descargar 0.91 Mb.
|
Al-Sayid al-Aam o «Señor general»—, la central de la policía secreta estaba en Al-Masbah, cerca del parque Al-Sadun, una zona de Bagdad que antiguamente fue habitada por judíos y cristianos. El estilo arquitectónico de esas casas era el del antiguo Bagdad, con persianas ornamentadas, grandes balcones y generosos jardines en los que niños risueños se divertían jugando al escondite o al tejo. Una hermosa mañana iraquí, funcionarios del gobierno habían llegado por sorpresa y habían arrebatado aquellas elegantes casas a sus dueños, luego habían levantado una enorme valla alrededor del barrio y habían convertido la zona en una madriguera de edificios y calles con cámaras secretas. El doctor Fadil, que había sido el dirigente del departamento al completo y que solo respondía ante Sadam, se había hecho construir un moderno despacho en medio de esas casas antiguas. La planta baja del edificio donde se encontraba su oficina era un garaje lleno de coches japoneses nuevos, que según sabía Mayada habían sido regalos de Sadam Husein. El despacho del doctor Fadil estaba amueblado con una enorme mesa de escritorio de caoba y un sillón de piel negra, con dos sillas de respaldo alto y mesitas de centro de cristal. El techo estaba formado por pequeños cuadraditos de metal decorados con unos dibujos estilo pop tan increíblemente estrafalarios que a Mayada se le antojaban ideales para una discoteca. El enorme despacho contaba con todos los medios, incluidos numerosos monitores de televisión en los que podía contemplar lo que ocurría en la laberíntica cárcel. El despacho del doctor Fadil también estaba a rebosar de lujos como aparatos de vídeo, que por aquel entonces eran algo muy extraordinario en Irak, así como una pequeña pantalla de cine en la que proyectaba los estrenos de Hollywood que invitaba a ver a sus amigos íntimos. Incluso tenía una enorme piscina dentro de la oficina. En la primavera de 1984, el doctor Fadil había sido ascendido y trasladado al Servicio de Inteligencia Iraquí, y sus nuevas dependencias estaban ubicadas en Sahat al-Nosur, en el distrito de Al-Mansur. Mayada lo había visitado en su nueva central en diversas ocasiones hasta 1990, cuando Sadam ordenó la detención de Fadil. Sabía que si Fadil hubiera sido todavía director, ella habría sido una visitante bienvenida no una asustada presa. Mayada y sus dos guardias llegaron a un contundente bloque de edificios de cemento. Cuando pasó por la puerta la condujeron hacia un despacho oval que se encontraba a la derecha del vestíbulo de entrada. Había un hombre menudo de cara arrugada sentado tras una mesa circular. Ella lo miró con detenimiento; tenía el rostro arrugado por las preocupaciones, no por el paso del tiempo. No se podía explicar cómo supo que el hombre había envejecido por las cosas que había visto y no por el número de años que habían pasado, pero de alguna forma lo supo. De pronto, el hombre habló. Le ordenó entregarle sus pertenencias. Ella sacó con calma un objeto tras otro: un anillo, un reloj, una cartera con 20.000 dinares iraquíes (unos 10 dólares), una agenda de trabajo con encargos de impresión y diseño, una agenda telefónica, la tarjeta de identificación obligatoria, las llaves y, por último, una nota de su hija Fay que le recordaba que no olvidara que ese día habían quedado para comer. Otro hombre salió de repente de la nada, la cogió por la mano derecha y le plantó el dedo pulgar en un tampón de tinta. Estampó la huella de su dedo en la lista de sus objetos personales. A continuación, un segundo hombre entró en la habitación y los dos guardias se la llevaron a las celdas de la prisión. Después de pasar por una puerta de doble hoja, llegó a un largo pasillo jalonado por celdas. Los hombres se detuvieron delante de la tercera puerta a la derecha. Mayada permaneció quieta y nerviosa mientras el hombre más corpulento abría el pesado candado y le hacía un gesto para que entrase. Entonces lo vio: «52». —¡Nooo! —gritó, aterrorizada. La incredulidad la hizo temblar mientras se dirigía hacia el número. La iban a encerrar en la celda número 52. Empezaron a picarle los ojos, después sintió cómo se quemaba por dentro, desde la punta de los pies hasta la coronilla. El número 52 le oprimía el corazón como un puño de hierro; el 52 era el número de la mala suerte que había perseguido a su familia durante generaciones. Su querido padre había muerto a los 52 años, en la habitación 52 del hospital de las monjas. El padre de su padre, el bajá Yafar al-Askari, había sido asesinado a los 52 años. Y ahora la iban a encerrar en la celda número 52. Mayada estaba segura de que su encarcelamiento era sinónimo de sentencia de muerte. ¡No! De ninguna forma pensaba entrar en esa celda. Nadie podía obligarla. Plantó los pies con firmeza en el suelo y echó un vistazo a su alrededor en busca de algo fijo a lo que agarrarse. —¡Entra! —gritó el guardia de la cara marcada. —No puedo. No puedo. —La voz de Mayada sonó entrecortada, las palabras que pronunció fueron casi inaudibles. —He dicho que entres —ordenó el guardia, tensando la mandíbula. El segundo hombre le dio un violento empujón. Mayada