Traducción de Mónica Faerna






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fecha de publicación08.06.2015
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La mujer acarició con los dedos de la mano derecha el pecho del cuerpo. Creyó sentir un estremecimiento: algo que no era un latido, pero casi… Dejó la mano allí, en su pecho, justo encima de su corazón.

Puso sus labios sobre los labios de Sombra, le insufló aire en los pulmones, un par de veces, y luego lo besó. Un beso suave, que sabía a lluvias de primavera y a flores silvestres.

La herida del costado empezó a manar de nuevo una sangre escarlata, que a la luz del sol parecía un manantial de líquidos rubíes, y al cabo de unos instantes dejó de sangrar.

Pascua le besó la mejilla y la frente.

—Venga —le dijo—. Ya es hora de levantarse. La cosa está en marcha. No querrás perdértelo, ¿eh?

Los párpados de Sombra temblaron y finalmente abrió los ojos, dos ojos de un gris tan profundo que parecían incoloros, del mismo tono gris del anochecer, y la miró.

Ella sonrió y retiró la mano de su pecho.

—Me has traído de vuelta —dijo Sombra, lentamente, como si se hubiera olvidado de hablar. Había dolor en su voz, y desconcierto.

—Sí.

—He llegado hasta el final. Ya me habían juzgado. Todo había terminado. Y tú me has traído de vuelta. Te has atrevido.

—Lo siento.

—Sí.

Se incorporó lentamente y se tocó el costado con una mueca de dolor. Y de repente parecía desconcertado: tenía un reguero de sangre fresca, pero debajo no había herida.

Alargó una mano, y ella lo rodeó con un brazo y lo ayudó a ponerse en pie. Miró el prado como si quisiera recordar los nombres de las cosas que veía: las flores en la hierba alta, las ruinas de la granja, la calina de verdes capullos que cubrían las ramas del enorme árbol plateado.

—¿Lo recuerdas? —le preguntó ella—. ¿Recuerdas lo que has aprendido?

—Sí. Pero terminará desvaneciéndose. Como un sueño. Lo sé. Perdí mi nombre, y también mi corazón. Y tú me has traído de vuelta.

—Lo siento —replicó ella por segunda vez—. Pronto entrarán en batalla. Los dioses antiguos y los nuevos.

—¿Quieres que luche a vuestro lado? Has perdido el tiempo.

—Te he traído de vuelta porque era mi deber —dijo Pascua—. Es todo cuanto puedo hacer y lo que sé hacer mejor. Lo que decidas ahora es cosa tuya. Tú sabrás. Yo ya he hecho mi parte.

De repente reparó en la desnudez de Sombra, se puso colorada como un tomate y desvió la mirada.

Entre la lluvia y las nubes, las sombras ascendían por la ladera de la montaña, por los caminos de roca.

Zorros blancos subían sigilosamente por la colina en compañía de hombres de pelo rojo con chaquetas verdes. Un minotauro avanzaba junto con un dáctilo con dedos de hierro. Un cerdo, un mono y un ghoul de afilados dientes escalaban la colina en compañía de un hombre de piel azul con un arco flamígero, un oso con flores en el pelo y un hombre con una cota de malla de oro que blandía su espada de ojos.

El bello Antínoo, el que fuera amante de Adriano, encabezaba una cuadrilla de reinas del cuero, con los brazos y los pechos hiperdesarrollados por los esteroides y perfectamente torneados.

Un hombre de piel gris, cuyo único ojo era un enorme cabujón de esmeralda, subía muy erguido por la colina, encabezando un grupo de hombres rechonchos y de tez morena, de rostro impasible y de rasgos tan regulares como los de los relieves aztecas: conocían los secretos que las junglas escondían.

Un francotirador en lo alto de la colina apuntó a uno de los zorros blancos y disparó. Hubo una explosión, una humareda de cordita y aroma de pólvora en el aire húmedo. El cadáver era el de una joven japonesa con el estómago reventado y la cara ensangrentada. Poco a poco, el cadáver empezó a desvanecerse.

La gente siguió subiendo, a dos patas, a cuatro patas, e incluso sin patas.

