«muerto el perro…» París, 14 de Septiembre, 1936






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Muerto el perro… Cesar Millán


«MUERTO EL PERRO…»


París, 14 de Septiembre, 1936.


«Con la frente bajo albero y el pensamiento arriba, cubierto con capote azabache de raso, Federico García Lorca fue fusilado el pasado mes de agosto; dejemos las expresiones sensibleras de muestra de dolor y usemos palabras viles que prometan al inmortal escritor la certeza de que sabremos vengarle.»
Salvador dobla meticulosamente el ABC que le acababan de traer de Madrid, lo deja en el suelo y se atusa el bigote; tan sólo se le escucha decir:

— ¡Olé!


******
Madrid 25 de Marzo, 1923.

«Tú eres una borrasca cristiana y necesitas de mi paganismo.

Yo iré a buscarte para hacerte una cara de mar.

Será invierno y encenderemos lumbre.

Las pobres bestias estarán ateridas.

Tú te acordarás que eres inventor

y viviremos juntos con una máquina de retratar».

Dalí
— ¡¿Pero te has vuelto loco?!

«Solo me dio tiempo a girar la cabeza para ver como uno de los compañeros de residencia, al borde de la histeria, me tiraba por los suelos mientras pisoteaba mi regalo de bienvenida al Rey. Tumbado allí abajo y enredado en mi capa, pude observar dos escenas simultáneamente: al fondo, Alfonso XIII abandonaba el patio para entrar en el auditorio, en primer plano y muy cerca de mí, el responsable del fracaso de mi plan pisoteaba cómicamente la mecha que aun ardía, y que se había quedado pegada en el pernil del pantalón de su traje de franela.

»Tomó el artefacto ya apagado y lo tiró en una papelera que estaba justo encima de mi cabeza. En ese instante le lancé una mirada que llevaba mucho tiempo practicando. Abrí los ojos al máximo y, desde el mismo suelo, adoptando la pose más digna que pude, me limité a contestarle en tono engolado, arrastrando mis palabras por la frase.

— ¿Qué dices? Lo único que quiero demostrar metafísicamente es que todo se ha transmitido desde la primera célula a este Rey, heredero del valor de sus antecesores y ser supremo apolítico y perfecto destinado a gobernar el Estado español.

»Me incorporé de un salto y tomé mi bastón de debajo de la papelera, a la par que recuperaba mi artilugio del interior de la misma.

Un grito desde lo alto me hizo levantar la cabeza. Procedente de una ventana del primer piso, a la que faltaban algunos cristales, escuché:

— ¡Catalán, espera!

»Se dirigían a mí. Ojalá y no fuese un profesor que lo hubiera visto todo, pensé. Mi mirada se dirigió al ventanal pero solo pude percibir la sombra de una mano que desaparecía entre los barrotes torneados. Me fijé con más detalle y lo único que descubrí es que esos barrotes en algún momento fueron blancos; lo intuí por las manchas de esmalte que se apreciaban en el dintel, aunque aquello tuvo que ser hace ya mucho tiempo. La falta de mantenimiento y el exceso de inviernos los había convertido en un amasijo de hierro parduzco.

El «apaga fuegos», que había abandonado ya su extraño baile, me miró directamente a los ojos. En ese instante pude escrutarlo con más detenimiento. Sus pobladas cejas arqueadas enmarcaban unos ojos castaños y profundos; su cabello alborotado y peinado hacia atrás dejaba al descubierto una cara triste y tierna. La pajarita con la que complementaba su traje era del mismo tejido que el pañuelo que portaba en su bolsillo: parecía todo un señorito.

A la carrera y jadeando, llegó junto a nosotros un alumno de los más veteranos de la academia.

— ¿Tú eres el catalán, verdad? —Su voz era la misma que me había gritado desde la ventana. »Por suerte para mí no era un profesor. Su cara me resultaba familiar...lo había visto alguna vez entre los residentes del centro. Respiró un par de veces más para recuperar el resuello antes de continuar hablando, con cada espiración exhalaba una nueva nube de vaho. El frío ese año continuaba con nosotros en pleno mes de marzo.

—De Figueras, —contesté— no soy catalán, soy de Figueras.

—Bueno, ¿y qué más da? Déjame ver eso. —Dijo señalando el paquete que tenía en mis manos.

—Luis, ¿lo estabas viendo todo? —preguntó Federico que había recuperado la compostura.

