Traducción de Mónica Faerna






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Pensó en el comentario que había hecho Wednesday y sonrió, muy a su pesar. Sombra había oído a demasiada gente aconsejando a otros que no reprimieran sus sentimientos, que dieran rienda suelta a sus emociones y se desprendieran del dolor. Sombra pensó que había mucho que decir sobre la represión de las emociones. Si uno lleva mucho tiempo haciéndolo y lo hace bien, pensaba, al final acaba por no sentir nada.

En ese momento, el sueño se apoderó de él sin que se diera cuenta.

Estaba andando…

Iba andando por una habitación más grande que una ciudad, y dondequiera que mirase había estatuas y relieves e imágenes toscamente labradas. Estaba de pie junto a la estatua de algo que parecía una mujer: sus pechos desnudos colgaban, fláccidos y planos; alrededor de la cintura llevaba una cadena de manos cortadas y, a su vez, sus propias manos sostenían sendos cuchillos bien afilados. Del cuello, en lugar de la cabeza, salían dos serpientes gemelas, con los cuerpos arqueados, la una frente a la otra, listas para atacar. Había algo intensamente perturbador en aquella estatua, algo profunda y violentamente perverso. Sombra se apartó de ella.

Comenzó a recorrer la sala. Los ojos de las estatuas parecían seguirle a cada paso que daba.

En el sueño, se percató de que cada estatua tenía delante un nombre ardiendo en el suelo. El hombre del cabello blanco que sostenía un tambor y llevaba un collar de dientes alrededor del cuello era LEUCOTIOS; la mujer de las caderas anchas con monstruos que salían por el amplio corte que tenía entre las piernas era HUBUR; el hombre con cabeza de carnero que sostenía la bola dorada era HERISHEF.

Una voz precisa, barroca y exacta le hablaba en el sueño, pero no podía ver a nadie.

—Estos son dioses que han sido olvidados, y que bien podrían estar muertos. Tan solo se pueden encontrar en viejas historias. Han desaparecido por completo, pero sus nombres e imágenes siguen con nosotros.

Sombra dobló una esquina y supo que se encontraba en otra habitación, más grande aún que la primera. Llegaba mucho más allá de donde le alcanzaba la vista. A su lado había el cráneo de un mamut, brillante y marrón, y un manto de pelo de color ocre que vestía una mujer menuda con la mano izquierda deforme. Al lado, tres mujeres, todas talladas en una misma roca de granito, unidas por la cintura: sus rostros parecían inacabados, como si los hubieran tallado apresuradamente, aunque sus pechos y genitales habían sido labrados con sumo detalle. También había un pájaro no volador que Sombra no reconoció, el doble de alto que él, con el pico de una rapaz, como el de un buitre; pero los brazos eran humanos. La lista era interminable.

La voz habló una vez más, como si fuera un profesor dictando la lección:

—Estos son los dioses que han sido olvidados por la memoria. Incluso sus nombres se han perdido. La gente que los adoraba está tan olvidada como sus dioses. Sus tótems llevan mucho tiempo abatidos y derruidos. Sus últimos sacerdotes murieron sin transmitir sus secretos.

»Los dioses mueren. Y cuando mueren de verdad nadie los llora ni los recuerda. Las ideas son más difíciles de matar que las personas, pero también se pueden eliminar, en definitiva.

Un susurro empezó a extenderse por la sala, un murmullo bajo que hizo que Sombra, en el sueño, se estremeciera a causa de un inexplicable temor. Se apoderó de él un pánico omnímodo, ahí mismo, en la sala de los dioses cuya misma existencia había caído en el olvido —dioses con cara de pulpo y dioses que no eran más que manos momificadas o rocas que caían o incendios en bosques…

Sombra se despertó con el corazón como un martillo neumático, la frente empapada en sudor frío, completamente despierto. Según los números rojos del despertador que había en la mesita de noche era la 1:03 de la mañana. Veía la luz del cartel del motel América por la ventana de la habitación. Desorientado, se levantó de la cama y se dirigió al minúsculo baño del motel. Orinó sin encender la luz y volvió al dormitorio. Aún tenía el sueño fresco y vívido en la mente, pero no entendía por qué lo había asustado tanto.

