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The British Observer? El que fue acusado de ser espía para los israelíes mientras preparaba un artículo sobre una explosión en un complejo armamentístico. Fue juzgado, condenado y ahorcado. Pero mucha gente olvidó que había una mujer inocente implicada en el caso.

Los ojos de Samira reflejaron un ligero recuerdo.

—Sí, ya me acuerdo. Fue un escándalo tremendo. Salió en todos los periódicos.

—Eso es. Cuando tuvo lugar el incidente, el gobierno iraquí no tenía ninguna duda sobre la culpabilidad de Bazoft. Pero no estaban tan seguros con respecto a la mujer que lo condujo hasta el complejo, una enfermera británica llamada Daphne Parish. En esa misma época, mi madre era buena amiga de la esposa del embajador británico, lady Terence Clark. Al hablar con lady Clark, mi madre se dio cuenta de que Daphne Parish era totalmente inocente. La enfermera británica, que conocía bien Irak, solo se había ofrecido a llevar a Bazoft en coche. Mi madre sabía que Sadam estaba furioso por lo ocurrido y que era muy probable que el hombre muriese en la horca. A mi madre le preocupaba que Sadam también ordenase el ahorcamiento de la mujer. Así que llamó al doctor Fadil y, por primera vez, le habló sobre su conversación personal con Liz Clark. Mi madre presionó al doctor Fadil para que protegiera a la enfermera británica. El doctor Fadil creyó a mi madre, y después de un aluvión de reuniones en las que sus conversaciones con Liz Clark desempeñaron un importante papel, se decidió que Daphne Parish sería condenada a prisión, en lugar de ser condenada a muerte. Este proceder dejaba la puerta abierta para que Sadam y sus funcionarios perdonasen a la enfermera en fechas posteriores.

»Así que, cuando juzgaron a Bazoft, lo declararon culpable y lo ejecutaron en marzo de 1990, Daphne Parish fue condenada a quince años de cárcel. Durante la investigación subsiguiente, se descubrió que la señorita Parish era en realidad inocente, tal como mi madre había dicho. La perdonaron seis meses después, en julio de 1990, y le permitieron abandonar el país.

»Mi madre se sintió sobrecogida cuando, tras comunicar al gobierno sus conversaciones con la esposa del embajador británico, Sadam le regaló una hermosa casa de dos plantas en un barrio residencial llamado Al-Sulaij, con vistas al Tigris. Cuando mi madre se fue de Irak para siempre, me entregó los documentos de la propiedad. Así que yo puse la casa en venta. Antes de venderla, el agente inmobiliario me pidió que fuera a hablar con los anteriores propietarios de la casa. Me preguntó si los conocía, yo no los conocía. Me dijo que la casa había pertenecido a una familia de "Tabaeya Iraniya". El agente dijo que toda la familia había sido detenida en plena noche, los habían encarcelado y ejecutado, incluso antes de deportarlos.

»Salí corriendo a casa para llamar a mi madre a Inglaterra. Le expliqué lo mejor que pude lo que les había ocurrido a los verdaderos propietarios de la casa. Mi madre no es una persona muy religiosa, pero tiene unos valores morales y éticos muy elevados, e insistió en que no podía sacar provecho de un regalo así. Afirmó que sería como tener una brasa ardiendo en las manos. Me pidió que buscara a los parientes de la familia ya fallecida. Lo intenté, pero no conseguí localizar a ninguno. Pocas semanas después, le dije que no había parientes a los que poder encontrar. Así que me ordenó que vendiera la casa y que donara los beneficios a los pobres, diciendo que sería un regalo en honor de las almas de los verdaderos dueños de la casa, a quienes les robaron su hogar y su vida. Hice lo que me pidió. Repartí el dinero de la venta de esa propiedad entre la gente más pobre a la que conocía.

—Es una hermosa historia —dijo Samira con voz queda, mientras le cogía la mano a Mayada y le daba un apretón.

—No somos una familia que acepte un obsequio así.