El camino a través de las montañas de Tennessee había sido sorprendentemente bonito en los momentos en los que amainó la tormenta, y absolutamente desesperante cuando se ponía a llover a cántaros. Ciudad y Laura llevaban todo el camino hablando sin parar. Él estaba encantado de haberla conocido. Era como estar con un viejo amigo, un viejo y buen amigo al que simplemente acabas de conocer. Hablaron de historia, de películas y de música, y resultó ser la única persona —la otra única persona que conocía— que había visto una película extranjera (el señor Ciudad estaba convencido de que era española, y Laura de que era polaca) de los años sesenta que se titulaba El manuscrito hallado en Zaragoza, un film del que había llegado a creer que había sido una alucinación suya.

Cuando Laura le señaló el primer establo con el cartel de VISITE ROCK CITY él se rio y admitió que era allí a donde se dirigía. Ella dijo que era fantástico. Siempre había querido visitar esa clase de sitios, pero nunca encontraba el momento y después siempre se arrepentía. Por ese motivo estaba ahora en la carretera. Estaba viviendo una aventura.

Era agente de viajes, le explicó. Estaba separada de su marido. Admitió que no creía que pudieran volver a estar juntos, y que era culpa suya.

—Eso no me lo puedo creer.

Ella suspiró.

—Pues es verdad, Mack. Ya no soy la mujer con la que se casó.

—Bueno —le dijo él— la gente cambia. —Y antes siquiera de darse cuenta de que ya le había contado todo lo que podía contarle de su vida, se encontró hablándole de Madera y de Piedra, y contándole que los tres eran como los tres mosqueteros, y que a los otros dos los habían matado, y que piensas que trabajando para el gobierno ya no te van a afectar ese tipo de cosas, pero siempre te afectan. Nunca te acostumbras.

Y ella alargó una mano —y estaba tan fría que él encendió la calefacción—, y apretó con cariño la mano de Ciudad.

A la hora de comer comieron comida japonesa mala mientras una tormenta se cernía sobre Knoxville, y a Ciudad no le importó que tardaran en servirles, ni que la sopa de miso estuviera fría y el sushi tibio.

Le encantaba el hecho de que ella estuviera allí con él, viviendo una aventura.

—Bueno —le confesó Laura—, detestaba la idea de quedarme estancada. La verdad es que me estaba pudriendo. Así que salí sin mi coche y sin mis tarjetas de crédito. No me queda más remedio que confiar en la amabilidad de los extraños. Y me lo he pasado en grande. Todo el mundo ha sido muy amable conmigo.

—¿No te da miedo? —le preguntó—. Podrían dejarte tirada, atracarte; podrías morirte de hambre.

Ella meneó la cabeza. Y entonces, con una sonrisa dubitativa, dijo:

—Te he encontrado a ti, ¿no?

Y él ya no supo qué decir.

Cuando terminaron de comer corrieron bajo la lluvia hasta el coche, cubriéndose la cabeza con periódicos en japonés y riendo mientras corrían, como colegiales bajo la lluvia.

—¿Hasta dónde te puedo llevar? —preguntó él una vez dentro del coche.

—Yo voy donde tú vayas, Mack —respondió ella con timidez.

Se alegraba de no haber utilizado el chiste del Big Mack. Esta mujer no era un rollo de una noche, el señor Ciudad lo sentía en lo más hondo de su alma. Puede que le hubiera costado cincuenta años encontrarla, pero por fin la había hallado: era ella, aquella mujer libre y mágica de largo cabello negro.

Aquello era amor.

—A ver —le dijo, según llegaban a Chatanooga. Los limpiaparabrisas extendían el agua por el cristal, difuminando el gris de la ciudad—. ¿Qué te parece si te busco un motel para esta noche? Pago yo. Y en cuanto haga la entrega, podemos… Bueno, podemos darnos un baño juntos, para empezar. Te ayudará a entrar en calor.

—Eso suena fantástico —dijo Laura—. ¿Qué es lo que tienes que entregar?

—Ese palo —respondió, y se echó a reír—. El que llevo en el asiento de atrás.

—Vale —replicó, siguiéndole la corriente—. Pues no me lo cuente, señor Misterioso.

Le dijo que sería mejor que le esperara dentro del coche, en el aparcamiento de Rock City, mientras hacia la entrega. Subió por la ladera de la montaña bajo la lluvia racheada, sin pasar de cincuenta kilómetros por hora, con las luces encendidas.

