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A Laura le encantaba que la gente probara lo que ella tomaba. Aquella noche, Sombra se despidió de ella con un beso de buenas noches; sus labios sabían a daiquiri de fresa, y desde ese momento no había querido besar a otra persona. Una mujer anunció el embarque para su vuelo y la fila de Sombra fue la primera en subir a bordo. Se sentó al final del todo, junto a un asiento vacío. La lluvia repiqueteaba en el lateral del avión. Sombra imaginó a un grupo de niños pequeños que tiraban guisantes secos a puñados desde el cielo. Se quedó dormido mientras el avión despegaba. Se encontraba en un lugar oscuro, y la cosa que lo miraba llevaba una cabeza de búfalo peluda y pestilente, con unos ojos enormes y acuosos. Tenía cuerpo de hombre, cubierto de aceite y brillante. —Se avecinan cambios —dijo el búfalo sin mover los labios—. Será necesario tomar ciertas decisiones. La luz de una hoguera titilaba en las paredes húmedas de la cueva. —¿Dónde estoy? —preguntó Sombra. —En la tierra y debajo de la tierra —dijo el hombre búfalo—. Te encuentras en el lugar donde esperan los olvidados. Sus ojos eran líquidas canicas negras y su voz atronaba desde el mismo inframundo. Olía como una vaca mojada. —Cree —dijo la atronadora voz—. Para sobrevivir debes creer. —¿Creer qué? —preguntó Sombra—. ¿Qué es lo que debo creer? El hombre búfalo tenía la vista clavada en Sombra y se irguió hasta hacerse inmenso, con los ojos en llamas. Abrió su babeante boca de búfalo, roja por dentro a causa del fuego que ardía en su interior, bajo la tierra. —Todo —bramó el hombre búfalo. El mundo se inclinó y giró y Sombra se encontró de nuevo en el avión; pero seguía estando inclinado. En la parte delantera de la cabina había una mujer que gritaba, con cierta desgana. Los rayos estallaban en cegadores relámpagos en torno al avión. El capitán habló por el altavoz para comunicarles que procedía a ganar altitud para salir de la tormenta. El avión dio una sacudida y Sombra se preguntó, fríamente y sin mayor preocupación, si iba a morir. Parecía posible, decidió, pero poco probable. Miró por la ventanilla y contempló el horizonte iluminado por los relámpagos. Entonces volvió a quedarse traspuesto y soñó que estaba de nuevo en la cárcel, y que Low Key le susurraba mientras hacían cola en la cantina que alguien le había puesto precio a su vida, pero Sombra no tenía forma de saber ni quién ni por qué. Cuando se despertó, el aparato había iniciado el descenso y se disponía a aterrizar. Bajó del avión todavía adormilado, parpadeando para terminar de espabilarse. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que todos los aeropuertos eran poco más o menos iguales. Da igual dónde estés, es un aeropuerto: baldosas, pasillos y lavabos, puertas de embarque, quioscos de prensa y lámparas fluorescentes. Aquel aeropuerto parecía un aeropuerto. El problema era que no se trataba del aeropuerto al que se dirigía. Este era grande, demasiado populoso y con demasiadas puertas. La gente tenía ese aspecto abatido y esa mirada vidriosa que solo se ve en las cárceles o en los aeropuertos. —Disculpe, señora. La mujer lo miró por encima de su carpeta. —¿Sí? —¿Qué aeropuerto es este? Ella lo miró, desconcertada, mientras intentaba decidir si estaba de broma o no, y respondió: —Saint Louis. —Pensaba que este avión iba a Eagle Point. —Así es, pero lo han desviado aquí a causa de la tormenta. ¿No lo anunciaron por el altavoz? —Seguramente. Me he quedado dormido. —Tendrá que hablar con aquel hombre de ahí, el de la chaqueta roja. El hombre era casi tan alto como Sombra: parecía el padre de una de aquellas comedias televisivas de los años setenta. Tecleó algo en el ordenador y le dijo a Sombra que fuera corriendo —«¡Corra!»