Para la creación estratégica de nombres de marcas






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2.- El universo publicitario de la marca.

 

Afirmábamos con anterioridad que una de las manifestaciones detectables desde el punto de vista social es aquella que considera todo lo referido a la cultura corporativa como algo cotidiano. La personalidad de las empresas –su identidad-, su cultura organizacional –su filosofía, su misión, su visión- y la difusión del universo estimativo de los atributos o valores adheridos a una determinada corporación dentro del escenario virtual del mercado han venido considerándose, de un tiempo a esta parte, como las tres variables (identidad, cultura y comunicación) que conforman la noción de Imagen Corporativa: un principio de gestión de las empresas e instituciones que les permite representar unitariamente –de manera integrada- todos sus atributos o facultades competitivas en la mente de los públicos con los que se relacionan.[17]

Este principio, a pesar de que suele vincularse con la gestión estratégica de la imagen como activo empresarial (productos, servicios, mercado, estructura organizativa, sistemas de decisión, planificación, control, saber hacer tecnológico y comercial), no obstante participa de la carga polisémica que la palabra “imagen” comporta. Por lo tanto, no es de extrañar que la imagen corporativa suela asociarse, desde un punto de vista conceptual y sígnico, con los mecanismos de identificación, “señalación” y transmisión de los valores inherentes de la empresa, todo ello concretado en la simbolización de dichos atributos en una solución bidimensional (lingüística e icónica) como es la “marca”.

Según la descripción contemplada en el marco jurídico del Registro de Patentes y Marcas, una marca es un signo que sirve como rasgo distintivo de un producto o servicio en el mercado. La marca provee la capacidad de identificar o asociar un producto o un servicio a una forma o medio diferente a otras. Algunos ejemplos de signos que pueden ser utilizados como marcas son: dibujos, emblemas, palabras, nombres, letras, números, frases, sonidos, colores y formas, entre otros. Estos pueden utilizarse individualmente o combinarse para constituir una marca.

La principal función de las marcas no ha variado mucho a través del tiempo. Esta, como es bien sabido, era fundamentalmente "el marcaje" de aquellos productos naturales o manufacturados por la artesanía o la industria que interviene en la actividad comercial. El empleo de las marcas proviene del siglo V antes de Cristo. Según nos refiere Joan Costa[18], los artesanos y los mercaderes imprimían sus marcas sobre los artículos para controlar la mercancía y evitar su robo. Los descubrimientos arqueológicos romanos han sacado a la luz más de seis mil marcas de alfareros -"sigilla"- y asimismo las marcas de las ánforas -envase para transportar y conservar aceite, vino, ungüentos, salsas y otros productos- descubiertas en Irlanda, España o Suecia son pruebas palpables de la importancia de la marca como “señal” mercantil de las relaciones comerciales en la época del Imperio Romano. No obstante, su función era como adelantábamos la de impedir robos y controlar los envases. Su menester no era la atracción o aproximación de una clientela, tal como ejerce la moderna marca en nuestra sociedad de consumo. Pero ambas han tenido y tienen la misión de informar acerca de su origen. Contrariamente, ello ha sido el motivo por el cual excepcionalmente la marca ha ejercido en los primeros tiempos de su aparición una cierta fuerza de atracción. Lo demuestra la falsificación de ciertos sellos de ánforas de vino para hacer pasar un producto por otro. Para Costa, el origen de la marca comercial con un significado similar al actual parte de la Edad Media, debido principalmente al surgimiento del sistema corporativo que genera la creación de los gremios artesanales. Era una exigencia reglamentaria de la organización la marca corporativa o marca colectiva que identificara a todos los productos de una misma asociación gremial. El reconocimiento del producto evitaba que los artesanos de un gremio invadieran las competencias de otros grupos profesionales –por ejemplo los artesanos de la corporación de sastres frente a los de pasamanería. Actuaba como firma del fabricante; informaba de su origen, lo que permitía tomar medidas contra el artesano, si su producto estaba defectuoso o si aquel había quebrantado alguna cláusula de su reglamento. Lo normal es que el producto llevara varios sellos de todos los artesanos que habían participado en el resultado físico final: por ejemplo, un ánfora de vino llevaba el sello del alfarero, del bodeguero y del mercader que lo comercializaba. De esta manera, la marca también servía para garantizar al consumidor la calidad, tanto del material como de la fabricación de los productos.

