Traducción de Mónica Faerna






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—Usted elige.

—¿Por qué? —preguntó Wednesday.

—No quiero trabajar para alguien que tenga peor suerte que yo. Elija.

—Cara.

—Lo siento —dijo Sombra, descubriendo la moneda sin molestarse siquiera en mirarla—. Ha salido cruz. He hecho trampa.

—Los juegos amañados son los más fáciles de ganar —dijo Wednesday, amonestando a Sombra con su anguloso dedo—. Mírala.

Sombra miró la moneda. Había salido cara.

—Se ve que no la he lanzado bien —dijo, desconcertado.

—No te subestimes —replicó Wednesday, sonriendo—. Solo soy un tipo con mucha, mucha suerte. —Alzó la vista—. Caramba, si es Sweeney el Loco. ¿Por qué no te sientas y te tomas algo con nosotros?

—Southern Comfort y Coca-Cola sin hielo —dijo una voz detrás de Sombra.

—Voy a hablar con el camarero —dijo Wednesday. Se levantó y se dirigió hacia la barra.

—¿No va usted a preguntarme qué quiero beber? —le dijo Sombra.

—Ya sé lo que quieres beber —respondió Wednesday, ya desde la barra. Volvió a sonar el Walking After Midgnight de Patsy Cline en la máquina de discos.

El hombre que había pedido un Southern Comfort con Coca-Cola se sentó junto a Sombra. Lucía una barba corta de color cobrizo y vestía una cazadora vaquera con parches de colores y una camiseta blanca llena de lamparones que llevaba impresa una frase: SI NO PUEDES COMERLO, BEBERLO, FUMARLO O ESNIFARLO… ¡FÓLLATELO! Llevaba también una gorra de béisbol con el siguiente lema: LA ÚNICA MUJER A LA QUE HE AMADO ERA LA ESPOSA DE OTRO HOMBRE… ¡MI MADRE!

Abrió una cajetilla de Lucky Strike con una uña sucia, sacó un cigarrillo y le ofreció otro a Sombra. Estuvo a punto de aceptarlo, un simple reflejo —no fumaba, pero un cigarrillo siempre era buen material de trueque—, cuando se dio cuenta de que ya no estaba dentro. Ahí fuera se podía comprar tabaco en cualquier parte. Dijo que no con la cabeza.

—¿Así que trabajas para nuestro hombre? —preguntó el hombre de la barba. No estaba sobrio, pero tampoco estaba borracho aún.

—Eso parece —respondió Sombra.

El hombre de la barba encendió el cigarrillo.

—Yo soy un leprechaun, un duende irlandés —dijo.

Sombra no sonrió.

—¿En serio? En ese caso, ¿no deberías beber Guinness?

—Estereotipos. Tienes que aprender a salirte de lo establecido —respondió el hombre—. Irlanda no es solo la Guinness.

—No tienes acento irlandés.

—Llevo por aquí demasiado tiempo.

—Entonces eres irlandés.

—Te lo acabo de decir. Soy un leprechaun. No querrás que venga del puto Moscú.

—Supongo que no.

Wednesday volvió a la mesa, sujetando con soltura los tres vasos con aquellas manos como zarpas.

—Southern Comfort y Coca-Cola para ti, Sweeney, y un Jack Daniel’s para mí. Y esto es para ti, Sombra.

—¿Qué es?

—Pruébalo.

La bebida tenía un color dorado y rojizo. Sombra dio un sorbo, y le dejó un extraño sabor agridulce en la lengua. Percibía en el fondo el sabor del alcohol y una extraña mezcla de resabios. Le recordaba un poco al licor de la cárcel, que se destilaba en una bolsa de basura a partir de restos de fruta podrida, pan, azúcar y agua, pero este era más suave, más dulce e infinitamente más extraño.

—Vale —dijo Sombra—. Ya lo he probado. ¿Qué es?

—Hidromiel —respondió Wednesday—. La bebida de los héroes. La bebida de los dioses.

Sombra volvió a probarlo. Sí, efectivamente, sabía a miel. Ese era uno de los sabores.

—Sabe un poco al agua de los pepinillos —dijo—. Vino de pepinillos dulces.

—Sabe como el pis de un diabético borracho —confirmó Wednesday—. Lo detesto.

—¿Entonces por qué me lo has traído? —preguntó Sombra con toda la razón.

