Traducción de Mónica Faerna






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Ese mismo año, Essie volvió a dar a luz a otro varón, tan rubio como su padre y su medio hermana, y lo llamaron John, como este.

Los tres niños iban a la iglesia los domingos para escuchar al pastor itinerante, y asistían a la modesta escuela local para aprender las letras y los números con otros niños de su misma condición; no obstante, Essie se aseguraba de que conocieran también los misterios de los piskies, que eran los misterios más importantes que había: hombres pelirrojos, con indumentaria y ojos tan verdes como un río, de nariz respingona, curiosos, bizcos, capaces de trastornarte, embaucarte y desviarte de tu camino si no llevabas sal en los bolsillos o un poco de pan. Cuando los niños iban a la escuela siempre llevaban un poco de sal en un bolsillo y un poco de pan en el otro, los viejos símbolos de la vida y la tierra, para asegurarse de que volverían a casa sanos y salvos, algo que siempre conseguían.

Los niños crecieron en las verdes colinas de Virginia, se hicieron altos y fuertes (aunque Anthony, su primer hijo, fue siempre el más débil, el más pálido, más propenso a contraer enfermedades y miasmas) y los Richardson eran una familia feliz; Essie amaba a su marido con devoción. Llevaban casados una década cuando John Richardson empezó a sufrir un dolor de muelas tan intenso que le hizo caer del caballo. Lo llevaron al pueblo más cercano, donde le sacaron la muela, pero ya era demasiado tarde: la infección le había envenenado la sangre y murió, con la cara negra y aullando de dolor, y lo enterraron bajo su sauce favorito.

La viuda de Richardson quedó a cargo de la hacienda a la espera de que sus dos hijos alcanzaran la mayoría de edad. Organizaba a los criados y los esclavos, se ocupaba de sacar adelante la plantación de tabaco, y así año tras año; vertía sidra sobre las raíces de los manzanos en Nochevieja, dejaba un pan recién hecho en los campos en la temporada de cosecha, y nunca olvidaba dejar un plato con leche en la puerta de atrás. La hacienda prosperó y la viuda de Richardson se ganó la fama de ser una dura negociadora, pero su cosecha era siempre buena, y nunca daba gato por liebre.

Así las cosas, todo fue bien durante otros diez años; pero después llegó un año malo, pues Anthony, el hijo de Ellie, mató a Johnnie, su medio hermano, en una brutal disputa a cuenta del futuro de la hacienda y del futuro matrimonio de Phyllida. Unos dijeron que Anthony no tenía intención de matar a su hermano, que todo había sido una fatalidad provocada por un mal golpe, y otros dijeron lo contrario. Anthony huyó, dejando que su madre se ocupara de enterrar a su hijo menor junto a su padre. Más tarde, algunos dirían que Anthony había ido a Boston, y otros que se dirigió al sur, a Florida, pero Essie creía que había tomado un barco para regresar a Inglaterra, a fin de enrolarse en el ejército del rey Jorge para luchar contra los rebeldes escoceses. Sin los dos hijos varones, la hacienda se había convertido en un lugar vacío y triste, y Phyllida sufría y se lamentaba como si le hubieran roto el corazón, y nada de lo que su madrastra hiciera o dijera lograba devolverle la sonrisa.

Pero por más que su corazón estuviera roto, necesitaban a un hombre que se hiciera cargo de la hacienda, de manera que Phyllida se casó con Harry Soames, carpintero naval de profesión que se había cansado del mar y soñaba con volver a vivir en tierra firme, en una hacienda como aquella en la que se había criado, en Lincolnshire. Y aunque la de los Richardson era más pequeña, a Harry Soames le pareció más que suficiente. Phyllida y Harry tuvieron cinco hijos, de los que solo sobrevivieron tres.

La viuda de Richardson echaba de menos a Anthony y a John, y también a su difunto esposo, aunque a esas alturas ya no era más que el recuerdo de un hombre justo que la había tratado con cariño. Los hijos de Phyllida iban a ver a Essie para que les contara cuentos, y ella les hablaba del perro negro de las marismas, y de Cabeza Despellejada y Huesos Sangrientos, o de los hombres manzano. Pero esas historias no les interesaban, los niños solo querían oír las historias de Jack: Jack y las judías mágicas, o Jack el Matagigantes, o Jack y su gato y el rey. Essie quería a aquellos niños como si fueran de su propia sangre, aunque a veces los llamaba por los nombres de los que habían muerto tiempo atrás.