La luz que entraba en la habitación desde fuera era bastante discreta, pero los ojos de Sombra se habían acostumbrado a la oscuridad. Había una mujer sentada a un lado de la cama.

La conocía. La habría reconocido entre una multitud de mil personas, o de cien mil. Aún llevaba el traje azul marino con el que la habían enterrado.

Su voz no era más que un susurro, pero le resultaba muy familiar.

—Imagino que vas a preguntarme qué hago aquí.

Sombra no dijo nada. Se sentó en la única silla de la habitación y, por fin, preguntó:

—¿Eres tú, mi amor?

—Sí —respondió—. Tengo frío, cachorrito.

—Estás muerta, cielo.

—Sí —dijo ella—. Sí. Lo estoy.

Laura dio una palmadita en la cama.

—Ven y siéntate a mi lado.

—No —respondió Sombra—. Creo que de momento me voy a quedar aquí. Nos quedan algunos asuntos por resolver.

—¿Como el hecho de que esté muerta?

—Seguramente, pero yo estaba pensando más bien en la forma en que moriste. Tú y Robbie.

—Ah. Eso.

Sombra percibió —o quizá fuera cosa de su imaginación— un cierto olor a descomposición, a flores y a líquido de embalsamar. Su mujer, su exmujer… no, se corrigió, su difunta esposa… estaba sentada en la cama mirándole, sin parpadear.

—Cachorrito. Acaso… ¿Podrías…? ¿Crees que podrías conseguirme un cigarrillo?

—Pensaba que lo habías dejado.

—Lo dejé, pero ya no me preocupa el riesgo que pueda suponer para mi salud. Y creo que me calmaría los nervios. Hay una máquina en el vestíbulo.

Sombra se enfundó los vaqueros y una camiseta y bajó, descalzo, al vestíbulo. El portero de noche era un hombre de mediana edad y estaba leyendo un libro de John Grisham. Sombra sacó un paquete de Virginia Slims de la máquina. Le pidió unas cerillas al recepcionista.

El hombre se lo quedó mirando, y le preguntó el número de su habitación. Sombra se lo dijo. El portero asintió con la cabeza.

—Es una habitación de no fumadores. Asegúrese de abrir la ventana —le dijo, y le dio unas cerillas y un cenicero de plástico con el logotipo del motel América.

—Entendido —replicó Sombra.

Regresó a su habitación. No encendió la luz. Su mujer seguía en la cama, tumbada ahora sobre las revueltas sábanas. Sombra abrió la ventana y le dio el tabaco y las cerillas. Ella tenía los dedos fríos. Encendió una cerilla y Sombra se fijó en que sus uñas, normalmente impecables, estaban ahora descuidadas y mordidas, y había barro debajo.

Laura encendió el cigarrillo, le dio una calada y apagó la cerilla. Dio una segunda calada.

—No me sabe a nada —dijo—. No creo que me vaya a servir de mucho.

—Lo siento —dijo Sombra.

—Yo también.

Cada vez que le daba una calada, la punta del cigarrillo se iluminaba, y entonces él podía verle el rostro.

—Vaya —dijo ella—. De modo que te han soltado.

—Sí.

—¿Cómo es eso de estar en la cárcel?

—Podría haber sido peor.

—Sí. —La brasa del cigarrillo se volvió naranja—. Sigo estándote muy agradecida. Nunca debería haberte mezclado en todo aquello.

—Bueno, fui yo quien se prestó. Podría haber dicho que no.

Se preguntó por qué no tenía miedo de ella: por qué soñar con un museo podía aterrorizarlo mientras que, al parecer, era capaz de enfrentarse a un cadáver viviente sin temor alguno.

—Sí. Podrías haber dicho que no, pedazo de bobo. —El humo envolvía su cara, y estaba muy guapa con aquella luz tenue—. ¿Quieres saber lo que pasó entre Robbie y yo?

—Sí.

Era Laura, pensó. Viva o muerta, no podía tenerle miedo.

Ella apagó el cigarrillo en el cenicero.

—Tú estabas en la cárcel —dijo—. Y yo necesitaba a alguien con quien hablar. Necesitaba un hombro sobre el que llorar. Y tú no estabas conmigo. Me sentía mal.

—Lo siento. —Sombra se percató de que había algo distinto en su voz, e intentó descubrir qué era.