Durante el siglo XVI desaparecen los gremios y se implanta un sistema de libre comercio y libre competencia. La marca no es protegida y se cometen continuamente abusos con la falsificación de ellas. Existen dos concepciones de la marca: una corporativa que pretende cubrir los derechos del estado y de los consumidores a partir de un control de la producción y su calidad; y una concepción liberal que defendería más los intereses del comerciante o fabricante titular de la marca.

El desarrollo decisivo de la marca propiamente dicha como signo básico de identidad corporativa llegaría de la mano de los procesos de industrialización occidentales, en concreto de la segunda revolución industrial, con la producción seriada y la producción masiva. Con el desarrollo de la imprenta se inaugura de hecho la difusión masiva de los mensajes corporativos que ahora acompañarían simultáneamente al producto, constituyendo su entorno gráfico. En la misma medida que la difusión por imágenes se masifica, se crea un nuevo universo de la marca, que ya no es algo material como antaño, sino todo un sistema que gira entorno al hecho primario del marcaje impregnándolo y trascendiéndolo. El marcaje sobrepasa al producto que le diera origen y ahora se marca la fábrica, los vehículos de reparto, los impresos administrativos, etcétera.[19] Hemos pasado, pues, a una situación donde la marca constituye el sistema primario de comunicación de las empresas, un sistema sígnico encargado de transmitir a los universos paralelos y circundantes todos los rasgos de la personalidad de la corporación; la marca se ha convertido en una auténtica “seña de identidad” al servicio de la imagen -corporativa- de la empresa.

Hemos visto cómo, en origen, la marca no tenía las implicaciones de carácter comunicativo que posteriormente ha conseguido. La identificación de determinados objetos con determinados signos (marcaje) ha dejado paso a una nueva realidad semiótica: ahora, la marca “se integra en la propia personalidad del consumidor, llegando a ser una seña de identidad en sus actuaciones”[20]. González Martín se refiere a esta manifestación, fruto de la postmodernidad, con la palabra marquismo, frente a la noción física del marcaje. Considera, por tanto, que el “marquismo” es una forma de señalación del consumidor más que del producto, en clara consonancia con los planteamientos estratégicos y mercadotécnicos que consideran al consumidor como el principal objetivo, tanto desde el punto de vista mercantil como estrictamente comunicacional.

Marcaje y marquismo, traducen –además de dos momentos evolutivos en la historia de los signos de identidad- la evidencia de dos niveles coetáneos; dos planos simultáneos dentro de la mecánica semiocultural donde dichos signos de identidad aparecen como algo más que meros códigos aislados, es decir, como ejes vertebradores de toda la relación dialógica entre productores e interpretantes de sentido en el marco corporativo cotidiano (consumo de marcas). Si con el marcaje evidenciamos lo primigenio, el acto de sellar, señalar y apelar al origen, a la fabricación del objeto, a su nominación, el marquismo viene a corroborar cómo esos mismos signos logran insertarse dentro del contexto comunicativo, embebiéndose de él y convirtiéndose -más allá de elementos de señalización y reclamo, aunque siempre teniendo en cuenta que lo son- en auténticos discursos semióticos, sociales y culturales. Por lo tanto, nosotros preferimos englobar la noción de marcaje y marquismo bajo el paragüas de la “corporatividad” –que no corporativismo- como fenómeno actual, esto es, evidenciando la existencia de un sistema de normas, reglas y hábitos que rige la cotidianeidad basado en la nominación y la identificación, el tránsito de valores y atributos, y todo ello pivotando en torno a las marcas como “productos” de consumo cultural. La dicha “corporatividad” aparece en nuestra sociedad como un elemento de cohesión grupal y, por ende, como un elemento de comunicación axial. Un aporte de carga invisible que incorporan todas las marcas existentes en el mercado en su proceso de “calado” social (a través de variables sígnicas latentes, salientes y pregnantes[21]) y en su interacción con otras marcas dentro de ese campo virtual de operaciones que se ha dado en llamar “mercado”.

