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Y aquello me bastó hasta que, de la mano de mi esposa norteamericana y animado por el deseo de instalarme en una de esas mansiones al estilo familia Addams, me fui a vivir a Estados Unidos. Poco a poco —y fue un largo proceso— empecé a descubrir, por un lado, que la Norteamérica que había estado describiendo era completamente ficticia y, por otro, que la verdadera Norteamérica, la que subyacía tras esa apariencia de «aquí no hay más cera que la que arde», era mucho más interesante que cualquier ficción. Sospecho que la del inmigrante es una experiencia universal (incluso si, como yo, eres un inmigrante que se aferra con toda su alma, de forma casi supersticiosa, a su nacionalidad británica, aun cuando prácticamente ha perdido ya su acento original). Por una parte estás tú, y por otra Estados Unidos, que es mucho más grande que tú. Así que intentas entenderlo y encontrarle un sentido. Intentas hacerte tu composición de lugar, algo a lo que se resiste. Es muy grande, y encierra muchas contradicciones, de modo que no tiene mayor interés en que tú te hagas tu composición de lugar, y llega un momento en el que te das cuenta de que lo más a lo que puedes aspirar es a ser como uno de esos ciegos de la fábula que tropiezan con un elefante: uno lo agarra por la trompa, otro por la pata, otro por el costado, otro por la cola, y cada uno llega a una conclusión diferente sobre lo que es: una serpiente, un árbol, un muro, una cuerda. Como escritor, lo único que podía hacer era describir una pequeña parte del todo. Y era demasiado grande para poder verlo. En realidad no sabía muy bien la clase de libro que quería escribir hasta que, en el verano de 1998, pasé veinticuatro horas en Reikiavik, en Islandia, y, como a la mitad de mi estancia allí, supe exactamente cuál iba a ser mi próxima novela. Unos cuantos fragmentos de la trama, un elenco de personajes difícil de manejar, y algo que podía parecerse siquiera remotamente a una estructura cobraron forma dentro de mi cabeza. Puede que fuera porque en ese momento me encontraba a una distancia bastante respetable de Estados Unidos, y eso me permitía verlo con más claridad, o puede que fuera porque, simplemente, había llegado el momento. Iba a ser un thriller, un policíaco, una historia romántica y un viaje por carretera. Trataría sobre la experiencia de un inmigrante, sobre las creencias de los que emigraron a Estados Unidos y sobre lo que fue de aquellas creencias. Soy inglés. Me gusta ser inglés. Siempre he conservado mi pasaporte británico. He conservado mi acento en la medida que me ha sido posible. Y llevo viviendo en Estados Unidos casi nueve años, tiempo suficiente para saber que lo que aprendí sobre este país en las películas era mentira. Quería escribir sobre los mitos. Quería escribir sobre Norteamérica como un lugar mítico. Al volver a la habitación del hotel escribí un esbozo de tres páginas; o más bien, una descripción muy a grandes rasgos del libro que tenía en la cabeza. El primer título que se me ocurrió fue Magic America (por la canción de Blur), pero no me terminaba de convencer. Luego pensé en titularlo King of America (por el álbum de Elvis Costello), y tampoco me convenció. De modo que escribí American Gods (por ningún motivo en particular) en el encabezamiento de la primera página del esbozo, pensando que tarde o temprano se me ocurriría un título mejor. Todavía no había empezado a escribir la novela cuando mi editor me envió la portada. En la imagen se veía una carretera y un rayo en el cielo y, en grandes letras, un título: American Gods. Me pareció que no tenía mucho sentido discutirlo —y, si he de ser sincero, había empezado a gustarme— y me puse a escribir. Es un libro muy extenso, pero es que Estados Unidos es un país muy extenso, y ya era bastante difícil intentar que cupiera en un libro. American Gods es la historia de un hombre llamado Sombra, y del trabajo que le ofrecen cuando sale de la cárcel. Es la narración de un viaje por carretera. Cuenta la historia de una pequeña localidad del medio oeste, y de las desapariciones que tienen lugar allí todos los inviernos. Según lo escribía, descubrí por qué las atracciones situadas junto a las carreteras son los lugares más sagrados de Norteamérica. Aprendí mucho sobre los dioses, y sobre las organizaciones secretas, y sobre la guerra. Descubrí otros muchos vericuetos y momentos extraños. Con algunos de ellos disfruté como un enano; unos pocos me dieron miedo; otros me sorprendieron. Cuando el libro estaba prácticamente acabado, cuando solo me faltaba