—Háblame de nuevo del doctor Fadil. ¿No es verdad que decían que Sadam lo había matado?

—Así es. Y ese fue el principio de todo lo malo, al menos para mí. En 1989, todo cambió. Mi madre decidió mudarse a Inglaterra. El doctor Fadil fue trasladado del Servicio de Inteligencia a palacio, donde lo nombraron consejero de Sadam. Recuerdo la última vez que lo vi. Vino a casa para despedirse de mi madre y habló de su nuevo trabajo en palacio. Le dijo a mi madre que ya se sentía jubilado, que su empleo no significaba nada. —Mayada miró hacia el fondo de la celda—. Sabiendo lo que sé ahora, me pregunto qué echaba de menos de su antiguo trabajo.

—Jamás sabremos todo lo que hizo, Mayada, para bien o para mal. Pero basta con saber que sí hizo cosas buenas. Ahora volvamos a tu historia, el doctor Fadil se estaba despidiendo de tu madre.

—Sí. Y mi madre estaba contentísima de irse de Irak. Eso me sorprendió, aunque el gobierno de Sadam había empezado a proyectar una gran sombra sobre todas nuestras vidas. Mi madre estaba deseosa de vivir en Londres o en Beirut, sus ciudades favoritas. En cuanto a mí, solo esperaba que todo saliera bien. Al final me divorcié de Salam. La guerra contra Irán había terminado. Los iraquíes podían volver a viajar con libertad, así que sabía que podía salir del país para visitar a mi madre en Inglaterra cuando me apeteciese. El doctor Fadil seguía ocupando un cargo de poder en palacio. O al menos yo pensaba que así era. —Mayada se acercó un poco más a Samira y escogió las palabras con cautela—. Luego, un día, el doctor Fadil simplemente desapareció. Llamé a su casa. El teléfono comunicaba, seguí llamando. Llamé durante días y la única respuesta fue el tono de ocupado. Luego llamé a Fatin, su cuñada. No hubo respuesta. Empezaron a correr rumores de que habían detenido al doctor Fadil. Toda su familia había desaparecido, incluso su hermosa esposa Yinan y sus cinco hijos. Era como si él y su familia al completo hubieran sido enviados a la luna. —Mayada hizo una pausa—. Durante más de un año no tuve noticias de ninguno de ellos. Luego, durante los años siguientes, empecé a unir poco a poco las piezas del rompecabezas que componían la verdad sobre la desaparición del doctor Fadil al-Barrak.

»En junio de 1991, cuando terminó la primera guerra del Golfo, mi madre compró una casa en Ammán. Pidió que mis hijos y yo fuéramos a visitarla y compramos billetes para Ammán en los autobuses Businessman's Bus Line, que son mucho mejores que los autobuses corrientes.

»El vehículo iba lleno hasta la bandera, pero yo me fijé sobre todo en una interesante mujer, una señora mayor vestida de negro. Tenía un aspecto muy digno. Su piel se veía blanca como la nieve en contraste con su vestimenta negra. A mí me pareció alguien fuera de lo común. Pero no le dije nada. Cuando cruzamos la frontera iraquí, Fay y Ali se durmieron y yo me quedé sentada pensando en nuestras vidas, pensando en qué haríamos a continuación. El conductor del autobús puso una cinta que incluía una canción iraquí muy antigua, una triste melodía sobre una mujer que había perdido a su hijo. La mujer mayor en la que me había fijado con anterioridad empezó a llorar en silencio, tapándose la cara con partes del pañuelo que le cubría la cabeza. Estaba tan angustiada que el simple hecho de mirarla me hizo llorar. Deseaba ayudarla de alguna forma, así que le ofrecí un vaso de agua. Ella bebió un poco, pero las lágrimas no dejaban de brotar. Al final le pidió al conductor que quitase la canción. Tuve la certeza de que había perdido un hijo. Así que le pregunté qué le ocurría. Ya no estábamos en Irak, ella se sentía segura y me abrió su corazón. Me contó que una vez tuvo un hijo maravilloso llamado Sabah, un hijo que adoraba a su anciana madre. Añadió que había estado detenido durante dos años en Al-Hakimiya, una cárcel conocida por su cruel brutalidad. Dos semanas antes de su viaje a Ammán, las autoridades gubernamentales le informaron de que su hijo iba a ser por fin liberado, y que podía ir a recogerlo y llevarlo a casa. Le ordenaron que llevase con ella una banda de música para poder celebrar su vuelta a casa. La mujer no cabía en sí de contenta. Contrató a una banda especial y se presentó en la cárcel, tal como le habían ordenado, para llevarse a su hijo Sabah a casa.

