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no comporta en modo alguno la espiritualidad última que, según sostienen algunos teóricos y artistas, permite a la obra de arte eludir al mismo tiempo un análisis coherente y una reflexión histórica. Ni tampoco, pese a lo que me tienta esta argumentación, puedo llegar tan lejos como Eliane Scarry para establecer cierta equivalencia entre amar la belleza del arte y ser justo. Al contrario, y como he sostenido en Cultura e imperialismo, lo más interesante de una gran obra es que genera más complejidad en lugar de menos, y se convierte con el tiempo en lo que Raymond Williams ha caracterizado como toda una red de notaciones culturales a menudo contradictorias. Hasta las novelas más hábilmente compuestas de, por ejemplo, Jane Austen, se afilian con las circunstancias de su época; esta es la razón por la que la autora hace referencia tan detallada a prácticas tan sórdidas como la esclavitud o las disputas por la propiedad. Sin embargo, es necesario reiterar que sus novelas no pueden reducirse jamás únicamente a un conjunto de fuerzas sociales, políticas, históricas y económicas, sino que, por el contrario, más bien guardan con ellas cierta relación dialéctica no resuelta: adoptan una posición que obviamente depende de la historia, pero que no se reduce a ella. Por nuestra parte debemos, en mi opinión, suponer que siempre sobreviene esa cualidad de la obra estética, sin la cual el tipo de humanismo al que me estoy refiriendo aquí no tiene en realidad ningún sentido esencial, sino tan solo un sentido instrumental. Se puede llamar a esto un peculiar tipo de credo o, como yo prefiero hacerlo, una convicción que nos acredita para la labor de construir la historia humana: desde mi punto de vista constituye el fundamento de la práctica humanística y, como ya he dicho, la presencia de lo estético demanda este tipo excepcional de lectura y recepción detenidas, cuya mejor formulación nos la proporcionó, creo, Leo Spitzer bajo la forma de una descripción filológica de una poderosísima claridad. Este proceso de recepción comporta lo que él describe como abrirse paso a la fuerza, mediante reiteradas lecturas, hacia la unidad de un autor, hacia su raíz espiritual. Spitzer expone que se debe exigir al académico-humanista-lector [88] que proceda en su trabajo desde la superficie hasta el «centro vital interno» de la obra de arte; que observe primero los detalles en el aspecto superficial de la obra particular (las «ideas» expresadas por el poeta no son otra cosa que uno de los rasgos superficiales en una obra artística); que agrupe después aquellos detalles y trate de integrarlos en un principio creador que pueda haber estado presente en el alma del artista; que, finalmente, intente un hábil ataque por la espalda sobre los otros grupos de sus observaciones, para comprobar, de este modo, si la «forma interna», que ha reconstruido por vía de ensayo, da razón del conjunto de la obra. El experimentador podrá, a buen seguro, después de tres o cuatro de estos «movimientos regresivos», percatarse de si ha dado con el centro vital, el sol del sistema planetario [que, según Spitzer, representa el principio compositivo de la obra] (19,32-33). Esto se produce realmente, afirma más adelante, cuando, en el acto de leer, vemos «un detalle que nos llama la atención junto con la convicción de que ese detalle guarda una relación fundamental con el conjunto de la obra artística» (27, 49). No hay garantía alguna de que la construcción de este vínculo sea correcta, ni tampoco demostración científica de que haya operado. Solo disponemos de la fe interior del humanista «en el poder otorgado a la mente humana de estudiarse a sí misma», así como cierta impresión perdurable de que en verdad vale la pena indagar sobre lo que hemos encontrado en la obra. De ello, por supuesto, no hay garantía alguna, sino solo una honda sensación subjetiva para la que no existe sucedáneo, manual práctico ni fuente autorizada alguna. Debemos tomar la decisión por nosotros mismos y asumir la responsabilidad de