3 Yido Sati
Tendida en silencio en su litera de metal, Mayada recordó la forma en que su abuelo materno, al que llamaba Yido Sati, cruzaba las manos por detrás de la espalda cuando se dirigía hacia su despacho o caminaba por el jardín. Recordaba cómo apoyaba el dedo índice en la cara mientras pensaba sentado en su mesa de escritorio; su mente volaba lejos en busca de soluciones para importantes problemas. Recordaba lo ordenado que era; todos los papeles que tenía en su enorme despacho estaban perfectamente clasificados, pese a su desbordante riqueza en libros y cuadernos. Recordaba lo mucho que le gustaba observarlo mientras ordenaba metódicamente los utensilios de oficina y sus plumas especiales cuando se preparaba para un día de trabajo.
Mayada cerró los ojos en Baladiyat y los abrió en el pueblo de Beit Meri, el tranquilo centro turístico en la montaña libanesa donde Yido Sati siempre llevaba a la familia de vacaciones a su casa de veraneo. De pronto era 1952, y Mayada vivía con sus padres y su hermana pequeña en Beirut. Era una niña, años antes de que la guerra civil de Líbano lo destruyera todo.
Era un determinado día de verano. Tenía siete años y Yido Sati era un anciano de ochenta y dos, e incluso a esa avanzada edad poseía el aspecto físico y la buena salud de un hombre veinte años más joven.
Yido Sati siempre fue conocido como el reloj despertador de la familia porque era el primero en levantarse todas las mañanas a las seis y media en punto. Ese día entró sigilosamente en la habitación donde Mayada estaba durmiendo con su hermana pequeña,
Abdiya. Cuando Yido Sati vio que Mayada parpadeaba al verlo, le susurró que no despertase a Abdiya y la invitó a acompañarlo en el desayuno. Halagada por esta invitación exclusiva, Mayada salió sin hacer ruido de la cama y se puso la pequeña y reluciente bata que su padre le había comprado en una tienda de ropa infantil en Ginebra.
El batín de seda de color rosa la hacía sentirse tan sofisticada como su elegante madre, Salwa, cuando se ponía un vestido de fiesta para algún deslumbrante acto social. Con esa imagen en la cabeza, Mayada hizo una gran entrada en la cocina, con el batín de seda arrastrándole por los suelos. Rió de felicidad cuando Yido Sati le retiró la silla e indicó que su princesita debía tomar asiento y acompañarlo en el desayuno. Por fin era mayor y se sintió orgullosa de sí misma por haber recordado beber el zumo de naranja sin sorber, y tragarse los huevos y las tostadas antes de hablar. Yido Sati desayunó tostadas, queso y té y habló de temas que sabía que interesaban a Mayada, como sus libros, sus dibujos y sus cuadros. Le prometió a Mayada que un día, cuando fuera mayor, la premiaría con un viaje de vacaciones especial a la ciudad llena de obras de arte que ella escogiera.
Después del desayuno, fueron sin ninguna prisa al balcón para admirar las vistas. Mayada miró la cara de su abuelo más que el paisaje y contempló sus ojos despejados de color miel que eran un manantial de bondad. Una vez había oído a una mujer insistir en que Yido Sati no era un hombre físicamente atractivo, pero que pocos lo notaban porque su increíble intelecto, sus inteligentes actos y sus ademanes afables proyectaban un aura de fuerza y honor llena de belleza. Mayada escuchó atentamente mientras Yido Sati le dio una breve lección de historia. Le dijo que el pequeño pueblo de Beit Meri había estado habitado desde la época de los fenicios y que había unas ruinas maravillosas de los períodos romano y bizantino, y que ella ya era lo bastante mayor para apreciarlas. Le prometió que visitarían las ruinas durante las vacaciones. Beit Meri estaba a 17 kilómetros del centro de Beirut y a 800 metros sobre el nivel del mar, y la casa de verano de Yido Sati se encontraba en una situación perfecta para tener una panorámica de la belleza natural de Beirut desde el balcón de la fachada. Otra vista maravillosa, la del profundo valle de Nanr el-Yamani, se extendía a los pies de la pequeña terraza de la parte trasera de la villa.
Era una mañana fresca, aunque el radiante sol brillaba sobre las sierras. Mayada permaneció de pie en silencio mientras Yido Sati contemplaba la encantadora ciudad de Beirut adentrarse en el Mediterráneo. La levantó en brazos para mostrarle algunos de los yates más grandes atracados en el puerto, que pertenecían a adinerados jeques de diversas naciones enriquecidas por el petróleo. Sati le contó que había estado en muchos de esos barcos en distintas reuniones de negocios. Según dijo, algún día llevaría a la familia a realizar un breve crucero por mar. Mayada disfrutó del rápido vistazo a los yates, porque sabía que Yido Sati jamás incumplía una promesa. Entonces intentó en vano encontrar su casa en Beirut, no pudo localizarla entre el amasijo de tejados de vivos colores que se extendía por la ciudad de crecimiento descontrolado.
