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Alzó una ceja. —¿Del pozo de Urd? Imposible. Laura se señaló a sí misma. Tenía la piel pálida, y las órbitas de sus ojos estaban oscurecidas, pero era evidente que estaba entera: si era un cadáver viviente, desde luego estaba recién muerta. —No será permanente —dijo el señor Mundo—. Las nornas solo le han dado a probar un sorbito del pasado. No tardará en disolverse en el presente, y entonces esos preciosos ojos azules se saldrán de sus órbitas y rodarán por esas hermosas mejillas que, para entonces, como es natural, ya no serán hermosas. Por cierto, tiene usted mi vara. ¿Le importa dármela? El señor Mundo sacó un paquete de Lucky Strike, cogió un cigarrillo y lo encendió con un Bic negro desechable. —¿Me da uno? —Claro. Le daré un cigarrillo si usted me da mi vara. —No —dijo ella—. Si la quiere, vale más que un simple cigarrillo. El señor Mundo se quedó callado. —Quiero respuestas, quiero saber cosas —dijo Laura. Él encendió un cigarrillo y se lo pasó. Laura lo cogió y le dio una calada. Luego, parpadeó. —Casi puedo saborearlo, vamos a ver si lo consigo —sonrió—. Mm. Nicotina. —Sí —replicó él—. ¿Por qué fue a ver a las mujeres de la granja? —Sombra me dijo que fuera a verlas —le explicó—. Me dijo que les pidiera agua. —Me pregunto si sabría el efecto que iba a producir. Probablemente no. Pero eso es lo bueno de que siga colgado del árbol. Ahora ya sé dónde está en todo momento. —Usted le tendió una trampa a mi marido —dijo Laura—. Todo fue una trampa desde el principio. Y él es un hombre de buen corazón, ¿lo sabía? —Sí —dijo el señor Mundo—. Ya lo sé. —¿Por qué precisamente él? —Pautas, y distracción —dijo el señor Mundo—. Cuando todo esto acabe, imagino que afilaré una ramita de muérdago, bajaré hasta el fresno y se la clavaré en el ojo. Eso es lo que nunca han podido entender esos imbéciles de ahí afuera. No tiene nada que ver con lo viejo y lo nuevo. Es una cuestión de pautas. Y ahora, deme la vara. Por favor. —¿Para qué la quiere? —Como recuerdo de toda esta lamentable historia. No se preocupe, no es muérdago —dijo el señor Mundo con una fugaz sonrisa—. Simboliza una lanza, y en este triste mundo es el símbolo lo que importa. Los ruidos que venían de fuera eran ahora más fuertes. —¿De qué lado está usted? —le preguntó ella. —No es una cuestión de bandos —le respondió—. Pero ya que me lo pregunta, del lado de los que van a ganar. Siempre. Es lo que mejor se me da. Ella asintió, y no soltó la vara. —Ya lo veo —dijo. Se dio la vuelta y fue a asomarse a la puerta de la caverna. Muy por debajo de ella, en las rocas, vio algo que brillaba y palpitaba. Se envolvía alrededor de un hombre delgado, con la cara de color malva y con barba, que peleaba contra ello con un limpiacristales, como esos que usan algunos para embadurnar los parabrisas de los coches parados en los semáforos. Se oyó un grito, y ambos desaparecieron de su vista. —Muy bien. Le daré la vara. Oyó la voz del señor Mundo a su espalda. —Buena chica —dijo en tono conciliador, pero a ella le sonó paternalista y de un machismo indefinible. La carne se le puso de gallina. Se quedó esperando en el umbral de la caverna hasta que pudo notar el aliento del señor Mundo en la oreja. Tenía que esperar hasta que estuviera lo suficientemente cerca. Hasta ahí lo tenía todo planeado. El viaje fue más que emocionante; fue eléctrico. Atravesaron la tormenta como un relámpago, pasando como un rayo de una nube a otra; avanzaban como el rugido del trueno, como un huracán. Era un viaje crepitante, imposible, y Sombra se olvidó del miedo inmediatamente. No puedes tener miedo cuando cabalgas a lomos de un ave del trueno. No hay miedo: solo el poder de la tormenta, imparable y extenuante, y la alegría del vuelo. Sombra enterró los dedos entre