cayó despatarrada al suelo de la celda número 52. Tocó a tientas la pared para evitar caerse. Se le nubló la vista mientras deslizaba los dedos por el frío muro. Oyó un portazo y el clic del candado tras ella. Estaba atrapada. Con las palmas de las manos apoyadas con fuerza sobre la pared, Mayada recuperó el equilibrio. Se puso de pie en el centro de una celda pequeña y rectangular. Con el rostro encendido, jadeante y confundida por la luz del fluorescente del techo y las sombras danzantes que la rodeaban, rompió a llorar cuando se dio cuenta de que las sombras no eran en absoluto tales. Las imágenes tomaron forma de mujeres y una de ellas se dirigió hacia Mayada. —¿Por qué estás aquí? —le preguntó con una voz llena de amabilidad. La mujer que se había acercado a Mayada permaneció en silencio, excepto por la pregunta, dándole a Mayada tiempo para poner las ideas en orden. Hizo un esfuerzo por responder la sencilla pregunta, pero era incapaz de hablar. En lugar de contestar, movió las manos y los brazos arriba y abajo. No sabía por qué había respondido así, y le preocupaba lo que las demás mujeres pudieran pensar. Estaba realmente asustada, le daba miedo que las demás llamaran a los guardias para que se la llevasen a una sala para enfermos mentales. Con tal de evitar ese destino, Mayada hizo un gran esfuerzo por despejarse los pulmones que estaban cargados de tensión. Luchó por obligar a la saliva a mojar la lengua inflamada y la boca seca; no había bebido agua desde que la habían detenido aquella mañana. Parpadeó varias veces en un intento de adaptarse a la luz. Mayada estaba demasiado confundida por la mediocre iluminación interior de la celda como para ver con claridad las indistintas siluetas que ya sabía que eran otras presas, aunque a ella le parecieron más de doce oscuras «mujeres en la sombra». Por algún motivo, su presencia le hizo sentir un inesperado consuelo. Más tarde se enteraría de que era la presa número dieciocho en una celda que estaba pensada para albergar ocho reclusas, aunque cuando Mayada echó un vistazo a la superpoblada celda rectangular, esa cifra bien podría haber sido ochenta. El retrete estaba situado de forma deliberada en el lugar de la celda que quedaba en dirección a la Kaaba en La Meca, el punto hacia el que se suponía que debía dirigir sus cinco oraciones diarias. Esto constituía un insulto intencionado contra cualquier musulmán, porque la arquitectura islámica pone sumo cuidado a la hora de ubicar los retretes lo más lejos posible de la dirección de la Kaaba. Mayada pasó de pensar en la oración a percibir una espantosa fetidez. Jamás había olido un hedor tan repugnante, ni siquiera durante el peor momento de la guerra, cuando los rescatadores tiraban de los cadáveres enterrados que habían quedado sepultados bajo las ruinas durante días. La horrible peste de la celda era tan aplastante que solo se le ocurrió que podía provenir de vómitos que cubriesen el suelo. Estaba tan convencida de estar de pie sobre montones de porquería que levantó las sandalias y se miró las suelas, pero estaban limpias. Inhaló con precaución y sacó la conclusión de que el olor lo impregnaba todo. Lo único que se le ocurrió es que el tufo del guiso de lentejas procedente de la cocina de la cárcel había traspasado el cemento de la celda, donde se mezclaba con el hedor de cuerpos sin asear y la fuerte pestilencia del retrete usado con frecuencia. Antes de dirigir su atención hacia la mujer que le había hablado, Mayada echó otro vistazo a la celda. Las paredes estaban cubiertas de garabatos rojos, negros y grises; esperó que los mensajes rojos no hubieran sido escritos con sangre. Vio un destello de luz natural que entraba por una diminuta ventana con barrotes situada en la parte superior de la pared del fondo. Dos bancos de acero, que supuso que eran literas, estaban dispuestos a ambos lados de la celda. La mujer de la voz compasiva se acercó un poco más y una amable mano tocó a Mayada en el hombro. —¿Por qué estás aquí, pichoncito? —preguntó. Mayada miró a la mujer a la cara y vio que era bella. Tenía una piel muy clara. Incluso tenía unas cuantas pecas esparcidas sobre una delicada nariz. Sus vívidos ojos verdes brillaban. —Me llamo Samira. ¿Por qué estás aquí? —volvió a hablar la hermosa mujer. Otras mujeres en la sombra se acercaron para escuchar y las expresiones de sus rostros transmitían compasión por Mayada. Mayada miró sus caras y compartió con ellas la explicación oficial de su detención. —El hombre del pelo cano me dijo que mi empresa había impreso algo en contra del gobierno, pero no es cierto. Yo no he imprimido nada en contra del gobierno. Al escuchar sus propias palabras, Mayada se derrumbó. Vio las caras de sus hijos como un destello. Iba a llevar a Fay a comer y luego al dentista. Ali tenía que ir a la barbería. Después irían a hacer la compra de comestibles. En ese momento la invadió la desesperación al pensar que el diente cariado de Fay pudiera estar doliéndole. Solo dos días antes habían celebrado el decimosexto cumpleaños de Fay. Mayada había gastado más dinero del que tenía para hacer feliz a su hija. Había