Un día de mayo, Essie sacó su silla al huerto de la cocina para coger guisantes y desgranarlos a la luz del sol, pues, pese al sofocante calor de Virginia, el frío le había calado los huesos del mismo modo que la nieve le había calado los cabellos, y siempre agradecía poder calentarse al sol.

Mientras la viuda de Richardson desgranaba los guisantes con sus viejas manos, se puso a pensar en lo mucho que le gustaría volver a caminar una vez más por los páramos y los salobres acantilados de su Cornualles natal, y recordó cuando de niña se sentaba en la playa de guijarros, esperando ver regresar del gris océano el barco de su padre. Sus manos, torpes y con los nudillos azules, abrían las vainas, desgranaban los guisantes en un cuenco de barro y dejaban caer las vainas vacías sobre el delantal que le cubría el regazo. Y entonces le vino a la memoria, por primera vez en muchos años, la vida que tan acertadamente había dejado atrás: la época en que se dedicaba a afanar monederos y a birlar sedas con sus ágiles dedos; y recordó también al alcaide de Newgate, diciéndole que pasarían al menos doce semanas antes de que la llevaran ante el juez, y que podría escapar de la horca si estuviera embarazada, y que era una chica muy bonita; recordó cómo se había vuelto de cara a la pared y se había levantado las faldas con valentía, odiándose a sí misma y odiándole a él, pero sabiendo que tenía razón; y recordó también lo que sintió cuando percibió que una nueva vida crecía en su interior, una nueva vida que le serviría para burlar a la muerte durante algún tiempo…

—¿Essie Tregowan? —dijo el desconocido.

La viuda de Richardson alzó la vista y se puso la mano en la frente a modo de visera para proteger sus ojos del luminoso sol de mayo.

—¿Nos conocemos? —preguntó. No le había oído acercarse.

El hombre iba vestido todo de verde: pantalones de tela escocesa en tonos verdes, una chaqueta verde y un abrigo verde oscuro. Tenía el cabello de color zanahoria y una sonrisa torcida. Había algo en aquel hombre que la hacía feliz con solo mirarlo, y también algo que transmitía una sensación de peligro.

—En cierto modo, podría decirse que me conoce —respondió el extraño.

El hombre la miraba con los ojos entornados, y ella le devolvía la mirada con los ojos igualmente entornados, buscando en su cara de luna llena una pista que le revelara su identidad. Parecía tan joven como uno de sus nietos, y sin embargo la había llamado por su antiguo nombre, y hablaba con un acento que recordaba de su infancia, de las rocas y de los páramos de su hogar.

—¿Es usted de Cornualles? —preguntó ella.

—En efecto, soy de Cornualles —respondió el pelirrojo—. O más bien lo era, pero ahora estoy aquí, en el Nuevo Mundo, donde nadie saca un vaso de cerveza o de leche para un hombre honesto, o un pan en el tiempo de cosecha.

La anciana sujetó el cuenco de guisantes que tenía en el regazo.

—Si eres quien yo creo que eres —dijo—, no tengo nada en tu contra.

En el interior de la casa, Phyllida discutía con el ama de llaves.

—Yo tampoco tengo nada contra ti —dijo el pelirrojo con un dejo de tristeza—, aunque fuiste tú quien me trajo hasta aquí, tú y unos cuantos como tú, a esta tierra en la que no hay tiempo para la magia, ni lugar para los piskies y criaturas similares.

—Me has sacado de más de un aprieto —dijo ella.

—También te he metido en más de uno —replicó el extraño con los ojos entornados—. Somos como el viento. Soplamos en ambas direcciones.

Essie asintió con la cabeza.