—Por supuesto. Llevaba rato observando a nuestro amigo, hasta que has venido tú a estropear el espectáculo. —Contestó con mucha soberbia.

»Federico no pudo aguantar su mirada intimidatoria y bajó los ojos, descubriendo así la quemadura que le había producido la mecha en el pantalón. Apoyándose en un banco de forja que se encontraba a nuestra espalda comenzó a frotar con violencia la llamativa mancha negra. Temí por un momento que sus delicados dedos se pudiesen romper por la vehemencia con que se estaba aplicando a su tarea.

— ¿Y a pesar de que pretendía matar al Rey lo has dejado seguir? —Insistió Federico girando la cabeza hacia arriba. Aquella posición tan forzada en que se encontraba (con un pie en alto sujeto con ambas manos) hizo que perdiera el equilibrio, obligándolo a agarrarse a la manga de Luis, quién se permitía ir en camisa y despecherado, mientras que el resto íbamos tapados hasta las orejas.
— ¿Matarlo con esto? ¡Pero si solo es un puñado de magnesio! La única pólvora que hay aquí es la de la mecha que acabas de apagar… Aunque bien vale haber dejado de ver una explosión, para ver tu baile —le contestó mi caluroso amigo con una estruendosa carcajada, a la vez que agarraba a Federico con fuerza para evitar que cayese—. Al parecer te has hecho monárquico... «El danzarín monárquico» que nos ha dejado sin espectáculo de terror y a cambio nos ha ofrecido uno de variedades.

—Pero desde allí arriba no sabías que era inofensiva. ¡Querías ver un magnicidio!

—Ya me conoces… —contestó Luis cerrando un poco su ojo izquierdo mientras el derecho continuaba abierto por completo—. Seguro que ahora escribirás unos versos titulados “La frugalidad de la vida tras una bomba apagada”.

Federico se levantó oliendo sus manos ennegrecidas.

— ¿No es adorable el aroma de la pólvora quemada? Ojalá en los entierros se lanzasen fuegos artificiales.

—No te preocupes: yo me encargaré de que en el tuyo no falten. Incluso si Dios lo permite, seré yo el que prenda la mecha. Seguro que esa vez no serás capaz de apagarla, y mucho menos de oler la pólvora. ¡Venga! ¡Que aquí ya está todo acabado!

Luis tomó del brazo a Federico y tirando la «bomba» a la basura de nuevo dijo:

—Vamos a las gemelas. —Así llamábamos a los edificios que albergaban nuestras habitaciones—. Caganet, ven uno de estos días para que charlemos un rato.

»Pretendí volver a corregirlo, pero esta vez no esperó a que le respondiese. Se dieron la vuelta y me dejaron solo en el patio. Ya era casi la hora de comer y no me apetecía ir a ver como el soberano nos pedía que votásemos en las elecciones a celebrar en menos de un mes; además yo todavía no podía votar, así que me fui a la central telefónica de la calle Jordán para llamar a casa… Después iría al mercado de antiguo del barrio de Chamartín. A última hora de la tarde, de vuelta a la escuela, decidí aceptar la invitación de mis nuevos amigos y fui a la habitación de Federico, esperando que estuviesen allí. Algo en ellos me empujaba a querer conocerlos, llamé a la puerta y me abrieron enseguida. Sin esperar a que me invitasen a entrar, irrumpí en el dormitorio.

— ¿No tenéis nada mejor que hacer un domingo? ¡Os habéis perdido a Sesúmaga! —Un atónito Luis me miraba desde la silla en que estaba sentado mientras intentaba ocultar los pasquines de los diversos partidos que se presentaban a las elecciones. Pude ver alguno referente al Partido Liberal y otro que me llamó la atención por el nombre: Alejandro Lerroux, Partido Republicano Radical… «Política, ¿a quién le importa?».

— ¿Sesúmaga? —Preguntó Federico desconcertado—. ¿Una nueva Diva?

— ¿Qué dices insensato? Sesúmaga, el delantero centro del Athletic de Bilbao... tres goles le ha metido al Real Madrid él solito. ¿No os gusta el football? —Federico inmediatamente dejó su silla y se acercó a presentarse de forma solemne.

—Empecemos desde el principio. —Dijo tendiéndome la mano e ignorando mi eufórico comentario—. Mi nombre es Federico García Lorca y no tengo ni idea de football.

—Encantado de conocerte, Federico. —Contesté estrechando su mano—. Yo soy Salvador Felipe Jacinto Dalí i Doménech i… —Luis interrumpió sin dejarme acabar la frase.