preparado una fiesta de cumpleaños en el club Alwiya, un club social de moda en Bagdad. Los propios abuelos y padres de Mayada habían celebrado muchos acontecimientos en aquel club, así que allí siempre lo pasaban bien, era una forma de ligar a Mayada, Fay y Ali con su pasado. Ahora, con su detención, sus vidas habían sido puestas en peligro de una forma que hubiera parecido imposible el día anterior. Mayada no pudo contener durante más tiempo la pena que la corroía por dentro. —¡Mis hijos! ¡No hay nadie que cuide de ellos! —gritó. —Escucha, tienes que levantar un muro alrededor de todo lo que has dejado atrás —dijo Samira, cogiéndola de las manos—. Porque ahora debes pensar solo en salvarte. Si no, te volverás loca. Mayada no podía pensar con normalidad y sabía que nada podría evitar que se preocupara por sus hijos. No obstante, algo le dijo que tenía que respirar hondo y escuchar. Samira la podía ayudar a sobrevivir. Mayada asintió, pero las lágrimas seguían empapándole las mejillas. Hizo un gesto de dolor cuando se dio cuenta por primera vez que al margen de Samira, todas las demás presas tenían el rostro lleno de palidez y desesperanza. Quedó claro que Samira era una mujer práctica cuando no hizo caso de las lágrimas de Mayada y le preguntó: —¿Tienes hambre? Compartiremos lo que tenemos contigo. —No, gracias. No, no. —La idea de comer le resultaba vomitiva. —Tienes que estar fuerte —insistió Samira con su tremenda amabilidad—. Durante los interrogatorios intentan acabar con nuestro espíritu y nuestra carne. —Cuando Samira vio una mirada de completo terror inundar el rostro de Mayada, le puso una mano en la espalda—. Por ahora, deja en un pequeño apartado a tus hijos. Seguro que alguien de fuera se encargará de cubrir sus necesidades. Piensa solo en ti hasta que salgas de aquí. Pronto nos traerán algo de lentejas y arroz, y si no quieres comer ahora, te guardaré un plato. Pero te daré un consejo —se inclinó sobre Mayada y le susurró con tono de conspiración—: no te comas nunca la berenjena. Hace un mes sirvieron sopa de berenjena y nos intoxicamos todas y no pudimos hacer más que quedarnos tumbadas en el suelo retorciéndonos de dolor durante varios días. Después supimos que algunas presas habían muerto, aunque todas las de nuestra celda sobrevivieron. El consejo de Samira hizo estremecerse a Mayada, y pensó que iba a desmayarse. A continuación, al principio en voz baja y después subiendo el volumen poco a poco, Mayada escuchó la voz más exquisita que había oído jamás a través de los muros de cemento de la cárcel. Era una voz masculina que recitaba la sura 36 del Corán: Yasin. En la religión musulmana se cree que cualquiera que recite esos versos en particular recibirá la bendición de un deseo cumplido con toda seguridad. La hermosa voz cantaba: —«Por eso mi Señor me ha asegurado el perdón y me ha situado entre aquellos que son honrados.» Mayada apoyó la cabeza sobre la arenosa pared de la celda con las demás mujeres en la sombra y escuchó la sucesión de versos. La voz siguió pronunciando palabras de consuelo. —«Ese día, los moradores del Jardín tendrán una ocupación feliz. Ellos y sus esposas estarán a la sombra de los (frescos) bosquecillos, reclinados en tronos (de dignidad).» —Van a matar a esa pobre alma si no para —murmuró una mujer alta de grandes ojos marrones. —Rula, reza por él —dijo Samira, mirando a la mujer. Mayada sintió curiosidad por la soberbia voz que estaba oyendo. —¿Quién es? —preguntó, levantando la cabeza. —Es un joven que se llama Ahmed —respondió Samira—. Es chií y lo detuvieron porque se convirtió a la secta wahabí. La estricta secta wahabí nació en Arabia Saudí. El gobierno iraquí prohibió a sus súbditos adscribirse al grupo, que era considerado peligrosamente radical por la mayoría de los musulmanes. —Ahmed lleva aquí seis meses —añadió una tercera mujer en la sombra, sentada sobre una litera de metal mientras peinaba su largo y rojo pelo—. Todas las tardes recita el Corán. Todas las tardes se lo llevan y le pegan. Sus gritos hacen temblar las paredes de nuestra celda, pero en cuanto lo conducen de vuelta a la suya, empieza a recitar de nuevo. Es muy rebelde. —Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se le entristeció la expresión. —Sí, Wafae —comentó Samira—, y recita con tenacidad incluso cuando le están pegando. Mayada estaba tan cansada que las piernas le flaqueaban y ya no la sostenían en pie. Poco a poco se dejó caer, hasta que se sentó hecha un ovillo en el frío suelo de cemento como alguno de los mendigos retrasados mentales que había visto sentados en las esquinas de las calles de Bagdad. Las otras mujeres en la sombra se reunieron en torno a Mayada, y tres o cuatro de ellas se levantaron del suelo y la llevaron a una de las camas de acero, como si fuera un bebé indefenso. La sentaron con ternura y ella sintió el confortable tacto de una colcha de algodón que ponían sobre su tembloroso cuerpo. Los iraquíes siempre intuyen la clase social de un compatriota, un instinto que ninguna celda carcelaria puede borrar. Pese a su agotamiento, Mayada escuchó a una de las mujeres en la sombra, a la que una segunda