ya enlazar las diversas tramas, volví a abandonar el país y me refugié en un gigantesco y frío caserón en Irlanda, y terminé de escribir todo lo que me quedaba por escribir tiritando junto a un fuego de turba. Y cuando el libro estuvo terminado, paré. Viéndolo con la perspectiva de los años, no es que me atreviera, es que no tuve elección. * Esta es una versión extendida del artículo que escribí para la página web de Borders en marzo de 2001, y que podéis encontrar en www.neilgaiman.com Una entrevista con Neil Gaiman ¿Qué poderes divinos te gustaría poseer? Me gustaría poder estirar el tiempo. Querría que los días fueran mucho más elásticos, y me encantaría poder apoyarme en una semana y empujar las paredes un poquito y que, de repente, aparecieran unos diecinueve días más para rellenar el espacio. Nunca tengo tiempo suficiente, y al final siempre me encuentro queriendo hacer cosas para las que no tengo tiempo. Son muchas las cosas que me gustaría hacer y que me veo obligado a aplazar, o entre las que me veo obligado a elegir, cuando lo que yo quiero es poder hacerlas todas. ¿Cuál es tu atracción de carretera favorita? La Casa de la Roca de American Gods es un lugar real. La mayoría de la gente cree que me la he inventado, pero en realidad me limité a rebajarla un poco para que la gente se la creyera. Porque el hecho de que un lugar exista no implica necesariamente que sea verosímil. Así que no describí la orquesta robótica de 120 piezas y otras muchas cosas. Recuerdo que, la primera vez que visité la Casa de la Roca, pensé: «No me lo puedo creer». Y cuando volví por segunda vez, seguía sin poder creérmela. Luego tuve que volver para que los de Entertainment Weekly me sacaran una foto junto al carrusel más grande del mundo. Fue la sesión de fotos más estrepitosa a la que me he sometido nunca, porque en esa sala suben el volumen de los instrumentos mecánicos para que la gente siga circulando. En realidad no quieren que te detengas mucho tiempo en el carrusel más grande del mundo. La sesión de fotos duró varias horas y el fotógrafo se comunicaba conmigo exclusivamente a través de gestos. Se tocaba la barbilla y señalaba hacia arriba para indicarme que alzara un poco la vista. ¿Cómo supiste de su existencia? Como la mayoría de este tipo de atracciones, se anuncian con carteles en las carreteras. Los carteles empiezan a unos 500 kilómetros de distancia, pero dan a entender que están a la vuelta de la esquina. Había visto un montón de carteles de LA CASA DE LA ROCA, y pensé que la tenía muy cerca de casa, pero al final descubrí que estaba a 400 kilómetros. Por otro lado, lo de Rock City, que también aparece en American Gods, es peor, porque vi el primer cartel de VISITE ROCK CITY, LA MARAVILLA DEL MUNDO cuando circulaba por las carreteras de montaña de Kentucky o Tennessee, no lo recuerdo bien, y de nuevo di por sentado que estaría a la vuelta de la esquina; al final el trayecto duró la mayor parte del día. Y luego, además, como no hay manera de encontrarla una vez que estás allí, me pasé de largo. Así que di la vuelta, me di un paseo por el lugar y decidí incluirla en el libro. ¿Cuál ha sido tu viaje en avión más extraño? El problema de los viajes en avión es que acabas mezclándolos todos. Recuerdo uno que no fue necesariamente el más extraño, pero sucedió algo que no me había ocurrido nunca antes y que no me ha vuelto a ocurrir después. Me acababan de traer un gran vaso de zumo de manzana y el avión cogió una turbulencia y cayó varios centenares de pies. No nos importó, porque llevábamos puestos los cinturones de seguridad, pero el zumo de manzana salió disparado del vaso. Este se quedó en su sitio, pero el contenido salió catapultado hacia arriba lentamente, dibujando un arco increíblemente elegante por toda la cabina, y fue a parar al regazo de un ejecutivo que estaba como medio avión más allá. Iba con Dave McKean, en una gira de promoción de Mr. Punch, y nos hicimos los locos. Al menos todos sabían que nosotros no lo habíamos tirado; fue el zumo de manzana el que saltó en pos de su libertad. ¿Cuál es tu truco con monedas favorito? Mi truco favorito es uno que hice cuando empecé a trabajar en American Gods. Tenía un cuaderno grande, una estilográfica y un ejemplar de Modern Coin Magic, de Bobo. Empecé a probar y me pasé varios días practicando diversos trucos porque sabía que Sombra iba a ser aficionado a los juegos de manos con monedas y quería poder escribir sobre ello de forma razonablemente convincente. Nunca había hecho trucos de magia, pero decidí que debía aprender. Un día, en un viaje en tren hasta San