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OF AMERICAN FOLKLORE. Todo esto no puede estar pasando. Puedes tomártelo como una metáfora, si te resulta más cómodo. Después de todo, las religiones son, por definición, metáforas: Dios es un sueño, una esperanza, una mujer, un ironista, un padre, una ciudad, una casa con muchas habitaciones, un hacedor de tiempo que dejó como premio un cronómetro en mitad del desierto, alguien que te quiere… Incluso, en contra de todas las evidencias, puede que sea un ser celestial cuyo único interés es asegurarse de que tu equipo de fútbol, tu ejército, tus negocios o tu matrimonio prosperen, se desarrollen y triunfen frente a cualquier obstáculo. Las religiones son sitios para ponerse de pie, mirar y actuar; posiciones estratégicas desde las que observar el mundo. Así que nada de esto está sucediendo. Cosas como estas no pasan a día de hoy en el mundo en que vivimos. Ni una sola palabra de todo esto es literalmente cierta, aunque todo esto sucedió; y lo siguiente que ocurrió, sucedió de esta manera: Al pie de la montaña Lookout, que más que montaña es un monte muy alto, hombres y mujeres se reunían alrededor de una pequeña hoguera bajo la lluvia. Estaban de pie bajo los árboles, que no eran el paraguas más idóneo, y discutían. La dama Kali, con su piel negra como la tinta y sus blancos y afilados dientes, dijo: —Ya es la hora. Anansi, con sus guantes amarillo limón y su cabello plateado, meneó la cabeza. —Podemos esperar —dijo—. Mientras podamos esperar, deberíamos hacerlo. Hubo un murmullo de desaprobación entre los congregados. —No, escuchad. Tiene razón —terció un anciano con el cabello gris oscuro: Czernobog. Llevaba un pequeño mazo apoyado en el hombro—. Son ellos los que ocupan una posición dominante. Tenemos los elementos en contra. Es una locura empezar esto ahora. Algo con cierto parecido a un lobo, pero con más aspecto de hombre gruñó y escupió en la tierra: —¿Y qué mejor momento para atacar, dedushka? ¿Vamos a esperar hasta que el tiempo mejore, para que nos estén esperando? Yo digo que ataquemos ahora. Digo que nos pongamos en marcha. —Hay muchas nubes entre ellos y nosotros —señaló Isten de los húngaros. Lucía un bonito mostacho negro, un gran sombrero negro y polvoriento, y la sonrisa de quien se gana la vida vendiendo revestimientos de aluminio, y tejados y canalones nuevos a ciudadanos de la tercera edad pero que siempre se va de la ciudad en cuanto cobra el cheque tanto si ha terminado el trabajo como si no. Un hombre vestido con traje elegante, que hasta el momento no había dicho nada, juntó las manos, se acercó a la hoguera y expuso su punto de vista de manera clara y sucinta. Los allí reunidos asentían con la cabeza y se oían murmullos de aprobación. Luego habló una de las tres guerreras que formaban la Morrigan, que estaban tan juntas entre las sombras que parecían una composición de brazos y piernas tatuados con tinta azul y alas de cuervo. —Y qué más dará si es buen o mal momento para atacar —dijo—. Es el momento. Nos han estado masacrando. Y seguirán haciéndolo, tanto si luchamos como si no. Puede que salgamos victoriosos. Puede que muramos en el intento. Pero mejor morir ahora todos juntos, en el ataque, como dioses, que morir huyendo y en soledad, como ratas en una bodega. Otro murmullo, esta vez de aprobación. Había hablado por todos. Era el momento de hacerlo. —La primera cabeza es mía —dijo un chino muy alto, con una cuerda de diminutos cráneos alrededor del cuello. Empezó a escalar, lenta y deliberadamente, la montaña, llevando al hombro un bastón acabado en una hoja curva y afilada, como una luna de plata. Ni siquiera la Nada dura para siempre. Podría haber estado allí, en Ninguna Parte, durante diez minutos o diez mil años. Daba igual: el tiempo era una idea que ya no necesitaba para nada. Ya no podía ni recordar su auténtico nombre. Se sentía vacío