ÁRBOL GENEALÓGICO DE LA FAMILIA DE MAYADA


MAPA DE IRAK

MAPA DE IRAK Y PAÍSES LIMÍTROFES

PLANO DE LA PRISIÓN

1 Las mujeres en la sombra de la celda 52
Aproximadamente a las nueve menos cuarto de la mañana del día 19 de julio de 1999, Mayada al-Askari conducía hacia su oficina a toda velocidad. Las mañanas en su imprenta eran el momento más ajetreado del día, y por la gran cantidad de pedidos que había llegado a su tienda el día anterior, Mayada sabía que iba a ser un inicio de jornada bastante frenético. Al abrir el negocio un año atrás, había comprado las mejores impresoras de Irak, y por esa razón, el producto elaborado en su imprenta se consideraba el de mayor calidad de todo el distrito de Al-Mutanabi. En consecuencia, Mayada tenía más trabajo del que podía realizar. Aceptaba una gran variedad de encargos: diseñaba logotipos y redactaba los textos de cartones de leche, cajas de embalaje y botellas. También imprimía libros, siempre y cuando la orden de impresión llegara con un sello de aprobación del Ministerio de Información. Mayada dirigía un negocio tan próspero que muchas otras imprentas del barrio, su competencia, le remitían sus excedentes de trabajo y lo hacían pasar como producción propia.
Mayada miró el reloj. Llegaba tarde. Tomaba a toda velocidad las curvas, aunque se aseguraba de no exceder el límite impuesto por la ley. Miró al cielo a través del parabrisas. Se estaba poniendo cada vez más oscuro debido a la tormenta de arena, parecía más bien un día neblinoso en Inglaterra. El viento empezaba a soplar, se elevaba y caía en explosiones de calor. Julio era un mes desagradable en Irak. Mayada anhelaba poder huir del calor y viajar a las montañas de Líbano en vacaciones, pero se había quedado sin dinero extra para viajar, así que apartó esos pensamientos de su mente.
Aparcó el coche en la calle y bajó a la acera. Para evitar que el viento le metiese arena en los ojos y le irritase la garganta y los pulmones, agachó la cabeza, se puso una mano sobre la boca y empezó a caminar con rapidez. Para su alivio, la puerta de la tienda estaba abierta. El diligente personal de Mayada ya estaba trabajando. Contaba con un grupo de comprometidos empleados, y no solo porque les pagase sueldos más elevados que la mayoría de las imprentas; sencillamente, se trataba de un grupo de gente con mucha seriedad y estudios.
Mayada echó un rápido vistazo a su despacho. Husain, Adel y Wissam ya estaban frente a sus ordenadores. Clavó los ojos en la pequeña cocina que había en la trastienda. Allí estaba Nahla, preparando café. Nahla sonrió y se dirigió hacia Mayada con una taza en la mano. Antes de que Mayada pudiera llevarse la taza a los labios, Husain y Shermin se acercaron a ella, ambos hablando a la vez sobre los proyectos de diseño gráfico en los que estaban trabajando. Fueron interrumpidos por un nuevo cliente que entró a toda prisa por la puerta sin cierre, ansioso por entablar una conversación con Mayada. El joven dijo que era un estudiante tunecino y que el dueño de un comercio de la zona lo había enviado hasta ella. Quería que Mayada le tradujera y le preparase un cuestionario. Ella estaba hablando sobre cuestiones relativas al trabajo del muchacho cuando la puerta de entrada se abrió de golpe y tres hombres se introdujeron en su despacho dando grandes zancadas. El corazón le dio un leve vuelco, pues tuvo la intuición inmediata de que esos hombres tenían un aspecto demasiado rígido para ser clientes.
—¿Se llama usted Mayada Nizar Yafar Mustafa al-Askari? —preguntó el más alto de los tres. Su pregunta dejó atónita a Mayada, porque muy pocas personas conocían su nombre completo. Sobre todo, porque en muy raras ocasiones utilizaba el apellido Mustafa, aunque era un nombre que llevaba con orgullo. Se remontaba a su bisabuelo Mustafa al-Askari, que, al igual que su abuelo Yafar, era un importante oficial en el que otrora fuera el gran ejército otomano.
Mayada permaneció de pie y en silencio, escudriñando las miradas de los hombres que se encontraban delante de ella. Durante un instante se planteó huir o arremeter contra ellos; su padre había muerto y era una mujer divorciada. Mayada no tenía a un hombre en la familia que la protegiese. Pronunció una débil reverberación que sonó suficientemente parecida a un sí.
