Más antiguo de la literatura europea. Escrita por






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La Ilíada

Es el poema épico más antiguo de la literatura europea. Escrita por Homero en hexámetros dactílicos en el siglo VIII a.C. Cuando el poema comienza, los griegos están acampados en la costa de Troya, han pasado nueve años y muchas ciudades de la Tróade han sido conquistadas y saqueadas, pero la capital, Troya, sigue resistiendo. La Ilíada narra un pasaje de 51 días sucedido durante el décimo año de la guerra de Troya que comienza con la retirada de Aquiles a su tienda. La muerte de su amigo Patroclo a manos de Héctor hará que Aquiles vuelva a la lucha para vengarlo.

Se conservan manuscritos de La Ilíada desde el siglo II a.C., aunque se tiene certeza de uno anterior al 520 a.C. en Atenas utilizado para ser recitado en las fiestas en honor de Atenea. Posteriormente su copia se generalizó, sobre todo en Europa (a partir del siglo XIII) y en Bizancio (siglo IX al XV).

Ya en la antigüedad clásica se consideraba este poema como historia literal y a sus personajes como modelo de comportamiento y heroísmo a imitar. Era práctica habitual su estudio y la memorización de extensos episodios.



CANTO I

En el libro I, el poeta comienza anunciando el tema (1-7) y luego relata brevemente los acontecimientos que llevaron a la disputa (8-53). Sigue el debate en la Asamblea y la disputa, la toma de Briseida en el campamento de Aquiles, y la queja de Aquiles a Tetis (318-430), un intervalo de doce días y la devolución de Criseida (430-492). En el Olimpo, el ruego de Tetis para que los griegos sean derrotados y la escena entre Zeus, Hera y Hefesto (493-611). 
Introducción.Crises solicita a los Átridas la liberación de su hija Criseida. Todos aceptan, sólo Agamenón amenaza al sacerdote de Apolo por su petición.
1. Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves; se cumplía la voluntad de Zeus, desde que se separaron disputando el Átrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8. ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto. Furioso con el rey [Agamenón], suscitó en el ejército [aqueo] maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Átrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando salvar a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Átridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17. “¡Átridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, honrando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.”
22. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate: mas el Átrida Agamenón, a quien no complació el acuerdo, le ordenó con amenazador lenguaje:
26. “Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla [a Criseida] no la soltaré; antes le llegará la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.”
33. Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin mover los labios, se fue por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
37. “¡Óyeme, tú que llevas arco de plata! (…) ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!”
43. Tal fue su súplica. La oyó Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las flechas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Se sentó lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53. Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al ejército: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59. “¡Átrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños -también el sueño procede de Zeus-, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.”
Calcas, el adivino, sabe la razón del enojo divino pero pide protección ante el rey Agamenón. Aquiles acepta defenderlo.
68. Cuando así hubo hablado, se sentó. Se levantó Calcas Testórida, el mejor de los augures -conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo-, y benévolo les habló diciendo:
74. “¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Me mandas explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me salvarás.”
84. Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: “Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Júpiter, a quien tú, Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablaras de Agamenón, que ahora presume de ser el más poderoso de todos los aqueos.”
Calcas explica el enojo del dios Apolo. Agamenón se enfurece; sin embargo acepta devolver a Criseida, pero pide otra recompensa.
92. Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: “No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea devuelta a su padre, sin premio ni rescate, la muchacha de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.”
101. Dichas estas palabras, se sentó. Se levantó al punto el poderoso héroe Agamenón Átrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y dirigiendo a Calcas la torva vista, exclamó:
106. “¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.”
Aquiles se niega a otra recompensa pero Agamenón le exige la suya El héroe amenaza con dejar la batalla.
121. Replicóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros: “¡Átrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite tomar la bien amurallada ciudad de Troya.”
130. Díjole en respuesta el rey Agamenón: “Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente (...) Y si no me la dan, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayax, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, enviemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayax, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pélida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.”
148. Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros: “¡Ah desvergonzado y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables -no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas sombrías montañas y el ruidoso mar nos separan-, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saquear una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.”
A Agamenón no le importa que Aquiles deje la batalla. Pero, a cambio de Criseida, quiere apoderarse de la recompensa de Aquiles, la esclava Briseida. El hijo de Peleo se enfurece tanto que está dispuesto a matar al Átrida, pero Atenea lo tranquiliza.
172. Contestó el rey de hombres Agamenón: “Huye, pues, si tu ánimo te incita a ello; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.”
188. Tal dijo. Se acongojó el Pélida, y dentro del velludo pecho su corazón imaginó dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Átrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: la envió Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a ambos y por ellos se preocupaba. Se puso detrás del Pélida y le tiró de la rubia cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, se volvió y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
202. “¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.”
206. Díjole Atenea, la diosa de los brillantes ojos: “Vengo del cielo para calmar tu cólera, si obedeces; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a ambos y por vosotros se preocupa. Cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.”
215. Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: “Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy querido.”
219. Dijo; y, puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.
223. El hijo de Peleo, no disminuyendo en su ira, ofendió nuevamente al Átrida con injuriosas voces: “¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos; ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres humillados, (...) Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro, que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus algún día los argivos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.”
El anciano Néstor intenta calmar los ánimos de los dos.
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