—Salvador me parece mejor, son muchos nombres para una sola persona. Yo soy Luis, Luis Buñuel. Verás que todos tenemos un nombre algo más fácil que eso de Felipe Doménech y Dalí, o ese «Semúgasa» que dices.

— ¡Sesúmaga!... Y es un «león de San Mamés» —respondí arrastrando nuevamente las palabras.
»Estreché su mano que era mucho más ruda y basta que la del pimpollo y empecé a deambular por la pequeña habitación mirando al techo. Los ojos de Luis y Federico me seguían curiosos, como me sabía observado, me pavoneé ante ellos haciendo volar el bajo de mi capa de terciopelo azul en cada giro que daba en la habitación. El bastón con empuñadura de marfil que había comprado esa misma tarde me servía de eje sobre el que pivotar. Tomé uno de los libros que había sobre el escritorio y lo ojeé: «L'interprétation du rêve». Me atrajo desde el momento en que leí el título. Fui pasando hojas y en cada página había anotaciones manuscritas. Federico se ruborizó al ver como leía las anotaciones, por lo que supe que el libro era suyo. La síntesis de las ideas del libro escritas a lápiz en los márgenes me hacía evocar pensamientos en torno a mi obra.

—Curiosas anotaciones ¿me lo dejas? —Le pregunté directamente.

—Aún no lo he acabado. En cuanto termine puedo prestártelo. ¿Has venido a contarnos lo bien que mete goles Sesúmaga?

—No, es que quería darte las gracias por haber evitado que esta mañana cometiese un disparate.

— ¿Y como premio te quieres llevar mi libro de Freud? —Fue la pregunta retórica a la que yo inconscientemente cometí el error de responder.

— ¿Quién es Freud?

—Freud es el Sesúmaga de los pensamientos y los sueños. Ese libro es suyo.

Tal aseveración me hizo sentir como un completo analfabeto. Giré el libro y observé en el tejuelo el nombre del autor. Federico parecía estar disfrutando de mi ignorancia.

— ¿Tu eres el de los dibujos? —Preguntó Luis, que sí parecía conocerme.

— ¡Yo soy Dalí!... Y en poco tiempo, tendréis que postraros ante mí cómo hoy lo hacían ante el Rey.

—Federico, este es el pintor del que nos habló Pepín... Dice que en su cuarto ha visto algunas pinturas un tanto extrañas, pero que son bastante buenas.

El comentario de Luis, me ayudó a recobrar la dignidad que yo creía perdida.

»Esa tarde comenzamos una conversación que se prolongó toda la noche, y que solo interrumpimos cuando llegó la hora de asistir a nuestras clases. Hablamos del alemán que había escrito ese libro; de lo onírico, de lo real, de nuestros sueños y de lo que soñábamos...

Comenzamos una relación que daría mucho que hablar. Vivimos las noches de Madrid, las tertulias de los Cafés… Juntos despertamos al arte de vanguardia; ellos y yo; yo y ellos…

Aprendimos a reírnos de la vida. Emprendimos un viaje con el mismo punto de partida, un viaje en el tren de la vida. Cada uno éramos vagón y locomotora, unidos e independientes, independientes y necesarios.»


******


Expreso Madrid Córdoba 11 de Abril, 1924
«Si en el abrazo mudo que me has dado, en el tierno

ademán de ofrecerme una silla, en la simple

manera de sentarte junto a mí, de mirarme,

sonreír y en silencio, sin ninguna palabra,

dime si no has querido significar con eso

que, a pesar de las mínimas batallas que reñimos,

sigues unido a mí más que nunca en la muerte

por las veces que acaso

no lo estuvimos -¡ay, perdóname!- en la vida.»

Alberti.

El expreso de Andalucía parecía un velatorio. El traqueteo repetitivo hacía que los pasajeros que disponían de asiento se rindiesen al sueño, aunque tres de ellos se empeñaban en impedirlo.

De buenas a primeras comenzaron a reír y cantar a viva voz, mientras se pasaban con camaradería una petaca metálica con algún tipo de licor que los desinhibía. El escándalo era tal que el revisor hubo de llamarles la atención en dos ocasiones, amenazándolos con dejarles en la siguiente estación sin esperar la llegada a su destino.