el plumaje del ave del trueno, y la electricidad estática le puso la carne de gallina. Chispas azules recorrían sus manos como diminutas serpientes. La lluvia se deslizaba a mares por su rostro. —¡Esto es lo más! —gritó, por encima del rugido de la tormenta. Como si lo hubiera entendido, el ave empezó a ascender, y cada vez que batía las alas se oía un trueno, y se lanzaba en picado y daba volteretas por entre las oscuras nubes. —En mi sueño te perseguía —dijo Sombra, y el viento se llevó sus palabras—. En mi sueño tenía que quitarte una pluma. Sí. La palabra era como una interferencia en la radio de su mente. Venían a quitarnos plumas, para demostrar que eran hombres hechos y derechos; y venían para llevarse las piedras de nuestras cabezas, para entregarles nuestras vidas a sus muertos. Entonces, una imagen invadió la mente de Sombra: un ave del trueno —una hembra, imaginó, pues su plumaje era marrón y no negro—, recién muerta tendida en la ladera de una montaña. A su lado había una mujer. Estaba rompiéndole el cráneo con un hacha de sílex. Hurgó entre los húmedos fragmentos de hueso y los sesos hasta que encontró una piedra lisa y de color pardo rojizo, como un granate, unas llamas opalescentes bailando en su interior. «Piedras de águila», pensó Sombra. Quería llevársela a su hijo, que llevaba muerto tres noches, para dejarla sobre su pecho. Al despuntar el sol, el niño volvería a estar vivo y a reír, y la joya se habría vuelto gris y opaca y, como el ave de la que había sido extraída, estaría muerta. —Lo entiendo —le dijo al ave. El ave echó la cabeza hacia atrás y graznó, y su grito era el trueno. El mundo pasó fugazmente por debajo de ellos como un extraño sueño. Laura agarró bien la vara, y esperó a que el hombre que conocía como el señor Mundo se le acercara. Estaba de espaldas a él, contemplando la tormenta, y las colinas de color verde oscuro que había más abajo. «En este lamentable mundo —pensó— es el símbolo lo que importa. Sí.» Notó la mano del señor Mundo acercándose lentamente a su hombro derecho. «Bien —pensó—. No quiere que me asuste. Tiene miedo de que lance su vara a la tormenta, de que pueda caerse por la ladera y se quede sin ella.» Se echó hacia atrás solo un poquito, lo justo para tocar su pecho con la espalda. El señor Mundo la rodeó con su brazo izquierdo. Era un gesto íntimo. Tenía su mano izquierda abierta delante de ella. Ella agarró la vara por un extremo con ambas manos, exhaló, se concentró. —Por favor, mi vara —le susurró al oído. —Sí. Es suya —replicó ella, y entonces, sin saber si querría decir algo, añadió—. Le dedico esta muerte a Sombra. Y se clavó la vara en el pecho, justo por debajo del esternón, mientras notaba cómo se retorcía y cambiaba entre sus manos para convertirse en una lanza. La frontera entre sensación y dolor se había difuminado desde que murió. Sintió la punta de la lanza traspasando su pecho y saliendo por su espalda. Una resistencia momentánea —apretó con más fuerza—, y la lanza se clavó en el señor Mundo. Podía sentir su aliento cálido en la fría piel de su nuca, mientras aullaba de dolor y de sorpresa, empalado en la lanza. Ella no pudo entender las palabras que pronunció, ni sabía en qué idioma estaba hablando. Empujó la lanza un poco más, forzándola a través de su cuerpo y del cuerpo del señor Mundo. Notaba la sangre caliente del señor Mundo corriendo a chorros por su espalda. —Zorra —le dijo en su idioma—. Hija de la gran puta. La voz le salía a borbotones. Imaginó que la lanza le habría perforado un pulmón. El señor Mundo se estaba moviendo, o intentaba moverse, y cada movimiento que hacía la llevaba a ella detrás: estaban unidos por la lanza, empalados juntos como en una brocheta. Llevaba un cuchillo en la mano, según pudo ver Laura, y le asestaba furiosas puñaladas en el