mujer llamó Asia. —Esta puede ser nuestra noche de suerte —susurró Asia—. Con una de alta cuna durmiendo en nuestra celda igual nos aumentan la ración de comida. Mayada se sentía tan abatida que permaneció tumbada en silencio mientras las demás mujeres en la sombra continuaban su queda discusión sobre ella. No quería parecer desagradecida, pero no encontraba las fuerzas para pronunciar ni una sola palabra en respuesta a sus suposiciones. Samira se acomodó en el suelo junto a la litera de hierro y empezó a contarle a Mayada su historia. —Soy chií. Pese a las dificultades seguras que aguardan a los chiíes a la vuelta de cada esquina oficial iraquí, me siento orgullosa de mi pasado. »Los miembros de mi familia me contaron que al nacer fui una niña de una belleza extraordinaria. Mi abuelo paterno me trató con favoritismo desde el primer momento. Así que le pidió a mi padre que me dejara llevar su apellido en primer lugar. Mis padres accedieron, porque tenían más hijos de los que podían alimentar. —Samira sonrió—. Además, yo era una niña más, no tan valiosa como mis hermanos. Así que mis documentos de identidad oficiales iraquíes se expidieron con el apellido de mi abuelo, y no con el de mi padre. —Y añadió con orgullo—: Me convertí en una especie de leyenda en la región, porque mucha gente decía que era muy hermosa. Mayada asintió con comprensión. No hay nada que la sociedad iraquí valore más que la belleza. Y esa mujer en la sombra era de una hermosura despampanante. —Cuando alcancé la pubertad, muchos hombres le pidieron mi mano en matrimonio a mi abuelo. Así que me casé joven con el mejor hombre de todos. Lo conocía desde la infancia. Era una buena persona. Y, aunque éramos pobres, no tuvimos problemas hasta que estalló la guerra de Irán-Irak. Como ya sabes, los chiíes no contaron con ningún favoritismo del gobierno, aunque se esperaba que nuestros hombres soportaran las fatigas del ejército con el entusiasmo de alguien poseedor de una bandeja cargada de oro. —Volvió sus verdes ojos hacia Mayada—. Mi marido, como el resto de los hombres del poblado, acudió diligentemente a la guerra. Yo agradecí que le permitieran volver varias veces al año a casa, aunque sus permisos significaban que me quedaba embarazada cada vez que me visitaba. —De pronto entrecerró los ojos—. Varios días después del nacimiento de nuestro tercer hijo, recibí la noticia de que mi joven esposo había muerto durante un enfrentamiento importante. Si el enfrentamiento había sido importante o no me daba absolutamente igual, solo me importaba la muerte de mi marido. Era una mujer joven y sola con dos hijos y una hija a los que alimentar. La preocupación me volvió insomne. »Unas semanas después de la muerte de mi marido, el gobierno envió un ataúd que según ellos contenía sus restos. El funcionario que lo trajo nos advirtió que no lo abriésemos. Supusimos que el hombre lo hacía para protegernos de la impresión de verlo mutilado. Yo no quería ver a mi marido. Me asustaba que hubiera quedado tan desfigurado por la metralla iraní que su visión me persiguiera para siempre. Pero uno de los hermanos de mi marido insistió en que se abriera el ataúd. ¿Qué crees que encontraron? —¿Qué encontraron? —preguntó Mayada, sacudiendo la cabeza. —¡El ataúd estaba lleno de tierra! —exclamó Samira, abriendo mucho la boca. —¿Tierra? —Sí. Tierra. ¿Te lo puedes creer? —respondió Samira con la mandíbula tensa. —¿Qué hiciste? —¿ Qué podíamos hacer ? —Samira gesticuló, levantando la mano en el aire—. Si nos quejábamos por lo de la tierra, nos habrían detenido a todos por desobedecer las órdenes directas del gobierno. —Samira prosiguió—: La familia celebró el funeral y todos lloramos. No podíamos dejar de lamentarnos, preguntándonos si mi marido estaba en realidad muerto o si había sido hecho prisionero por los iraníes y se estaba pudriendo en alguna celda iraní. Hasta el día de hoy, la verdad sobre el cuerpo de mi esposo sigue siendo un misterio. —Samira se erizó con el recuerdo—. Como lo es Irak para ti. Mayada permaneció sentada en silencio y quieta, la invadió una profunda tristeza. —Más tarde, un segundo hombre me propuso matrimonio poco después de enterrar esa tierra. Volví a tener suerte. Mi segundo marido era un hombre razonable que fue considerado con mis hijos pobres y sin padre. Mayada miró pensativa a Samira. La mayoría de las mujeres árabes que enviudan y se quedan con tres hijos a su cargo tendrían problemas para encontrar un marido dispuesto a asumir la responsabilidad de la prole de otro hombre. Pero la belleza arrebatadora de aquella mujer era tan impresionante que muchos hombres habrían querido casarse con ella, a Mayada no le cabía la menor duda. —Solo tuvimos un problema. Mi segundo marido no se sentía cómodo con el hecho de que yo llevase el apellido de mi abuelo y no el de mi padre. En su opinión, era signo de la vergüenza de un padre que su hija debiera inmediata lealtad a otro, aunque ese otro fuera su abuelo materno. Así que para hacerle feliz cambié mi documentación oficial, y lo hice tal como me aconsejaron los funcionarios del pueblo. —Durante un instante, la cara de Samira reflejó