y limpio, en aquel lugar que no era un lugar. No tenía forma, estaba vacío. No era nada. Y dentro de esa nada una voz dijo: —Hey, primo. Tenemos que hablar. Y algo que quizás en otro tiempo fue Sombra dijo: —¿Whiskey Jack? —Sí —dijo este en la oscuridad—. Eres un tío difícil de encontrar cuando te mueres. No has ido a ninguno de los sitios donde pensé que estarías. He mirado en todas partes antes de que se me ocurriera mirar aquí. Oye, ¿encontraste a tu tribu? Sombra se acordó de la pareja de la discoteca bajo la bola de espejos. —Supongo que encontré a mi familia. Pero no, no he hallado a mi tribu. —Siento molestarte. —No, tú qué vas a sentir. Déjame en paz. Ya tengo lo que quería. Se acabó. —Vienen a por ti —le dijo Whiskey Jack—. Te van a reanimar. —Pero yo aquí ya no pinto nada —dijo Sombra—. Ya está todo el pescado vendido. —De eso nada —replicó Whiskey Jack—. Ni muchísimo menos. Vamos a mi casa. ¿Quieres una cerveza? Imaginó que no le haría daño tomarse una cerveza. —Claro. —Trae también una para mí. Hay una nevera saliendo por la puerta —le indicó Whiskey Jack. Estaban en su rancho. Sombra abrió la puerta con unas manos que tenía la sensación de no haber poseído antes. Había una nevera de plástico llena de trozos de hielo del río y, entre el hielo, doce latas de Budweiser. Sacó un par y se sentó en el umbral a contemplar el valle. Estaban en lo alto de una colina, cerca de una cascada de aguas caudalosas consecuencia del deshielo. Caía en varios escalones, a unos veinte metros por debajo de ellos, quizá treinta. El sol se reflejaba en el hielo que revestía los árboles que colgaban por encima de la cuenca de la cascada. El ruido del agua al caer lo llenaba todo. —¿Dónde estamos? —preguntó Sombra. —En el mismo sitio que la última vez —respondió Whiskey Jack—. En mi casa. ¿Piensas quedarte ahí con mi cerveza en la mano hasta que se caliente? A mí me gusta bien fría. Sombra le pasó la lata. —No había una cascada justo delante de tu casa la última vez que estuve aquí —le dijo. Whiskey Jack no dijo nada. Abrió la lata y se bebió la mitad de un único y lento trago. —¿Te acuerdas de mi sobrino? —le preguntó—. Harry Bluejay, el poeta. Te cambió su Buick por tu Winnebago. ¿Te acuerdas? —Claro. Pero no sabía que era poeta. Whiskey Jack alzó la barbilla en un gesto de orgullo. —El mejor poeta que ha dado Estados Unidos. Apuró la lata, eructó y cogió otra. Sombra abrió la suya y se sentaron los dos sobre una roca, junto a los pálidos helechos, al sol de la mañana, y contemplaron la cascada mientras se bebían sus cervezas. Todavía había nieve en el suelo, en los lugares donde nunca daba el sol. La tierra estaba húmeda. —Henry era diabético —prosiguió Whiskey Jack—. Cosas que pasan, demasiado a menudo. Llegáis a América, nos quitáis la caña de azúcar, las patatas y el maíz, y luego nos vendéis patatas fritas y palomitas con caramelo, y somos nosotros los que nos ponemos malos. —Dio un trago a su cerveza mientras reflexionaba—. Ganó un par de premios de poesía. Y unos tipos de Minnesota querían publicar sus poemas en un libro. Precisamente iba a verlos allí en un coche deportivo, en un Miata amarillo que había cambiado por tu Bago. Los médicos dijeron que probablemente sufrió un coma diabético mientras conducía, se salió de la carretera y se estampó contra una de vuestras señales. Sois demasiado perezosos para mirar dónde estáis, para leer las montañas y las nubes; vosotros necesitáis señales por todas partes. Y así se fue Henry Bluejay para siempre, a vivir con el hermano Lobo. Así que me dije: «ya no queda nada que me retenga aquí». Y me vine al norte. Aquí hay buena pesca. —Siento mucho lo de tu sobrino. —Yo también. Así que ahora vivo aquí en el norte, bien lejos de las enfermedades del hombre blanco, de las carreteras del hombre blanco, de las señales del hombre blanco, de los Miatas amarillos del hombre blanco y de las