—¿Quieres cogerme de la mano, Essie Tregowan? —preguntó, alargando su mano. Estaba llena de pecas y, aunque Essie estaba perdiendo vista, pudo distinguir en el dorso de la mano todos y cada uno de los anaranjados pelos, que brillaban como el oro al sol de la tarde. Se mordió los labios y, a continuación, algo temerosa, le tendió su sarmentosa mano.

Aún estaba caliente cuando la encontraron, aunque la vida había abandonado su cuerpo y solo había desgranado la mitad de los guisantes.


Capítulo cinco
Madam Life’s a piece in bloom

Death goes dogging everywhere;

She’s the tenant of the room,

He’s the ruffian on the stair.
(La vida es una mujer en flor,

la muerte acecha en todas partes:

una es la inquilina de la habitación,

la otra el villano que acecha en la escalera.)
W.E. HENLEY, MADAM LIFE’S A PIECE IN BLOOM
Zorya Utrennyaya era la única que estaba despierta para despedirlos aquella mañana de sábado. Aceptó los cuarenta dólares de Wednesday e insistió en darle un recibo, que escribió con su curvilínea caligrafía en el dorso de un caducado vale descuento de un refresco. A la luz de la mañana parecía una muñeca, con la cara maquillada con gran esmero y la dorada melena recogida en un moño en lo alto de la cabeza.

Wednesday le besó la mano.

—Gracias por tu hospitalidad, querida. Tú y tus adorables hermanas seguís tan radiantes como el cielo mismo.

—Eres un viejo malvado —le dijo ella, agitando el dedo índice. Luego lo abrazó—. Cuídate. No me gustaría enterarme de que te has ido para siempre.

—Eso me afligiría tanto como a ti, querida.

La vieja le estrechó la mano a Sombra.

—Zorya Polunochnaya te tiene en muy alta estima —dijo ella—. Yo también.

—Gracias —respondió Sombra—. Y gracias por la cena.

La mujer enarcó una ceja.

—¿Te gustó? Tienes que volver.

Wednesday y Sombra bajaron por las escaleras. Sombra se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. El dólar de plata estaba frío, y era más grande y más pesado que cualquier moneda de las que había usado hasta el momento. Se lo escondió en la palma y dejó la mano colgando de forma natural, luego estiró la mano y la moneda se deslizó hacia los dedos. Esta encajaba de forma natural entre su dedo índice y el meñique, casi sin necesidad de apretar.

—Qué soltura —dijo Wednesday.

—Todavía estoy aprendiendo —replicó Sombra—. Domino la técnica bastante bien. Lo difícil es desviar la atención de la gente hacia la otra mano.

—¿En serio?

—Sí. Lo llaman distracción.

Sombra deslizó el dedo corazón y el anular bajo la moneda, para pasarla hacia atrás, pero no la sujetó bien y se le escapó, aunque estuvo a punto de conseguirlo. La moneda cayó con un tintineo metálico y bajó rebotando medio tramo de escaleras. Wednesday se agachó y la recogió.

—No puedes darte el lujo de ser descuidado con los regalos que te hacen —dijo Wednesday—. Una cosa así hay que guardarla como oro en paño. No vayas tirándola por ahí.

Examinó la moneda, primero la cruz y luego la cara.

—Ah, la señora Libertad. Es bella, ¿verdad?

Le lanzó la moneda a Sombra, que la cogió en el aire, la hizo desaparecer —fingiendo que la cogía con la mano izquierda mientras la sujetaba con la derecha—, y simuló guardársela en el bolsillo con la mano izquierda. La moneda estaba en la palma de su mano derecha, perfectamente visible. Era reconfortante sentirla en la mano.

—Señora Libertad. Como muchos de los dioses que los estadounidenses tanto aprecian, una extranjera. En este caso, una mujer francesa, aunque, por respeto a las sensibilidades americanas, los franceses cubrieron los magníficos pechos de la estatua que regalaron a la ciudad de Nueva York. Libertad —continuó Wednesday, arrugando la nariz al ver el condón usado que habían dejado tirado en el rellano, y apartándolo con desagrado de un puntapié—. Alguien podría resbalar con eso y partirse el cuello —murmuró, interrumpiendo su discurso—. Como una piel de plátano, solo que con mal gusto y cierta ironía.