Yido Sati siempre había insistido en realizar paseos matutinos, y después de analizar la belleza del escenario que los rodeaba, llamó a la niñera de Mayada, una mujer cristiana asiria llamada Anna. Le pidió que vistiera a su nieta para un corto paseo. Mayada recordaba la elegancia del cabello largo y negro añil de su niñera entre los dedos mientras Anna le metía por la cabeza a Mayada un sencillo vestido suelto de color azul. Se sentó y se quedó mirando los hermosos ojos verdes de Anna, enmarcados por las pestañas negras más largas que jamás había visto, mientras la mujer le ponía unos cómodos zapatos de paseo. Vestida para la ocasión, siguió feliz y contenta a Yido Sati desde el pueblo y por unas escaleras hasta salir a una calle curvilínea que los llevaría a Brumana, un pueblo cercano conocido por sus pintorescos y pequeños cafés, tiendas y restaurantes.
Sati y Mayada pasaron por delante de arriates de flores multicolores, y cuando ella se agachó a coger una flor abierta de color amarillo chillón, su abuelo le recordó con amabilidad que no estaba bien coger ni siquiera una flor diminuta sin pedirle antes permiso a su dueño. Pero le dijo que no se preocupara, que le compraría un ramo multicolor en Brumana y podría compartirlo con Abdiya. Sugirió que ambas niñas preparasen un bonito centro de mesa para la cena.
Mayada retiró a regañadientes la mano de la flor que había captado su atención y recordó una conversación que había oído entre sus padres. Su madre decía que su padre era el hombre más respetado en Oriente Próximo porque jamás había dicho una mentira en toda su vida. Se había mantenido tan fiel a sus principios sobre el nacionalismo árabe, que las autoridades británicas habían temido su influencia. Los gobernadores británicos le habían confiscado el pasaporte y lo habían escoltado junto con su esposa y sus hijos hasta la frontera de Irak con la estricta advertencia de que no regresara jamás a la tierra que amaba. Todos los líderes árabes le habían ofrecido la ciudadanía a Sati en sus respectivos países, pero él había rechazado la oferta con cortesía, argumentando que los árabes debían poder viajar de una tierra árabe a otra sin restricciones. Incluso sin pasaporte, Sati al-Husri fue bienvenido en todos los países árabes que no estaban controlados por los británicos.
Aunque ante la insistencia de Sati no había arrancado la colorida y perfumada flor, Mayada disfrutó muchísimo de su paseo. El camino estaba cubierto por una bóveda de pinos libaneses que daban una agradable sombra, aunque la cuesta era demasiado pronunciada para las cortas piernecitas de Mayada. Sin embargo, cuando Sati se dio cuenta de que su nieta avanzaba con cierta dificultad, aminoró la marcha y aprovechó el momento para preguntarle sobre sus asignaturas preferidas del colegio.
Mayada era una niña un tanto traviesa. Hacía muchos años, Yido Sati había sugerido a sus padres que su carácter alborotador mejoraría si la matriculaban en el parvulario y en la escuela primaria alemanes de Beirut, y los progenitores habían seguido su consejo. Aunque los instructores habían sido muy estrictos, ella había sacado provecho de la disciplina.
A Mayada le sorprendió tanto que Sati conociera tan bien sus clases y deberes, que empezó a preguntarse si se había metido a hurtadillas en las aulas. Dejó escapar un gritito de placer cuando le dijo que lo había impresionado tanto con sus dibujos que le había comprado un regalo consistente en pinceles y pinturas de artista, y que esperaba que celebrase una exposición formal. Mayada estaba tan emocionada con la idea que quiso dar media vuelta, volver a la villa para coger esos pinceles entre sus dedos y poder dar los primeros trazos magistrales en un lienzo. Sin embargo, su abuelo se rió y le dijo que para los artistas era importante tener ideas antes de meterse en la marabunta de la obra. Le dijo que le daba dos semanas para proyectar, pintar y organizarse antes de exponer su obra.
Su abuelo cumplió lo dicho; dos semanas después preparó con meticulosidad una exposición de los cuadros de Mayada. Tanto adultos como compañeros de clase acudieron a ver sus dibujos y muchas personas dijeron que llegaría a ser una pintora de fama internacional. No obstante, Yido Sati le advirtió que siempre fuera modesta con los cumplidos que recibía, y le recordó que nada importaba tanto como su satisfacción personal.
Siete años después, cuando Mayada estaba a punto de cumplir catorce años, Yido Sati falleció. Pasado poco tiempo desde su muerte, la madre de Mayada estaba revisando los importantes papeles del difunto y Mayada se conmovió hasta el llanto cuando descubrió, envueltos cuidadosamente en una caja de cartón con sus documentos más valiosos, sus dibujos infantiles.