»Imagina su horror cuando, en lugar de ver salir caminando a Sabah de la cárcel, le presentan un ataúd con el cuerpo de su retoño. Después de aquello, la mujer se sentía tan triste en Irak que había decidido vivir en Ammán durante un tiempo. Luego dijo el nombre completo de su hijo: Sabah al-Ani. Me quedé tan petrificada que no podía hablar. Sabía que se trataba del mejor amigo del doctor Fadil. Tartamudeé sin pensar lo que decía: «¿Sabe algo sobre el destino que ha corrido el doctor Fadil?». Um Sabah [la madre de Sabah] de inmediato se mostró fría y se cerró en banda. Me preguntó: "¿Quién es usted?". Le dije que Salwa al-Husri era mi madre y que era una buena amiga del doctor Fadil. Le conté que mi familia se había vuelto loca intentando conocer el paradero del doctor desde que desapareció. No sabíamos nada sobre la detención de su hijo. Al oír mis palabras, esa madre se derrumbó por completo. Me dijo que el doctor Fadil había muerto con su hijo.

«Cuando llegué a Ammán, corrí a contarle la historia a mi madre. Luego ella me dijo que acababa de reunirse con el ex embajador de Egipto en Irak y que él le había dado incluso más detalles sobre lo ocurrido. Afirmaba que tenía información creíble según la cual le habían tendido una trampa al doctor Fadil, lo habían acusado de espionaje, traición y toda clase de delitos graves. Añadió que alguien muy próximo a Sadam había querido quitar de en medio al doctor Fadil. Esa persona tenía los contactos para abrir una cuenta en un banco suizo a nombre del doctor antes de decirle a Sadam que el doctor trabajaba de espía para los alemanes y que estos le habían pagado una gran suma de dinero. Mi madre y yo sabíamos que era mentira, porque nos constaba que Fadil al-Barrak amaba a Irak más que a su propia vida. Pero Sadam se puso tan frenético que cuando descubrió la cuenta del banco suizo a nombre del doctor Fadil, no hubo nada que pudiera salvarlo.

»Aun así, seguíamos sabiendo muy poco sobre su detención y encarcelamiento. Esos detalles llegarían más tarde. Cuando regresé a Bagdad, descubrí una nueva pieza del rompecabezas. Hay una galería de arte detrás de nuestra casa de Bagdad. Un día sonó el timbre y al abrir vi al propietario de la galería allí de pie. Me preguntó si le vendería los dos árboles gigantescos que teníamos en el jardín.

Le dije que no, que a mi madre le gustaban mucho. Entonces me preguntó si podía entrar en mi jardín para ver los árboles. Ali, que todavía era un niño pequeño, me dijo que reconocía al hombre porque su mejor amigo vivía puerta con puerta con la galería. Así que invité al propietario de la galería a una taza de café. Nos sentamos, charlamos y contemplamos los árboles. Me enteré de que el dueño de la galería era licenciado en derecho y que se había convertido en miembro de la Mujabarat. De inmediato le pregunté si sabía qué le había ocurrido al doctor Fadil. Puesto que él todavía esperaba convencerme para que le vendiera los árboles, se sinceró y me contó que el doctor Fadil había sido acusado de cargos muy graves, que lo acusaban de ser espía. Me dijo que hacía más de un año que el doctor Fadil estaba detenido en la prisión de Al-Hakimiya, el mismo lugar del que me había hablado la madre de Sabah al-Ani en nuestro viaje de autobús.