Por unos breves momentos aguantaban estoicamente sus risas con un rictus serio y cabal; aunque en el momento en que el revisor se daba la vuelta, los tres amigos estallaban en nuevas carcajadas. Abrazados vociferaban las letras que el día anterior aprendieron en el preestreno de «La linda tapada»...
«Borrico, corre ligero,

anda y no mires atrás,

lo que importa,

lo que importa es, el camino

que falta para llegar… »
Un par de señoras, escandalizadas, erguían las narices mirando con reluctancia a esos tres «enajenados salidos de Dios sabe dónde», elevando plegarias en silencio para que el destino de esos gamberros estuviera próximo; una de ellas amenazó con llamar al revisor, motivando que el trío de tenores abandonase el compartimento poco antes de llegar a Aranjuez.

— ¿De dónde sacaste este licor, Luis? —preguntó un Salvador cuyas ruborizadas mejillas delataban su estado de embriaguez.

—Me lo vendió el mismo Satanás. Y a cambio le prometí sangre esta noche...

Esto fue lo último que escucharon las señoras que se sintieron aliviadas con la marcha de sus compañeros de viaje.

—Estás loco, Luis —añadió a carcajadas Federico.

—Estoy loco como una cuba y borracho como una cabra... —respondió gritando, a lo que contestaron sus dos amigos con nuevas risas, vítores y palmas.

Salvador, completamente ido, golpeó repetitivamente con el puño el rocoso brazo derecho de Luis. Uno, dos…


Almodóvar del Río 12 de abril, 1924

… Tres, cuatro, cinco...
«Cuando aquel cabo de la guardia civil descargó su sexto puñetazo en mi mandíbula, sentí el crujir de dientes y el sabor de la sangre en la lengua; ambas sensaciones me persiguieron durante largos años, en los que, noche tras noche, despertaba en plena madrugada empapado en sudor.

Traté de escupir la sangre que inundaba mi boca, pero lo único que conseguí arrojar al suelo fueron dos dientes y un vómito bilioso que, para mi desgracia, salpicó en el pernil izquierdo del pantalón de mi torturador.

Cagon su puta madre... —gritó éste a la vez que se acercaba a mí, puño en alto a grandes zancadas.

— ¡Quieto, Montero! —Dijo el sargento mientras lo sujetaba con ambos brazos a la altura de pecho—. Si sigues así lo vas a matar. Queremos una confesión, no un fiambre.

»Forcejearon levemente hasta que el cabo Montero levantó las palmas de ambas manos en señal de tranquilidad, sacudiéndose las mangas de la camisa y estirándolas luego como tratando de quitar las pequeñas arrugas que surcaban el anverso de la prenda.

—A ver si nos entendemos, «maño». Si tengo que darte cincuenta hostias más, no te quepa duda que te las daré. Estás en un buen lío, así que más te vale confesar y ayudarnos a localizar a tus dos compinches. Habéis dejado muchos testigos, os han escuchado decir que esta noche habría sangre, os vieron salir de la estación a la carrera...sois tan imbéciles que habéis venido en el taxi del «Sacatacos» desde Córdoba. Dime ahora mismo dónde se esconden.

»Eso quería saber yo en ese momento... ¿dónde estaban Salvador y Federico? Los dejé en casa de Natera y fui a darme una vuelta por Almodóvar del Río para hacer tiempo. Al poco, vino todo lo demás... ese maldito taxista seboso señalándome con el dedo mientras hablaba con tres guardias civiles, mi posterior detención y la acusación de atraco con asesinato en el expreso de Andalucía.

»El sargento se adelantó cansinamente y tomó la iniciativa en el interrogatorio.

—El «Sacatacos» nos dijo que sus dos compañeros eran.... raros. Un catalán con pinta de marqués y un elegante maricón. ¿Cree que con esa descripción tardaremos mucho en encontrarlos? Colabore, señor...

—...Buñuel. —Contesté alzando la barbilla con la poca dignidad que me permitía la situación; atado a una silla, descalzo, con la camisa hecha jirones y manchada de sangre y vómito.

»Sacó un pañuelo limpio del bolsillo interior de su chaqueta, y se acercó a mí con aire piadoso, tratando de cortar la hemorragia del profundo corte de mi ceja izquierda.

—Señor Buñuel —dijo con el cigarrillo en la comisura del labio mientras presionaba con fuerza la herida con una nada disimulada renuencia—. Creo que no es consciente de la gravedad del delito que se le acusa... llevamos aquí ya casi una hora y aún no hemos conseguido la más mínima ayuda por su parte.

—No sé nada, yo no he robado a nadie… —contesté entre gemidos—. Les he dicho que no tuvimos nada que ver con ese asesinato... no sé dónde están mis compañeros.