palomitas caramelizadas del hombre blanco. —¿Y de la cerveza del hombre blanco? Whiskey Jack miró la lata. —Cuando por fin os deis por vencidos y os vayáis de aquí, podéis dejarnos las fábricas de Budweiser —dijo. —¿Dónde estamos? —preguntó Sombra—. ¿Estoy en el árbol? ¿Estoy muerto? ¿Estoy aquí? Creía que todo había terminado. ¿Qué es lo real? —Sí —dijo Whiskey Jack. —¿Sí? ¿Qué tipo de respuesta es «sí»? —Es una buena respuesta. Y además, es verdad. —¿Tú también eres un dios? Whiskey Jack sacudió la cabeza: —Yo soy un héroe cultural —le dijo—. Hacemos lo mismo que los dioses, solo que la cagamos más y nadie nos adora. Cuentan historias sobre nosotros, pero cuentan las que nos dejan en mal lugar y también aquellas en las que salimos más airosos. —Entiendo —dijo Sombra. Y lo entendía, más o menos. —Mira —prosiguió Whiskey Jack—. Este no es un país para dioses. Mi gente ya se dio cuenta de eso hace mucho. Están los espíritus creadores que pusieron la tierra o la hicieron o la cagaron, pero si te pones a pensarlo: ¿quién va a adorar al Coyote? Hizo el amor con la Mujer Puercoespín y se le quedó la minga como un acerico. Discutía con las piedras y las piedras le ganaban. »Así que, sí, mi pueblo pensaba que a lo mejor había algo detrás de todo, un creador, un gran espíritu, y por eso damos las gracias, porque siempre es bueno dar las gracias. Pero nunca nos dedicamos a construir iglesias. No lo necesitábamos. La tierra era la iglesia. La tierra era la religión. La tierra era más vieja y más sabia que la gente que caminaba sobre ella. Nos proporcionaba salmones, maíz, búfalos y palomas migratorias. Nos proporcionaba melones, calabazas y pavo. Nos proporcionaba arroz salvaje, y percas. Y éramos los hijos de la tierra, exactamente igual que el puercoespín, la mofeta o el arrendajo azul. —Terminó su segunda cerveza y señaló hacía el río al pie de la cascada—. Si sigues ese río durante un rato, llegarás a los lagos donde crece el arroz salvaje. Cuando es la época, uno sale con un amigo en canoa y lo recoge, lo cuece, lo guarda y se conserva perfectamente durante un montón de tiempo. Los distintos lugares producen diferentes alimentos. Si viajas hacia el sur, encontrarás naranjos, limoneros y esa fruta verde y esponjosa que se parece a la pera… —Aguacates. —Aguacates —repitió Whiskey Jack—. Eso es. No se dan por aquí arriba. Esta es zona de arroz salvaje, de alces. Lo que quiero decir es que Estados Unidos es así. No es terreno abonado para los dioses. No se dan bien. Es como intentar plantar aguacates en una zona de arroz salvaje. —Pues no se darán bien —dijo Sombra, recordando—, pero están a punto de entrar en guerra. Fue la única vez que vio a Whiskey Jack reír. Fue casi como un ladrido, y era una risa con muy poco sentido del humor. —Hey, Sombra —dijo Whiskey Jack—, si todos tus amigos saltaran por un barranco, ¿saltarías tú detrás? —Puede. —Sombra se sentía bien. No creía que fuera solo por la cerveza. No recordaba la última vez que se había sentido tan vivo, y tan entero. —No va a haber ninguna guerra. —¿Y entonces qué es? Whiskey Jack aplastó la lata de cerveza entre las manos hasta dejarla plana. —Mira —dijo, señalando la cascada. El sol estaba lo suficientemente alto para incidir sobre las gotas de agua de la cascada, y formaba un halo irisado en el aire. Sombra pensó que era la cosa más bonita que había visto en su vida. —Va a ser un baño de sangre —dijo Whiskey Jack, en tono neutro. Entonces, Sombra lo vio. Lo veía todo, con toda claridad. Meneó la cabeza y se echó a reír, y siguió meneando la cabeza, y de la risa pasó a la carcajada. —¿Estás bien? —Estupendamente —dijo Sombra—. Es solo que acabo de ver a los indios escondidos. No a todos. Pero el caso es que los he visto. —Pues serían ho chunk. Los muy idiotas nunca han sabido esconderse. —Alzó la vista hacia el sol—. Es hora de volver. Whiskey Jack se levantó. —Es un