»Samira, me sentí muy triste cuando ese hombre me dijo que el pasatiempo favorito de los jóvenes funcionarios del centro penitenciario era buscar al doctor Fadil para poder patearlo o tirarle del pelo o de las orejas. Dijo que algunos hombres llevaban a cabo un ritual diario de escupirle en la cara. Escuchar esas historias me hundió en la tristeza. Me quedé sentada en casa, recordando al doctor Fadil como ser humano, el hombre que siempre sonreía y que adoraba hablar de la grandeza de Irak. Recuerdo al doctor Fadil como padre, que sonreía a su niña pequeña mientras la tenía en brazos y ella le mordía los dedos. Lo recuerdo sobre todo como un ser humano que amaba a su esposa e hijos, y como un hombre que siempre me ayudó cuando intentaba combatir alguna injusticia. Aun así me contaron más adelante que el doctor Fadil presumía de haber matado a miles de chiíes del Hizb al-Dawa al-Islamiya [el Partido de la Asamblea Islámica].

»Luego, en 1993, encontré las dos últimas piezas del rompecabezas del destino del doctor Fadil. Un hombre llamado Usama al-Tikriti entró en mi despacho en Bagdad para interrogarme sobre mi madre. Yo sabía que ella no tenía planeado regresar a Irak, pero no se lo dije. El hombre me comunicó que mi madre tenía que dar unas clases de protocolo en la Escuela de Seguridad Nacional. Le aseguré que le transmitiría el mensaje. Durante la conversación salió el tema del doctor Fadil porque ese hombre había sido uno de sus ayudantes. Se sentía mal por lo que había ocurrido; me contó que cuando detuvieron al doctor Fadil, lo torturaron para que confesase toda clase de delitos ridículos contra Sadam. Las declaraciones quedaron grabadas. Los torturadores obligaron al doctor Fadil a llevar un collar de perro y una correa, lo pusieron en la parte trasera de una ranchera y lo condujeron hasta su tribu, en Tikrit. Su confesión se leyó ante los ancianos de la tribu, que insistían en matarlo in situ si eso era lo que el gobierno quería. Pero Sadam no había terminado con el doctor Fadil. Lo llevaron de nuevo a la cárcel para continuar con las torturas.

»No fue hasta más adelante cuando conseguí la última información sobre el final del doctor Fadil. Era verano de 1994 o 1995, y yo había ido una vez más a visitar a mi madre a Ammán. Ella había invitado a un montón de amigos a almorzar y yo me ofrecí para cocinar todas mis especialidades. Había preparado una serie de ensaladas y unas cuantas verduras cocidas y rellenas de arroz y carne, junto con un asado, pasta, berenjenas con carne picada, salsa de tomate y queso, y algo de biryani [arroz picante con especias, frutos secos y pollo]. De postre preparé una tarta selva negra y mahalabi [flan de leche] y también serví frutas frescas y té.

»Todos se hartaron a comer y lo pasamos bastante bien. Sin embargo, me fijé en un hombre que se mostraba muy callado y retraído, con la cara más triste que he visto jamás. Era el doctor Mohamed. Cuando el grupo terminó de beberse el té, casi todo el mundo fue a la sala de la televisión a ver las noticias. Sin embargo, ese hombre se quedó para ayudarme con los platos. Era un día muy caluroso, pero el doctor Mohamed llevaba una camisa de manga larga. Cuando se acercó para retirar algunos platos, se arremangó. Le vi una profunda cicatriz rojiza en la muñeca. Me picó la curiosidad, así que le pregunté al doctor cuál era su especialidad médica. Me dijo que era cirujano. Una cosa llevó a la otra hasta que me contó su historia.