Wednesday se lo quedó mirando con sus disparejos ojos. Uno de ellos tenía que ser de cristal, pensó Sombra, pero no sabía cuál.

—Te lo he traído porque es una tradición. Y ahora mismo necesitamos toda la tradición de la que podamos disponer para sellar nuestro trato.

—No hemos hecho ningún trato.

—Claro que sí. Ahora trabajas para mí. Me protegerás, me ayudarás, me llevarás de un lugar a otro. De vez en cuando llevarás a cabo algunas pesquisas; tendrás que ir a determinados sitios y hacer preguntas en mi nombre. Y en caso de emergencia, pero solo en caso de emergencia, tendrás que hacer daño a determinadas personas que deban ser castigadas. En el improbable caso de que yo muera, serás tú quien me vele. Y a cambio, yo me aseguraré de que no te falte de nada.

—Te está estafando —dijo Sweeney el Loco rascándose su áspera barba pelirroja—. Es un estafador.

—Pues claro que soy un estafador —dijo Wednesday—. Por eso necesito a alguien que vele por mis intereses.

La canción de la gramola se acabó, y por un momento el bar quedó en silencio; todas las conversaciones quedaron como en suspenso.

—No sé quién me dijo una vez que estos momentos en los que todo el mundo calla al mismo tiempo solo se dan veinte minutos antes o después de una hora en punto —dijo Sombra.

Sweeney señaló el reloj que había sobre la barra, colocado entre las enormes e indiferentes mandíbulas de una cabeza de caimán disecada. Marcaba justo las 11:20.

—Ya lo veis—dijo Sombra—. Pero no me preguntéis por qué.

—Yo sé por qué —dijo Wednesday.

—¿Y no piensa compartirlo con nosotros?

—Puede que algún día te lo cuente, sí. O puede que no. Bébete el hidromiel, anda.

Sombra bebió lo que le quedaba en el vaso de un solo trago.

—Igual sabría mejor con un poco de hielo —dijo.

—Igual no —respondió Wednesday—. Es una porquería.

—Y tanto —dijo Sweeney el Loco—. Tendrán que disculparme un momento, caballeros, pero siento la imperiosa necesidad de ir a echar una larga meada.

Dicho esto, se levantó y se fue hacia el baño. Era un hombre increíblemente alto. Debía de medir más de dos metros, calculó Sombra.

Una camarera pasó una bayeta por la mesa y se llevó los platos vacíos. Wednesday le pidió otra ronda de lo mismo, pero le dijo que esta vez le pusiera un poco de hielo al hidromiel de Sombra.

—Bueno —añadió Wednesday—, ya te he contado lo que espero de ti, si es que aceptas mi oferta. Aunque doy por supuesto que la aceptas.

—Ya sé lo que quiere usted —dijo Sombra—. ¿Le gustaría saber lo que quiero yo?

—Nada podría hacerme más feliz.

La camarera trajo las bebidas. Sombra bebió un sorbo de su hidromiel con hielo, que no lo mejoraba en absoluto; de hecho, acentuaba el amargor y hacía que el sabor le durara más tiempo en la boca después de tragarlo. No obstante, pensó Sombra para consolarse, no parecía tener mucho alcohol. No tenía ganas de emborracharse. Todavía no.

Respiró hondo.

—Muy bien —dijo Sombra—. Mi vida, que durante tres años ha distado mucho de ser la mejor vida que se pueda soñar, ha dado un repentino giro a peor. Ahora mismo tengo algunos asuntos que resolver. Quiero ir al funeral de Laura, despedirme de ella. Después de eso, si todavía me necesita, me gustaría empezar cobrando quinientos dólares a la semana.

Había escogido la cifra al azar, la primera que se le vino a la cabeza. Wednesday continuaba mirándole como si nada.

—Y si nos gusta esto de trabajar juntos, dentro de seis meses me pagará usted mil. —Hizo una pausa. Era el discurso más largo que había soltado desde hacía años—. Dice usted que es posible que tenga que hacerle daño a alguien. Pues bien, si alguien intenta hacerle daño yo le defenderé. Pero no haré daño a nadie por diversión o por dinero. No pienso volver a la cárcel. Una vez ya es más que suficiente.

—No tendrás que hacerlo —afirmó Wednesday.

—No —replicó Sombra—, desde luego que no.

Sombra apuró el hidromiel. De repente, se preguntó si sería el hidromiel lo que le había soltado la lengua de aquella manera. Pero las palabras le salían de forma torrencial sin que pudiera hacer nada por impedirlo.