Diego, había una niña de diez años que viajaba con su madre. Llevábamos tres días en el tren y ya nos conocíamos todos, y se me ocurrió hacer desaparecer una moneda para después sacársela de la oreja. Seguramente nadie le había hecho nunca un truco como aquel, y al ver la expresión de su cara empecé a entender por qué algunas personas se hacen magos. Nunca he llegado a convertirme en un mago, claro, pero conozco a los Penn, Tellers y Derren Browns de este mundo, que son todos muy, muy buena gente y que me siguen la corriente y me tratan como si fuera uno de ellos aunque saben perfectamente que en realidad no lo soy. ¿Y tu estafador o tu estafa favoritos? Ponzi, el creador del esquema Ponzi. La gente cree que es ridículo que alguien intente venderte el puente de Brooklyn o, en Inglaterra el puente de Londres, o en Francia la Torre Eiffel. Ponzi vendió la Torre Eiffel visitando a los principales chatarreros de Francia y haciéndose pasar por un representante del gobierno francés, explicándoles que la Torre Eiffel ya no era segura y que iban a desmontarla, pero que necesitaban a alguien que pudiera gestionar el desmantelamiento de la torre y toda la chatarra que eso iba a generar. También les dio a entender que el gobierno francés le estaría tan agradecido a quien se hiciera cargo de ello que probablemente le otorgarían toda clase de condecoraciones al que aceptara el reto. Luego se reunió con ellos por separado y les explicó que la puja se haría a través de una plica, para evitar favoritismos y chanchullos. Así que cada uno se fue a preparar su puja, y Ponzi contactó personalmente con cada uno de los interesados y les dijo que aceptaba sobornos. Y cada uno de ellos le entregó una considerable suma de dinero para poder comprar la Torre Eiffel. Esa, creo, sigue siendo mi estafa favorita. ¿Te lo pasaste bien pergeñando las estafas que aparecen en American Gods? Me lo pasé muy bien, aunque tengo que admitir que resultó bastante desconcertante. Hay una, la del señor Wednesday con las tarjetas de crédito, que me pareció que se podía poner en práctica y la oscurecí un poco, para que el lector no pudiera averiguar exactamente cómo se hacía. Pero me siento muy orgulloso de la estafa del buzón para los depósitos nocturnos. Esa sí que me la inventé, y pensé que era muy divertida hasta que, hace unos dieciocho meses o así, sonó el teléfono y un periodista canadiense me informó de que un fan del libro lo había puesto en práctica y estaba ahora en busca y captura. Se había llevado 30.000 dólares de los comerciantes de una localidad. Normalmente uno no espera que un lector diga: «Mira, este no es solo un libro fantástico, sino que además es un manual de cómo hacerse rico al instante». Porque lo más probable es que acaben dando con sus huesos en la cárcel, que creo que es donde acabó aquel lector. ¿Hay algún mito que te gustaría desterrar? Llevo un diario en www.neilgaiman.com, y una de las razones que me llevó a escribirlo, aparte de lo increíblemente útil que resulta tener un canal de comunicación directo con mis lectores, fue que cuando me presentaba en una firma de libros la gente esperaba que fuera como los personajes de mis ficciones. Me pasaba sobre todo con el Sandman. Llegaba a las firmas y veía la decepción en los rostros de la gente, que se esperaba a un tipo alto, pálido, guapo y muy enfermizo. Esperaban oírme hablar como un poeta gnómico, en pentámetros yámbicos o en triolets o algo por el estilo. Me gusta el blog porque me sirve para desterrar ese tipo de mitos. Seguramente no es fácil imaginarse a alguien como un atractivo personaje gótico después de leer un post en el que cuenta que se ha tenido que poner a limpiar vómitos de gato a las tres de la mañana. Han pasado ya algunos años desde la publicación de American Gods. ¿Te gustaría decir algo sobre la novela? American Gods tuvo muy buena acogida. No me esperaba que obtuviera tantos premios, especialmente el Hugo, el Nebula y el Bram Stoker; aquello fue increíble. Y los norteamericanos fueron especialmente amables. En realidad, nadie me dijo eso de «¿cómo te atreves, siendo inglés, a escribir sobre Estados Unidos?», que era lo que en realidad me esperaba. Sucede algo muy divertido con algunos pasajes que hay hacia la mitad del libro, en los que la gente habla como se habla en Minnesota o en Wisconsin: de vez en cuando hay gente de Nueva York o de Los Ángeles que me reprocha el que se me hayan colado algunos anglicismos, más que nada porque en realidad no son en absoluto conscientes de cómo habla la gente en otras regiones de Estados Unidos. Revisado abril 2013 |