Mayada todavía conservaba el recuerdo de esa mañana perfecta de verano en Beit Meri. Se sentía orgullosa de ser la única compañía de Yido Sati durante el paseo de aquel día, aunque cada vez que pasaban por un pueblo o se encontraban con alguien por el camino, los vecinos y la gente del pueblo inclinaban la cabeza y los saludaban con todos los honores. Todos los paseantes armaban un tremendo alboroto al ver a su abuelo. A ella no le sorprendía esa reacción, porque había sido así desde que tenía memoria.
Después de que los mismos británicos fueron obligados a dejar Irak, los iraquíes habían llamado a Sati al-Husri para que regresase al hogar. Él volvió exultante a las calles de Bagdad, que eran un hervidero de admiradores portadores de pancartas y escenario de una tremenda celebración que se propagó por todo el país. Siempre que Sati al-Husri viajaba a Bagdad para visitar a su hija, Salwa, estallaba un festival y su casa junto a la ribera del Tigris se llenaba desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche de visitantes, todos iban a brindarle respeto al hombre que cariñosamente llamaban «Padre del nacionalismo árabe».
Mayada prácticamente compartía cumpleaños con su abuelo. Sati al-Husri había nacido el 5 de agosto de 1879, y ella nació el 6 de agosto de 1955. La ambición de su madre era que su primogénito llegase el día del cumpleaños de su padre. Los padres de Mayada estaban de visita en Beirut cuando su madre salió de cuentas; Salwa estaba tan decidida a hacer coincidir las fechas de nacimiento que intentó provocar el parto caminando durante muchas horas por las calles de Beirut junto a su marido. Años antes, su padre le contó a Mayada que Salwa lo había obligado a recorrer toda la calle Bliss, que estaba cerca de la Universidad Estadounidense de Beirut, hacia el bar Uncle Sam, y luego de vuelta hasta la calle Sadat y Ain al-Miraisa. Pese a los esfuerzos de Salwa, no se puso de parto de Mayada hasta el día 6 de agosto.
Este vínculo especial entre sus cumpleaños era solo una parte de la relación ideal entre Yido Sati y Mayada. Yido Sati había estado comprometido de una forma extraordinaria con su nieta desde que ella podía recordar, fue una intimidad que fortalecía a Mayada, puesto que era el único abuelo que había conocido. Su abuelo paterno, el bajá Yafar al-Askari, había sido asesinado diecinueve años antes de su nacimiento. Aunque los estremecedores relatos sobre el bajá Yafar resultaban emocionantes, y aunque su padre, Nizar, al que le rendía una devoción ciega, se dedicaba en cuerpo y alma al recuerdo de su padre, esas historias no podían ser un sustituto de un abuelo como Sati, a quien podía ver en carne y hueso y que dedicaba un gran interés a todos los aspectos de su joven vida.
En 1879, cuando nació el abuelo de Mayada, Sati al-Husri, se estaba produciendo un enorme cambio en la región árabe. El sultán Abdul Hamid II era el soberano del vasto Imperio otomano, que tenía cerca de seis siglos de existencia a sus espaldas. Sin embargo, todo estaba listo para la disolución del imperio; los pueblos balcánicos estaban descubriendo su identidad nacional y se estaban liberando de los otomanos para forjar sus propias naciones. Mientras tanto, Rusia ejercía su presión en las fronteras otomanas hacia el este, al tiempo que Inglaterra avanzaba en dirección a Egipto.
El padre de Sati, Hilal, uno de los consejeros de confianza del sultán, era un hombre muy culto. Se había licenciado en Al-Azhar, una importante escuela teológica egipcia, y en el momento del nacimiento de Sati era juez supremo y presidente del Tribunal de Apelación en Yemen. El árbol genealógico de la influyente familia de Hilal al-Husri se remontaba hasta Al-Hasan ben Ali ben Abi Talib, el nieto del profeta Mahoma. Este indisoluble vínculo con la familia del Profeta había sido confirmado en Al-Azhar durante el siglo xvi.
Sati nació en la ciudad de Lahaj, en Yemen, donde su padre ocupaba un importante cargo gubernamental. Desde el día de su nacimiento, Sati había estado muy cerca de su adorada madre, pero su padre lo ofendía de forma constante al traer a otras mujeres a la casa de su madre. Cada vez que tenía lugar un nuevo matrimonio, Sati planeaba su particular venganza. Ponía cubos de agua en los balcones de las plantas superiores y esperaba hasta que las jóvenes novias pasaban por debajo para tirarles jarras de agua. Su madre era una mujer bondadosa y le rogaba a su hijo que pusiera fin a su mal comportamiento. Le aseguró que Alá le reservaba a ella mejores cosas en el cielo y que las pruebas en la tierra serían recompensadas con dignidad y gracia divinas.