»El padre del doctor Mohamed era un oficial de alto rango del Ejército durante la guerra de Irán-Irak. Era un hombre justo y muy popular entre sus soldados. Debido a su popularidad, no era del agrado de muchos generales. Lo acusaron de ser demasiado blando con los soldados, demasiado indulgente al atacar a los iraníes. Además, lo acusaron de ser líder de una conspiración contra Sadam, que era una manida acusación que las personas cercanas al presidente siempre lanzaban cuando querían deshacerse de alguien. No obstante, cuando las acusaciones llegaron a oídos de Sadam, puso la mirada en el padre de Mohamed y ordenó su detención. Como el padre del doctor Mohamed, el dueño de casa, estaba detenido, la Mujabarat puso micrófonos en el hogar del doctor Mohamed, aunque su madre y él no lo sabían. Debido a esos micrófonos de seguridad se encontró con más problemas en el camino. Corría el año 1988 y la guerra continuaba. El doctor Mohamed y su madre estaban viendo la televisión cuando vieron una noticia sobre Sadam y su familia. Sadam estaba visitando a su mujer, Sayida, y a su hija pequeña, Hala, en el palacio de Tikrit cuando un misil Scud iraní impactó contra el edificio. El palacio quedó prácticamente destruido, pero la familia escapó ilesa. Sadam estaba a todas luces emocionado, porque besaba a su mujer en la mejilla, y como ya sabes, los árabes no besan a su esposa en público, bajo ningún concepto. Ese joven doctor miró a su madre y comentó como quien no quiere la cosa: "Debería habérselo pensado mejor antes de besar a su mujer en público". Dos días después, la Mujabarat apareció. El doctor y su madre fueron detenidos. Los llevaron a Al-Hakimiya, una de las peores prisiones de Irak. Encerraron al doctor en una celda diminuta con su madre. Los dejaron allí un mes. Apenas les daban suficiente comida para sobrevivir. Luego los guardias de la cárcel empezaron a torturar a diario al doctor Mohamed. Me contó que las torturas que había sufrido eran insoportables. Lo hacían permanecer de pie en el agua mientras le daban descargas eléctricas. Le arrancaron las uñas de las manos y le aplicaban descargas eléctricas sobre esa zona en carne viva. Esto ocurría a diario. El doctor Mohamed me contó que durante sus años de encarcelamiento, no hubo un solo día que no lo torturasen. Cuando acababan con la tortura diaria, los guardias tiraban al doctor Mohamed, apenas vivo, en la celda con su madre. Sus gritos de angustia lo desvelaban, y lo fortalecían para vivir por ella.

»El doctor Mohamed y su madre vivieron en este régimen cruel durante años. Pero él afirmaba que una de las peores cosas era esperar a ser torturado. En esa cárcel, los guardias habían desarrollado una costumbre de una crueldad sin límite. Todas las mañanas reunían a los presos que planeaban torturar ese día. Luego los esposaban formando una fila a una larga tubería metálica que estaba puesta en horizontal en el pasillo. Los presos no veían nada, solo la espalda del preso que tenían delante. Algunas veces tenían que esperar durante ocho o diez horas a que los torturasen. Un día, al doctor Mohamed se le agotó la paciencia, se volvió loco. Llevaba más de ocho horas esposado a la tubería y no había bebido agua durante todo ese tiempo. Gritó que era médico y que era hijo de un comandante del ejército. Nadie tenía derecho a tratar a los seres humanos de esa forma, gritó. Uno de los torturadores, un hombre llamado Abu Faisal, empezó a patear al doctor Mohamed, mientras le gritaba: "¡No eres más que un montón de mierda!". Luego, el torturador se adelantó para sacar a un preso de la fila. Arrastró al prisionero hasta donde estaba el doctor y chilló: "¿Crees que eres demasiado bueno para que te torturen? ¿Sabes quién es este?", entonces el guardia le levantó la cabeza al prisionero tirándole del pelo. El prisionero había sido torturado de forma tal que no podía abrir los ojos. El joven doctor estuvo a punto de desmayarse cuando reconoció al doctor Fadil al-Barrak, un hombre del que sabía que ocupaba uno de los cargos más altos de todo el gobierno.