Aparcaron al fondo del aparcamiento. Apagó el motor.

—Oye, Mack. Antes de que te bajes del coche, ¿no me vas a dar un abrazo? —preguntó Laura con una sonrisa.

—Claro que sí —dijo el señor Ciudad, y la rodeó con sus brazos mientras ella se acurrucaba contra él y la lluvia tamborileaba en el techo del Ford Explorer. Percibió el aroma del cabello de Laura. Había algo desagradable bajo el perfume. El viaje, claro. Los dos necesitaban ese baño, decidió. Se preguntó si habría algún sitio en Chattanooga donde pudiera comprar aquellas bombas de baño aromáticas que tanto le gustaban a su primera mujer. Laura levantó la cabeza y, distraída, deslizó su mano por la línea de su cuello.

—Mack… no dejo de pensarlo. Debes de tener muchas ganas de saber lo que les sucedió a esos dos amigos tuyos —le dijo—. Piedra y Madera, ¿no?

—Claro —dijo, buscando los labios de Laura con los suyos, para su primer beso—. Claro que quiero.

De modo que ella se lo enseñó.

Sombra caminaba por el prado, dando vueltas lentamente alrededor del árbol, cada vez más lejos del tronco. A veces paraba y recogía algo: una flor, una hoja, un guijarro, una ramita o una hoja de hierba. Lo examinaba con atención, como si se quisiera concentrarse en la ramidad de la ramita, o la hojedad de la hoja, como si mirara esas cosas por primera vez.

A Pascua le recordaba la mirada de un bebé cuando está aprendiendo a enfocar.

No se atrevía a hablarle. En ese momento habría sido un sacrilegio. Lo miraba, cansada como estaba, y se hacía preguntas.

A unos seis metros de la base del árbol, medio oculta por la hierba alta y enredaderas muertas, encontró una bolsa de lona. Sombra la recogió, desató los nudos y la abrió.

La ropa que sacó era la suya. Estaba vieja, pero aún servía. Miró los zapatos desde todos los ángulos. Acarició la tela de la camisa, la lana del jersey, y los miró como si tuvieran un millón de años.

Se quedó mirando las prendas un rato; luego, una por una, se las fue poniendo.

Metió las manos en los bolsillos y pareció quedarse desconcertado al sacar lo que a Pascua le pareció una canica blanca y gris.

—No hay monedas —dijo. Era lo primero que decía en varias horas.

—¿No hay monedas? —repitió Pascua.

Él meneó la cabeza.

—Me gustaba tener monedas —dijo—. Me ayudaban a mantener las manos ocupadas.

Se inclinó para ponerse los zapatos.

Una vez se hubo vestido, tenía una pinta más normal, pero seria. Ella se preguntó hasta dónde habría viajado y cuánto le habría costado volver. No era el primero cuyo regreso había promovido, y sabía que, muy pronto, la mirada de un millón de años desaparecería, y los recuerdos y los sueños que se había traído del árbol serían borrados por todo un mundo de cosas tangibles. Así sucedía siempre.

Lo llevó hasta el fondo del prado. Su montura esperaba bajo los árboles.

—No puede llevamos a los dos —le dijo—. Yo me las apañaré para volver a casa.

Sombra asintió. Parecía que estaba intentando recordar algo. Entonces abrió la boca y soltó un alarido de bienvenida y de alegría.

El ave del trueno abrió su cruel pico y le respondió con otro alarido de bienvenida.

A primera vista, al menos, parecía un cóndor. Tenía el plumaje negro, con un viso púrpura, y en el cuello una banda blanca. Su pico era negro y cruel: era el de una rapaz, hecho para desgarrar. En reposo, sobre el suelo, con las alas plegadas, era del tamaño de un oso negro, y su cabeza quedaba a la misma altura que la de Sombra.

—Lo he traído yo. Viven en las montañas —dijo Horus, orgulloso.

Sombra asintió.

—Una vez soñé con las aves del trueno —explicó—. El sueño más infernal que he tenido nunca.

El ave del trueno abrió el pico y emitió un sonido sorprendentemente suave: ¿Crooru?

—¿Tú también escuchaste mi sueño? —le preguntó Sombra.