»El sargento dio media vuelta con parsimonia. Se acercó a una vieja mesa de madera que ocupaba el centro de la sala bajo la luz cenital procedente de la claraboya. Soltó la picadura de tabaco con la que acababa de liar el pitillo y agarró una botella de vino para servirse un generoso vaso que llevó a sus labios con calma. Tras dar un largo trago, levantó el vaso en mi dirección... un par de moscas revoloteaban alrededor de mi cabeza y se posaban en mis heridas.

—Buñuel... ¿quiere un poco de vino?

»Asentí con reservas. La garganta me ardía y necesitaba calmar la sed y quitarme el nauseabundo sabor a sangre de mi boca. Sentía que mis piernas temblaban y ese temblor se extendía por todo mi cuerpo. Comencé a llorar quedamente porque sentía mi muerte cerca.

Allí estaba yo, el «Gran» Luis Buñuel, todo un portento físico que le sacaba una cabeza a cada uno de los guardias... y sin embargo parecía un pequeño mocoso al que le acababan de quitar la merienda: el terror atenazaba mis músculos. En apenas una hora aniquilaron mi orgullo, pisotearon mi honra y me convirtieron en un guiñapo sin hombría.

—Beba. —Dijo amablemente el sargento mientras acercaba el borde del vaso a mis labios.

»Tomé un sorbo, dos, tres... atropelladamente, derramando parte del vino mezclado con mi propia sangre y que me corría barbilla abajo. El ansia de saciar mi sed hizo que me atragantase y aun así conseguí mantener un último trago en mi boca haciendo ese momento eterno. El alcohol del vino peleón conseguía que me doliesen todas las heridas, pero ese dolor me hacía sentir más vivo. Con voz altanera y socarrona, el sargento prosiguió.

—Cuando cojamos a esos dos maricones amigos suyos no seremos tan benévolos. Al marqués catalán voy a molerlo a palos...

»En aquel momento dejé de escuchar improperios y la ira me cegó. Tan sólo pensar que Salvador...«mi Salvador» cayera en manos de aquellas malas bestias, provocó que el Luis Buñuel pendenciero y osado apareciese un fatídico segundo, escupiendo el último trago de vino en el rostro del sargento.

Se secó con parsimonia mientras comenzaba a remangarse de nuevo. Hizo una seña con la cabeza al cabo y éste se quitó el cinturón, tomándolo por el extremo contrario al de la hebilla. El otro guardia civil, que hasta entonces había permanecido expectante, agarró una vara de mimbre que descansaba apoyada en una pared.

»El sargento apoyó su pie izquierdo en mi pecho y me empujó haciéndome caer hacia atrás. Ambos brazos, que continuaban atados a mi espalda, quedaron magullados en la caída, aunque nada comparable con el castigo posterior: el cabo Montero me fustigó con el cinturón, lacerando mi piel con la hebilla una y otra vez a la par que el guardia de la vara de mimbre se ensañaba a golpes con la planta de mis pies, provocándome heridas profundas.

»Y por si fuera poco castigo, el sargento «amable» se vengó de mi arrebato pateando costillas y estómago con saña. No tenía duda de que perdería la vida en un sucio calabozo del cuartelillo de Almodóvar del Río, lejos de mi tierra, lejos de mis seres queridos, lejos de...»
— ¡Salvador! ¡Vamos!...no te entretengas —dijo Federico tras saltar la cancela que cerraba el paso al Cementerio de San Fernando.

— ¿Y qué pasa con Luis? —contestó un dubitativo Salvador, mientras miraba nerviosamente a uno y otro lado.

— ¿Te preocupa Luis? ¿O temes más a los muertos?

—Temo que despertemos al guarda; a la muerte no le tengo miedo Federico. Temo más al olvido —contestó orgullosamente, a la vez que lanzaba su bastón por encima de la cancela y trepaba por ella.

—Habíamos quedado aquí a medianoche... habrá estado en la venta con alguna moza, no debe tardar en llegar. Mientras tanto busquemos un lugar para esperar a las ánimas.

Salvador saltó desde lo alto de la verja hasta el suelo, cayendo con estrépito.

—Cualquiera diría que disfrutas con la muerte —respondió a la vez que se incorporaba y sacudía enérgicamente la arena que había quedado adherida a las mangas de su chaqueta.