—No me gusta usted, señor Wednesday, o como se llame en realidad. No somos amigos. No sé cómo pudo bajarse del avión sin que yo lo viera, ni cómo se las ha arreglado para seguirme hasta aquí. Estoy francamente impresionado, tiene usted clase. Y ahora mismo no tengo nada mejor que hacer. Pero sepa usted que cuando hayamos terminado me iré. Y si me toca las pelotas, también me iré. Hasta entonces, trabajaré para usted.

Wednesday sonrió. Sus sonrisas eran francamente extrañas, pensó Sombra. No había en ellas ni rastro de humor, ni de felicidad, ni de alegría. Parecía como si hubiera aprendido a sonreír siguiendo un manual.

—Muy bien —dijo—. En ese caso cerramos el trato. Estamos de acuerdo.

—De perdidos al río —dijo Sombra.

Al otro lado del local, Sweeney el Loco estaba echando monedas en la gramola. Wednesday se escupió en la mano y se la tendió. Sombra se encogió de hombros. Se escupió en la mano. Unieron sus manos. Wednesday empezó a apretar y Sombra apretó también. Al cabo de unos segundos empezó a dolerle. Wednesday siguió apretando medio minuto más y luego le soltó.

—Bien —dijo—. Bien. Muy bien.

Wednesday sonrió fugazmente y Sombra creyó percibir esta vez cierto toque de humor, como si estuviera realmente satisfecho.

—Un vaso más de este asqueroso y repugnante hidromiel de los cojones para sellar nuestro trato y listo.

—Un Southern Comfort con Coca-Cola para mí —dijo Sweeney, que volvía a la mesa con paso vacilante.

En la gramola comenzó a sonar Who Loves the Sun?, de la Velvet Underground. Sombra pensó que no era habitual encontrar esa canción en una gramola. Parecía algo bastante insólito. Pero, al fin y al cabo, todo en aquella noche parecía más bien insólito.

Sombra cogió la moneda que había usado para decidir si trabajaría para Wednesday o no, recreándose en la sensación de tener entre las manos una moneda recién acuñada, y la hizo aparecer en su mano derecha entre el dedo índice y el pulgar. Hizo como si la cogiera rápidamente con la mano izquierda, mientras la hacía desaparecer de forma disimulada con los dedos. Cerró la mano izquierda alrededor de la imaginaria moneda. Luego cogió una segunda moneda con la derecha, con el índice y el pulgar y, mientras fingía que la dejaba caer en la izquierda, soltó la moneda escondida en la mano derecha, que chocó con la otra por el camino. El tintineo confirmó la ilusión de que ambas monedas estaban en su mano izquierda, aunque en realidad estaban las dos bien a salvo en la derecha.

—¿Trucos con monedas? —preguntó Sweeney, alzando la barbilla y mostrando su áspera y desaliñada barba—. Pues ya puestos, mira este.

Cogió de la mesa un vaso vacío que había contenido hidromiel y echó los hielos en el cenicero. Luego estiró el brazo y cogió una moneda grande, dorada y brillante del aire. La echó en el vaso. Cogió del aire otra moneda de oro y la echó también en el vaso, donde resonó al chocar con la primera. Cogió otra moneda de la llama de una vela que había en la pared, otra de su barba, y otra más de la mano izquierda de Sombra, que estaba vacía, y a continuación las dejó caer, una a una, dentro del vaso. Luego, agitó los dedos sobre el vaso, sopló con fuerza y varias monedas más cayeron de su mano al vaso. Se guardó en el bolsillo de su chaqueta el vaso con las monedas y luego palpó el bolsillo para demostrar que, sin lugar a dudas, estaba vacío.

—Mira —dijo—. Para que aprendas lo que es un buen truco con monedas.

Sombra, que había observado atentamente aquella improvisada actuación, ladeó la cabeza.

—Tenemos que hablar de eso tú y yo —le dijo—. Quiero saber cómo lo has hecho.

—Lo he hecho —dijo Sweeney como si le estuviera confiando el mayor de los secretos— con gracia y estilo. Así lo he hecho.

Sweeney se rio en silencio, balanceándose sobre los talones y mostrando sus dientes separados.