—Lo sé. El caso es que quedábamos de vez en cuando para tomar un café. Hablábamos de lo que haríamos cuando salieras de la cárcel, de lo bueno que sería volver a verte. Él te apreciaba de verdad. Tenía muchas ganas de poder devolverte tu antiguo trabajo.

—Sí.

—Entonces Audrey fue a visitar a su hermana y estuvo fuera una semana. Esto fue, hum, un año, no: trece meses después de que tú te fueras. —Su voz era inexpresiva; todas las palabras sonaban planas y monótonas, como los guijarros que se lanzan, uno a uno, en un pozo profundo—. Robbie se pasó a verme. Nos emborrachamos juntos. Lo hicimos en el suelo del dormitorio. Estuvo bien. Estuvo muy bien.

—No necesito detalles.

—¿No? Lo siento. Resulta más difícil elegir bien cuando estás muerta. Es como una fotografía, ¿sabes? No importa tanto.

—A mí sí me importa.

Laura encendió otro cigarrillo. Sus movimientos eran fluidos y hábiles, no rígidos. Sombra se preguntó por un instante si estaría muerta de verdad. Quizá no era más que un truco muy sofisticado.

—Sí —dijo ella—. Ya lo veo. Bueno, el caso es que seguimos con nuestra relación… aunque no la llamábamos así; de hecho, no la llamamos de ninguna forma… durante la mayor parte de los dos últimos años.

—¿Ibas a dejarme por él?

—¿Por qué iba a hacerlo? Tú eres mi gran oso. Eres mi cachorrito. Hiciste lo que hiciste por mí. Esperé tres años a que volvieras conmigo. Te quiero.

Sombra tuvo que contenerse para no decir «Yo también te quiero». No lo iba a decir. Nunca más.

—Entonces, ¿qué ocurrió la otra noche?

—¿La noche de mi muerte?

—Sí.

—Bueno, Robbie y yo salimos para hablar de tu fiesta sorpresa de bienvenida. Habría estado tan bien. Yo le dije que lo nuestro se había acabado. Para siempre. Que ahora que tú ibas a volver tenía que ser así.

—Mm. Gracias, cielo.

—De nada, mi amor. —Sus labios esbozaron una fugaz sonrisa—. Nos pusimos sentimentales. Fue dulce. Nos volvimos idiotas. Yo estaba muy borracha. Él no. Tenía que conducir. Volvíamos a casa y le dije que iba a hacerle una mamada de despedida; con pasión, le bajé la cremallera y se la hice.

—Gran error.

—A mí me lo vas a contar. Sin querer, moví la palanca con el hombro; Robbie intentó apartarme para recuperar el control del coche, nos desviamos y de pronto se oyó un gran estruendo y recuerdo que el mundo empezó a dar vueltas. Pensé: «Voy a morir». Fue una reacción desapasionada, tal y como lo recuerdo. No tenía miedo. Y he olvidado todo lo demás.

Olía a plástico quemado. Era el cigarrillo: se estaba quemando el filtro. Laura parecía no darse cuenta.

—¿Qué estás haciendo aquí, Laura?

—¿Es que una mujer no puede venir a ver a su marido?

—Estás muerta. Esta tarde he asistido a tu funeral.

—Sí. —Dejó de hablar y se quedó con la mirada perdida. Sombra se levantó y fue hacia ella. Le quitó la colilla encendida de las manos y la tiró por la ventana.

—¿Y bien?

Los ojos de Laura buscaron los suyos.

—No sé mucho más de lo que sabía cuando estaba viva. La mayoría de las cosas que ahora sé y que no sabía entonces no puedo explicarlas con palabras.

—Normalmente, la gente que se muere se queda en su tumba —dijo Sombra.

—¿Ah, sí? ¿Estás seguro, cachorrito? Yo también lo pensaba. Pero ahora no estoy tan segura. Puede ser.

Laura se levantó de la cama y se fue hacia la ventana. Su rostro, a la luz del cartel luminoso, era tan hermoso como siempre. El rostro de la mujer por la que había ido a la cárcel.

A Sombra le dolía el corazón como si alguien se lo estuviera estrujando con la mano.

—¿Laura…?

Ella no le miró.

—Te estás metiendo en un buen lío, Sombra. La vas a cagar, si no tienes a alguien que vele por ti. Yo lo haré. Y gracias por el regalo.