timo para dos timadores —dijo Sombra—. No es una guerra, ¿verdad? Whiskey Jack le dio una palmadita en el brazo. —No eres tan tonto. Volvieron al rancho de Whiskey Jack. Abrió la puerta. Sombra vaciló. —Ojalá pudiera quedarme aquí contigo —dijo—. Parece un buen sitio. —Hay un montón de sitios buenos —replicó Whiskey Jack—. De eso se trata, precisamente. Mira, los dioses mueren cuando la gente los olvida. Las personas también. Pero la tierra permanece. Los sitios buenos, y los malos. La tierra no va a ninguna parte, ni yo tampoco. Sombra cerró la puerta. Algo tiraba de él. Estaba solo en la oscuridad una vez más, pero esta se fue haciendo cada vez más brillante hasta que se volvió incandescente como el sol. Y entonces empezó el dolor. Una mujer iba caminando por un prado, y las flores de primavera se iban abriendo a su paso. En ese lugar y ese momento, la mujer se hacía llamar Pascua. Pasó por un paraje en el que, hace mucho tiempo, se levantaba una granja. A día de hoy todavía quedan en pie los muros, que sobresalen por entre las malas hierbas del prado como dientes cariados. Caía una fina lluvia. Las nubes eran bajas y oscuras, y hacía bastante frío. Un más allá de donde había estado la casa había un árbol, un enorme árbol de color gris plata, sin hojas, y delante del árbol, sobre la hierba, había unos bultos de tela deshilachada de color indefinido. La mujer se detuvo ante las telas, se inclinó y cogió algo blanco tirando a marrón: era un fragmento de hueso roído que pudo haber sido, en su momento, parte de un cráneo. Volvió a tirarlo al suelo. Entonces miró al hombre que había en el árbol y sonrió con ironía. —Desnudos no resultan tan interesantes —dijo—. Desenvolverlos es lo más divertido. Pasa igual con los regalos, y con los huevos. El hombre con cabeza de halcón que caminaba a su lado se miró el pene y pareció reparar, por primera vez, en su propia desnudez. —Yo puedo mirar al sol sin parpadear siquiera —dijo. —Qué listo eres —replicó Pascua—. Venga, vamos a bajarlo de ahí. Las cuerdas mojadas de las que colgaba Sombra hacía tiempo que se habían desgastado y podrido, y se rompieron con facilidad cuando tiraron de ellas. El cuerpo se deslizó hacia las raíces del árbol. Lo recogieron antes de que llegara al suelo, lo trasladaron sin mayor dificultad, pese a que era un hombre muy grande, y lo dejaron tendido en el prado gris. El cuerpo tendido en la hierba estaba frío y no respiraba. Tenía una costra en un costado, como si le hubieran clavado una lanza. —¿Y ahora qué? —Ahora —dijo Pascua—, vamos a calentarlo. Ya sabes lo que tienes que hacer. —Lo sé. No puedo. —Si no piensas ayudarme, no sé para qué me has traído hasta aquí. —Pero ha pasado demasiado tiempo. —Ha pasado demasiado tiempo para todos nosotros. —Y estoy bastante loco. —Ya lo sé. Le tendió a Horus una blanca mano y le acarició su negro cabello. Él parpadeó con intención. Y a continuación empezó a brillar, como si estuviera envuelto en la calina. El ojo de halcón que miraba hacia ella brilló con un resplandor naranja, como si se le hubiera encendido una llama dentro; una llama que llevaba mucho tiempo extinguida. El halcón levantó el vuelo, subió muy alto, ascendiendo en círculos, y voló en torno al punto entre las grises nubes donde parecía probable que estuviera el sol; según ascendía parecía un punto, y luego una minúscula mota, y después nada, algo que solo se podía imaginar. Las nubes empezaron a deshacerse y a evaporarse, dejando un pedazo de cielo azul por el que el sol resplandecía. El único rayo de sol que atravesaba las nubes y bañaba el prado era precioso, pero la imagen desapareció a medida que el cielo se iba despejando de nubes. Al cabo de unos instantes, el sol de la mañana caía sobre el prado como la luz de mediodía en pleno verano, evaporando el agua de la lluvia matinal en brumas y evaporando la bruma hasta que no quedó nada en absoluto. |