una expresión apesadumbrada, a continuación sonrió y le dio un golpecito en el brazo a Mayada—. Verás, después de la guerra de Irán-Irak, de la guerra del Golfo y de los bloqueos estadounidenses, a mi marido le resultó imposible encontrar trabajo. Más tarde, en 1997, estábamos tan desesperados que decidimos dejar a los niños con la familia de mi primer marido e irnos a Jordania. Sabíamos de otras parejas que lo habían hecho. Así que compramos cigarrillos a bajo precio y nos sentamos a venderlos en la calle, en el distrito de Al-Hashimi, en el centro de Ammán. Conseguimos un gran beneficio de la venta de esos cigarrillos. No solo pudimos mantenernos, sino que teníamos dinero de sobra para enviar a Irak, y así ayudar a su familia y a la mía. Pero fuimos estúpidos. Estábamos tan obsesionados con la idea de hacer dinero para alimentar a todo el mundo que descuidamos nuestra documentación oficial. Excedimos el tiempo del visado. Nos encontramos atrapados en Jordania. No sabíamos qué íbamos a hacer. Sin embargo, después de la triste muerte de Su Majestad el rey Husein en febrero de 1999, su hijo Abdullah, el nuevo soberano, tuvo la deferencia de perdonar a todos los iraquíes que no tenían los papeles en regla. En nuestro deseo por seguir estando en situación legal, decidimos regresar a Irak para que nos sellaran el pasaporte. Queríamos regresar a Ammán después de visitar a nuestra familia en Irak. —Su voz adquirió cierta nostalgia—. Nos encantaba Ammán. En aquel lugar me sentía libre como un pájaro. —Lanzó un profundo suspiro—. Así que regresamos a Irak. Recuerdo ese viaje como si fuera ayer, aunque han pasado muchas cosas desde entonces. Reconozco que mi marido y yo estábamos especialmente contentos aquel día. Nos sentíamos aliviados por tener los papeles en regla y sabíamos que pronto veríamos a nuestros seres queridos. Verás, ya habían pasado casi dos años. Hicimos planes para comprar a su familia y a la mía algo de pescado y arroz de buena calidad. Pero esos sueños se vieron tristemente truncados. En cuanto pisamos Irak, nos pidieron que esperásemos a un lado en la garita de la frontera iraquí. Ambos nos sorprendimos y nos asustamos. Pese a que clamamos inocencia, nos detuvieron y nos llevaron a la cárcel. Nos encerraron en una celda compartida en la central de la policía secreta de Al-Ramadi, la que está cerca de la frontera entre Irak y Jordania. Permanecimos allí seis semanas. No me torturaron durante nuestra estancia en Al-Ramadi. Pero mi pobre marido fue apaleado a diario. Transcurridas dos semanas, las torturas empeoraron. Los torturadores empezaron a colgarlo del techo por las manos. Algunos días lo tiraban inconsciente al suelo de la celda. Yo no tenía nada, ni agua, nada de nada. Recuerdo que le escupía en la cara para intentar reanimarlo. —Samira miró a Mayada—. Lo hacía de verdad, escupía a mi pobre marido en la cara. Pero lo hacía por amor, no por odio. —Levantó la cabeza y miró al techo—. Habríamos hecho cualquier cosa para detener la tortura. Pero ¿cómo íbamos a detenerla si no sabíamos de qué se nos acusaba? Era raro, pero ni siquiera los guardias lo sabían. Cuando mi marido les preguntó qué había hecho, le respondieron que no lo sabían. Lo único que sabían es que tenían órdenes de arriba de detenernos. Pero ni siquiera a ellos les habían dado un motivo para la detención. »Estaba convencida de que mi marido iba a morir por esas palizas brutales. Sin embargo, justo en el momento en que pensé que le había llegado el fin, nos trasladaron hasta aquí, a Baladiyat. Pero entonces nos llevamos otra gran sorpresa. Nos separaron. No veo a mi marido desde marzo. —Contó con los dedos—. Cuatro meses, ya han pasado cuatro meses. No sé si está vivo o muerto. Por lo que yo sé, ni un solo miembro de mi familia ni de la suya sabe dónde estamos. Lo más probable es que crean que estamos muertos. O, a lo mejor, el gobierno les ha enviado un par de ataúdes llenos de tierra diciendo que nuestros cuerpos están dentro. —Se echó hacia delante y susurró—: Durante mi primer interrogatorio aquí en Baladiyat, descubrí por fin por qué nos habían detenido en un principio. Samira hizo una pausa y aceptó un vaso de agua ofrecido por Wafae, la mujer en la sombra del cabello largo y rojo, y lo puso a la altura de los labios de Mayada. —No, no. De verdad. No puedo beber nada, después —insistió Mayada. Samira frunció el entrecejo, pero bebió del vaso antes de proseguir con su historia. —Cuando me llamaron para el interrogatorio —dijo Samira, mirando a su alrededor, a las paredes desconchadas—, pensé que tal vez los funcionarios habían descubierto que éramos completamente inocentes. El carcelero que me interrogó iba muy aseado y era muy educado y distinto a los hombres que nos habían arrestado en la cárcel de la frontera. Incluso me invitó a tomar asiento y a una taza de té. Me trató como si yo fuera la señora de la casa y él el mayordomo. —Samira prosiguió—: Esto fue lo que me preguntaron: «Dígame, ¿quiere llevar pendientes o prefiere llevar pantalones bombachos?». »Empecé a relajarme. Su actitud me convenció de que iba a ofrecerme algún regalo oficial de disculpa