Federico apoyó ambas manos en los hombros de su amigo y sonriéndole añadió:

—Algún día la miraré a los ojos como ahora hago contigo y la besaré...y no habrá miedo. Mira la luna, ¿crees que le importa que la silueta de ese castillo la recorte? Sigue siendo la luna la veamos o no.

—Pues yo prefiero besar la boquilla de ese moscatel que llevas en el regazo...

—Cada cosa a su tiempo, pintor. Ahora, a los nichos...

—Esto es una locura...

— ¿Te arrepientes?

— ¿Se arrepiente el sol de dar calor? Federico, si me arrepintiese sería por no haber hecho esto antes. Lo que no entiendo es por qué prefieres estar en un cementerio con un loco, en lugar de estar con tu novia.

—María Luisa no es mi novia.

—No parecía eso cuando estabais los dos tan acaramelados tocando el piano.

—Solo le enseñaba algunas de las coplillas de los gitanos del Sacromonte.

—Pues eso mismo digo yo, que le estabas enseñando el monte.

Ambos rieron y luego sisearon mandándose callar. Emprendieron la marcha por la empinada rampa descendente del cementerio, guiados tan sólo por la luz de la luna y las estrellas; tras unos minutos discutiendo, encontraron un grupo de nichos vacíos muy cerca de la entrada principal.

—Este es el lugar, es perfecto. Salvador, ese de arriba será el mío...el tuyo el que está justo al lado...y el de abajo para Luis.

Extendieron una manta en el suelo a modo de mantel y se sentaron el uno frente al otro. Federico sacó la botella de vino y los tres vasos que guardaba con celo envueltos en su chaqueta.

Llenaron dos de ellos y brindaron tomando el primer vaso de un solo trago. Federico estalló en carcajadas por las muecas de Salvador ante el empalagoso sabor del vino.

—Quizás deberíamos haber esperado. Con tu permiso... debo evacuar aguas menores.

Salvador se alejó unos metros, y cara a otro grupo de nichos, leyó...
« RAPHAELI ALBERTUS ET DE LA IGLESIA

DECESSIT VI KALENDAS DEKEMBRIS

ANNO SALUTIS MDCCCLVI

AETATIS SUAE LXVII

C.D.

TEMPUS FUGIT.»
Bajó la cremallera de sus pantalones y se dispuso a orinar.
—Don Rafael Alberto, no crea Vd. que llueve…

«El sargento se alivió encima mía, empapando mis ropas y mis heridas mientras los otros dos guardias reían y me escupían. Apenas veía nada con el ojo derecho, prácticamente cerrado por la inflamación y la costra que se había producido sobre él. La respiración comenzaba a ser dolorosa... Mis manos me hormigueaban, aprisionadas bajo el respaldo de la silla y mi propio peso; sentía como si me estuviesen clavando alfileres en la punta de los dedos.

»Recuerdo vagamente que el sargento mandó llamar a un cuarto guardia y estuvieron charlando un rato, lejos del alcance de mi oído.

Minutos más tarde, me izaban del suelo entre dos guardias, volviendo a dejar la silla sobre sus cuatro patas.

— ¡Apestas! —dijo el cabo a la vez que descargaba sobre mí un cubo de agua helada.

Comencé a tiritar, más de miedo que de frío.

—N-Necesito...un médico —acerté a decir casi en susurros.

—Un médico... ¡los cojones! Quiero que firmes una confesión en cinco minutos o te mando con tu Pilarica de un tiro en la cabeza, ¿me oyes «maño»? —respondió el cabo mientras sacaba su pistola y apoyaba el cañón justo encima de mi oreja izquierda.

»El sargento se acercó y en voz baja junto a mi oído dijo:

—Solo falta su firma. Nada más detenerlos su novio le ha delatado, dice que ellos desconocían sus planes. Háganos un favor a todos: firme la confesión de una vez.

» ¿Federico acusándome de algo que no habíamos hecho? Eso era del todo imposible...

—No le creo, señor.

—No es como usted, «maño». Usted está hecho para el martirio...él no. Él es «blandito». Han bastado un par de bofetones para que se le descuelguen los mocos.

»Enfrentó su rostro a pocos centímetros del mío, sonriendo y mostrando una hilera de amarillentos dientes bajo su fino bigote, dejando que su aliento a tabaco, alcohol y poca higiene me provocara nuevas arcadas. Se acercó más...su boca cerca de la mía...»
… Y se besaron. No fue apasionado, tan solo un ligero roce de los labios de Federico con los de Salvador, que por un momento quedó petrificado y con los ojos muy abiertos.
— ¿También te gustan...los hombres, Federico? Pero... ¿no veníamos a visitar a tu novia? No lo entiendo... ¿acaso me amas?