—Sí —dijo Sombra—. Así es como lo has hecho. Tienes que enseñarme. Conozco diversas modalidades del Sueño del Pobre, pero, según he leído, se supone que tendrías que esconder las monedas en la mano con la que sujetas el vaso y dejarlas caer mientras haces aparecer y desaparecer la moneda de tu mano derecha.

—Cuánto trabajo, ¿no? —dijo Sweeney el Loco—. Es mucho más fácil cogerlas del aire.

Sweeney cogió su vaso de Southern Comfort con Coca-Cola, todavía a medias, lo miró y volvió a dejarlo sobre la mesa.

Wednesday les contemplaba a los dos como si acabara de descubrir nuevas e ignotas formas de vida.

—Hidromiel para ti, Sombra —dijo—. Yo sigo con mi Jack Daniel’s. ¿Y para el irlandés gorrón…?

—Un botellín, de algo oscuro, a ser posible. ¿Me has llamado gorrón? —Sweeney cogió lo que quedaba de su bebida y levantó el vaso para hacer un brindis—. Que la tormenta pase de largo, dejándonos sanos e ilesos —dijo, apurando su bebida de un solo trago.

—Un buen brindis —dijo Wednesday—. Pero no será así.

Le trajeron a Sombra otro vaso de hidromiel.

—¿Tengo que bebérmelo? —preguntó sin mayor entusiasmo.

—Eso me temo. Es para sellar nuestro trato. A la tercera va la vencida.

—Joder —dijo Sombra, y se lo bebió de un par de tragos. El sabor agridulce del hidromiel invadió su boca.

—Listo —dijo el señor Wednesday—. Ahora ya eres mi hombre.

—Entonces —terció Sweeney—, ¿quieres saber cómo se hace el truco?

—Sí —respondió Sombra—. ¿Las tenías escondidas en la manga?

—No han estado nunca en mi manga —dijo Sweeney, y se echó a reír, balanceándose como si fuera un volcán barbudo y desgarbado a punto de entrar en erupción y deleitándose con su propia brillantez—. Es el truco más fácil del mundo. Peléate conmigo y te lo cuento.

Sombra meneó la cabeza.

—Paso.

—Vaya, hombre, muy bonito —dijo Sweeney en voz alta para que lo oyera todo el mundo—. El viejo Wednesday contrata a un guardaespaldas y resulta que no es capaz ni de levantar los puños.

—No voy a pelearme contigo —insistió Sombra.

Sweeney se balanceaba y sudaba. Se puso a jugar con la visera de su gorra de béisbol. Luego sacó una de sus monedas del aire y la dejó en la mesa.

—Es de oro auténtico, por si tienes alguna duda —dijo Sweeney—. Ganes o pierdas, y perderás, es tuya si peleas conmigo. Un tío grande como tú… cualquiera diría que eres un maldito cobarde.

—Ya te ha dicho que no quiere pelear contigo —dijo Wednesday—. Vete, Sweeney. Coge tu cerveza y déjanos en paz.

Sweeney se encaró con Wednesday.

—¿Y tú me llamas gorrón, vieja criatura del demonio? Tú que no eres más que un verdugo despiadado y sin corazón. —El rostro de Sweeney estaba rojo de ira.

Wednesday extendió las manos, con las palmas hacia arriba, tratando de calmarle.

—Tonterías, Sweeney. Mucho cuidado con lo que dices.

Sweeney lo fulminó con la mirada. Luego, con la solemnidad de quien está muy borracho, dijo:

—Has contratado a un cobarde. ¿Qué crees que haría si yo te hiciera daño?

Wednesday se volvió hacia Sombra.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo—. Ocúpate.

Sombra se puso en pie y escrutó el rostro de Sweeney el Loco. ¿Cuánto medía aquel hombre?, se preguntó.

—Nos estás molestando —le espetó—. Estás borracho. Creo que ya es hora de que te marches.

Lentamente, los labios de Sweeney dibujaron una sonrisa.

—Vaya, el perrito ladrador se ha decidido por fin a pelear. ¡Eh, mirad todos! —gritó—. ¡Mirad esto y aprended!

Sweeney estampó su enorme puño en la cara de Sombra, que se echó hacia atrás para esquivarlo, de modo que le golpeó bajo el ojo derecho. Vio manchas de luz y sintió dolor.

Y con ese golpe, comenzó la pelea.

Sweeney peleaba sin estilo, sin método, sin nada más que el entusiasmo por la lucha misma: descargaba los golpes con contundencia y rapidez, y erraba en la misma medida que acertaba.
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