»El doctor Mohamed supo entonces que ningún iraquí estaba a salvo. Cuando vio la cara del doctor Fadil perdió la esperanza. Me dijo que no podía aguantar ni un día más en aquel lugar. Decidió suicidarse. Así que después de que lo torturasen y lo dejasen en su celda, esperó a que su madre se durmiera y empezó a morderse la piel, hasta llegar a las venas de la muñeca derecha, la muñeca donde tenía la cicatriz que le había visto por debajo de la camisa ese día en Ammán. El doctor Mohamed estaba decidido a morir. Al día siguiente cuando los guardias llegaron para torturarle, lo encontraron casi muerto. Lo llevaron de inmediato al hospital de la prisión y le salvaron la vida. Luego se celebró el juicio y lo condenaron a veinte años de cárcel por difamar a Sadam. Su madre recibió la misma pena por escuchar a su hijo hablar mal de Sadam. Por fortuna, no tardaron en perdonar a la madre del doctor Mohamed. En esa época, el padre del doctor ya había sido ejecutado. Uno de los amigos de su padre, un oficial de alto rango del ejército iraquí, el general Al-Dulaimi, fue a visitar a la madre del doctor Mohamed para darle el pésame. Cuando el general Al-Dulaimi supo que su hijo estaba en la cárcel, le habló de un guardia de la prisión que aceptaba sobornos a través de una bailarina gitana muy conocida llamada Dollarat [que quiere decir dólares]. El contacto se estableció de inmediato y el guardia aceptó quinientos dólares para preparar la fuga del doctor Mohamed. El doctor Mohamed fue sacado a escondidas de prisión en uno de los sacos que se usaban para transportar cadáveres. Con la ayuda de los contrabandistas, cruzó la frontera con Siria, donde se reunió con algunos oficiales iraquíes libres que habían desertado. Esos hombres lo llevaron a Ammán.

»Así que fue de boca del doctor Mohamed como obtuve la tercera confirmación de la detención del doctor Fadil, de su encarcelamiento y tortura. No sé cuál fue exactamente el día de su ejecución. Lo único que sé es que murió de una forma horrible. Y, por si fuera poco, la bella esposa del doctor Fadil fue obligada a contraer matrimonio con el hermanastro de Sadam, Barzan. Era el hombre que se había casado con la hermana de Sayida, pero cuando la hermana de Sayida murió de cáncer en l998, lo primero que hizo Barzan fue quedarse con la hermosa Yinan para él solo.

Samira abrió la boca para responder, pero la puerta de la celda se abrió justo en ese momento.

Mayada escuchó un golpetazo y miró hacia la puerta por un lado del hombro de Samira.

Sara estaba tumbada en el suelo, hecha un ovillo, con la cara mirando al suelo. Pese a sus propias torturas y heridas, Samira y Mayada se acercaron a toda prisa y se reunieron junto a otras mujeres en la sombra donde se encontraba Sara.

Imán le dio la vuelta con cuidado a Sara. Le salía humo por la boca.

Mayada soltó un grito ahogado y retrocedió.

—¿Qué es ese humo?

—¿Le han prendido fuego por dentro? —gritó Muna.

—Creo que esta vez han matado a la pobre chica. —Samira sacudió la cabeza.

—¿Qué hacemos? —le preguntó la doctora Sabah a Samira. Samira examinó el cuerpo de la joven. Tenía el vestido desgarrado por delante.

—Mirad, le han puesto la corriente por todas partes.

Mayada miró también. Las reveladoras hendiduras habían dejado marcas en las orejas, en los labios, en los pezones, en las muñecas y en los tobillos. Al recordar lo impresionante y doloroso de recibir las descargas solo en el pie y en una oreja, Mayada sacudió la cabeza con gesto de incredulidad. Dudaba que Sara sobreviviera al dolor del interrogatorio al que la habían sometido.

—Humea por dentro. —Samira dio rápidas órdenes—: Tenemos que darle agua. Vamos a llevarla a la ducha para que se enfríe.