Alargó una mano y le acarició con ternura la cabeza. El ave del trueno la empujó contra su mano como si fuera un poni cariñoso. Le rascó la coronilla por detrás de donde deberían haber estado las orejas.

Sombra se volvió hacia Pascua.

—¿Has venido montada en él?

—Sí. Puedes montarlo tú de vuelta, si te deja.

—¿Cómo se guía?

—Es fácil —le dijo Pascua—, si no te caes. Es como cabalgar sobre el trueno.

—¿Te veré allí?

Pascua dijo que no con la cabeza.

—Yo ya he cumplido, cielo —le dijo—. Tú ve a hacer lo que tengas que hacer. Estoy cansada. Traerte de vuelta… me ha costado lo mío. Necesito descansar y ahorrar energías para cuando llegue mi festividad. Lo siento. Buena suerte.

Sombra asintió.

—Vi a Whiskey Jack cuando estuve en el otro lado. Vino a buscarme. Nos bebimos unas cervezas.

—Sí —dijo Pascua—. Seguro que sí.

—¿Volveré a verte? —le preguntó Sombra.

Ella lo miró con unos ojos verdes como el maíz antes de madurar. No dijo nada. Y, entonces, de repente, meneó la cabeza.

—Lo dudo —dijo.

Sombra subió torpemente a lomos del ave del trueno. Se sentía como un ratón a lomos de un halcón. La boca le sabía a ozono, metálico y azul. Algo crujió. El ave del trueno extendió las alas y empezó a batirlas, con fuerza.

Según veía alejarse el suelo, Sombra se agarró, con el corazón latiendo desbocado dentro de su pecho.

Era exactamente como cabalgar sobre el trueno.

Laura cogió la vara del asiento trasero del coche. Dejó al señor Ciudad en el asiento del conductor, se bajó del Ford Explorer y, bajo la lluvia, echó a andar hacia Rock City. La taquilla estaba cerrada. La puerta de la tienda de regalos no estaba cerrada con llave y entró por ella, pasó por delante de los caramelos con forma de roca y de los refugios para pájaros con el lema VISITE ROCK CITY y se adentró en la octava maravilla del mundo.

Nadie le dio el alto, pese a que se cruzó con varias personas por el camino, bajo la lluvia. La mayoría de ellos solo parecían sutilmente artificiales; muchos de ellos eran traslúcidos. Cruzó un puente colgante. Pasó por los jardines de ciervos blancos, y también por el Abrazo del Gordo, donde el camino discurría por entre dos inmensos muros de piedra.

Y al final, pasó por encima de una cadena con un cartel que indicaba que esa parte de la atracción estaba cerrada, y entró en una caverna, y vio a un hombre sentado en una silla de plástico, frente a un diorama de gnomos borrachos. Estaba leyendo el Washington Post a la luz de una lamparita eléctrica. Al verla llegar dobló el periódico y lo dejó debajo de la silla. Se puso en pie. Era un hombre alto y con el cabello naranja rapado al uno; lucía una gabardina cara. La saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Daré por sentado que el señor Ciudad ha muerto —dijo—. Bienvenida, portadora de la lanza.

—Gracias. Siento lo de Mack —dijo Laura—. ¿Eran amigos?

—Ni mucho menos. Debería haberse mantenido con vida si quería conservar su trabajo. Pero usted ha traído su vara. —La miró de arriba abajo con unos ojos que brillaban como las anaranjadas ascuas de un fuego en extinción—. Claro que cuenta usted con la ventaja de tenerme a mí. Me llaman el señor Mundo, aquí en lo alto de la montaña.

—Yo soy la mujer de Sombra.

—Pues claro. La encantadora Laura —dijo—. Debería haberla reconocido. Tenía varias fotografías suyas encima de su cama, en la celda que compartíamos. Y si me lo permite, está usted más bonita de lo que debería. ¿No debería estar ya en pleno proceso de putrefacción?

—Estaba en ello —respondió, sencillamente—. Estaba ya medio podrida. No sé muy bien qué es lo que ha cambiado. Solo sé cuándo empecé a sentirme mejor. Fue esta mañana. Aquellas mujeres, las de la granja, me dieron de beber agua de su pozo.

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