por todas las penurias que había sufrido. Aunque me avergoncé al oírle mencionar los bombachos. Le dije que las mujeres de mi región no usaban pantalones, pero le comuniqué que me encantarían los pendientes; algo que podría vender en Bagdad para comprar regalos para mis hijos. Él también parecía relajado. Se recostó sobre una esquina de su mesa. Me sonrió y luego se enderezó. Creí que iba a ir a buscar los pendientes. El corazón me dio un vuelco cuando dijo: «Nuestra querida invitada dice pendientes, y pendientes serán». Me quedé allí sentada como una tonta con una sonrisa de oreja a oreja, pero la sonrisa no tardó en abandonar mi rostro. El hombre llamó a sus ayudantes y empezaron a atarme. Me ataron las manos y los pies a la silla en la que estaba sentada. Entonces, imagina mi terror cuando me colocaron las pinzas de un cargador de baterías en las orejas. Antes de que pudiera protestar, ese hombre educado puso la electricidad al máximo nivel y se quedó allí, riéndose de mi sufrimiento y mi pavor. Los dolores de aquella tortura eran mucho más intensos que los del parto. Cada vez que el dolor disminuía un poco, él le daba al interruptor sin tregua. De pronto dejó de hacerlo y creí que la pesadilla había terminado, pero entonces dijo que en su opinión mis pies requerían cierta atención. —Samira levantó un diminuto pie en el aire y Mayada pensó que jamás había visto un pie blanco tan delicado. Pero cuando Samira giró el pie hacia un lado, Mayada lanzó un grito ahogado de horror. La planta era un entramado de vívidas cicatrices rojas que se hundían en la piel. »De pronto trajeron los pantalones que había mencionado. Mientras yo estaba allí sentada, renqueante, a la espera de dejar de tener el sabor a madera en la boca, uno de sus ayudantes entró con un enorme par de pantalones bombachos de color negro que me metieron por las piernas. Me levantaron por los aires y me tumbaron sobre una mesa. Esos pantalones se utilizan para inmovilizarte de piernas y brazos. Luego me ataron los pies sobre un objeto que servía para retenerlos. Ese mismo hombre malvado empezó a pegarme en las plantas de los pies con una porra, y pronto descubrí lo que creían que había hecho. «¿Por qué te has cambiado el nombre? ¿Por qué has cambiado tu documentación? ¿Para quién trabajas como espía? ¿Para Israel? ¿Para Irán?», me gritaba mientras me pegaba en los pies. —Samira sorprendió a Mayada con una sonrisa y dijo—: Durante varias semanas tuve que quedarme tumbada en cama como un bebé y ni siquiera podía ir cojeando al baño. Los golpes me desollaron las plantas de los pies. Las heridas se infectaron y creía que iba a morir. Pero poco a poco me recuperé y ahora ya puedo volver a caminar. Desde ese primer día, me han llamado a diario. Algunos días me interrogan. Otros días me pegan en la espalda. Al día siguiente me pegan en los pies. Algunas veces me dan descargas. Me hacen preguntas y yo les doy las mismas respuestas. —Samira reclinó la cabeza sobre las rodillas juntas—. Lo repetía sin parar: soy una mujer sencilla, el destino me convirtió en la favorita de un abuelo que me adoraba. Este abuelo quiso que llevase su apellido. Mi segundo marido me pidió que volviera a ponerme el apellido de mi padre. Y esa es la única razón por la que he cambiado mi documentación. Esa es toda la historia. —La expresión de Samira se quebró—. Me han dicho que me quedaré aquí hasta que confiese que soy una espía, pero yo no tengo nada que confesar. No soy una espía y no importa cuántas descargas eléctricas me den o cuántas veces me peguen, jamás diré que soy algo que no soy. Samira se encontraba en una situación imposible. Los hombres de Baladiyat no dejarían de torturarla hasta que confesase ser una espía de Irán o de Israel, y aunque lo admitiese, fuera cierto o no, la matarían. —La única cosa positiva que me ocurrió la semana pasada —dijo Samira, mirando a Mayada y sonriendo de oreja a oreja— es que mi torturador ha sido trasladado a dirigir una cárcel de Basora, y el hombre que lo ha reemplazado no está tan obsesionado ni con la porra ni con la electricidad. Alégrate, porque el primer hombre era tan malvado que creo que si lo mordiera la serpiente más venenosa de todas, el animal moriría. En ese momento, Mayada sintió un latigazo de dolor en el brazo y en el pecho. Era la primera vez que sentía esa aflicción punzante, aunque sabía que esos dolores continuos eran los síntomas de un ataque al corazón. A continuación, empezaron a dormírsele los dedos. Se acercó a Samira. —Creo que me está dando un ataque al corazón —le dijo. Samira se levantó de un salto, cogió un cazo vacío de hierro y corrió hacia la puerta metálica. —¡Necesitamos ayuda! —empezó a gritar, golpeando con el cazo. Después de largo rato, alguien se acercó a la puerta y abrió una pequeña rendija. —¿Qué ocurre? —¡Creo que la nueva está teniendo un ataque al corazón! —gritó Samira. Mayada se dio cuenta de que ninguna de las mujeres en la sombra sabía ni siquiera su nombre. Intentó levantarse apoyándose en los brazos para atraer su atención. Quería decir algo a las mujeres, para que así, en caso de que muriese, pudiera contar con cualquiera