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Casi vacío. Quedaba un vehículo aparcado, prácticamente debajo del puente, de modo que todo el que pasara por allí, a pie o andando, no tenía más remedio que verlo. Era de un verde sucio; como esos coches que la gente abandona en un aparcamiento y no vuelve a por él porque no merece la pena. No tenía motor. Era el símbolo de una apuesta, esperando a que el hielo se deshiciera, se rompiera y se volviera lo suficientemente peligroso como para permitir que el lago se lo tragara para siempre. Había una cadena que cerraba el camino que daba acceso al lago, y una señal de prohibida la entrada a personas y vehículos. HIELO QUEBRADIZO, rezaba. Debajo había una serie de pictogramas tachados pintados a mano: COCHES NO, PEATONES NO, MOTONIEVES NO. PELIGRO. Sombra hizo caso omiso de las advertencias y descendió por la orilla. Resbalaba mucho; la nieve ya se había derretido, y había transformado la tierra en barro, y la verde hierba no se adhería a las suelas. Bajó deslizándose hasta el lago y caminó, con mucho cuidado, hasta un pequeño espigón, desde donde dio un salto hasta el hielo. La capa de agua sobre el hielo, mezcla de nieve y hielo derretidos, era más profunda de lo que parecía desde arriba, y el hielo bajo la capa de agua más traicionero y resbaladizo que una pista de patinaje, de manera que Sombra tenía que hacer malabarismos para mantener el equilibrio. Caminó por el agua, que le llegaba hasta los cordones de las botas y se colaba dentro de ellas. Agua de hielo. Con solo tocarla te quedabas pajarito. Se sentía extrañamente distante mientras avanzaba por el lago helado, como si se estuviera viendo a sí mismo en una pantalla de cine; una película en la que él era el héroe, un detective, quizá: tenía una sensación de inevitabilidad, como si todo lo que iba a suceder a continuación fuera a desarrollarse por sí solo, y no hubiera nada que pudiera hacer para cambiar ni el más mínimo detalle. Caminaba hacia el cacharro, sabiendo que el hielo no estaba ni mucho menos en condiciones y que el agua que había debajo estaba todo lo fría que puede estar el agua en estado líquido. Se sentía muy desprotegido, allí solo. Continuó avanzando, resbalando una y otra vez. Se cayó en varias ocasiones. Vio latas y botellas de cerveza vacías que la gente se había dejado tiradas en el hielo, y evitó los agujeros hechos para pescar, que no se habían vuelto a congelar y estaban llenos de agua negra. El cacharro estaba más lejos de lo que le había parecido desde la carretera. Oyó un crujido en el extremo sur del lago, como el ruido de un palo al romperse, seguido de un potente zumbido, como si una cuerda de un contrabajo del tamaño del lago estuviera vibrando. El hielo se empezó a resquebrajar por todas partes y gimió, como gime una puerta vieja cuando la obligas a abrirse. Sombra siguió caminando, sin prisa pero sin pausa. «Esto es un suicidio —le susurró una juiciosa voz dentro de su cabeza—. ¿No podrías dejarlo correr?» —No —dijo, en voz alta—. Tengo que saber. Y siguió caminando. Llegó al cacharro, pero incluso antes de llegar hasta él sabía que estaba en lo cierto. Un miasma flotaba alrededor del coche, un leve y nauseabundo olor que dejaba un regusto amargo en el fondo de la garganta. Dio una vuelta alrededor, mirando hacia el interior. Los asientos estaban manchados y desgarrados. Era obvio que estaba vacío. Intentó abrir las puertas. Estaban cerradas con llave. Probó con el maletero. Tampoco hubo suerte. Ojalá se hubiera traído una palanca. Cerró el puño dentro del guante. Contó hasta tres y lo estrelló, con fuerza, en la ventanilla del conductor. Se había hecho polvo la mano. Pero el cristal seguía intacto. Se le ocurrió que podía correr hacia el coche y romper la ventanilla de una patada si no resbalaba y se caía al suelo. Pero lo último que quería era mover el cacharro y hacer que el hielo se rompiera. Miró