—Amo la vida. Y la amo con toda mi alma. A veces se muestra en forma de mujer, y otras de hombre. A veces es madre, otras amante; el amor es hermano, es amigo...el amor en mí es caprichoso. Dime, ¿cómo podría no amarte?

El pintor, sin pestañear, pareció querer escrutar el fondo del alma de Federico a través de sus ojos. Acercó los dedos de su mano derecha a sus labios tratando de retener el agradable cosquilleo de los de su amigo… Ardientes, carnosos, húmedos, cálidos...

—Ser amado por ti es un privilegio, y aunque no me gusten los hombres ni las mujeres, también te amo.

Federico sonrió tiernamente.

—Es... contradictorio, ¿verdad? No te gustan los hombres y sin embargo a mí me amas.

—Porque no eres un hombre. Eres Federico García Lorca.

Ambos se miraron fijamente y volvieron a fundir sus labios en un beso, esta vez más apasionado que el primero. Unieron sus humedades, sus lenguas se encontraron sin saber en la boca de quién, se fundieron en un abrazo eterno y que nada podría romper…

— ¡Hijos de puta!... —Buñuel entre sollozos los miraba angustiado desde el otro lado de la cancela.
«Fue lo que salió de mi boca cuando los vi allí, ebrios de amor y alcohol, gozando el uno del otro mientras yo había sufrido la mayor humillación posible, habiendo temido por mi propia vida, habiendo temido incluso más que por la mía, por la de Salvador o Federico.

Y ellos, lejos de estar preocupados por mi ausencia, aprovecharon esa circunstancia para dar rienda suelta a sus ocultos deseos.

»El cabo Montero me explicó que habían recibido la noticia de la detención de los verdaderos asesinos del expreso hacía media hora, pero que el sargento disfrutaba con las torturas, algo que casi nunca ocurría por allí. Me dijo que eran tres como nosotros. Además, en Aranjuez, durante la parada técnica, alguien había visto merodeando por los alrededores del tren a un conocido homosexual de la noche madrileña con su pareja «el Pildorita. Por eso sospecharon de nosotros; no hubo disculpas ni arrepentimiento, tan solo un consejo del cabo:

—Olvida esto o el sargento te hará olvidar a su manera.

»El sargento, con mirada amenazadora, me ofreció un vaso de vino, invitándome a cerrar la boca y salir de allí, medio desnudo, apestando a sudor, orina y sangre.

Tratando de olvidar el capítulo más repugnante de mi vida acudí a la cita con los que yo creía mis amigos. Pero incluso todo aquello, aquella inmunda vejación no importaba.

»Él... de nuevo él. Ese maldito andaluz se interponía entre Salvador y yo, con esa sonrisa angelical, ese agraciado pelo rizado, y su ojos profundos... ese embaucador de verbo fácil, sabedor de sus virtudes como conquistador se había atrevido a beneficiarse de la inocencia de Salvador, arrebatándome lo que me pertenecía por derecho... ¡Lo que era mío, y sólo mío!

No iba a consentir que lo sucedido aquel día quedase sin castigo. Lo del cuartelillo puede que lo olvidase, pero ese beso… lo pagaría... muy caro».

******

París-Granada, verano del 36.

«Si el hombre pudiera decir lo que ama,

si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien, alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío.

Tú justificas mi existencia:

si no te conozco, no he vivido;

si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.»
Cernuda

Granada 18 de julio.
«— ¡Es ese! —escuché decir a una mujer de avanzada edad que me señalaba desde la ventanilla trasera de su negro Hispano-Suiza.

El chófer aminoró la marcha al pasar junto a nosotros y la señora me gritó:

— ¡Vete a tus Madriles, maricón!

La joven que la acompañaba en el interior del vehículo me sostuvo levemente la mirada, para retirarla inmediatamente, ostensiblemente avergonzada por las palabras de la que a buen seguro era su madre.

»Aquellas palabras, que pretendían herirme o quizás cambiar mi forma de sentir, resbalaron sobre mi chaqueta diseñada a medida como si de un escudo se tratase. La mujer que las había pronunciado seguía insultándome desde la distancia. Ni en mi casa dejaban de acusarme los mismos dedos inquisidores que por las noches aplaudían mis obras en los teatros… El codazo de mi padre no tardó en llegar.