El entusiasmo juvenil de Sati resultó ser tan perturbador que su padre lo envió a la escuela a una edad más temprana que la mayoría de los niños. Cuando tenía solo cinco años, su profesor de matemáticas había enseñado a la clase cómo resolver un problema concreto en cinco complicados pasos. Sati le dijo con discreción que podría resolverse solo con dos sencillos pasos. El profesor se molestó con el gran desparpajo del niño y le ordenó que saliera a la pizarra para ponerlo en ridículo y que se pudieran reír todos de él. En cambio, y para sorpresa de su maestro, Sati garabateó con rapidez su solución en dos partes. Sati era tan inteligente que solía matricularse en dos cursos a la vez cada año. Cuando finalizó con los máximos honores la escuela secundaria, fue el graduado más joven de toda la historia del Imperio otomano. A la temprana edad de trece años, Sati fue aceptado en la Real Escuela Shahani de Estambul, uno de los centros universitarios más exclusivos del imperio, donde consiguió su licenciatura en ciencias políticas en cuestión de un par de años. En esa época, su fama como intelectual había llegado a oídos del sultán. En cuanto se licenció, fue nombrado gobernador de Bayna en Yugoslavia, y mientras cumplía sus deberes como gobernador también presidía el sistema educativo del lugar.
El tiempo que pasó Sati lejos de Estambul y cerca de Europa fue la fase más inspiradora y enriquecedora de toda su vida académica. Viajó a los países europeos vecinos y frecuentó sus librerías. Visitó las bibliotecas de Roma y París y tomó parte en muchas conferencias sobre educación. Entabló amistad con importantes educadores europeos y asimiló sus teorías. El mayor interés de Sati era el estudio de las características nacionalistas de otros pueblos, para que los nacionalistas árabes estuvieran preparados para crear gobiernos e instituciones valiosas para su pueblo.
En 1908, Sati regresó a Estambul convertido en un hombre de 28 años, conocedor del mundo, pero entristecido al presenciar los postreros días del Imperio otomano. Durante los últimos años de los otomanos, justo cuando Yafar se empleaba en crear un mandato estable, Sati contribuyó a mejorar enormemente el sistema educativo. Tuvo tanto éxito en su cargo oficial que, tras la caída del imperio, el presidente Mustafa Kemal Ataturk, fundador de la moderna Turquía, dijo en repetidas ocasiones: «Mi único deseo es gobernar Turquía con la misma excelencia con la que Sati al-Husri dirige sus escuelas».
Las experiencias de Sati con sus numerosas madres adoptivas cuando era niño lo habían distanciado de la idea de contraer matrimonio siendo joven. Lo que más le importaba era su trabajo; sus únicas actividades sociales eran las audiciones de ópera y de sinfonías. Sin embargo, su profesión de educador lo condujo al amor, aunque el recorrido fue tortuoso. Sati era director de las Yeni Mektebi (las Nuevas Escuelas) en Estambul, donde topó con grandes dificultades a la hora de encontrar a profesores que hablaran inglés, francés y alemán con fluidez. Un día, uno de sus mejores amigos, Yalal Husain, mencionó que su única hermana, Yamila, era muy culta. Aunque Yamila era extraordinariamente rica, estaba harta y desesperanzada por su vida de lujos inútiles. Yalal creía que su hermana podría ser una profesora ideal para trabajar en el nuevo sistema escolar bajo la supervisión de su amigo de ideas progresistas, Sati al-Husri.
Sati se enamoró de Yamila Husain Pasha durante su primera reunión y hasta que ella accedió a casarse con él, todas sus energías se centraron en el cortejo de aquella extraordinaria mujer. El matrimonio de Sati con una hermosa mujer turca cuyo padre era ministro de la Marina y cuya madre era una sultana, o princesa, de la corte real del sultán, sorprendió a todo el mundo.
Yamila Husain Pasha era la única hija en una familia de seis hijos varones y era la favorita de su padre, Husain Husni Porsun, que era de Kosovo, localidad gobernada por los otomanos. Se convirtió en almirante de la Armada Otomana y su carrera de distinciones lo llevó al elevado cargo de ministro de la Marina de toda la flota otomana. La madre de Yamila, Melek, era otomana, y como primera prima del sultán por parte de madre, era miembro de la familia gobernante. Melek era una famosa belleza de piel tan blanca que la protegía con cuidado de los rayos del sol, y tenía unos ojos verdes tan brillantes que se decía que lanzaban deslumbrantes haces de luz cuando estaba enfadada. Melek era tan rica que sus riquezas la hicieron arrogante. Durante una hambruna terrible insistió en que seis caballos blancos recibieran un excelente cepillado y los mejores alimentos, aunque los ciudadanos otomanos estuvieran cayendo muertos de hambre por las calles. Incluso pasó haciendo cabriolas con los caballos por delante de la multitud hambrienta que empezaba a amontonarse en las murallas del palacio. Era conocida por quemar el dinero, pues disfrutaba al ver las caras de sorpresa de la gente que la observaba, y su casa era tan opulenta, con más de setenta habitaciones, que cuando murió la convirtieron en un enorme hotel.