ella. Permítaseme continuar citando a Spitzer: ¡Cuántas veces, con toda mi experiencia teórica del método, experiencia que he ido acumulando a lo largo de los años, he permanecido, exactamente del mismo modo que cualquiera de mis alumnos principiantes, con los ojos fijos sobre una página que no quería entregarme su secreto! El único camino para salir de este estado de esterilidad es leer y releer, paciente y confiadamente, en un esfuerzo [89] por llegar a quedar calados, valga la expresión, por la atmósfera de la obra. Repentinamente, una palabra, un verso [o una combinación de palabras y versos], se destacan y sentimos que una corriente de afinidad se ha establecido ahora entre nosotros y el poema. Frecuentemente he comprobado que, a partir de este momento, con la ayuda de otras observaciones que se añaden a la primera, y de las experiencias anteriores de la aplicación del círculo filológico, y del refuerzo de las asociaciones proporcionadas por mi previa educación [...] [así como, añadiría yo, con los compromisos y hábitos previos que de hecho nos convierten en ciudadanos de la sociedad en la que vivimos, a un tiempo como miembros de ella y ajenos a la misma] no tarda en producirse aquella característica a modo de «sacudida interna», indicio seguro de que el detalle y el conjunto han hallado un común denominador, el cual nos da la etimología de la obra. Y, al volver la vista atrás en este proceso [...] vemos que de hecho leer es haber leído, y comprender quiere decir haber comprendido (27, 50-51). Lo que tiene de tautológica esta fascinante descripción de la lectura detenida es precisamente lo que, en mi opinión, es necesario enfatizar. Porque el proceso de lectura comienza y termina en el lector, y lo que hace posible la lectura es un acto irremisiblemente personal de compromiso con la lectura y la interpretación, ese gesto de recepción que incluye abrirse al texto y, lo que es igualmente importante, estar dispuesto a realizar afirmaciones fundadas sobre su sentido y sobre lo que podría añadirse al mismo. Se trata solo de vincular, como afirma E. M. Forster, una exigencia maravillosa a la cadena de afirmaciones y significados que nacen a raudales de la lectura detenida. Esto es lo que R. P Blackmur denomina «poner la literatura en funcionamiento». Y a lo que Emerson se refiere cuando dice que «cada mente particular debe aprender la lección por sí misma, debe recorrer todo el camino. No conocerá aquello que no vea, aquello que no viva». Es la evitación de este proceso de adoptar esta amistosa responsabilidad sobre la propia lectura lo que explica, en mi opinión, cierta [90] limitación catastrófica presente en esas variedades de lectura deconstuctiva derrideana que terminan (igual que empezaron) en indecibilidad e incertidumbre. Revelar las flaquezas y la vacilación de toda escritura es útil hasta cierto punto, exactamente igual que puede ser útil mostrar en otros lugares, siguiendo a Foucault, que en última instancia el conocimiento sirve al poder. Pero ambas alternativas aplazan durante demasiado tiempo realizar una declaración de que la realidad de la lectura es, ante todo, un acto de emancipación e ilustración humana quizá modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras de algo diferente del reduccionismo, el cinismo o el estéril «mantenerse al margen». Claro que cuando leemos, por ejemplo, un poema de John Ashbery o una novela de Flaubert, la atención hacia el texto es mucho más intensa y concentrada de lo que lo sería con un periódico o un artículo de una revista sobre política exterior o de defensa. Pero en ambos casos la atención en la lectura exige mantenerse vigilante y establecer relaciones que de otro modo quedan ocultas o ensombrecidas por un texto que, si se trata de un artículo que tenga que ver con decisiones políticas sobre si se debe declarar una guerra, por ejemplo, nos exige que como ciudadanos nos adentremos en él con responsabilidad y una escrupulosa atención. De lo contrario, ¿por qué molestarse? Por lo que respecta a lo que en último término son la ilustración y, sí, los