni escuela», cuando se le compra a esos poetas... | |
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