— ¿Federico, no vas a decir nada?

»Volví a sonreír, mezclando afecto y resignación, pensé en la larga retahíla de improperios que se me decían en determinados círculos de la clase alta: sarasa, julandrón, maricón, sodomita… tampoco es que fuesen excesivamente originales, solo en un verso mío había más variedad que en una ciudad de intransigentes; Faerí, Pájaro, Joto, Ápio, Canco, Flora, Adelaida, Joto …

—Padre, disfrutemos del Generalife. Hemos venido para disfrutar de todo esto, ¿no?, pues entremos.

»Vi que mi padre asentía resignado, y supe que no podríamos celebrar mi santo en la Alhambra en aquellas condiciones… mi madre enferma, los insultos a su hijo, la tensión que se vivía en las calles, las noticias que llegaban del norte de África…

El silencio entre nosotros, que desde hacía años había dejado de ser incómodo, volvía a atenazar mi pecho; y ni la fragancia de las azucenas, la frescura de las aguas, o la belleza de los coloridos azulejos me alegraban el alma.

—Esto no va a cambiar, hijo… ni con la república ni con tu amigo Azaña. La gentuza de España va a seguir igual.

»Perdidos por el laberinto de setos yo le preguntaba por mi madre, él por mis viajes, yo por mi hermana, él por mis obras; el tiempo no importaba en ese momento en que el aroma de las naranjas aun verdes se mezclaba con el del macasar y la lavanda; las aguas cristalinas evocaban con sus murmullos canciones ya no cantadas, los textos nazaríes me hacían pensar en palabras que ya no eran dichas. Las voces antiguas de…

— ¿Cómo te fue en la reunión esa? —dijo mi padre haciéndome volver a la conversación.

—Padre, homenajeamos a Cernuda… ¡Qué poeta! Luces y brillos como los que alumbran su obra necesitamos que ahora alumbren a España. Creo que lo que allí dije no se acogió bien fuera de aquellas paredes: si apoyas el progreso, te persiguen hasta hundirte.

—Pero eso ya lo sabías de antes. ¿Te criticaron?

—No directamente, aunque me han llegado comentarios… Pero qué más da —quería finalizar ya el tema—. Los que sigan envarados publicarán un par de artículos contra mí en los periódicos y sufriré algún boicoteo… Nada más.

—Nada más, dices…

»Sentí la mano protectora de mi padre sobre el hombro. Le agradecí interiormente el gesto… Pero caigo en el pozo de la mentira si aseguro que pensé más en aquel abrazo: mi mente tomó alas y las batió inevitablemente sobre el velo del pensamiento. Noté dunas de recuerdos apartarse ante las batidas y bajo ellas descubrí a dos personas que habían invadido mi cabeza desde el desafortunado encuentro entre frías lápidas.

Amigos, amantes, competidores… ¿Qué eran Salvador y Luis?

»Me habían abandonado cual leproso para marchar juntos a París, compartiendo la magia de una ciudad históricamente esplendente. Casi ni recuerdo cuando recibí su última carta.

No sabía si Luis se lo impedía a Salvador, o si Salvador no quería comunicarse conmigo.

En los últimos años, Salvador y yo habíamos compartido excelentes momentos juntos; pero ahora algo se interponía entre nosotros.

»Él, que había sido siempre mi fiel confidente, mi amigo, mi apoyo; él, que sin decirlo con palabras pedía con los ojos el beso; él, que se sabía amado y me hacía sufrir unas veces por juego y otras por terror a lo inexplorado...

»Luis, el arrimado, el bruto, el consentido; con el que compartía miradas de envidia que se confundían a veces con el odio, él, que sabía que competíamos con distintas tácticas para conseguir un único objetivo, y que ambos ocultábamos ante todos aparentando una falsa cordialidad. Competíamos por saber quién era el mejor, por conseguir lo que él tanto decía aborrecer.

No era amor de hombre… el sexo no importaba. Era amor de Salvador.

»Él era el nexo entre los tres, pero esta vez el nexo había optado por acompañar a una subordinada y no era yo.

Capas de tela de noche vestían mi corazón de negro luto, y ni el cariño fraternal de un progenitor, que más merecía monumento que halagos, libraba mi alma de pesar.

«Alhambra, Mora y Cristiana…

Testigo de mi dolor,

recoge en paños de lino,

estas lágrimas de amor,

haz tus albercas estanque

y tórnalas en canción,

haz que en Granada se sepa

que me duele el corazón.»

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