descargar 69.75 Kb.
|
PATRISTICA Estás en: Home >Patristica > Los Padres y los Doctores de la Iglesia. MENU Importancia de los Padres de la Iglesia. Los Padres y los Doctores de la Iglesia. Los Padres Apostólicos. (Siglos I-II) Los defensores de la Fe. (Siglos II-III) La edad de oro de los Padres. (Siglos IV-V) Últimos Padres de Occidente. (Siglos V-VII) Últimos Padres de Oriente. (Siglos V-VIII) Nombres de los principales Padres y escritores eclesiasticos. Escritos de los Padres de la Iglesia. LOS PADRES Y LOS DOCTORES DE LA IGLESIA Se habla de la importancia del magisterio ordinario y universal de la Iglesia como órgano de la tradición viviente en continuidad con la predicación apostólica. De este magisterio los Padres son testigos privilegiados. Obispos y doctores de los primeros siglos predicaron la fe, la defendieron frecuentemente al precio de su sangre contra el paganismo o la herejía y se esforzaron por darle su expresión racional. Individualmente considerados cada uno de ellos no tiene más valor que el de un testigo aislado, al cual la Iglesia, por lo demás, podrá reconocer una autoridad excepcional como en el caso de un San Atanasio, San Basilio, San Cirilo o San Agustín. Pero su testimonio unánime (se entiende unanimidad moral) representa lo que en cada época constituyó la fe común de la Iglesia «lo que fue creído en todas partes, siempre, por todos», dirá en el siglo v San Vicente de Lerins (Conmonitorio, lI, 6); testimonio tanto mas significativo y autorizado cuanto es más antiguo y representa, como en su fuente, la fe y tradición cristiana. Trataremos de dar aquí una visión de conjunto de la literatura patrística, desde sus orígenes hasta el siglo VIII, al mismo tiempo que del desarrollo del dogma cristiano en sus líneas esenciales, para que el lector esté en condiciones de situar históricamente a los Padres cuyos nombres aparecen a lo largo de la obra y reconocer, al mismo tiempo, la aportación de cada uno de ellos al tesoro común de la fe. I. - LOS PADRES APOSTÓLICOS (siglos I y lI) Desde el siglo XVII se conoce con este nombre un grupo bastante determinado de autores, de los cuales, al menos los más antiguos, son contemporáneos del fin de la edad apostólica. Sus obras, escritos de circunstancias, sin preocupación teológica o literaria, son el testimonio más precioso de la fe y de la vida de las primeras generaciones cristianas. SAN CLEMENTE ROMANO, tercer sucesor de San Pedro, escribió hacia el año 96 una carta a la Iglesia de Corinto, agitada por el cisma. Es una exhortación serena y vigorosa a la paz y a la concordia, a la sumisión a la jerarquía y, al mismo tiempo, un documento de la caridad que une a las Iglesias, de la constitución jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), y un índice de la autoridad de la Iglesia de Roma. Una larga oración de acción de gracias (cap. 59-61) constituye un ejemplo de la oración litúrgica del siglo I, todavía muy afín a la oración de la sinagoga. El escrito llamado segunda epístola de Clemente a los corintios es una homilía (romana) que data del año 150, poco más o menos. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, martirizado en Roma hacia el año 110, había escrito siete cartas a distintas Iglesias de Asia y a la Iglesia de Roma. Estas cartas, eco de un alma apasionada por Cristo y sedienta del martirio, son quizá el documento más precioso de la antigua literatura cristiana. «Contienen —dice San Policarpo— la fe y la paciencia y toda edificación que se apoye en Nuestro Señor.» Nos suministran una referencia completa acerca de la creencia y de la vida de la Iglesia en los primeros años del siglo II, ya sobre la fe en Cristo, en su doble naturaleza, en su nacimiento virginal, ya sobre la Iglesia y su jerarquía (episcopado monárquico), sobre el bautismo y la Eucaristía, sobre la tradición y la autoridad de la Escritura, sobre la reacción ante las herejías nacientes, finalmente, sobre la Iglesia romana. Se vincula también a los Padres Apostólicos el Pastor, obra de Hermas, fiel romano de la mitad del siglo II. Las visiones (de la Iglesia, del ángel de la penitencia) y las parábolas contenidas en esta obra obligan a encuadrarla en el género literario de los