Con cuidado siguieron las instrucciones de Samira, y la doctora Sabah, Muna y Aliya la levantaron del suelo y la llevaron a una ducha de plato, situada junto al retrete.

—Utilizad solo agua fría —les dijo Samira.

Sosteniendo a Sara de pie, la doctora Sabah le mojó el cuerpo y la cara con agua fría. Por pudor no le quitaron el vestido desgarrado, aunque se lo abrieron por delante.

Bajo la ducha, Sara empezó a recobrar la conciencia. Abrió los ojos y miró a las caras que la rodeaban, y empezó a darse cuenta, poco a poco, de dónde estaba y de lo que había ocurrido. Cuando los recuerdos la golpearon con toda su fuerza, se puso a llorar y a llamar a su madre y a su padre de una forma enormemente lastimosa.

Yuma [mamá], Yaba [papá], ¡venid y mirad lo que le ha ocurrido a vuestra hija! ¡Venid y mirad lo que le ha ocurrido a vuestra hija! Yuma! Yaba! —Sara se cogió la mano derecha y empezó a golpearse en la cara y en el cuerpo—. Yuma! Yaba! ¡Ayudad a vuestra pobre hija! ¡Salvad a vuestra pobre hija! —Lloraba con tantas ganas que se doblegaba—. Yuma! Yuma!, ayúdame, ayúdame.

Sin saber qué otra cosa hacer, Mayada empezó a recitar unos versos de la Fatiha, versos de consuelo del Corán, con la esperanza de tranquilizar a la pobre niña.

—En el nombre de Alá, el más compasivo, el más misericordioso. Alabado sea Alá, señor de Alamín, el más compasivo, el más misericordioso. El único dueño del día del Juicio. A ti solo servimos y a ti solo imploramos ayuda en todas y cada una de las cosas. Guíanos por la senda de la rectitud. La senda de aquellos sobre los que has hecho recaer tu gracia, no de aquellos que han provocado tu ira, no de aquellos que se han descarriado.

Sara siguió llorando, llamando a sus padres, aunque ambos habían muerto hacía muchos años.

Todas las mujeres en la sombra lloraron con Sara, una joven inocente, soltera, aterrorizada y sin la protección de sus progenitores. Juntos, sus llantos formaron un rugido tan alto de gritos femeninos que habrían apenado al corazón más frío.

Samira fue la primera en recuperar el control de sus emociones y les dijo a las mujeres en la sombra que llevasen a Sara a la cama. Allí la taparon con una manta ligera. Las presas se turnaron para humedecerle la cara y la cabeza con un trapo mojado.

—De verdad que esta es la historia más triste del mundo —le confesó Samira a Mayada.

Sara había hablado poco desde el día de la detención de Mayada. Así que Mayada conocía muy pocos detalles sobre su pasado o sobre la razón de su detención.

—¿Qué la trajo hasta aquí? —preguntó Mayada con voz queda.

—Sara es de una familia de clase media. Aunque su padre murió cuando ella solo tenía ocho años, su madre era una mujer culta, ingeniera agrícola. La madre dedicó la vida entera a Sara y a sus hermanos pequeños, Hadi y Adel. La madre no quiso volver a casarse, así que la familia quedó reducida a sus tres hijos y ella.

Desde su divorcio y el traslado de Irak de su madre, la familia de Mayada estaba formada solo por sus dos hijos y ella. Fay, Ali y ella se llamaban en broma «los tres mosqueteros». Así que entendía muy bien la intimidad de la relación entre la madre y sus hijos.

Samira le contó a Mayada más cosas sobre la historia de Sara.