—¿Qué regalo?

Metió la mano en el bolsillo de la blusa y sacó la moneda de oro que Sombra había lanzado a la fosa unas horas antes. Aún estaba manchada de tierra.

—A lo mejor le pongo una cadena. Es un detalle muy bonito.

—De nada.

Laura se volvió y lo miró con unos ojos que parecían verlo y no verlo a la vez.

—Creo que hay varios aspectos de nuestro matrimonio que debemos revisar.

—Cariño, estás muerta.

—Obviamente, ese es uno de ellos. —Hizo una pausa—. Bueno, ahora tengo que marcharme. Será mejor así.

Y con toda naturalidad se volvió, le puso las manos sobre los hombros y se puso de puntillas para darle un beso de despedida, del mismo modo que había hecho siempre.

Él se agachó con torpeza para besarla en la mejilla, pero ella se giró en ese mismo instante y lo besó en los labios. Su aliento desprendía un sutil aroma a naftalina.

Laura introdujo su lengua en la boca de Sombra. Estaba fría, seca, y sabía a tabaco y a bilis. Si a Sombra le quedaba aún alguna duda sobre si su mujer estaba viva o muerta, se disipó en ese momento.

Se apartó de ella.

—Te quiero. Velaré por ti. —Se dirigió hacia la puerta de la habitación. Sombra notaba un sabor extraño en la boca—. Duerme un poco, cachorrito. Y no te metas en líos.

Abrió la puerta. La luz fría del pasillo no resultaba muy favorecedora: ahora Laura parecía muerta, aunque el efecto era el mismo en los vivos.

—Podrías haberme pedido que me quedara a pasar la noche —dijo con aquella voz glacial.

—Creo que no podría.

—Algún día, cielo. Antes de que todo esto acabe. Podrás.

Laura le dio la espalda y se fue andando por el pasillo.

Sombra se asomó por la puerta. El portero de noche seguía leyendo su novela de John Grisham, y apenas alzó la vista cuando ella pasó por delante. Laura tenía una espesa capa de barro del cementerio pegada a los zapatos. De pronto se desvaneció.

Sombra exhaló lentamente. Su corazón latía de forma arrítmica. Cruzó el pasillo y llamó a la puerta de Wednesday. Justo en ese momento tuvo una sensación de lo más extraña: unas alas negras lo zarandeaban, como si un cuervo enorme atravesara su cuerpo para salir al pasillo y al mundo que había más allá.

Wednesday abrió la puerta. Llevaba una toalla blanca del motel alrededor de la cintura, y nada más.

—¿Qué coño quieres? —preguntó.

—Hay algo que deberías saber —dijo Sombra—. Puede que fuera un sueño, pero no lo ha sido, o a lo mejor he inhalado el humo de la piel de sapo sintética que fumaba el crío gordo, o simplemente me estoy volviendo loco…

—Sí, sí. Venga, escúpelo ya. Estaba en mitad de algo.

Sombra echó un vistazo a la habitación. Vio que había alguien en la cama, observándole. Tiró de la sábana para cubrir sus pechos pequeños.

Cabello rubio claro, un rostro con algo de roedor: la recepcionista del motel. Bajó el tono de voz.

—Acabo de ver a mi mujer. Ha estado en mi habitación.

—¿Un fantasma? ¿Me estás diciendo que has visto un fantasma?

—No. No era un fantasma. Era corpórea. Era ella. Está muerta, de eso no hay duda, pero no era un fantasma. La toqué. Me besó.

—Entiendo. —Wednesday miró a la mujer de la cama—. Vuelvo enseguida, querida.

Cruzaron el pasillo y entraron en la habitación de Sombra. Wednesday encendió las luces. Miró la colilla que había en el cenicero. Se rascó el pecho. Tenía los pezones oscuros, como los de un anciano, y el pelo del pecho gris. Una cicatriz blanca recorría uno de sus costados. Olisqueó el aire y se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Así que se te ha aparecido tu mujer. ¿Estás asustado?

—Un poco.

—Haces bien. Los muertos siempre me dan ganas de gritar. ¿Algo más?

—Estoy listo para marcharme de Eagle Point. La madre de Laura puede ocuparse del apartamento y de todo lo demás. De todos modos me odia. Por mí podemos irnos cuando quiera.
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