— a la puerta que había al otro lado de la terminal. Sombra atravesó el aeropuerto a la carrera, pero las puertas ya estaban cerradas cuando llegó. A través del cristal vio que el avión se alejaba por la pista. Entonces se dirigió a la azafata de la puerta y le explicó su problema (con mucha calma y con mucha educación), y la mujer le dijo que preguntara en el mostrador de información, donde Sombra volvió a explicar que regresaba a su casa después de una larga ausencia y que su mujer acababa de morir en un accidente de tráfico, y que era de vital importancia que pudiera coger un avión ya mismo. No dijo nada sobre su estancia en la cárcel. La mujer del mostrador (bajita y castaña, con un lunar en un lado de la nariz) habló con otra mujer, llamó por teléfono («No, ese no, lo acaban de cancelar.») y le imprimió otra tarjeta de embarque. —Esta le servirá —le dijo—. Llamaremos a la puerta de embarque para avisarles de que va hacia allí. Sombra se sentía como si fuera una bolita de trilero pasando de cubilete en cubilete, o como una carta que estuvieran barajando. Echó a correr de nuevo y acabó cerca de donde había desembarcado al principio. El hombre bajito que custodiaba la puerta le cogió la tarjeta de embarque. —Le estábamos esperando —le susurró, arrancando la pestaña de la tarjeta, donde figuraba el número de su asiento, el 17D. Sombra se apresuró a subir al avión, y la puerta se cerró justo detrás de él. Atravesó el pasillo de los asientos de primera clase; solo había cuatro, y tres de ellos estaban ocupados. Un hombre con barba y traje claro que estaba sentado junto al asiento vacío en primera fila sonrió ampliamente a Sombra cuando este subió al avión y luego, cuando pasó a su lado, alzó la muñeca y se dio unos golpecitos en el reloj. «Sí, sí, se ha retrasado por culpa mía —pensó Sombra—. Ojalá sea esta su mayor preocupación.» Mientras avanzaba hacia el fondo, le dio la impresión de que el avión iba bastante lleno. De hecho, Sombra no tardó en descubrir que iba completo y que una mujer de mediana edad ocupaba el asiento 17D. Sombra le mostró su tarjeta de embarque y ella sacó la suya: tenían el mismo número. —¿Podría sentarse, por favor? —le preguntó la azafata. —No —respondió él—, me temo que no. Esta señora está sentada en mi asiento. La chica chasqueó la lengua y comprobó las tarjetas de embarque, luego hizo que Sombra la acompañara hasta la parte delantera del avión y le señaló el asiento vacío de primera clase. —Parece que es su día de suerte —le dijo. Sombra se sentó. —¿Quiere que le traiga algo de beber? Hay tiempo antes de que despeguemos. Estoy segura de que lo necesita después de esto. —Una cerveza, por favor —dijo Sombra—. Me da igual la marca. La azafata se fue. El hombre del traje claro que estaba sentado a su lado estiró el brazo y golpeó con la uña en el reloj. Era un Rolex negro. —Llega usted tarde —le dijo, con una amplia sonrisa exenta de toda calidez. —¿Perdón? —He dicho que llega usted tarde. La azafata le trajo un vaso de cerveza y Sombra dio un trago. Por un segundo pensó que el hombre estaba loco, pero luego decidió que debía de referirse al avión, que había tenido que esperar al último pasajero. —Siento haberles hecho esperar —respondió con cortesía—. ¿Tiene usted prisa? El avión comenzó a alejarse de la puerta. La azafata regresó para llevarse los vasos y cogió el de Sombra. El hombre del traje claro le sonrió y dijo: —Tranquila, lo sujetaré con fuerza. —La mujer le permitió quedarse con su vaso de Jack Daniel’s, no sin antes recordarle que aquello iba en contra de las normas de la aerolínea. («Deje que sea yo quien juzgue eso, querida.») —El tiempo es de vital importancia, sin duda —dijo el hombre—. Pero no, no tengo ninguna prisa. Únicamente me preocupaba que pudiera usted perder el avión. —Muy amable por su parte. El avión seguía en la pista, con los motores en marcha, impaciente por