—La madre de Sara lo sacrificó todo. Tenía grandes sueños para su prole. Conservó un terreno que le había dejado su marido y les dijo a sus hijos que, en cuanto hubieran completado su educación, lo vendería y los pondría a todos a trabajar. Luego estalló la catástrofe. El año pasado, Sara estaba en el último curso de farmacología, soñando con abrir su propia farmacia. Sus dos hermanos habían empezado a estudiar en la facultad de medicina. Un día, Hadi llegó a casa sin su hermano. Contó entre lágrimas que los miembros de la policía secreta habían llegado a la facultad de medicina y se habían llevado a su hermano Adel. Cuando Hadi vio lo que le estaba ocurriendo a Adel, corrió para seguirlo. La policía secreta le dijo a Hadi que se llevaban a Adel para un interrogatorio, pero que volvería en un par de horas. Adel le aseguró a su hermano que estaría en casa para la cena. Sin embargo, Hadi tenía una visión más cínica del mundo y no creyó a los hombres. Hadi empezó a gritar en el vestíbulo de la facultad, gritaba que no podían llevarse a su hermano. Uno de los hombres del servicio secreto cogió a Hadi por la muñeca y casi se la rompe, le susurró con crueldad: «Métete en tus asuntos, hijo de puta, o te mato aquí mismo». Los días siguientes fueron una pesadilla, mientras la familia buscaba a Adel en todas las cárceles. Jamás lo encontraron. Más adelante, a altas horas de la noche de un día de la semana siguiente, la policía secreta llegó a su casa. Eran más de las doce y todo el mundo estaba en cama. Hadi corrió a la puerta con la esperanza de que fuera Adel, que por fin volvía a casa sano y salvo. Pero no, sus visitantes de madrugada eran esos mismos tres hombres del servicio secreto que se habían llevado a Adel. Apartaron a Hadi de un empujón, se metieron de golpe en la casa y ordenaron a Sara y a su madre que se quedaran en la cocina. Entonces arrastraron a Hadi hasta su habitación. Cuando Sara y su madre empezaron a escuchar golpes y zarandeos, corrieron y vieron cómo escapaban los tres hombres. Sara y su madre fueron a toda prisa a la habitación de Hadi. Habían destrozado por completo el cuarto, como si hubieran estado buscando algo en concreto. Hadi había quedado tendido en el suelo entre la cama y la pared. Lo habían asesinado. No hace falta decir que Sara y su madre se sumieron en la pena. Dos hijos desaparecidos en una sola semana. Después de los siete días tradicionales de luto, Sara todavía tenía miedo de salir de casa y volver a la facultad, aunque su madre insistió. La pobre chica estaba aterrorizada por miedo a que los asesinos de sus hermanos la estuvieran buscando. Por la insistencia de su madre, Sara volvió a sus clases. Y en efecto, su pesadilla se hizo realidad. En una semana, esos mismos hombres fueron a por ella. Prohibieron a Sara llamar a su madre, la detuvieron y la dejaron en Baladiyat, y la habían estado torturando desde entonces. Durante el interrogatorio se enteró de que alguien anónimo había acusado a Adel de pertenecer a un grupo que conspiraba contra el régimen de Sadam. Estos hombres creían que Sara sabía los nombres de otros conspiradores. Pero, por supuesto, jamás había existido tal conspiración. Esos chicos estaban tan ocupados con la facultad de medicina que no habían tenido tiempo para ese tipo de actividades.

No cabía ninguna duda de que Sara estaba escuchando lo que decía Samira, porque su llanto se había vuelto aún más convulsivo.

Yuma, Yaba, por favor, ayudad a vuestra hija —gritaba—, no puedo soportarlo, no puedo soportarlo.

Entonces, Muna las interrumpió para recordarles a otra mujer en la sombra cuyo destino desconocían.

—Samira, estoy preocupada por Safana. Hace mucho que se la han llevado.

—La celda 52 se ha convertido en una puerta giratoria —dijo Samira, mirando a Mayada con una profunda tristeza.

Los llantos de Sara llenaron la habitación. Todas las mujeres en la sombra se reunieron a su alrededor, algunas se cogían de la mano, otras lloraban en silencio.

Mayada se sentó y miró al techo, rezando para imaginar que estaba en la cama de su casa y que Fay y Ali estaban a salvo, acostados justo al final del pasillo.
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