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—Ya lo veo —replicó Sombra—. Ninguno de los dos traicionó a los de su bando. Los traicionabais a los dos al mismo tiempo. —Sí, supongo que sí —dijo Wednesday. Parecía satisfecho consigo mismo. —Querías una masacre. Necesitabas un sacrificio de sangre. Un sacrificio de dioses. El viento arreció; el aullido en la entrada de la cueva se transformó en un grito, como si algo desmesuradamente grande estuviera gritando de dolor. —Qué coño, ¿y por qué no? Llevo mil doscientos años atrapado en este puñetero país. Apenas me queda sangre. Estoy muerto de hambre. —Y ambos os alimentáis de muerte —dijo Sombra. En ese momento le pareció ver a Wednesday entre las sombras. Detrás de él —a través de él— se veían los barrotes de una jaula llena de leprechauns de plástico. Era una figura hecha de oscuridad, que parecía más real cuando Sombra desviaba la mirada y dejaba que cobrara forma en su visión periférica. —Solo de la muerte que se me ofrece —contestó Wednesday. —Como la mía en el árbol —replicó Sombra. —Eso —dijo Wednesday— fue algo especial. —¿Y tú también te alimentas de muerte? —preguntó Sombra mirando a Loki. Este meneó la cabeza, apesadumbrado. —No, claro que no —apuntó Sombra—. Tú te alimentas del caos. Loki sonrió al oírlo, una sonrisa fugaz y dolorida, y unas anaranjadas llamas bailaron en sus ojos y oscilaron como un encaje ardiendo bajo su pálida piel. —Jamás lo habríamos logrado sin ti —le dijo Wednesday. Sombra lo vio por el rabillo del ojo—. He estado con tantas mujeres… —Necesitabas un hijo —dijo Sombra. —Te necesitaba a ti, hijo mío —retumbó la voz de Wednesday—. Sí, mi propio hijo. Sabía que habías sido concebido, pero tu madre abandonó el país. Tardamos mucho en encontrarte. Y cuando por fin te encontramos, estabas en la cárcel. Teníamos que averiguar qué era lo que te motivaba. Qué botones había que apretar para que te pusieras en marcha. Quién eras. —Por un instante, Loki pareció satisfecho consigo mismo. A Sombra le dieron ganas de pegarle—. Y tenías una esposa esperándote en casa. Un golpe de mala suerte. Pero se podía arreglar. —No te convenía —susurró Loki—. Estabas mejor sin ella. —Si hubiera habido otro modo… —terció Wednesday, y esta vez Sombra entendió lo que quería decir. —Y si ella hubiera tenido la consideración de quedarse muerta —jadeó Loki—. Madera y Piedra… eran buena gente. Iban a dejar que te escaparas cuando el tren atravesara las Dakotas. —¿Dónde está? —preguntó Sombra. Loki alzó su pálido brazo y señaló hacia el fondo de la caverna. —Se fue por ahí —dijo. A continuación, sin previo aviso, su cuerpo se derrumbó sobre el suelo de roca. Sombra vio lo que la manta le había estado ocultando; el charco de sangre, el agujero en la espalda de Loki, la gabardina empapada de negra sangre. —¿Qué ha pasado? —preguntó. Loki no respondió. Sombra no creía que fuera a decir nada nunca más. —Le ha pasado tu mujer, hijo mío —dijo la voz de Wednesday a lo lejos. Ahora era más difícil de ver, como si se estuviera disolviendo en el éter—. Pero la batalla le devolverá la vida. Del mismo modo que me la devolverá a mí, para siempre. Yo soy un fantasma, y él un cadáver, pero ya hemos ganado. La partida estaba amañada. —Las partidas amañadas son las más fáciles de ganar —dijo Sombra, recordando las palabras de Wednesday. No hubo respuesta. Nada se movió entre las sombras. —Adiós —dijo Sombra. Y añadió—: Padre. Pero para entonces ya no había nadie más en la caverna. Ni rastro. Sombra volvió al Patio de las Banderas de los Siete Estados, pero no vio a nadie, y tampoco oyó nada más que el ruido que hacían las banderas agitadas por el viento. No había espadachines en la Roca en Equilibrio de Mil Toneladas, ningún defensor en el puente colgante. Estaba solo. No había nada que ver. El lugar estaba desierto. Era un campo