despegar. —Qué coño amable —le espetó el hombre—. Tengo un trabajo para ti, Sombra. Los motores rugieron. El avión dio una sacudida e inició el despegue, empujando la espalda de Sombra contra el asiento. Ya estaban en el aire y empezaban a dejar atrás las luces del aeropuerto. Sombra miró al hombre que iba sentado a su lado. Su cabello era de color gris rojizo; su barba de tres días, de color rojo grisáceo. No era tan grande como Sombra, pero parecía ocupar una barbaridad de espacio. Tenía el rostro cuadrado, la piel arrugada y los ojos de un gris pálido. Llevaba un traje que parecía caro del color de un helado de vainilla derretido, y una corbata de seda gris marengo con una aguja en forma de árbol labrada en plata: podían apreciarse el tronco, las ramas y unas profundas raíces. El hombre sujetó su vaso de Jack Daniel’s mientras despegaban y no derramó ni una gota. —¿No piensa preguntarme de qué tipo de trabajo se trata? —inquirió. —¿Cómo sabe usted quién soy? El hombre se echó a reír. —Ah, saber cómo se llama alguien es la cosa más fácil del mundo. Solo hay que pensar un poco, tener un poco de suerte y un poco de memoria. Pregúnteme qué tipo de trabajo le estoy ofreciendo. —No —dijo Sombra. La azafata le trajo otro vaso de cerveza y él le dio un sorbo. —¿Por qué no? —Me voy a casa. Tengo un trabajo esperándome allí y no quiero otro. La arrugada sonrisa del hombre no se alteró, aparentemente, pero ahora parecía divertido. —No te espera ningún trabajo en casa —dijo—. No hay nada esperándote. Sin embargo, yo te estoy ofreciendo un empleo perfectamente legal, un buen sueldo, cierta seguridad y sustanciosos bonus. Qué demonios, si vives lo suficiente incluso podría añadir un plan de pensiones. ¿No te gustaría tener uno? —Puede que haya visto mi nombre en el lateral de la bolsa —dijo Sombra. El hombre se quedó callado. —No sé quién es usted —prosiguió Sombra—, pero es imposible que supiera que iba a subir a este avión. Ni siquiera yo sabía que iba a volar en este aparato y, de hecho, no estaría aquí si no hubiesen desviado mi avión a Saint Louis. Supongo que es usted un bromista. O quizás está intentando timarme. En cualquier caso, creo que lo mejor será que dejemos la conversación en este punto. El hombre se encogió de hombros. Sombra cogió la revista de la aerolínea. El avión no paraba de dar sacudidas, lo que hacía que resultara difícil concentrarse. Las palabras flotaban por su cabeza como pompas de jabón; estaban ahí cuando las leía, pero desaparecían casi al instante. El hombre seguía a su lado, en silencio, disfrutando de su Jack Daniel’s con los ojos cerrados. Sombra leyó la lista de canales de música de que disponía el avión en los vuelos transatlánticos y, a continuación, miró el mapa del mundo que mostraba en líneas rojas las rutas de la compañía. Acabó de leer la revista, la cerró con resignación y la volvió a guardar en el bolsillo de la pared. El hombre abrió los ojos, y Sombra pensó que había algo raro en ellos. Uno era de un gris más oscuro que el otro. Lo miró. —A propósito, lo sentí mucho cuando me enteré de lo de tu esposa, Sombra. Una gran pérdida. Por un momento Sombra quiso pegarle, pero en vez de eso respiró hondo. («No te metas con esas zorras de los aeropuertos —oyó que le decía Johnnie Larch en su cabeza— o acabarás de nuevo con tu culo aquí antes de que te des cuenta.») Contó hasta cinco. —Yo también —respondió. El hombre meneó la cabeza. —Ojalá hubiese podido ser de otra manera —dijo, y suspiró. —Murió en un accidente de tráfico. Fue una muerte rápida. Las hay peores. El hombre meneó lentamente la cabeza. Por un momento, a Sombra le pareció como si aquel tipo fuera incorpóreo; como si de repente el avión se hubiese vuelto más real mientras su vecino sufría un proceso inverso. —Sombra —dijo—, no es ninguna broma. No hay truco. Puedo pagarte