La evolución de la marca por la senda de la corporatividad –esto es, por la senda de la cohesión y la pregnancia sociocultural, de la adhesión de públicos partidarios- es la misma evolución de la publicidad que, basándose primero en el producto –en sus características, en su beneficio básico (físico o emocional), en sus ventajas diferenciales– experimentó el salto desde la referencialidad hacia la estructuralidad, cuyo fin último es la imagen de la marca y no su referente. Esta concepción, puesta de manifiesto entre otros autores por A. Caro -ya apuntada e iniciada varias décadas antes por el célebre publicitario norteamericano David Ogilvy de una manera activa en el terreno profesional[22]-, implica, por tanto, que “el objetivo de la vigente publicidad no consiste en anunciar productos sino en significar marcas, ello se produce al precio de una progresiva separación entre marca y producto, desde el momento que la creciente competencia entre marcas impide en casi todos los casos exclusivizar una ventaja del producto y en la medida también que, en esta sociedad de simulacros en que vivimos, la entidad meramente sígnica de la marca necesita cada vez menos la realidad antecedente del producto”.[23]

Como síntesis podemos concluir –suscribiendo las palabras de González Martín- que “la marca no sólo se independiza del producto, sino también del propio fabricante, teniendo la posibilidad de cumplir (...) una serie de funciones comunicativas, mercadotécnicas y comerciales a través de la imagen de marca. De esta manera es como surge el marquismo [nosotros introducimos la noción de corporatividad, para designar el fenómeno global de la percepción y asunción de la marca como elemento de cohesión social, con una alta dosis emocional], donde la marca es una presencia permanente [un constructo pregnante], que suscita simpatías y entusiasmos, que aporta diversión y entretenimiento, que patrocina ocio y cultura”[24].

 

3.- La nominación publicitaria.

Las reflexiones vertidas hasta ahora nos hacen ver la marca como un activo intangible a través del cual las corporaciones interactúan dentro del mercado, posicionando sus intereses económicos en virtud de la proyección de un amplio espectro de valores y atributos sensibles y emocionales hacia un escenario de intercambio mercantil. De fondo, quizás, se encuentre un fenómeno de “humanización” de la cultura empresarial e institucional, como mejor camino para convertir las organizaciones en “corpora” que reclaman su necesaria parte “anímica” (asociable dicha “alma” con la identidad, la personalidad y cultura corporativas), como es de suponer en esas extensiones humanas que son las corporaciones (recordemos la etimología de ‘corporación’<corpus ‘cuerpo’), fundadas a imagen y semejanza de sus mortales creadores, por lo tanto susceptibles de heredar sus mismas virtudes y defectos, sobre todo –y antes que nada- sus procelosas ansias de trascendencia.

Pero lejos de esa consideración economicista y organizativa, la marca –y esa es una tesis que hemos defendido desde el principio- actúa además como un motor semiótico múltiple: “una singular conjunción heterogénea de palabras, símbolos, diseños, colores, sonidos y conceptos que disparan asociaciones significativas con las necesidades, las experiencias, las expectativas, los deseos y aun los sueños de los receptores. En este sentido, hace rato que las marcas dejaron de ser un artículo comercial para convertirse en un artículo comunicacional, un fenómeno significativo y un reservorio simbólico”.[25]

La marca –en el contexto actual– aparece, pues, como una construcción cultural cuya significación específica se determina por el uso que le dan los distintos actantes sociales que participan de ella, en tanto públicos receptores, interpretantes y finalmente consumidores de unos valores y atributos debidamente codificados y encapsulados en ella. Para lograr su fin, la marca consigue elevar al rango de significación una suma diversa de experiencias, sensaciones y estimaciones, apropiándose de ellas y devolviéndolas al contexto sociocultural -donde han sido halladas, seleccionadas y consensuadas- en forma de mensajes exultativos que remiten inequívocamente a su propio estatuto de signo asociado a una realidad corporativa.