de batalla completamente vacío. No. No estaba desierto. No exactamente. Se había equivocado de sitio, nada más. Aquello era Rock City. Había sido un lugar de culto y temor durante miles de años; ahora, los millones de turistas que caminaban por los jardines y cruzaban el puente colgante tenían el mismo efecto que el agua cuando hace girar un millón de rodillos de oraciones. La realidad era poco consistente aquí. Y Sombra sabía dónde tenía lugar la batalla. Acto seguido echó a andar. Recordaba cómo se había sentido en el carrusel e intentó sentir lo mismo, solo que en un momento distinto… Recordó cómo había hecho girar la Winnebago, colocándola en ángulo recto con todo. Intentó capturar esa sensación… Y entonces, con toda facilidad y perfección, sucedió. Era como atravesar una membrana, como sumergirse en el aire desde las aguas más profundas. Con un único paso se había trasladado de la ruta turística de la montaña hasta… Un lugar real. Estaba entre bambalinas. Seguía estando en la cima de una montaña. Hasta ahí, todo igual. Pero era mucho más que eso. Esa cumbre era la quintaesencia del lugar, el corazón de las cosas tal y como eran. Comparada con eso, la montaña Lookout de la que había partido era un cuadro pintado sobre el telón de fondo, o una maqueta de papel maché de las que anuncian por la tele; una simple representación de la cosa, no la cosa misma. Este era el verdadero lugar. Los muros de roca formaban un anfiteatro natural. Había senderos de piedra que lo circundaban y lo atravesaban, formando intrincados puentes naturales que volvían sobre sí mismos como en un cuadro de Escher. Y el cielo… El cielo era oscuro. Estaba iluminado, y el mundo por debajo de él estaba iluminado también, por un ardiente reflejo blanco verdoso que brillaba más que el sol y cruzaba caprichosamente el cielo de lado a lado, como una raja blanca en una superficie oscurecida. Era un rayo, advirtió Sombra. Un rayo congelado en un momento que se prolongaba indefinidamente en el tiempo. La luz que arrojaba era intensa e inmisericorde: decoloraba los rostros, creaba profundas sombras en torno a los ojos. Era el momento de la tormenta. Los paradigmas estaban cambiando; podía sentirlo. El viejo mundo, un mundo de infinita vastedad y recursos y futuro ilimitados, se estaba enfrentando a otra cosa: una red de energía, de opiniones, de abismos. «La gente cree —pensó Sombra—. Eso es lo que la gente hace: creen. Y luego no se responsabilizan de sus creencias; invocan cosas, y no confían en sus invocaciones. La gente puebla la oscuridad con fantasmas, dioses, electrones, cuentos. La gente imagina y cree: y es esa creencia, esa creencia firme como la roca, la que hace que las cosas sucedan.» La cima de la montaña era un campo de batalla; lo entendió de inmediato. Y estaban ya en sus puestos a ambos lados del campo de batalla. Eran demasiado grandes. Todo era demasiado grande en aquel lugar. Había dioses antiguos: dioses con pieles marrones como las setas oxidadas, rosas como la carne de pollo, amarillas como las hojas de otoño. Algunos estaban locos y otros cuerdos. Sombra reconoció a los antiguos dioses. Ya los conocía, o había conocido a algunos como ellos. Había ifrits y piskies, gigantes y enanos. Vio a la mujer que había conocido en la habitación oscura de Rhode Island, vio su rizada cabellera de verdes serpientes. Vio a Mama-Ji, la del carrusel, que tenía sangre en las manos y una sonrisa en los labios. Los conocía a todos. Reconoció también a los nuevos. Había alguien que debía de ser un magnate del ferrocarril, llevaba un traje antiguo y la leontina del reloj cruzada a lo largo del chaleco. Tenía el aspecto de quien ha conocido tiempos mejores. Su frente estaba arrugada. Estaban los grandes dioses grises de los aviones, herederos de todos los sueños de viajar por el aire pesando más que