—Soy el teniente coronel Mohamed Yasim Rahim y estos son dos colegas. Vamos a registrar este lugar —le informó el hombre alto de forma expeditiva.
En ese momento, Mayada se sintió capaz de hablar y consiguió formular una simple pregunta:
—¿Qué están buscando?
El teniente coronel estiró ligeramente el cuello y la papada se le movió hacia un lado y luego hacia el otro antes de que diera una respuesta, disparando cada palabra como una ráfaga de balas:
—Díganoslo usted.
Mayada se quedó muda. No sabía qué palabras o acciones podrían salvarla mientras los tres hombres empezaron a hacer trizas su pequeño negocio. Vaciaron las papeleras, inspeccionaron los bajos de las sillas, abrieron los teléfonos con destornilladores. A continuación confiscaron sus preciados ordenadores e impresoras. Mayada sabía que jamás recaudaría los fondos para reponerlos mientras contemplaba cómo los hombres cargaban los ordenadores en la parte trasera de sus dos Toyota Corola de color blanco, la elección automovilística por antonomasia de la policía secreta iraquí. Indefensa, Mayada arrugó lentamente las hojas del trabajo del estudiante tunecino que tenía en la mano, mientras miraba cómo aquellos hombres destruían su futuro.
Echó un rápido vistazo a sus asustados empleados. Se habían amontonado en una esquina de la habitación sin atreverse ni a respirar. Nahla tenía la cara blanca y le temblaban los labios. El estudiante tunecino se reía con nerviosismo, frotándose las manos, con el rostro lleno de reproches por haber entrado en la tienda.
Mayada no tuvo ninguna duda de que ella sería el próximo artículo en ser cargado en el agorero vehículo y le suplicó al teniente coronel que la dejase hacer una llamada telefónica.
—Por favor, ¿puedo llamar a mis dos hijos para decirles que ustedes me llevan consigo?
El hombre le dedicó una mirada siniestra.
—¡No! —gritó a continuación.
—Por favor. Tengo que llamar a mis hijos. —Ella habló con toda la gentileza que pudo—. Mis hijos solo me tienen a mí.
Su sentida súplica no logró conmover al hombre.
—¡No! —Chasqueó los dedos y sus dos esbirros la rodearon.
Se la llevaron emparedada entre los dos hombres. Al llegar a la puerta de su despacho se volvió y miró hacia atrás, preguntándose si regresaría alguna vez.
Desde el asiento trasero del Toyota, Mayada vio la mirada compasiva y furtiva de un peatón asustado antes de que saliera huyendo.
Mientras el Toyota pasaba a toda velocidad por las concurridas calles de Bagdad, Mayada empezó a marearse. Se obligó a concentrarse en el cielo anaranjado y amarillo en el que se arremolinaban las nubes de polvo. En ese momento, la tormenta de arena había encapotado por completo la ciudad. Por lo general, cuando las revueltas arenas se aproximaban a Bagdad, su única preocupación era proteger su casa cubriendo las ventanas con mantas y metiendo papeles por debajo de las puertas. Esperaba en el exterior la furia de la ventolera arenosa y luego cogía una escoba, un trapo para quitar el polvo y llenaba pequeños cubos con arena, que luego vaciaba en el jardín. A Mayada se le revolvió el estómago.
Miró por la ventanilla del coche y observó a los abatidos iraquíes que una vez se sintieron orgullosos. Hacía veinte años, cuando era una mujer joven, Irak era un hervidero de promesas. El país rebosaba avenidas espléndidas, tiendas elegantes, hermosas casas y un futuro prometedor. Sin embargo, con el gobierno de Sadam, Irak se había vuelto más limitado y ruinoso. La corrupción obstruía todos los ministerios gubernamentales. Incluso se había obligado a los iraquíes a hacer cola para recibir miserables latas de harina, aceite y azúcar distribuidas en raciones a cambio de exportaciones de petróleo iraquí según dictaba la resolución 661 de la ONU.
Era una época amarga para la práctica totalidad de los iraquíes. Incluso la madre de Mayada, Salwa al-Husri, una mujer fuerte e inteligente decidida a respaldar Irak, no pudo conservar su fe en que el país repuntase pronto. Salwa había desistido finalmente de su nación y se había marchado a vivir a la vecina Jordania.