pecho y los senos, sin poder ver dónde lo clavaba. A ella no le importaba. ¿Qué son unas cuantas puñaladas para un cadáver? Le dio un fuerte puñetazo en la mano, y el cuchillo salió volando y cayó al suelo de la caverna. Laura lo apartó de una patada. Ahora él lloraba y sollozaba. Notaba cómo se apretaba contra ella, y le palpaba la espalda, y podía sentir sus lágrimas calientes en el cuello. Su sangre le estaba empapando la espalda, y caía a chorros por la parte de atrás de sus piernas. —Debemos de estar dando una imagen muy poco decorosa —dijo, en un susurro agónico que no carecía de cierta ironía macabra. Notó que el señor Mundo tropezaba detrás de ella, y Laura tropezó también, y a continuación se resbaló con la sangre —toda de él— que formaba un charco en el suelo de la cueva, y ambos cayeron al suelo. El ave del trueno aterrizó en el aparcamiento de Rock City. La lluvia caía como una cortina. Sombra apenas podía ver tres metros más allá de su nariz. Soltó las plumas del ave y se bajó como pudo. El ave lo miró. Estalló un relámpago y se esfumó. Sombra se puso en pie. Unas tres cuartas partes del aparcamiento estaban vacías, y se encaminó hacia la entrada. Pasó por delante de un Ford Explorer, aparcado junto a un muro de piedra. Había algo en el coche que le resultaba muy familiar, y miró en el interior por curiosidad. Dentro vio a un hombre echado sobre el volante como si estuviera dormido. Sombra abrió la puerta del conductor. La última vez que había visto al señor Ciudad fue a la puerta del motel en el centro geográfico de Estados Unidos. En su rostro había una expresión de sorpresa. Le habían roto el cuello con mano experta. Sombra le tocó la cara: aún estaba caliente. Percibió un aroma en el interior del coche; era un olor sutil, como el que se nota años después de que alguien salga de una habitación, pero él habría reconocido ese perfume en cualquier parte. Cerró el Explorer de un portazo y cruzó el aparcamiento. Según caminaba sintió un dolor en el costado, un dolor punzante que seguramente no existía más que en su cabeza y que duró un segundo, o menos, y después desapareció. No había nadie en la tienda de regalos ni en la taquilla. Atravesó el edificio y salió a los jardines de Rock City. Retumbó un trueno que sacudió con violencia las ramas de los árboles y el interior de las inmensas rocas, y la fría lluvia empezó a caer con fuerza. Era media tarde, pero estaba tan oscuro que parecía de noche. Un rayó atravesó las nubes, y Sombra se preguntó si sería el ave del trueno regresando a sus altos riscos o solo una descarga atmosférica; o si ambas cosas eran, en cierto modo, lo mismo. Y por supuesto que lo eran. De eso se trataba, después de todo. Se oyó gritar a un hombre. Sombra lo oyó. Las únicas palabras que pudo entender o que creyó entender fueron: —… a Odín! Sombra corrió por el Patio de las Banderas de los Siete Estados, por cuyos adoquines corría el agua de forma peligrosa y torrencial. Resbaló una vez. Una espesa capa de nubes rodeaba la montaña, y con la oscuridad y la tormenta más allá del patio de banderas no se veían ni los siete estados ni nada. No se oía nada. El lugar parecía totalmente abandonado. Dio una voz, y le pareció que alguien le respondía. Fue hacia el lugar de donde creía que podía venir la respuesta. Nadie. Nada. Solo una cadena que indicaba a los turistas que la cueva estaba cerrada. Pasó por encima. Miró a su alrededor, escrutando la oscuridad. La carne se le puso de gallina. Una voz a su espalda, de alguien que se ocultaba entre las sombras, dijo, en voz muy baja: —Nunca me has decepcionado. Sombra no se dio la vuelta. —Qué raro —replicó—. Yo me decepciono a mí mismo continuamente. Siempre. —De eso nada —rio la voz—. Has hecho todo lo que tenías que hacer y más. Has conseguido que todo el mundo