más de lo que te pagarían en cualquier otro trabajo. Eres un exconvicto. La gente no hará cola ni se peleará por contratarte. —Señor Quien Cojones Sea —exclamó Sombra en un tono lo suficientemente alto como para que se le oyera por encima del ruido de los motores—, no hay dinero suficiente en el mundo… La sonrisa del hombre se hizo más amplia. A Sombra le recordó un documental sobre chimpancés que había visto en el canal público PBS cuando era un adolescente. El locutor había explicado que la sonrisa de un simio o un chimpancé no es tal, sino que simplemente muestra los dientes para indicar odio, agresividad o terror. Cuando un chimpancé sonríe, debes entenderlo como una amenaza. Aquella sonrisa parecía indicar eso mismo. —Pues claro que hay dinero suficiente. Y pluses también. Trabaja para mí y te contaré cosas. Puede que corras ciertos riesgos, por supuesto, pero si sobrevives podrás pedir cualquier cosa que desees. Podrías ser el próximo rey de América. ¿Quién más te va a pagar así de bien, eh? —¿Quién es usted? —preguntó Sombra. —Ah, sí. Estamos en la era de la información, aunque todas lo son. Señorita, ¿podría traerme otro Jack Daniel’s? Pero no le ponga mucho hielo. Información y conocimiento: dos monedas que nunca pasan de moda. —Le he preguntado quién es usted. —Bueno, en fin, como está claro que hoy es mi día… ¿Por qué no me llamas Wednesday? Señor Wednesday. Aunque, con este tiempo, bien podría ser Thursday , ¿eh? —¿Cuál es su nombre real? —Si trabajas para mí el tiempo suficiente y lo haces como es debido —dijo el hombre del traje claro—, hasta es posible que te lo revele. Lo dicho: te ofrezco un trabajo. Piénsatelo. Tampoco espero que la aceptes de inmediato, sin saber siquiera si te estás metiendo en un tanque lleno de pirañas o en un foso lleno de osos. Tómate tu tiempo. —Wednesday cerró los ojos y se recostó en su asiento. —No me convence —dijo Sombra—. No me cae bien. No quiero trabajar con usted. —Como te decía —dijo el hombre sin abrir los ojos—, no te precipites. Tómate tu tiempo. El avión tomó tierra bruscamente y se bajaron unos cuantos pasajeros. Sombra miró por la ventanilla: era un aeropuerto pequeño en mitad de la nada y aún tenían que pasar por dos aeropuertos más antes de llegar a Eagle Point. Miró al hombre del traje claro, ¿el señor Wednesday? Parecía dormido. Sombra se levantó del asiento, cogió su bolsa y salió del avión. Bajó por las escaleras a la pista mojada y resbaladiza y, sin prisa pero sin pausa, caminó hacia las luces de la terminal. Una fina lluvia le salpicaba la cara. Antes de entrar en el edificio del aeropuerto se detuvo, se volvió y miró. Nadie más había bajado tras él. El personal de tierra retiró la escalerilla, cerraron la puerta y el avión comenzó a rodar por la pista. Sombra se quedó contemplando el despegue y, a continuación, entró en la terminal y fue hacia el mostrador de la compañía Budget, el único abierto, para alquilar un coche que, según descubrió al llegar al aparcamiento, era en este caso un pequeño Toyota rojo. Sombra desdobló el mapa que le habían proporcionado y lo dejó abierto sobre el asiento del acompañante. Eagle Point estaba a unos doscientos cincuenta kilómetros, y la mayor parte del trayecto era autopista. Si las tormentas habían llegado hasta allí, ya habían pasado. El tiempo era frío y despejado. Unas nubes pasaban por delante de la luna y, por un momento, Sombra no supo con certeza si eran las nubes o la luna lo que se movía. Condujo hacia el norte durante una hora y media. Se hacía tarde. Tenía hambre y, cuando se dio cuenta de lo famélico que estaba, cogió la primera salida y entró en el pueblo de Nottamun (1.301 habitantes). Llenó el depósito en la gasolinera de Amoco y le preguntó a la cajera, que parecía aburrida, cuál era el mejor bar de la zona; un sitio donde pudiera comer algo. |