el coche. Alargó la mano para coger la antena —era de las que pueden alargarse o hacerse más cortas, pero debía de haberse atascado hacía una década en la misma posición— y, moviéndola un poco, la rompió por la base. Cogió el extremo fino de la antena —que en algún momento debió de tener un topecito de metal en la punta, pero se había perdido también— y, con sus fuertes dedos, la dobló para hacer un gancho. Lo introdujo entre la goma y el cristal de la ventanilla del conductor para manipular el mecanismo de apertura. Hurgó hasta pescar el mecanismo, y tiró de él. Notó cómo el gancho improvisado resbalaba y el mecanismo de apertura se le escapaba irremediablemente. Suspiró. Volvió a la carga, pero esta vez más despacio, con más cuidado. Imaginaba que el hielo acusaría cada uno de sus movimientos. Despacio… y… Lo tenía. Tiró de la antena y el seguro de la puerta se levantó. Alargó una mano enguantada hasta la manija, apretó el botón y tiró de la puerta. No se abrió. «Está atascada —pensó—, congelada. Eso es todo.» Tiró, resbalando, y de repente la puerta del cacharro se abrió de par en par, disparando hielo por doquier. El miasma era peor dentro del coche, un hedor a enfermedad y a putrefacción. A Sombra se le revolvieron las tripas. Palpó debajo del salpicadero, encontró la palanca de plástico negro que abría el maletero y tiró de ella, con fuerza. Esta se abrió con un ruido sordo. Sombra se bajó del coche y lo rodeó, resbalando y chapoteando en el agua, agarrado al lateral. «Está dentro del maletero», pensó. El maletero se abrió unos pocos centímetros. Sombra se acercó y lo abrió del todo. El olor era horrible, pero podría haber sido peor: al fondo había unos tres centímetros de hielo a medio derretir. Había una chica dentro. Llevaba un mono de nieve rojo, ahora manchado; tenía el cabello de color castaño claro y la boca cerrada, así que Sombra no podía ver la ortodoncia con gomas azules, pero sabía que estaba ahí. El frío la había conservado en buenas condiciones, tan fresca como si hubiera estado metida en una cámara frigorífica. Tenía los ojos abiertos de par en par, al parecer había muerto llorando, y las lágrimas se habían congelado en sus mejillas y aún no se habían derretido. Sus guantes eran de un verde brillante. —Has estado aquí todo el tiempo —le dijo Sombra a Alison McGovern—. Todo aquel que haya pasado por el puente te ha visto. Todos los que han cruzado la ciudad con el coche te han visto. Los que pescaban en el hielo han pasado a tu lado todos los días. Y nadie lo sabía. Y entonces se percató de la tontería que acababa de decir. Alguien lo sabía. Alguien la había metido allí dentro. Metió la mano en el maletero para ver si podía sacarla. Después de todo, la había encontrado él. Ahora tenía que sacarla de allí. Al inclinarse sobre el maletero, apoyó todo su peso en el cacharro. Quizá fuera eso lo que lo provocó. El hielo bajo las ruedas delanteras cedió en ese momento, puede que a consecuencia de sus movimientos, o puede que no. La parte delantera del coche se hundió unos centímetros en las negras aguas del lago. El agua empezó a inundar el interior por la ventanilla abierta del conductor. Le salpicaba los tobillos, pero el hielo que pisaba seguía siendo bastante sólido. Miró a su alrededor con desesperación buscando la manera de huir, pero ya era demasiado tarde y el hielo se inclinó, haciendo que se cayera sobre el coche y la chica muerta del maletero; la parte trasera del coche se hundió y Sombra se hundió con él, y las oscuras aguas del lago se los tragaron. Eran las nueve y diez de la mañana del 23 de marzo. Se llenó los pulmones antes de hundirse y cerró los ojos, pero la gelidez del agua le golpeó como un muro de piedra y le cortó la respiración. Se hundió con el coche en las turbias aguas del deshielo. Estaba sumergido en el lago, rodeado de frío y oscuridad, y la ropa, los guantes, las botas y el abrigo, que se había