Apocalipsis. Posee una cristología todavía muy rudimentaria, pero es un eco interesante de las preocupaciones morales de la comunidad cristiana y un documento de los más importantes acerca del problema de la penitencia, que se ofrece al pecador como posibilidad de perdón, según él, una sola vez después del bautismo. La Doctrina de los doce Apóstoles, DIDAJE, fue considerada durante mucho tiempo como el texto cristiano más antiguo, después de las Escrituras canónicas. La tendencia actual es de colocarla cuanto más hacia el año 150 (dependería de la Epístola apócrifa de BERNABÉ, que se remonta a la época de Adriano, 115-130), e, incluso, algunos la retrasan hasta principios del siglo III. Su autor, desconocido (¿sirio, egipcio?) pudo, por lo demás, hacer uso de documentos anteriores; las oraciones en ella conservadas (cuyo carácter propiamente eucarístico no ha sido plenamente demostrado) son conmovedoras y han sido adoptadas en las liturgias posteriores (anáfora de Serapión, Egipto, s. IV). II SIGLO SEGUNDO Los apologistas. La literatura antignóstica 1. Frente a la oposición creciente a la nueva religión (persecuciones de los emperadores, odiosas calumnias del vulgo, reacción intelectual de los medios cultos) los cristianos se esfuerzan por refutar las objeciones y calumnias, al mismo tiempo que por justificar racionalmente su fe. Se trata de una abundante literatura apologética que procede en gran parte de escritores laicos, con frecuencia filósofos convertidos, que hacen profesión de pertenecer a la escuela del cristianismo, como Justino, «filósofo y mártir». En sus obras se puede ver, más que una simple réplica a la contraofensiva pagana, bellas exposiciones de la transformación moral operada por la religión de Cristo, de la pureza de las nuevas costumbres, de la caridad de los cristianos. Así, por ejemplo, ARÍSTIDES «filósofo de Atenas» en la época de Adriano, y la Epistola a Diogneto, que quizá tenga por autor a QUADRATUS. Otros, por el contrario, como ATENÁGORAS (Súplica por los cristianos, I77) se entregan a la empresa de demostrar la falsedad e inmoralidad del paganismo, aunque permaneciendo siempre muy acogedores con respecto a la cultura y filosofía griegas. La oposición sistemática al helenismo es relativamente excepcional (TACIANO, HERMAS). Indudablemente, el más importante de los apologistas del siglo II es SAN JUSTINO, griego originario de Palestina, martirizado en Roma hacia el 165. En sus dos apologías (hacia el 155-161) se encuentran no solamente los temas ya clásicos de la apologética, sino también una exposición de conjunto de la fe cristiana y una demostración de la divinidad de Cristo, según las profecías. En esta obra, documento litúrgico de máxima importancia (descripción detallada de los ritos del bautismo y de la Eucaristía, I, 6I y 65-67, se siente la preocupación de tender un puente entre el cristianismo y la filosofía, merced a la teología del Logos, que en toda su plenitud se ha manifestado en Cristo, pero del cual participa también toda inteligencia humana, poseyendo como un germen de Él. Es éste el primer ejemplo de explotación racional de un dato bíblico merced a un elemento filosófico (en este caso el estoicismo). El Diálogo con el judío Trifón hay que situarlo (después de la Epístola de Bernabé) entre los escritos que intentan demostrar la caducidad del judaísmo, al cual debe ya sustituir la Iglesia de Cristo que llama a sí a todas las naciones. Los tres libros dirigidos a Autólico por SAN TEÓFILO, obispo de Antioquía, exponen una teología del Verbo, que se desarrolla en dos tiempos: el Logos era al principio inmanente a Dios y se ha manifestado al exterior por medio de la creación del mundo. Teófilo es el primero en emplear el término Trinidad. Refutación del paganismo y demostración ardiente de la divinidad de la nueva religión, preocupación de hacer asimilable a los filósofos el cristianismo, primer diseño de una teología trinitaria: he aquí el balance del esfuerzo de los apologistas. Los siglos siguientes conocerán aún apologías doctas, brillantes y sólidas. 