propósitos emancipadores de la lectura detenida, me ocuparé de ellos enseguida. A nadie se le exige que emule al inimitable Spitzer ni, en ese sentido, a ese otro admirable filólogo que tuvo una influencia tan decisiva en nuestra lectura de los clásicos de Occidente en este país, Erich Auerbach (de cuya obra, Mimesis, me ocuparé en el capítulo siguiente). Pero es necesario darse cuenta de que la lectura detenida tiene que originarse tanto en la receptividad crítica como en cierta convicción de que, aun cuando una gran obra estética se resiste a la comprensión definitiva, hay posibilidad de ejercer una comprensión crítica que acaso no pueda ser nunca completa, pero que sin duda sí le puede afirmar de modo provisional. Constituye un tópico decir [91] que todas las lecturas están sometidas a posteriores relecturas, pero también es conveniente recordar que puede haber primeras lecturas heroicas que posibilitan hacer otras muchas lecturas posteriores. ¿Quién puede olvidar la explosión de riqueza que experimentamos al leer a Tolstói o escuchar a Wagner o a Armstrong? ¿Y cómo podemos olvidar en algún momento la sensación de cambio que como consecuencia de ello percibimos en nosotros mismos? Abordar grandes obras artísticas, experimentar la demoledora desorientación derivada de «elaborar» Ana Karenina, una misa luba o el Taj Mahal, supone cierta especie de heroísmo. Eso es lo propio, en mi opinión, del quehacer humanístico: percibir en el autor cierto heroísmo digno de que, aparte de los poetas, novelistas o dramaturgos, también los lectores quieran emularlo, admirarlo y aspirar a alcanzarlo. No es solo la obsesión lo que impulsa a Melville, por ejemplo, a igualar a Shakespeare y Milton; ni solo la obsesión lo que espolea a Robert Lowell a seguir el ejemplo de Eliot; ni solo la obsesión lo que impulsa a Stevens a superar la audacia de los simbolistas franceses; ni solo la obsesión de un crítico como el difunto lan Watt a ir más allá de Leavis y Richards. Claro que existe competitividad, pero también cierta admiración y entusiasmo por la labor que nos aguarda, y ninguna de ellas se verá satisfecha hasta que tomemos nuestra propia senda una vez que un gran predecesor ha marcado ya un camino con anterioridad. Se puede y se debe decir en gran medida lo mismo del heroísmo humanístico de permitirse a uno mismo experimentar la obra con parte de su impulso originario y de su poder conformador. No somos escritorzuelos ni humildes escribas, sino mentes cuyas acciones acaban formando parte de la historia humana colectiva que se construye a nuestro alrededor. En términos ideales, lo que preserva la honestidad del humanista es esta sensación de empresa común compartida con otros, una tarca que incorpora sus propias restricciones y su propia disciplina. Siempre me ha parecido ver un excelente paradigma de ello en la tradición islámica, tan desconocida entre los académicos eurocéntricos que están demasiado ocupados ensalzando algún ideal humanístico [92] occidental supuestamente exclusivo. Como el Corán es la palabra de Dios en el islam, resulta por tanto imposible comprenderlo jamás por completo, pese a lo cual se debe leer una y otra vez. Pero el hecho de que se trate de lenguaje convierte ya en un primer objeto de incumbencia de los lectores tratar de comprender su sentido literal, siendo profundamente conscientes de que otros antes que ellos han emprendido esa misma y sobrecogedora tarea. De modo que la presencia de los demás se presenta en forma de comunidad de testigos cuya disponibilidad para el lector contemporáneo se conserva bajo la forma de una cadena en la que cada testigo depende hasta cierto punto de un testigo anterior. Este sistema de lecturas interdependientes se denomina isnad. El objetivo común consiste en tratar de aproximarse al fundamento del texto, a su principio o usul, si bien siempre debe haber cierto componente de compromiso personal y esfuerzo adicional, que en árabe se denomina ijtihad. (Sin ciertos conocimientos de árabe, es difícil saber que ijihad se deriva de la misma raíz que la actualmente