Los verdaderos problemas de Mayada empezaron en cuanto se divorció de su marido, Salam, en 1998. Un año antes había dejado su trabajo de columnista en un periódico y se había metido por su cuenta en el negocio de la edición. Sin embargo, el dinar iraquí había sufrido una grave devaluación y ella lo perdió todo. Una vez más, y en un mercado laboral debilitado, Mayada buscaba un empleo. Tras las guerras y los bloqueos, pocos iraquíes tenían trabajo. No obstante, para las mujeres, el reto de encontrar una ocupación era incluso más desalentador que para los hombres. Una política gubernamental tácita mantenía el mayor número posible de hombres trabajando, aunque no manifestaba preocupación alguna por las mujeres que no tenían un marido que mantuviese a la familia.
Con dos hijos que alimentar y al borde de la ruina total, Mayada le pidió a Dios un pequeño milagro.
Su milagro llegó en forma humana y se llamaba Michael Simpkin, un productor televisivo de la cadena británica Channel 4. Buscó a la madre de Mayada en Ammán y solicitó la ayuda de Salwa para entrevistarse con el primer ministro, Tariq Aziz, o con el ministro de Defensa, el general Sultan Hashim. Los contactos e influencia de Salwa en Irak eran importantes, y todavía tenía los números de teléfono privados de altos mandatarios iraquíes. Hizo un par de llamadas y presentó a Michael Simpkin como alguien a quien los burócratas del gobierno debían conocer. El periodista británico se entrevistó con Aziz, con Hashim y con Sad Qasim Hamudi, el hombre responsable de Relaciones Exteriores en el palacio de Sadam.
Salwa también animó a Simpkin a conocer a su hija Mayada mientras estaba en Irak, y Simpkin le hizo una visita en su casa de Bagdad en la plaza Wazihiya. Estando allí, Simpkin le contó a Mayada que necesitaba contratar un intérprete. En cuanto supo que Mayada tenía experiencia como periodista y escuchó que hablaba inglés con fluidez, la contrató y accedió a pagarle el sueldo en dólares estadounidenses.
El programa televisivo de Simpkin, War for the Gulf, fue un éxito y en cuanto el periodista británico abandonó Bagdad, Mayada diseñó un plan para volver al negocio de la edición. Había sido capaz de dirigir su propio comercio, que se había arruinado únicamente por la precaria situación económica de Irak. El fracaso de la empresa no había sido culpa suya. Sencillamente, volvería a intentarlo.
Jamás se había sentido tan contenta como el día en que se metió los dólares en el bolso y entró en una tienda a comprar seis ordenadores y tres impresoras. La felicidad era incluso superior a la del día de su boda, cuando con un elegante vestido blanco se sentía hermosa por primera vez en su vida.
Con sus dólares y su determinación, Mayada reentró en el mundo de la impresión comercial. Con el paso del tiempo, después de largas horas de trabajo diario, su pequeño negocio se volvió próspero. Alimentaba y educaba a sus hijos sin ayuda de nadie. Con su éxito, Mayada llegó a creer que la peor época ya había quedado atrás.
Sin embargo, ahora sentía que debió haber imaginado que no era así. Durante los últimos años, los dirigentes del Partido Baaz habían tomado una actitud cada vez más suspicaz con las imprentas, porque la propaganda impresa había probado ser un método eficaz para atacar al debilitado gobierno de Sadam. Aunque se tomó muchas molestias para que su negocio no fuera objeto del reproche gubernamental, la inocencia por sí sola no servía para mantener a nadie a salvo.
Cuando se inclinó un poco hacia delante y miró por el parabrisas del coche, un miedo sobrecogedor como jamás había sentido se le metió en la cabeza. Iba en dirección a Darb al-Sad Mared, el camino sin retorno.
Por el recorrido que seguía el coche supo que la llevaban a Baladiyat, el cuartel general de la policía secreta de Sadam, que también hacía las veces de complejo penitenciario.
Mayada jamás había estado en el interior de aquel edificio, pero durante la época en la que habían construido la cárcel, había pasado a menudo junto a la obra, por las mañanas, de camino a su trabajo. Nunca, ni en sus más descabellados sueños, se imaginó que un día podría estar encarcelada allí. Sin embargo, el día inimaginable había llegado y temía que la muerte la aguardase en Baladiyat.
En unos minutos vio la entrada principal del complejo penitenciario. El automóvil pasó por una puerta gigantesca, negra y grotesca, decorada con dos murales que colgaban de las paredes. En los murales dorados, Sadam contemplaba al pueblo iraquí, que trabajaba en los campos, las fábricas y los despachos.