2. La gnosis constituyó para la Iglesia del siglo II un notable peligro. Tratándose de un intento de conocimiento religioso superior a la fe, desaloja todo el contenido de la revelación para sustituirlo, bajo un vocabulario cristiano, por un conjunto de mitos sacados del misticismo greco-oriental. Fundado en un dualismo radical, una oposición entre Dios y el mundo, entre el Dios bueno y el demiurgo malo creador del mundo, establece un sistema de emanaciones y de intermediarios (los eones, cuyo conjunto forma el pleroma), y un mito de caída y reparación en que se desvanece el cristianismo auténtico. La difusión de esta doctrina fue considerable y abundante la literatura sobre ella; pero estas obras han perecido casi enteramente, y apenas nos son conocidas más que por las refutaciones que de ellas se hicieron en el ambiente católico, especialmente por San Ireneo y San Hipólito, en los cuales, se inspiraron, en general, los heresiologos posteriores. SAN IRENEO es el representante más destacado de la reacción ortodoxa contra los gnósticos y uno de los Padres más importantes de los tres primeros siglos. Originario de Asia Menor y discípulo de San Policarpo de Esmirna, por el cual enlaza con la tradición de San Juan, pasa luego a Roma donde conoce a San Justino y de allí a las Galias donde, después de la persecución del año 177, es consagrado obispo de Lyon. De sus numerosos escritos sólo queda, aparte de la Demostración de la predicación apostólica, breve catequesis, la gran obra Demostración y refutación de la falsa gnosis (Adversus Haereses) distribuida en cinco libros, publicados en varias veces, alrededor del año 180. El texto griego original se ha perdido en gran parte, pero poseemos una traducción latina muy antigua y muy literal. Con la exposición y refutación de las diversas teologías gnósticas, se hallará en Ireneo la afirmación muy sólida de algunos principios fundamentales del pensamiento cristiano. Por ejemplo, que la tradición viviente de la Iglesia, proveniente de los Apóstoles, es la regla de fe, que la continuidad ininterrumpida de la sucesión episcopal a partir de los Apóstoles, garantiza la fe de las iglesias, según la expresión del credo bautismal; que entre las iglesias locales la Iglesia romana, en razón de su origen, posee la máxima autoridad. La salvación no consiste en una «gnosis» superior, sino en la revelación de Cristo que, consumando la larga pedagogía divina, nos da a conocer al Padre. No hay más que un solo Dios, creador y redentor. La naturaleza humana entera, carne y espíritu, debe ser salvada por el Verbo, que, tomando verdaderamente nuestra carne, «recapitula» en sí toda la humanidad, restaurándola y dándole su plenitud, para divinizarla y presentarla al Padre. Al lado del nuevo Adán, María es la nueva Eva (idea ya expuesta por San Justino). No cabe exagerar la importancia de Ireneo, el cual, sin ser un teólogo muy personal, es un testigo fiel de la tradición, que bebe en sus fuentes auténticas, y que la expresa en fórmulas vigorosas y originales; a las especulaciones demoledoras de los gnósticos opone la firmeza de su sentido cristiano, de su sentido de Cristo y de la obra de nuestra salvación. La teología cristiana le debe alguna de sus tesis más fundamentales que, a través de Tertuliano, pasarán a Occidente y por Atanasio al Oriente. II EL SIGLO TERCERO Las escuelas teológicas En el siglo tercero se dibujan ciertas corrientes de pensamiento que se podrían llamar «escuelas» de teología, con la condición de entender esta expresión en un sentido muy elástico, de corrientes doctrinales y no de instituciones escolares. Los Padres tienen que hacer frente, no ya solamente a una contraiglesia como el gnosticismo que ponía en tela de juicio la esencia misma del cristianismo, sino a ensayos más o menos felices de explicar racionalmente el dogma. Son teologías desafortunadas, no sólo porque emplean un lenguaje todavía balbuciente sino, sobre todo, porque parten de presupuestos falsos; por ello vendrán a desembocar en cismas, en la constitución de pequeñas iglesias, separadas de la gran Iglesia, a la que darán ocasión de formular con mayor rigor su dogma. Se trata principalmente en este tercer siglo de la teología trinitaria, en la que se intenta conciliar el monoteísmo heredado del Antiguo Testamento con la fe en la divinidad de Cristo. Un sistema