el viento. También estaban allí los dioses de los coches: un poderoso contingente de rostros serios con manchas de sangre en sus negros guantes y en sus dientes de cromo: destinatarios de un sacrificio humano de tal calibre que desde los aztecas nadie se habría atrevido a soñar siquiera. Hasta ellos parecían a disgusto. Los mundos cambian. Otros tenían el rostro de fósforo emborronado; brillaban levemente, como si tuvieran luz propia. Sombra sintió lástima por todos ellos. Había arrogancia en los nuevos. Sombra podía verlo. Pero también había miedo. Tenían miedo de que a menos que siguieran el ritmo del cambiante mundo, a menos que rehicieran, redibujaran y reconstruyeran el mundo a su imagen y semejanza, estarían acabados. Cada bando se enfrentaba al otro con valentía. Para cada bando, los del bando contrario eran los demonios, los monstruos, los condenados. Sombra vio que ya había tenido lugar una pequeña escaramuza. Ya había sangre en las rocas. Se estaban preparando para la auténtica batalla; para la auténtica guerra. Era ahora o nunca, pensó. Si no se movía ahora, sería demasiado tarde. «En Estados Unidos todo dura una eternidad —dijo una voz dentro de su cabeza—. La década de 1950 duró mil años. Tienes todo el tiempo del mundo.» Sombra avanzó medio caminando, medio tambaleándose controladamente, hasta el centro del campo de batalla. Podía sentir las miradas, de ojos y de cosas que no eran ojos. Se estremeció. La voz del búfalo le dijo: «Lo estás haciendo muy bien». Sombra pensó: «Tienes razón, qué coño. He vuelto de entre los muertos esta mañana. Después de eso, todo lo demás tendría que ser pan comido». —Sabéis —le dijo Sombra al aire, como quien no quiere la cosa—, esto no es una guerra. Nunca trató de serlo. Y si alguno de vosotros piensa que es una guerra, se está engañando. Oyó gruñidos a ambos lados. No había convencido a nadie. —Luchamos por nuestra supervivencia —mugió un minotauro desde un lado del campo. —Luchamos por nuestra existencia —gritó una boca desde una columna de humo brillante, desde el otro lado. —Este es un mal sitio para los dioses —dijo Sombra. Como proclama inicial no era «Amigos, romanos, compatriotas», pero podía valer—. Eso es algo que probablemente ya habéis descubierto todos, cada uno a su manera. Los antiguos dioses son ignorados; los nuevos se adoptan con la misma rapidez con la que se abandonan, reemplazados por la siguiente gran novedad. O habéis sido olvidados ya, o tenéis miedo de quedaros obsoletos, o sencillamente estáis hartos de someter vuestra existencia al capricho de la gente. Se oían menos gruñidos ahora. Había dicho algo con lo que estaban de acuerdo. Ahora que había captado su atención, tenía que contarles la historia: —Hubo una vez un dios que vino de una tierra muy lejana, cuyo poder e influencia empezaron a menguar a medida que menguaba la fe que le profesaban. Era un dios cuyo poder emanaba del sacrificio, y de la muerte, y sobre todo de la guerra. Le ofrecían las muertes de aquellos que caían en combate; campos de batalla enteros que, en el Viejo Continente, le daban poder y sustento. »Se había hecho viejo. Se ganaba la vida como timador, conchabado con otro dios de su panteón, el dios del caos y del engaño. Juntos estafaban a los crédulos. Juntos desplumaban a la gente. »En algún momento (puede que fuera hace cincuenta años, quizá cien), pusieron en marcha un plan para crear una reserva de poder de la que pudieran vivir los dos. Algo que los hiciera más fuertes de lo que habían sido jamás. Después de todo, ¿qué podía ser más poderoso que un campo de batalla lleno de dioses muertos? El juego al que jugaban se llamaba «Que tú y el otro se peleen». »¿Lo entendéis? »La batalla para la que habéis venido aquí no es algo que ninguno pueda ganar o perder. A él no le importa quién gane o quién pierda, a ninguno de los