El conductor se detuvo justo enfrente de un enorme edificio con unas pequeñas ventanas en el centro de la parte superior de la estructura. Mayada se debilitó por el miedo y cuando los dos hombres la levantaron para sacarla del Toyota, vio las nubes negras de arena que habían oscurecido el cielo por completo. El miedo la hizo marearse, pero cerró los ojos y respiró hondo, reprendiéndose a sí misma para no perder el control de sus sentidos. Hizo fuerza con los músculos y se obligó a mirar hacia arriba. El rostro de Sadam Husein contemplaba todo desde todos los puntos cardinales.
Mayada había estado en presencia de Sadam más de una vez. Incluso había estado lo bastante cerca del hombre como para ver el tatuaje tribal de color verde botella que otrora luciera en la punta de la nariz.
Las consignas del Partido Baaz estaban en pósters colgados por todas partes. «Quien no cultiva no come.» Mayada no pudo evitar preguntarse si ella volvería a pasar hambre. Mientras la llevaban al edificio miró hacia arriba para pronunciar una breve oración. «Dios, protege a Fay y Ali y hazme volver junto a ellos.»
Con un hombre a cada lado, la hicieron subir las escaleras. Arriba, hombres escuálidos con ropajes harapientos manchados de sangre estaban tirados en el suelo con las manos atadas a la espalda. Todos los rostros estaban amoratados, algunos todavía chorreando sangre. Ninguno de los que se encontraban desparramados por el vestíbulo hablaba, pero Mayada sintió el halo de sincera compasión que seguía a su violento paso mientras la llevaban por el pasillo hasta una habitación cercana.
En ese momento, Mayada iba dando tumbos y lloraba invadida por el terror.
A diferencia de numerosas mujeres árabes que habían soportado desde hacía mucho la carga de la crueldad de sus padres y otros hombres, Mayada no había conocido la dominación ni la atrocidad masculinas. Su padre, Nizar Yafar al-Askari, siempre había sido un hombre bueno. Jamás creyó que el hecho de tener hijos fuera mejor que tener hijas, aunque en Irak, un hombre rodeado de mujeres solía ser objeto de compasión.
Cuando nació Mayada, su padre se preocupó incluso por la reacción de Scottie, el queridísimo terrier escocés de color negro que había comprado en Inglaterra. El padre de Mayada levantó a Scottie en brazos y lo llevó a la sala cuna para que olfatease los pies de Mayada. Le contó a Scottie que los pies de su hija eran su límite en ese momento, pero que muy pronto Mayada sería lo suficientemente mayor para jugar con él.
En lo más profundo del cuartel general de la policía secreta de Sadam, Mayada se sintió abrumada por el deseo de tener a su tranquilizador padre junto a ella. Jamás se había sentido tan sola en sus cuarenta y tres años de existencia como en ese instante.
Alguien tiró de ella desde atrás y la llevó a rastras hasta una habitación con una furia tal que se le salieron las sandalias. Apenas lograba mantener el equilibrio sin caer al suelo.
Un hombre se encontraba de pie tras una mesa de escritorio y daba voces por teléfono. Tenía un rostro de tez juvenil, pero el pelo cubierto de canas.
Colgó con brusquedad el teléfono y miró a Mayada.
—¿Y qué se creía que iba a lograr con esta traición? —gritó, acto seguido.
Mayada empezó a llorar incluso con más intensidad que hasta ese momento cuando oyó la palabra «traición», porque sabía que una acusación así significaba la muerte segura en Irak. Se llevó la mano a la garganta.
—¿Qué quiere decir? —farfulló con indignación.
—¡Tú, escoria, has tenido la desfachatez de imprimir panfletos contra el gobierno! —gritó muy alto el hombre.
Mayada no entendía la acusación. Su pequeña imprenta jamás había recibido el encargo de imprimir panfletos que criticasen al gobierno, y aunque así hubiera sido, ella se habría negado. Sabía que algo así atraería la atención de la policía secreta de Sadam y terminaría con la muerte de cualquier hombre, mujer o niño relacionado con su tienda. Solo los revolucionarios decididos a derrocar a Sadam se implicaban en esas actividades ilegales. Ella era una ciudadana respetuosa de la ley que se cuidaba mucho de mantenerse bien alejada de la controversia política.
Mientras permanecía allí, paralizada, el hombre del pelo cano gritaba:
—¡Llévense a esta escoria de mujer! ¡Ya me encargaré de ella más tarde! —Mayada temió el verdadero significado de aquellas palabras, pero sus pensamientos volaron hasta Fay y Ali. En Irak, cuando detienen a un miembro de la familia, por lo general se llevan también a los niños para torturarlos. Mayada reunió todo el valor que tenía y le preguntó al hombre del pelo cano:
—¿Adónde me llevan?