de giro más racionalista ve en Cristo un hombre adoptado por Dios (Teodoto, Artemón), que reaparecerá en Oriente con Pablo de Samosata, y en el siglo v con el nestorianismo. Otra tendencia que parecía responder mejor a las aspiraciones del alma cristiana, salvaguardaba a la vez la divinidad de Jesucristo y la unidad, la «monarquía» divina, admitiendo prácticamente «dos nombres y una sola persona»: Cristo no es más que una modalidad de Dios. «Cristo -dirá Noeto- es el Padre mismo que nació y que sufrió» (Patripasianismo: Noeto, Práxeas, y más tarde Sabelio). Contra estos diferentes errores toman posiciones los obispos de Roma (Víctor, Ceferino, Calixto), que afirman de este modo su autoridad doctrinal; los doctores, por su parte, elaboran contra ellos una teología de la Encarnación. En Roma, SAN HIPÓLITO, personalidad bastante singular: doctor primero cismático y luego mártir, se alza contra el papa Calixto, se separa de la gran Iglesia (217) y muere en el destierro reconciliado con el papa Ponciano (235). Publicó una refutación de todas las herejías (Philosophoumena), otra obra del mismo asunto de que nos queda sólo un fragmento, Contra Noeto, comentarios exegéticos (sobre Daniel, sobre el Cantar), una Crónica, y una preciosa colección canónica y litúrgica, la Tradición Apostólica (en ella se ha conservado el más antiguo texto conocido de la anáfora eucarística). Su teología del Verbo está afectada de las mismas insuficiencias que la de los apologistas; el Verbo no se habría plenamente manifestado como tal más que en el momento de la Encarnación; por otra parte, su reacción contra el «monarquianismo» acusa tendencias adopcionistas que han permitido tildarle de «diteísmo». Frente a las medidas indulgentes de Calixto, profesa una moral de tendencias rigoristas, su actitud representa un momento importante del desarrollo de la disciplina penitencial de la Iglesia. Hacia el año 250 NOVACIANO, también sacerdote romano y disidente de la Iglesia por su oposición a San Cornelio, escribe en latín el De Trinitate. 2. La Iglesia de Africa (Cartago) conoce en esta época una brillante floración teológica y literaria. TERTULIANO (que murió de avanzada edad después del 220) es el primer escritor latino cristiano y, por cierto, magnífico, fundador de la teología latina a la que suministra de primer intento un vocabulario seguro (persona, sustancia). Como apologista, renueva los temas tradicionales (el Apologeticum enfoca sobre todo el aspecto jurídico y político de las persecuciones); como polemista, establece vigorosamente, contra las nuevas doctrinas, la primacía y el origen apostólico de la tradición católica (el De praescriptione es una de las obras antiguas más importantes sobre la tradición); moralista severo defiende sin concesiones la pureza de las costumbres cristianas, pero su rigorismo y montanismo(1) le pusieron fuera de la Iglesia. El De pudicicia contra las medidas, que supone innovadoras, de un obispo —¿Calixto de Roma?, ¿Agripino de Cartago?—se opone violentamente a toda reconciliación eclesiástica otorgada al pecador, contradiciendo de este modo las afirmaciones anteriores del De Poenitentia. Tertuliano llegará también, partiendo de aquí, a proscribir en absoluto las segundas nupcias. Como teólogo defiende contra los gnósticos la unidad de la creación, la realidad del cuerpo de Cristo y la resurrección de la carne, la unidad de los dos Testamentos contra Marción(2) y la teología de la Trinidad contra Práxeas. Aunque su teología del Verbo se resiente aún de las imperfecciones de la teología del Logos del siglo II, distingue claramente en Dios la unidad de sustancia y la trinidad de persona, iguales entre sí y, en cuanto a Cristo, la unidad de persona y la dualidad de naturaleza, conservando cada una de ellas sus propiedades. Su tratado De baptismo es un testimonio precioso de la liturgia bautismal de principios del siglo IÍI, y Tertuliano es el primero en esbozar una teología de los sacramentos (De resurr. carn. 6). Escritor brillante y difícil, frecuentemente extremoso, la teología latina le debe el diseño de sus tesis fundamentales (trinidad, encarnación, sacramentos), al mismo tiempo que los primeros elementos de su vocabulario. |