de ellas para que buscase a sus hijos y los librara de la angustia de no saber cómo había dejado esta tierra su pobre madre. —Por favor, por favor, escuchad. Me llamo Mayada al-Askari y vivo en la plaza Wazihiya, mi número de teléfono es 425-7956. Si muero, o si no vuelvo, por favor que alguien llame a mi hija Fay y le diga qué me ha ocurrido —les pidió. Una de las mujeres en la sombra se movió para encontrar un trozo de madera carbonizada que tenían para esas ocasiones. —Repite la información —pidió Samira, cogiendo el carbón de manos de la mujer. Escribió los detalles en la pared—. No te preocupes, volverás con tus hijos —le dijo a Mayada—. Pero, por si algún motivo no vuelves, la primera de nosotras que consiga la libertad informará a tus hijos de que estuviste aquí. El hombre se había ido sin decir qué podría hacer y Mayada tuvo la desesperante sensación de que la iban a dejar morir. Sin embargo, unos minutos después llegaron dos nuevos hombres; estaba claro que los habían interrumpido a media comida. Uno todavía masticaba y el otro se hurgaba los dientes con los dedos. —¿Quién es la alborotadora? —tragó y preguntó el que masticaba. —No es una broma —le advirtió Samira, señalando a Mayada—. Esa mujer tiene problemas cardíacos. El hombre suspiró irritado y se dirigió hacia Mayada. Se quedó de pie y la miró a la cara durante un instante, luego le tocó el pecho con el dedo como si de esa forma pudiera determinar la gravedad de su estado. Le gritó a Mayada que se levantara y que lo siguiera. Samira y otra mujer en la sombra que era alta y fuerte se acercaron a Mayada y la levantaron. Lentamente, ambas mujeres se dirigieron hacia la puerta con Mayada antes de entregársela a los dos hombres. El hospital estaba a solo un edificio de distancia, pero Mayada tuvo que reducir el paso debido a los dolores de pecho que iban en aumento. Uno de los dos hombres no paraba de refunfuñar porque se le estaba enfriando la cena y el otro se quejaba por la lentitud del paso de Mayada. Le preguntó por qué una mujer joven caminaba como una vieja. Puesto que Mayada creía que iba a caer muerta a causa de un ataque al corazón, expresó en voz alta su opinión sobre la conducta de los guardias, les dijo que deberían avergonzarse de tratar así a una mujer enferma. Sus atrevidas palabras le valieron un golpetazo en la cabeza de uno de los hombres y un grito del otro. Mayada y sus guardias llegaron por fin al hospital. Aunque el exterior del edificio era nuevo y moderno, el interior estaba destartalado y sucio. Los dos hombres la dejaron en la sala de observación. —Iré a buscar al doctor Hadi Hamid —dijo uno de los guardias antes de irse. El otro guardia se quedó en la puerta, vigilándola. El primero regresó deprisa con un médico de bata blanca que caminaba cabizbajo, mirándose los pies. A Mayada le dio la impresión de que era un hombre mayor por su forma de moverse. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla, vio que era un joven de rostro hermoso y ojos oscuros. El médico sorprendió a Mayada al demostrar preocupación por su estado. A continuación tuvo la amabilidad de pedirle que se sentara en la mesa de observación, y procedió a tomarle la tensión. El médico miró a Mayada con preocupación en su amable mirada, y le dijo lo que ella ya sabía: que tenía la tensión arterial a un nivel peligrosamente alto. Mientras observaba su cara amable, Mayada se recordó que su experiencia carcelaria podría haber hecho que adoptase una visión irrazonablemente simple de la naturaleza humana. Debía recordar que muchos iraquíes habían sido obligados a afiliarse al Partido Baaz en contra de su voluntad. Esas mismas personas eran obligadas a aceptar trabajos gubernamentales que eran inconcebibles para cualquiera que tuviera un corazón compasivo. Le pareció que ese médico era una de esas personas. El médico demostró que Mayada estaba en lo cierto cuando miró hacia atrás para ver si los dos hombres se habían ido. —No le ocurre nada que la liberación no cure —le dijo el médico en voz baja—. Pero, puesto que su destino no está en mis manos, le daré unas pastillas que creo que harán que su corazón mejore. —Entonces abrió un cajón de un armario metálico y escogió un paquete de pequeñas píldoras de color rosa, se las entregó a Mayada y le indicó—: Póngase una debajo de la lengua y espere a que se disuelva. Siempre que sienta dolor en el pecho debe hacer lo mismo. —Pero le advirtió—: No tome más de una píldora cada pocos días si puede evitarlo. Su consumo causa agudas jaquecas. Ya tenía la píldora en la boca, y asintió con la cabeza. El médico se volvió y empezó a rellenar el informe de la visita. Mientras la píldora se disolvía, Mayada echó un vistazo a la habitación. Notó que la mesa de observación estaba cubierta con un plástico negro, y que el plástico estaba cubierto con una gruesa capa de polvo de la tormenta de arena de la mañana. En ese instante, Mayada pensó que la arena podía serle de mucha ayuda. Los modales bondadosos del médico le habían dado una idea. Con la suficiente confianza como para correr el riesgo, utilizó un dedo para escribir en la arena el número de teléfono del