famosa palabra yihad, que no significa básicamente «guerra santa», sino que más bien remite a un esfuerzo en esencia espiritual en aras de alcanzar la verdad.) No debe sorprendernos que desde el siglo xiv se haya desarrollado una intensa polémica acerca del grado y los límites bajo los que es permisible la ijtihad. La perspectiva dogmática de las lecturas islámicas ortodoxas sostiene que Ibn-Taymiyya (1263-1328 de nuestra era) estaba en lo cierto, y que solo se debe seguir a los as-salaf al-salih (los piadosos precursores), cerrando con ello la puerta, por así decirlo, a la interpretación individual. Pero esto siempre se ha combatido, sobre todo desde el siglo xviii, y los defensores de la ijtihad no han sido en modo alguno derrotados. Al igual que sucede en otras tradiciones interpretativas religiosas, todos esos términos y sus sentidos admisibles han despertado una enorme controversia, y quizá yo corra el riesgo de simplificar o pasar por alto muchas de sus argumentaciones. Pero estoy en lo cierto cuando afirmo que en los límites de lo permisible de cualquier tentativa personal de comprender la estructura retórica y semántica de un texto se encuentran, en sentido estricto, las exigencias de la [93] jurisprudencia junto con, en términos más generales, las convenciones y el espíritu de una época. La ley, qanum, es lo que en la esfera pública gobierna o preside los actos de la iniciativa personal, aun cuando se garantice mínimamente cierta libertad de expresión. No se puede decir responsablemente lo que a uno le apetezca y del modo que uno desee decirlo. Este sentido de la responsabilidad de lo permisible no solo preside de manera abrumadora lo que Spitzer tiene que decir sobre la inducción filológica, sino que también establece los límites de lo que Emerson y Poirier nos ofrecen: los tres ejemplos que he aportado, el de la tradición árabe, el de la tradición hermenéutico-filológica y el del pragmatismo norteamericano, emplean diferentes términos para caracterizar algo como las convenciones, los marcos semánticos y comunidades sociales o incluso políticas que restringen en parte lo que de otro modo sería una actividad febril y descontrolada, que es lo que Swift parodia sin clemencia en Cuento de una barrica. Entre la verdadera promulgación de un compromiso riguroso con la lectura para buscar sentido —y no simplemente para hallar estructuras discursivas y prácticas textuales, lo cual no quiere decir que no sean importantes— y las exigencias de formular en qué medida ese sentido contribuye activamente a la ilustración y la emancipación, hay un considerable margen para el ejercicio de las energías humanísticas. Un estudio reciente de David Harían se lamenta con razón tanto en su contenido como en el título —The Degradation of American History— de la paulatina desaparición del rigor y el compromiso, tras lo cual concluye en un tono un tanto sentimental y a modo de excepción que Estados Unidos debería aprender de su propia historia; pero, en todo caso, su análisis de la actual situación de declive que atraviesa la producción académica constituye un diagnóstico ajustado. Sostiene que la influencia del antifundamentalismo, del análisis del discurso, de la automatización y gratuidad del relativismo, entre otras ortodoxias, ha desnaturalizado y restado mordiente a la misión del historiador. En mi opinión, gran parte de esto puede decirse también de la práctica literaria humanística, en la que un nuevo [94] dogmatismo ha aislado a algunos profesionales de la literatura no solo de la esfera pública, sino también de los demás profesionales que no emplean su misma jerga. Las alternativas parecen ahora un tanto empobrecedoras: o bien convertirse en un deconstructivista tecnocrático, un analista del discurso, un neohistoricista o algo similar, o retroceder hacia una especie de celebración nostálgica de cierta condición gloriosa del pasado asociada con lo que sentimentalmente se evoca con el humanismo. Lo que ha desaparecido por completo de la práctica humanística es cierto componente intelectual, en contraposición a |