se fije en ti, de modo que nunca se han fijado en la mano que escondía la moneda. Se llama distracción. Y el sacrificio de un hijo es fuente de poder: poder más que suficiente para que las cosas sigan su curso. A decir verdad, estoy muy orgulloso de ti. —Estaba amañado —replicó Sombra—. Todo. Nada era real. No era más que una trampa para desencadenar una masacre. —Exactamente —dijo la voz de Wednesday desde las sombras—. Estaba todo amañado. Pero era la única partida de la ciudad. —Quiero a Laura —contestó Sombra—. Quiero a Loki. ¿Dónde están? Solo silencio. Una ráfaga de lluvia le salpicó. Un trueno retumbó casi al alcance de su mano. Se adentró en la cueva. Loki, el Herrero Mentiroso, estaba sentado en el suelo apoyado en una jaula de metal. En el interior de la jaula, unos pixies borrachos atendían su alambique. Estaba tapado con una manta. Se le veía la cara, y las manos, largas y blancas, asomaban por debajo de la manta. A su lado, había una lámpara eléctrica sobre una silla que se estaba quedando sin pilas, y su luz era tenue y amarillenta. Estaba pálido, e intimidaba. Los ojos, pensó. Sus ojos seguían teniendo un aspecto feroz, y miraban a Sombra con odio mientras avanzaba por la cueva. Cuando estuvo a pocos pasos de Loki, se detuvo. —Llegas demasiado tarde —dijo Loki. Su voz era ronca y húmeda—. Ya he arrojado la lanza. He dedicado la batalla. Ya ha comenzado. —No jodas —dijo Sombra. —No jodo —contestó Loki—. Da igual lo que hagas. Ya es demasiado tarde. —Muy bien. —Se paró a reflexionar un momento—. Dices que tenías que arrojar no sé qué lanza para que diera comienzo la batalla. Como aquello de Uppsala. Esta es la batalla de la que piensas alimentarte, ¿me equivoco? Silencio. Podía oír a Loki respirar entre estertores. —Ya lo imaginaba —prosiguió Sombra—, más o menos. No sé muy bien cuándo me di cuenta. Puede que fuera cuando estaba colgado del árbol. O puede que antes. Fue por algo que me dijo Wednesday en Navidad. Loki se limitaba a mirarlo desde el suelo, sin decir nada. —No es más que un timo para dos timadores —dijo Sombra—. Como el del obispo, el collar de diamantes y el policía. Como el del tipo del violín y el otro que quiere comprárselo, y el pobre primo que es el que acaba pagando por él. Dos hombres que en principio parecen estar cada uno de un lado pero que en realidad juegan al mismo juego. —No seas ridículo —susurró Loki. —¿Por qué? Me gustó lo que hiciste en el motel. Fue algo muy ingenioso. Tenías que estar allí para asegurarte de que todo se hacía según el plan. Te vi. Incluso me di cuenta de quién eras. Aunque no caí en que eras el señor Mundo. O quizás, en el fondo, si caí. En cualquier caso reconocí tu voz. »Ya puedes salir. —Sombra alzó la voz—. Estés donde estés. Da la cara. El viento aulló en la entrada de la cueva y les trajo una ráfaga de lluvia. Sombra se estremeció. —Ya estoy harto de que todo el mundo me trate como a un gilipollas —dijo Sombra—. Sal de una vez. Déjame verte. Hubo un cambio en las sombras al fondo de la cueva. Algo se volvió más sólido; algo cambió. —Sabes demasiado, chico —dijo Wednesday con su atronadora voz. —Vaya, parece que no estás muerto. —Me mataron. Nada de esto habría funcionado si no me hubieran matado. —La voz de Wednesday estaba amortiguada; no es que hablara bajo, pero parecía salir de una vieja radio mal sintonizada—. Si no hubiera muerto de verdad nunca habrían venido hasta aquí. Kali, la Morrigan, los loa, los putos albaneses y… Bueno, ya los has visto a todos. Fue mi muerte lo que los reunió. Yo fui el chivo expiatorio. —No —replicó Sombra—, fuiste la cabra de Judas. El espectro entre las sombras giró y se movió. —Ni mucho menos. De ser así, habría traicionado a los antiguos dioses por los nuevos. Y no era eso lo que pretendíamos. —Ni mucho menos —susurró Loki. |