Abrió la puerta y se dieron de bruces con la luz del sol.

—La Libertad —bramó Wednesday— es una ramera con la que hay que acostarse sobre un colchón de cadáveres.

—¿En serio?

—Era una cita —respondió Wednesday—. Estaba citando a un francés. Eso es lo que conmemoran con esa estatua en el puerto de Nueva York: a una zorra a la que le gustaba que se la follasen sobre los desperdicios del volquete que transportaba a los que iban a ser guillotinados. Ya puedes levantar la antorcha tanto como quieras, querida, que todavía tienes ratas en el vestido y semen frío corriendo por tus piernas.

Abrió el coche y le indicó a Sombra que se sentara en el asiento del copiloto.

—Yo creo que es bella —dijo Sombra, mirando de cerca la moneda. El argentino rostro de la Libertad le recordaba un poco a Zorya Polunochnaya.

—Esa —dijo Wednesday, mientras arrancaba el coche— es la eterna locura del hombre. Siempre buscando la dulce carne, sin percatarse de que no es más que una bonita cubierta para los huesos. Comida para los gusanos. De noche, te frotas contra comida de gusanos. Y no lo digo para ofender.

Sombra nunca había visto a Wednesday tan comunicativo. Su nuevo jefe, decidió, alternaba fases de extroversión con periodos de intenso silencio.

—¿Entonces no eres americano? —preguntó Sombra.

—No hay nadie que sea americano —respondió Wednesday—. No de pura cepa. Es mi opinión. —Miró su reloj—. Aún faltan muchas horas para que cierren los bancos. Y a propósito, anoche hiciste un buen trabajo con Czernobog. Habría acabado convenciéndolo para que viniese con nosotros, pero tú has conseguido que lo haga con un entusiasmo que yo no habría sabido despertar en él.

—Únicamente lo hace porque luego podrá matarme.

—No necesariamente. Como muy astutamente señalaste, es viejo, y puede que el golpe de gracia te deje solo paralizado de por vida, por así decirlo. Inválido sin remedio. Todavía hay lugar para la esperanza, aun en el caso de que el señor Czernobog sobreviva a las dificultades que están por venir.

—¿Y existe alguna duda al respecto? —preguntó Sombra a la manera de Wednesday, e inmediatamente se odió por ello.

—Claro que sí, joder —respondió Wednesday. Detuvo el coche en el aparcamiento de un banco—. Este es el banco que voy a atracar. No cierran hasta dentro de unas horas. Entremos a saludar.

Le hizo un gesto a Sombra, que salió del coche de mala gana y entró en el banco con Wednesday. Si el viejo iba a hacer una estupidez, Sombra no entendía qué necesidad tenía de que las cámaras de seguridad lo grabaran a cara descubierta; pero la curiosidad le podía y entró en el banco. Miró al suelo y se rascó la nariz con la mano, haciendo lo posible para mantener oculta la cara.

—¿Los formularios de ingreso, señora? —le preguntó Wednesday a la solitaria cajera.

—Están allí.

—Muy bien. ¿Y si quisiera hacer un depósito nocturno…?

—El formulario es el mismo —explicó ella con una sonrisa—. Y el buzón para los depósitos nocturnos está a la izquierda de la puerta principal, en la pared.

—Muchas gracias.

Wednesday cogió varios formularios de ingreso. Se despidió de la cajera con una sonrisa y salió del banco con Sombra.

Wednesday se detuvo un momento en la acera, mesándose la barba con aire pensativo. Luego fue hasta el cajero automático y el buzón para depósitos nocturnos empotrados en el muro y los inspeccionó. Llevó a Sombra hasta el supermercado que había al otro lado de la calle, y compró una chocolatina para él y una taza de chocolate caliente para Sombra. Había un teléfono público en la pared de la entrada, bajo un tablón lleno de anuncios de habitaciones para alquilar y de cachorros y gatitos que necesitaban ser adoptados. Wednesday anotó el número de teléfono de la cabina. Cruzaron la calle de nuevo.

—Lo que necesitamos —dijo Wednesday, de repente— es nieve. Una nevada de las buenas. Piensa en «nieve», ¿vale?
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