Yamila tuvo suerte porque su padre no solo era un hombre culto, sino que era amable y le interesaba que su hija completase su educación al igual que habían hecho sus hijos. Sin embargo, en el mundo otomano, la educación de las mujeres era algo tan poco común que tuvo que disponerlo todo para que su hija fuera a estudiar a Estados Unidos. Cuando la extraordinaria noticia se propagó por el palacio, el sultán escuchó los rumores sobre la cuestión y mandó llamar a Husain a sus dependencias para decirle que no creía en la educación de las mujeres. El sultán afirmó que bastaba con echarle un vistazo a la propia esposa de Husain, Melek, para saber que la independencia de la mujer no podía traer más que desgracias a los hombres de la familia.
Husain no supo qué decir, porque sabía que el sultán y Melek se profesaban un odio mutuo, y le habían dado la suculenta información de que al despertarse por las mañanas, lo primero que preguntaba el sultán era: «¿Qué escandaloso acto ha realizado la prima Melek durante la noche?».
Sin embargo, una vez que el sultán expresó su deseo de que Yamila no saliera del país en busca de educación, Husain no podía contravenir su voluntad, porque eso hubiera supuesto la sentencia de muerte. Así que Husain contrató a tutores en secreto y su querida Yamila fue educada en casa. Se convirtió en una persona muy culta y hablaba con fluidez varias lenguas, sabía tanto como cualquier hombre sobre sociología, fisiología y psicología. Mayada sabía que esa era la mayor fuerza de atracción que sentía Sati por Yamila, porque era un hombre de tal brillantez intelectual que una mujer inculta hubiera sido incapaz incluso de atraer su atención, y por supuesto no podría haber logrado su amor y afecto eternos.
Yamila se dio cuenta enseguida de que Sati al-Husri era un hombre distinto a los demás, y correspondió a su amor y su respeto. La pareja se casó y tuvo dos retoños: una hija, la madre de Mayada, Salwa, y un hijo, el tío de Mayada, Jaldun.
Como única hija, Yamila heredó las posesiones de su madre, que llegaron a su hija, Salwa, quien entregó esos preciados tesoros a sus propias hijas. Mayada heredó algunas reliquias familiares valiosas y todavía poseía el «Decoro de la Perfección» que el sultán regaló a Melek. Esta proclamación, consistente en un documento con el sello del sultán, fue escrita con letras de oro y decía que en ocasión del decimoctavo cumpleaños de Melek sería obsequiada con diversos terrenos. El documento iba acompañado por un fajín y una medalla con incrustaciones de diamantes, perlas y rubíes, zafiros y esmeraldas. Mayada había heredado uno de los enormes diamantes y el documento, pero se vio obligada a vender la piedra preciosa en 1996 cuando vivía en la época de los bloqueos en Irak y estaba desesperada por alimentar a sus hijos. Aunque conservó el raro documento otomano con la esperanza de entregárselo como legado a su propia hija, Fay.
La desintegración del Imperio otomano produjo una ruptura tan abrupta con la tradición que muchas de las antiguas costumbres desaparecieron, pero esto también preparó el camino para que las nuevas ideas plantaran su semilla en un hombre como Sati al-Husri. Era tan inteligente que los reyes le pedían opinión y lo nombraban para ocupar cargos de poder.
La rememoración de Mayada sobre su abuelo Sati se vio interrumpida por el sonido de los llantos de una mujer. A Mayada le costó un par de minutos adaptarse a la luz del fluorescente que tenía encima, pero mientras se frotaba los ojos y miraba hacia la dirección de donde provenían los llantos, vio que la que lloraba era la más joven de dos mujeres que habían sido encarceladas a primera hora del día.
En ese momento, otras mujeres en la sombra se habían reunido alrededor de la joven, Aliya. Estaba tan apenada que nada que se hiciera o se dijera la consolaba lo más mínimo. Cuando Aliya empezó a gemir, Samira le cogió la cara con las dos manos y le susurró con tono autoritario:
—Tienes que controlarte, querida mía. Los guardias seguirán el rastro de tus lloros como los perros sabuesos siguen el rastro de un conejo. —Y añadió—: ¿Quieres que te lleven para hacer un poco de ejercicio de madrugada?
Mayada se estremeció con las palabras de Samira, pero sirvieron para enjugar el llanto de Aliya.
Cuando Mayada había regresado a la celda un par de horas antes, se había angustiado tanto por su situación personal que no había prestado mucha atención a las dos nuevas mujeres en la sombra. Sin embargo, en ese momento estudió a Aliya con curiosidad. Aliya había llegado con existencias suficientes para sobrevivir durante una larga temporada. Tenía mantas y almohadas, ropa de muda y ejemplares del sagrado Corán y otros libros de oración islámicos, e incluso raciones de buena comida, lo cual era muy poco frecuente en los intramuros de Baladiyat.
Mayada creía que no había mujer en la celda que pudiera ser más bella que Samira, pero Aliya era alta y esbelta, y tenía una cara encantadora. Su rasgo más llamativo eran sus ojos negros enormemente grandes y expresivos.