abuelo de sus hijos (que había mantenido la amistad con ella y con los niños incluso después del divorcio). Mayada apeló entonces al buen corazón del médico. —Doctor Hamid, por favor —le rogó—, llame a este número y dígale a quien conteste que se han llevado a Mayada a Baladiyat. Dígale que llamen a mi madre, Salwa, de Ammán. Ella sabrá qué hacer. —Mayada miró al joven médico. El doctor Hamid miró a Mayada durante largo rato. Su expresión reflejaba con toda claridad la lucha interna librada entre su razón, que le advertía de las peligrosas consecuencias si lo descubrían, y su corazón, que se sentía abatido por la desesperación humana que se veía obligado a presenciar. El médico miró el número que Mayada había escrito en la arena. Ella miró sin hálito cómo el facultativo movía los labios; se dio cuenta de que estaba memorizándolo. Él miró hacia atrás una vez más, luego cogió un trapo para limpiar el polvo y borrar los números del plástico. No dio señal alguna que aclarase si había ganado el corazón o la razón. Aun así, Mayada sabía que, llamase o no llamase, deseaba tener el valor de hacerlo. Debía recordar que ambos, y todos los iraquíes, vivían tiempos terribles y que ese buen hombre podría ser torturado hasta la muerte por violar las normas de conducta del Partido Baaz. Mayada abrió la boca para preguntar si podía confiar en su humanidad. Pero, en ese momento, los dos guardias regresaron, insistiendo en que debían llevarla de vuelta a la celda. Mayada se quedó paralizada, por temor a que el doctor Hamid pudiera sentirse tan desesperado por la seguridad de sus seres queridos que les hablase a esos hombres de la petición de ayuda de Mayada. Pero el médico no la delató. —Se pondrá mejor —le dijo, mirándola directamente a los ojos—, así que vuelva e intente dormir un poco. —Sus palabras le dieron esperanza a Mayada de que haría la llamada que podría salvarle la vida. Los hombres la llevaron a toda prisa de vuelta a la celda 52, aunque ella les pidió que caminaran despacio por sus dolores en el pecho. Sin embargo, ninguno de los dos le hizo caso. El ritmo rápido le aceleró el corazón y le sorprendió la sensación de alivio que sintió al volver a entrar en la celda 52. Samira corrió a su encuentro y la ayudó a volver a recostarse en la litera, y varias mujeres en la sombra se reunieron a su alrededor para reconfortarla. Le dieron una manta enrollada para que hiciera las veces de almohada, y colocaron otra entre ella y la fría litera. Una tercera manta le cubría el cuerpo. Les habían servido la cena mientras Mayada estaba en el hospital. Como había prometido, Samira le había guardado un plato, pero Mayada no podía comer. Las mujeres empezaron a hablar sobre sus vidas. Mayada se enteró de que una mujer llamada Rasha era una chií del sur. Otra mujer llamada Safana era kurda. Otra mujer anónima era suní de Bagdad. Le pidieron a Mayada que les contase todo lo que había visto mientras estaba fuera de la prisión. Mayada suspiró profundamente y les dijo que todavía no podía hablar, pero que a la mañana siguiente estaría encantada de responder a todas sus preguntas. Una de las mujeres en la sombra habló y formuló la pregunta que Mayada había estado esperando desde que había pronunciado su apellido. —Dinos, ¿eres pariente del gran bajá Yafar al-Askari? Mayada pensó en la respuesta durante un instante. Se planteó negarlo, porque había personas que se habrían comportado como si ella se creyera superior a los demás, que no era su caso. Y otras personas, al oír cuál era su linaje, se convertirían en acérrimos enemigos sin razón alguna. Aunque otras podrían cambiar su comportamiento normal y la tratarían con reverencia, como si fuera un miembro de la familia real. Sin embargo, al mirar a los amables ojos de las sencillas mujeres con quienes compartía la celda, Mayada sintió la repentina y profunda convicción de que seguirían siendo las mismas mujeres consideradas sin importar cuál fuera su línea de sangre. —Sí —admitió con una ligera sonrisa—, el bajá Yafar era mi abuelo, el padre de mi padre, Nizar al-Askari. La mujer en la sombra se agachó y acarició a Mayada en la mejilla con decidida ternura. —Mi abuelo conoció a tu abuelo cuando fue al sur a hacer campaña por el rey Faisal I —comentó—. Siempre dijo que Yafar al-Askari era un gran iraquí. Muchas veces le he oído decir: «Si tuviéramos todavía entre nosotros a hombres como el bajá Yafar, los iraquíes podríamos haber evitado esta pesadilla». Como si esas palabras hubieran desatado las voces, el resto de mujeres en la sombra empezaron a intercambiar recuerdos de una época en la que los iraquíes albergaban la esperanza de un futuro mejor. Mayada pudo escuchar a muchas otras mujeres declarar calladamente que el bajá Yafar había contribuido a cambiar para bien la vida de sus familias. —Corresponderemos a ese gran hombre cuidando bien de su nieta —dijo Samira, sonriendo y mirando a Mayada. |
![]() | ![]() | ... | |
![]() | ![]() | «nota», según él, europea. A esto había que añadir ya su certeza de que demostraría, como mucho y de todas todas, dicha nota europea... | |
![]() | ![]() | ||
![]() | ![]() | ||
![]() | ![]() |