—¡Detenida! —gritó él, mirándola.
El pasado de Mayada le dio el valor de preguntar:
—Por favor, ¿puedo hacer una llamada telefónica?
Mayada era de alta cuna y sabía que cualquier iraquí era consciente del prestigio relacionado con su familia. Obrando por instinto, soltó su personal amenaza al añadir:
—Mi madre es Salwa al-Husri.
El hombre levantó un pie unos centímetros del suelo y se quedó quieto en esa estúpida posición para mirarla. Mientras pensaba en su respuesta, continuó con el pie levantado. En cualquier otro momento de la vida, Mayada se habría reído de esa postura ridícula, pero ese instante carecía de toda comicidad. Aun así, sintió un minúsculo destello de esperanza. ¿Era posible que el hombre del pelo cano no supiera quién era ella? Su aparente gran sorpresa le dio la esperanza de que sus palabras pudieran cambiar el curso de los acontecimientos.
—Tarde o temprano tendrá que dar cuentas a alguien. Mi madre tiene muchos contactos en las más altas esferas —dijo.
Como si sucediera a cámara lenta, el hombre volvió a poner el pie levantado en el suelo, pero ella se dio cuenta de que seguía pensando. Sin decir ni una palabra, el hombre le pasó el teléfono.
Las manos temblorosas de Mayada estaban tan blancas que se preguntó si de alguna forma la sangre las había abandonado. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa, mientras rogaba para que sus hijos contestaran y que no se los hubieran llevado. El teléfono no paraba de sonar.
No hubo respuesta.
Sin mirar al hombre a la cara, se enfrentó a su pánico y marcó una segunda vez, con la esperanza de que por su confuso estado mental hubiera marcado mal el número de su casa.
Mientras el teléfono continuaba sonando, el hombre permanecía de pie y miraba, ladeando la cabeza a derecha e izquierda.
De pronto le quitó el teléfono de las manos. Los miedos de todos los bombardeos que había soportado durante los años de guerra no eran comparables al terror que le producía la idea de que la policía secreta pudiera haber puesto las manos encima a Fay y a Ali. Pero se quedó sin respuesta. Con una sonrisita, el hombre del pelo cano hizo un gesto para que se fuera.
Mayada tuvo que realizar un segundo pase por delante de los prisioneros que seguían tirados en el vestíbulo, y se armó de valor al pensar que ahora era uno de ellos. Lo peor de todo era que nadie en el exterior de Baladiyat sabía dónde estaba.
Los dos guardias se sacaron de los pantalones unas gafas de sol de lente oscura iguales y se las pusieron. Se pegaron a ella, caminaban con expresión solemne y la empujaban por los hombros para que avanzase. La condujeron al exterior del edificio y a través de los patios de la prisión.
Puesto que no había estado jamás en aquel complejo, empezó a comparar ese nuevo centro de operaciones con el antiguo cuartel general de la policía secreta, un lugar que había visitado bastantes veces durante la década de 1980, cuando un amigo de la familia y su mentor, el doctor Fadil al-Barrak, trabajaba allí como director general. En esa época, ella no tenía ni idea de que el lugar que visitaba ocultara tales horrores. Según le constaba a Mayada, el doctor Fadil, como ella lo llamaba, era un hombre responsable de la seguridad de Irak, un hombre que protegía a los iraquíes de los peligrosos grupos de la oposición o de los terroristas nacionales. Cuando visitaba al doctor Fadil en el cuartel general de la policía secreta iba allí para hablar sobre los libros del doctor o para comentar el curso de su carrera como escritora.
Sin embargo, en ese momento, Mayada se sintió abrumada por la culpa de haber aprovechado su relación familiar con el doctor Fadil; ahora entendía que había dirigido un lugar en el que miles de iraquíes eran torturados hasta la muerte. Ahora se daba cuenta de que se había engañado a sí misma sobre la realidad de las vergonzosas actividades de su gobierno y que en la ingenuidad de su juventud no vio su país como debería haberlo hecho. Comparó cosas que había visto en el antiguo cuartel general en las que no había reparado hacía tiempo con lo que veía en ese momento en esa nueva central. Todo era distinto y los nuevos edificios reflejaban esos cambios.
Cuando el doctor Fadil era director general —o como lo llamaban todos en el servicio de la policía secreta |