Aliya se acomodó en el suelo con las piernas cruzadas, al estilo iraquí, y el resto de las mujeres en la sombra se sentó junto a ella. Mayada se unió al grupo, aunque no estaba acostumbrada a sentarse en el suelo, porque su madre había insistido en que solo los sirvientes mal educados se sentaban así. Había enseñado a sus hijas a sentarse en sillas o sofás con las piernas colocadas de forma correcta.
Así que a Mayada no le sorprendió que, en cuestión de minutos, empezaran a dormírsele las piernas y empezara a cambiar el peso del cuerpo de un lado a otro. Aliya la miró con interés.
—¿Eres nueva aquí? —preguntó.
—No tan nueva. Llegué un día antes que tú —respondió Mayada.
Aliya asintió con la cabeza.
—Llevo detenida unos dos años —dijo—. Me han advertido que puedo esperar una sentencia de quince años.
Entonces Mayada entendió la profunda tristeza de Aliya, porque ella misma se sentía morir ante la idea de ser retenida en Baladiyat otro día con su noche. Tomó la decisión de que si le notificaban que iba a estar encarcelada durante quince años, se quitaría la vida mordiéndose la carne y clavándose los dientes en las venas, aunque el suicidio sea considerado un grave pecado en el islam.
Aliya hablaba con una voz dulce y callada.
—Soy de la Gobernación de Basora. Mi marido era un ingeniero con experiencia pero estuvo sin trabajo durante años. Tras el nacimiento de nuestro primer hijo, se sentía tan tenso por la desesperación que se fue de Basora y viajó a Jordania en busca de empleo. No encontró nada relacionado con su profesión y cuando encontró un trabajo de panadero lo consideró un milagro. Pasados dos años había ahorrado el dinero suficiente para alquilar una habitación en Ammán y en cuanto hubo amueblado la estancia con una cama, una mesa, dos sillas, una pequeña nevera y un hornillo me mandó a buscar a mí y a nuestra pequeña hija Suzan. Dijo que nos echaba tanto de menos que la añoranza afectaba a su productividad como panadero. Confesó que había quemado más de una docena de barras de pan mientras se lamentaba por el hecho de que su hija se estuviera haciendo mayor sin un padre que la guiara. Estaba seguro de que su tristeza lo haría quemar la panadería, así que se puso en contacto con mi hermano, que era general del ejército iraquí. Sé que no es normal que un chií sea general, aunque jamás le ofrecían comandancias importantes ni le concedían aumentos de sueldo, como hubieran hecho si fuera suní. Mi marido le pidió a mi hermano que nos preparase los papeles. Y lo hizo. Mi hermano es un hombre generoso y también le entregó 700.000 dinares iraquíes [350 dólares] para las tasas de nuestros pasaportes y me dio 100.000 dinares [50 dólares] para el viaje. Mi hermano accedió incluso a viajar conmigo como el mahram con el que estaba obligada a ir.
Después de las muertes de tantos maridos y padres, y de la debilidad económica en el interior de Irak relacionada con los bloqueos, algunas mujeres iraquíes habían huido a Jordania a través de la frontera para ejercer la prostitución y poder alimentar a sus hijos. Cuando Sadam descubrió que las mujeres iraquíes deshonraban a su país vendiendo sus cuerpos, ordenó que todas las mujeres viajaran con un mahram, que podía ser su marido o cualquier pariente masculino con el que la mujer musulmana no pudiera casarse, como su padre, un hermano, tío, sobrino, padre adoptivo, suegro o yerno.
Aliya prosiguió el relato de su historia.
—En la aduana iraquí en Trebil, se llevaron nuestros pasaportes para sellarlos y no tardaron en pedirme que me echase a un lado con mi hija y mi hermano. Empezó el caos más absoluto cuando dos miembros de la policía secreta empezaron a golpear a mi hermano con los puños. Se desmayó por la descarga cuando uno de los hombres lo atacó con una picana eléctrica. Mi hija de tres años empezó a chillar de miedo. Otros viajeros empezaron a gritar y se alejaron de nosotros. Al final, para restaurar el orden en la aduana, los guardias nos llevaron a un pequeño despacho. Chillaban y gritaban, exigían saber de dónde había sacado mi pasaporte. Yo me había quedado muda por el terror, pero, gracias a Alá, mi hermano ya había recuperado la conciencia en ese momento y les aseguró a los hombres que había pedido a una reputada oficina de Basora encargada de esos trámites que expendiera el pasaporte. Luego fue a recoger el documento y no había notado nada raro.