hinchado y se habían vuelto muy pesados, hacían de lastre. Continuaba hundiéndose. Intentó apartarse del coche, pero lo arrastraba sin remedio, y entonces oyó un estrépito con todo su cuerpo, no solo con los oídos. Se dio cuenta de que tenía el tobillo izquierdo dislocado: el pie se le había quedado enganchado debajo del coche mientras se asentaba sobre el fondo del lago, y el pánico se apoderó de Sombra. Abrió los ojos. Sabía que no había luz allí abajo: racionalmente, sabía que estaba demasiado oscuro como para ver nada, pero el caso era que él podía ver; podía verlo todo. Veía la pálida cara de Alison McGovern observándolo desde el maletero abierto. Veía también más coches —los cacharros de años anteriores, moles oxidadas en la oscuridad, medio enterrados en el fango del lago—. «¿Y qué otras cosas tiraron al lago, antes de que hubiera coches?», se preguntó Sombra. En cada uno de esos coches, no le cabía la menor duda, tenía que haber un niño muerto. Había un montón de ellos allí abajo. Los habían puesto en el hielo, delante de todo el mundo, y habían estado a la vista de todos durante el frío. Y todos se habían hundido en las gélidas aguas del lago al terminar el invierno. Allí era donde descansaban Lemmi Hautala, Jessie Lovat, Sandy Olsen, Jo Ming, Sarah Lindquist y todos los demás. En aquel lugar oscuro y silencioso… Tiró del pie. Estaba atrapado, y la presión en los pulmones se estaba haciendo insoportable. Sintió un dolor punzante y espantoso en los oídos. Soltó el aire poco a poco, y unas cuantas burbujas flotaron alrededor de su cara. «Tengo que respirar —pensó—, tengo que respirar. O me ahogaré.» Alargó los brazos hacia abajo, se agarró al parachoques con ambas manos y empujó, con todas sus fuerzas, cargando todo el peso de su cuerpo. Era inútil. «Es solo la carrocería —se dijo—. Le quitaron el motor. Y esa es la parte más pesada. Puedes hacerlo. Tú sigue empujando.» Empujó. Con una lentitud agónica, de medio centímetro en medio centímetro, el coche se fue deslizando hacia adelante por el lodo. Sombra pudo sacar el pie de debajo, y dio una patada para intentar impulsarse hasta la superficie. No se movió. «El abrigo —pensó—. Es el abrigo. Se ha enganchado con algo.» Sacó los brazos de las mangas y trató de bajar la congelada cremallera con sus entumecidos dedos. Colocó una mano a cada lado de la cremallera y tiró, y notó cómo la tela se desgarraba y cedía. Rápidamente se liberó del abrigo, y empezó a subir, apartándose del coche. Sentía que se movía, pero había perdido la noción de lo que estaba arriba y lo que estaba abajo, y se estaba ahogando, y ya no podía soportar el dolor en el pecho y en la cabeza, y sabía que de un momento a otro iba a tener que respirar, que tragaría la gélida agua del lago y moriría. Y entonces su cabeza chocó contra algo macizo. Hielo. Se estaba dando contra el hielo de la superficie del lago. Intentó romperlo a puñetazos, pero ya no le quedaban fuerzas, no tenía dónde agarrarse, nada en lo que apoyarse. El mundo se disolvía en la gélida negrura del lago. No quedaba más que el frío. «Esto es ridículo —pensó, recordando una vieja película de Tony Curtis que había visto de niño—. Debería ponerme boca arriba, empujar el hielo hacia arriba y apretar mi cara contra él, para buscar un hueco por el que poder respirar. Podría volver a respirar, tiene que haber un hueco en alguna parte.» Pero solo podía flotar y seguir congelándose; era incapaz de mover siquiera un músculo, ni aunque su vida dependiera de ello, como era el caso. El frío se volvió soportable. Se volvió cálido. Y pensó: «Me estoy muriendo». Esta vez sintió rabia, una profunda ira, y aprovechó el dolor y la ira para intentar moverse, pero no lo consiguió; forzó a que se movieran sus músculos que ya se habían resignado a no volver a trabajar. Empujó con la mano, palpó con ella el borde del hielo y logró sacarla del agua. Intentó agarrarse, y notó que otra