dos. Lo que les importa es que muráis unos cuantos, los suficientes. Por cada uno que caiga en el campo de batalla, ellos se harán un poco más poderosos. El que muera, les servirá de alimento. ¿Lo entendéis ahora? El crepitar de algo que prendía fuego retumbó por todo el campo de batalla. Sombra miró hacia el lugar de donde provenía el ruido. Un hombre enorme con la piel oscura como la caoba, el pecho desnudo, un sombrero de copa y puro en la boca, habló con una voz de ultratumba. —Muy bien. Pero Odín está muerto. En las conversaciones de paz. Esos hijos de puta lo mataron. Él murió. Conozco la muerte. Nadie puede engañarme en relación con la muerte —dijo el Barón Samedi. —Obviamente —dijo Sombra—. Tenía que morir de verdad. Sacrificó su cuerpo físico para que se desencadenara esta guerra. Después de la batalla habría sido más poderoso de lo que había sido jamás. Alguien gritó: —¿Quién eres tú? —Yo soy… Yo era… Soy su hijo. Uno de los nuevos dioses —Sombra sospechó que debía de ser una droga por como sonreía, brillaba y se estremecía— dijo: —Pero el señor Mundo dijo… —No había ningún señor Mundo. Nunca existió. Solo era uno de esos cabrones que intentaban alimentarse del caos que había creado. Le creían, y vio el dolor en sus ojos. Sombra meneó la cabeza. —Mirad —dijo—, creo que prefiero ser hombre que dios. No necesitamos que nadie crea en nosotros. Seguimos adelante como podemos. Eso es lo que hacemos. El silencio reinó en la cumbre. Y de repente, con un trueno impresionante, el rayo congelado en el cielo se rompió en la cima de la montaña y el campo de batalla quedó sumido en la oscuridad. Muchas de aquellas presencias brillaban en la oscuridad. Sombra se preguntó si iban a discutir con él, a atacarlo, o si intentarían matarlo. Esperó algún tipo de respuesta. Y entonces se dio cuenta de que las luces se estaban apagando. Los dioses estaban abandonando el lugar, primero en pequeños grupos, después de veinte en veinte, y al final a cientos. Una araña del tamaño de un rottweiler correteaba hacia él con sus siete patas; sus múltiples ojos brillaban levemente. Sombra no se movió de su sitio, aunque empezaba a sentirse algo mareado. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la araña le habló con la voz del señor Nancy. —Buen trabajo. Estoy orgulloso de ti. Bien hecho, chaval. —Gracias —replicó Sombra. —Deberíamos llevarte de vuelta. Si te quedas mucho tiempo aquí este lugar te va a volver majara. Apoyó una de sus peludas patas marrones en el hombro de Sombra… …y, de vuelta en el Patio de las Banderas de los Siete Estados, el señor Nancy tosió. Tenía la mano derecha apoyada en el hombro de Sombra. Había dejado de llover. La mano izquierda la tenía posada en el costado, como si le doliera. Sombra le preguntó si estaba bien. —Soy duro como las uñas viejas —replicó el señor Nancy—. Más duro aún. No parecía contento, sino un viejo dolorido. Había docenas de ellos, de pie o sentados en el suelo o en los bancos. Parecía que algunos estaban gravemente heridos. Sombra oyó un ruido en el cielo que llegaba desde el sur. Miró al señor Nancy. —¿Helicópteros? El señor Nancy asintió con la cabeza. —No te preocupes. Ya no hay por qué. Arreglarán un poco todo este desastre y se irán. Son muy buenos en eso. —Entiendo. Sombra sabía que había una parte del desastre que quería ver por sí mismo, antes de que lo arreglaran. Le pidió prestada una linterna a un hombre de pelo gris que parecía un presentador del telediario retirado y empezó la búsqueda. Encontró a Laura tirada en el suelo de una cueva lateral, junto a un diorama de unos enanos mineros que parecían sacados directamente de Blancanieves. El suelo debajo de ella estaba pegajoso por la sangre. Estaba tendida de costado, en el mismo sitio en el que debió de dejarla Loki cuando sacó la lanza que los atravesaba a los dos. |