»Ese hombre horrible con la picana eléctrica gritó que yo viajaba con un pasaporte robado. Estaba tan furioso que nos dio una descarga a mi hermano y a mí. Los hombres no creyeron en nuestra inocencia y nos trasladaron a los tres al centro penitenciario de Al-Ramadi. Estuvimos encerrados tres semanas. Nadie nos interrogó ni nos torturó. Parecía que nos hubieran olvidado. Al final soltaron a mi hermano sin dar ninguna explicación, pero él no pudo hacer ni decir nada por mi caso, puesto que yo era la que tenía el pasaporte. Me tuvieron retenida en aquella primera cárcel durante seis meses. Mi hija estaba encarcelada conmigo. Mi pobre niña acudía conmigo a la sala de interrogatorios. La obligaban a mirar mientras me golpeaban. —El rostro de Aliya se llenó de tristeza con ese recuerdo—. Lo más difícil que he hecho en mi vida ha sido contener los gritos mientras me torturaban. Me golpeaban, pero yo me mordía la lengua hasta que sangraba. Quería ahorrarle a mi niña el terror de oír a su madre gritar. Uno de los guardias más malvados una vez ató a mi pequeña a una mesa, provocándome con la amenaza de que iban a torturar a Suzan. Me ataron a una silla para que no pudiera hacer nada mientras azotaban a la pequeña Suzan. Mi niña gritó hasta que el ombligo se le salió para afuera, y cuando los guardias lo vieron se pusieron a reír a carcajadas. Jamás había visto el ombligo de un niño salirse así. Pedí un médico, por supuesto, pero ellos se negaron. Así que le envolví el vientre con mi pañuelo. Pensé que el ombligo se le volvería a meter hacia dentro, pero no fue así. Lo peor llegó más tarde. Durante una de las sesiones de tortura, dos de los hombres amenazaron con violarnos a mí y a Suzan. Gracias a Dios no violaron a mi niña.
Aliya hizo una pausa y gesticuló en dirección a otra mujer en la sombra que estaba sentada a solas en un rincón.
—Rasha estuvo presente durante los peores momentos —dijo.
Mayada y las demás mujeres en la sombra miraron a Rasha.
Mayada pensó que era raro que esa mujer en la sombra en particular no se interesase por la situación de Aliya.
Aliya esperó a que Rasha confirmase su historia, pero Rahsa no hizo más que mirar a Aliya antes de volver a volcar su atención en su alfombra para la oración y dedicarle una reflexiva sacudida de cabeza, negándose a dar la confirmación deseada por Aliya.
Aliya suspiró.
—La pobre Rasha es tan inocente como yo —afirmó—. Éramos dos desconocidas. Ahora estamos unidas por algo que jamás podríamos haber imaginado. —Entonces Aliya se volvió hacia Rasha—. ¿Puedo contar también tu historia, Rasha? —Rasha se negó a hablar, pero gruñó. Aliya tomó aquel amargo sonido como un sí y continuó—: Un día estaba sentada en mi celda con la pequeña Suzan en brazos cuando la puerta se abrió de un golpetazo. Me encogí porque creía que me iban a llevar para pegarme más. En lugar de eso, alguien tiró al suelo a una mujer que había sido torturada casi hasta la muerte. Tenía la cara llena de profundos cortes y le habían abierto la cabeza. Le salía sangre por un agujero que tenía en la coronilla que al parecer había sido hecho con un taladro. Le habían arrancado tres uñas de la mano y le habían apagado tantos cigarrillos en las piernas que el olor a carne quemada no tardó en impregnar la celda. La mujer era Rasha. Todas las presas la atendieron para intentar salvarle la vida. Estuvo a punto de morir en dos o tres ocasiones, hasta que al final, una de las mujeres convenció a los guardias para que la llevaran al hospital. La trajeron de vuelta a la celda al día siguiente aunque no era muy lógico, y tuvimos que hacer uso de nuestros mejores conocimientos de enfermería para devolverla a la vida. Después de tres días, Rasha recuperó la conciencia. Desde el momento en que abrió los ojos, nuestra tristeza aumentó.
»Veréis, el misterio de mi pasaporte confiscado en Trebil era que en realidad el documento pertenecía a Rasha. Rasha había informado de la pérdida del pasaporte el año anterior. La habían encerrado desde ese día, y la policía secreta, convencida de que iba a desarticular una importante red de espionaje, intentó obligarnos a cualquiera de las dos a dar pruebas que inculpasen a la otra. —Aliya sacudió la cabeza de pena—. Los interrogatorios se volvieron más brutales. Cada día nos interrogaban por separado. Luego nos interrogaban juntas. Nuestros torturadores le arrancaban las uñas a Rasha mientras le exigían que les dijera a quién le había vendido el pasaporte. Luego me apagaban cigarrillos encendidos en las piernas desnudas, y me insistían en que admitiera pertenecer a una red de espionaje con Rasha. Puesto que nada de lo que decían era cierto, ninguna de las dos sabía qué nombre darles. La afirmación de que éramos inocentes no hacía más que acrecentar la rabia y las torturas.
Para demostrar cuánto había sufrido, Aliya se bajó el vestido hasta el codo y se levantó la falda hasta las rodillas. Muchas mujeres en la sombra lanzaron un grito ahogado. Aliya tenía los brazos y las piernas cubiertos con heridas profundas y en carne viva. Las peores cicatrices, sin embargo, le cruzaban el abdomen de lado a lado, los muslos y las nalgas, según les contó.