mano asía la suya y tiraba de él. Se golpeó la cabeza contra el hielo, se arañó la cara con la capa interior y la sacó. Vio que estaba saliendo por un agujero en el hielo, y por un momento solo pensó en respirar, dejando que el agua saliera por su nariz y por su boca, y parpadeó, pero no veía más que la cegadora luz del día, y formas, y alguien que tiraba de él, obligándolo a salir del agua, diciéndole que había estado a punto de morir congelado, así que venga, empuja, y Sombra se retorció y se agitó como un elefante marino que intenta llegar a la playa, temblando, tosiendo y tiritando. Respiró hondo, tendido inmóvil sobre el hielo que empezaba a resquebrajarse, sabiendo que aunque no se moviera no tardaría en romperse, pero aun así no era conveniente que lo hiciera. Le costaba pensar, era como si tuviera las neuronas llenas de melaza. —Dejadme —intentó decir—. Enseguida estaré bien. Arrastraba las palabras, y todo apuntaba a que estaba llegando al final. Solo necesitaba descansar un momento, eso era todo, tenía que descansar, y luego podría levantarse y moverse, porque era evidente que no podía quedarse allí tumbado indefinidamente. Sintió un tirón; el agua le salpicó la cara. Alguien le levantó la cabeza. Sombra notó que lo arrastraban por el hielo, de espaldas, y quería protestar, explicar que solo quería descansar un rato; dormirse un ratito, incluso, ¿era eso mucho pedir? Si le dejaran en paz… Creía que no se había quedado dormido, pero de repente estaba de pie en medio de una vasta llanura, y a su lado había un hombre con la cabeza y los hombros de búfalo, una mujer con la cabeza de un gigantesco cóndor y, entre los dos, Whiskey Jack, que lo miraba con tristeza, meneando la cabeza. Whiskey Jack se dio la vuelta y se alejó lentamente de Sombra. El hombre búfalo lo siguió. La mujer ave del trueno también echó a andar, agachó la cabeza y levantó el vuelo. Sombra experimentó una sensación de pérdida. Quería llamarlos, rogarles que volvieran, que no lo abandonaran, pero las formas se desdibujaban: se habían marchado, y la llanura se desvanecía, y el vacío se apoderó de todo. El dolor era intenso: parecía como si todas y cada una de las células de su cuerpo, y todos sus nervios, se estuvieran derritiendo y despertando, y haciéndole saber que seguían ahí quemándole y haciéndole daño. Notó una mano en la nuca, agarrándola por el pelo, y otra bajo la barbilla. Abrió los ojos, con la esperanza de encontrarse en un hospital o algo parecido. Tenía los pies descalzos. Llevaba puestos unos vaqueros y estaba desnudo de cintura para arriba. Había vapor en el aire. En la pared de enfrente había un espejo pequeño, un lavabo y un cepillo de dientes azul dentro de un vaso con pegotes de pasta de dientes. Procesaba la información despacio, dato a dato. Le ardían los dedos de las manos y de los pies. Empezó a gemir de dolor. —Tranquilo Mike, tranquilo —dijo una voz que le resultaba familiar. —¿Qué? —dijo, o intentó decir—. ¿Qué está pasando? Su voz le sonaba muy aguda y muy extraña. Estaba en una bañera. El agua estaba caliente. O eso le parecía, pero no estaba seguro. Le llegaba hasta el cuello. —Lo más estúpido que se le puede hacer a un tipo que está muriendo por congelación es ponerlo delante de una chimenea. Lo segundo más estúpido es envolverlo en mantas, y más si todavía tiene la ropa mojada. Las mantas lo aíslan y mantienen el frío dentro. Lo tercero, en mi modesta opinión, es extraerle la sangre, calentarla y volvérsela a inyectar. Eso es lo que hacen los médicos hoy en día. Complicado, caro, estúpido. —La voz llegaba a sus oídos desde arriba y por detrás—. Lo más rápido e inteligente es lo que los marineros han hecho durante siglos con los que se caían por la borda: darle un baño caliente. No demasiado caliente, solo caliente. Para que lo sepas, estabas prácticamente muerto cuando te he encontrado en el hielo. ¿Cómo te encuentras ahora, Houdini? |