Mayada se dio cuenta con terror que los torturadores de Aliya la habían desnudado para humillarla mientras le infligían dolor, y se preguntó si la habrían violado, pero no formuló la pregunta, porque ninguna mujer musulmana admitiría jamás haber sido deshonrada de esa forma.
—Por algún motivo —dijo Aliya—, Rasha y yo hemos sido trasladadas de una prisión a otra. La peor cárcel estaba en mi ciudad natal, Basora. Estar cerca de casa y no poder ir es la peor tortura de todas. Sabía que mi familia estaba a solo unas calles de la cárcel mientras yo me consumía. —La cara de Aliya se empapó de lágrimas, pero siguió hablando—: Mientras estábamos encerradas en Basora se produjo un pequeño levantamiento en que la población exigió el derrocamiento de Sadam. El gobierno afirmó de inmediato que esa gente había iniciado un motín y detuvieron a miles de personas, se ordenó al ejército que echara abajo sus casas y encerrase a sus habitantes. Familias enteras fueron encarceladas. De pronto agruparon a hombres, mujeres y niños en celdas construidas para albergar a la mitad de personas. La gente empezó a morir por hacinamiento, hambre y enfermedades. Tuve que ver cómo agonizaban varios niños deshidratados lentamente hasta la muerte en mi propia celda. Intenté proteger a Suzan manteniendo su carita tapada con mi pañuelo, pero es imposible evitar que una niña de esa edad permanezca tranquila y quieta en los brazos de su madre día y noche. Así que cogió una terrible infección. Un día empezó a toser. Luego le salían mucosidades por la nariz. Se le cerraron los ojos por las legañas resecas. Poco después, mi niña lloraba sin parar. Desarrolló una grave tos y pronto dejó de reaccionar al oír mi voz. Pensé que iba a morir en cualquier momento. Pese a la enfermedad de mi hija, todavía me llevaban a torturar. Otras amables mujeres de la celda se ofrecieron voluntarias para cuidar a Suzan. Por primera vez no sentía el látigo del torturador. Solo quería que me azotaran deprisa para acabar con eso y poder volver con mi niña. Una vez entré en una sala de tortura y grité: «¡Azotadme! ¡Azotadme deprisa!», lo que sorprendió a mis verdugos. En realidad, esa fue la única vez que un hombre dejó su látigo y me dijo que regresase a la celda. Estaba obsesionada; solo podía pensar en mi hija.
»Gracias a Alá Suzan sobrevivió. Al año siguiente, nuestras vidas mejoraron un poco cuando mi hermano se puso en contacto con un hombre que conocía a uno de los guardaespaldas de Sadam. Ese hombre le dio a mi hermano información sobre dónde estábamos detenidas. Después de tres meses de pagar sobornos, mi hermano pudo venir a visitarme. —Hizo un gesto para indicar la pila de cosas que había traído—. Me trajo ropa y alfombrillas para rezar, mantas y comida especial. Incluso recibió una autorización para sacar a la pequeña Suzan de la cárcel, y ahora mi niña vive con mi hermano y con su mujer. Aunque jamás olvidaré cómo mi pequeña gritaba cuando mi hermano la cogió de mis brazos y se fue, es una gran bendición que ella esté a salvo.
Aliya empezó a sollozar y Samira le dio una palmadita en la espalda mientras terminaba la historia por ella.
—Nuestra Aliya es una mujer culta; es bioquímica. Incluso le han concedido varios títulos. Le prohibieron dar clases en instituciones públicas porque no era miembro del Partido Baaz, y daba clases particulares.
Entonces, Aliya empezó a llorar a conciencia.
—Mi marido es ingeniero. Ahora trabaja de panadero. Yo soy profesora y ahora me estoy pudriendo en la cárcel. Mi hija ya será una mujer cuando yo salga de aquí. Y jamás he hecho nada contra el gobierno.
Todos los ojos de la celda se anegaron en lágrimas de comprensión por Aliya.
A través de la pared, escucharon a Ahmed, el piadoso joven wahabí converso, que empezaba sus oraciones nocturnas. De pronto, sus oraciones se tornaron en gritos.
Mayada se puso tan nerviosa esta vez que se levantó de un salto y cogió del brazo a Samira.
—¡Lo van a matar! ¡Lo van a matar! —gritó.
—No —respondió Samira en voz baja—. Pero lo que le van a hacer es incluso peor, sobre todo para un musulmán devoto.
Mayada no lo entendió hasta que oyó cómo arrastraban a Ahmed hasta el pasillo, donde se detuvieron delante de la puerta de su celda. Los guardias violaron a Ahmed por turnos. Mayada estaba horrorizada. La brutal violación siguió hasta bien pasada la hora, hasta que Mayada oyó que uno de los guardias se reía como una hiena mientras le decía a Ahmed:
—Relájate. Ahora eres la esposa de tres hombres y tienes que complacernos a todos.
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