Para conseguir que dicho ejercicio se lleve a cabo, la marca debe recorrer previamente tres grandes etapas de perfeccionamiento, las cuales han sido puestas de manifiesto en más de una ocasión por la semiótica como ciencia encargada de estudiar los procedimientos de creación, atribución y comunicación que se sitúan sobre las estrategias de actuación, significación e intercambio sociocultural.

George Péninou en su clásico trabajo, “Semiótica de la publicidad”[26], estableció que todo manifiesto publicitario debe materializar tres funciones básicas: la denominación, la predicación y la exaltación constituyen los tres actos publicitarios fundamentales asociados a la dinámica genética de la creación de condiciones comunicativas óptimas para que se produzca esa manifestación de “semiosis” conocida con el nombre de publicidad, cuyo cometido no es otro que “conferir una identidad a través de un nombre, asentar una personalidad a través de una gama de atributos y garantizar una promoción a través de una celebración del nombre y el carácter”.[27]

De esos tres “momentos”, vamos a abundar en el primero de ellos: en el acto mismo de la nominación; en el fenómeno de otorgar un nombre que sirva para “marcar” una determinada identidad de uso publicitario y de consumo cultural.

Aunque este proceso de nominación (de ‘nombramiento’) dentro de un universo simbólico de consumo puede considerarse –y así lo hemos puesto de manifiesto con anterioridad- como un fenómeno abarcable propiamente desde su dimensión mercantil (la marca como elemento de conquista de los mercados, como activo empresarial traducible en términos crematísticos, como representación de la propiedad y la posesión de bienes), son muchos quienes defienden –entre los que nos incluimos– que la función nominativa de la marca no acaba en el plano transaccional y económico, sino más bien encuentra su justificación última en su naturaleza lingüística. Decía Péninou que “la marca, antes de ser un concepto económico, es un concepto lingüístico de discriminación”,[28] cosa lógica si vinculamos la marca con la acción de nominar y su resultado con las funciones del nombre propio.

La parte lingüística de la marca, (esto es, el logotipo[29]) denomina, identifica e individualiza. Al igual que el nombre propio es “pura designación, pura virtualidad denominativa”. Además, la marca en tanto elemento lingüístico se ve sometido a procesos de lexicalización –de perdida de su capacidad nominadora específica e inequívoca- tal y como ocurre con los elementos verbales de uso lingüístico común (pensemos en los casos de marcas específicas que han extendido su denominación a un universo de referencia que sobrepasa los límites para los que fueron creadas: Kleenex, Danone, Aspirina, etc.).[30]

Veamos a continuación cuál es el alcance real de la nominación publicitaria como dispositivo de expresión interconectado con los contextos socioculturales donde se manifiesta la creación y atribución nominal y sígnica.

En el año 1975, Christian Metz lamentaba la imposibilidad de establecer correlaciones precisas entre la percepción de los objetos en una sociedad y las estructuras fonológicas o gramaticales de la lengua correspondiente: “no se ha podido hasta ahora poner en relación de manera convincente los sistemas fonológicos o sintácticos con las estructuras sociales, y es a través de esos dos sistemas que la lengua conserva por el momento esta fuerte autonomía relativa con relación a otras instituciones, allí se funda la existencia misma de la lingüística en tanto que disciplina distinta de la sociología (pero formando parte de la ciencias sociales, ya que la lengua es una institución)”. No obstante, reconocía Metz que “de todos los sectores internos de la lengua es (...) el léxico quien aporta el material más importante y más inmediatamente explotable para todos aquellos que quieren fundar una sociolingüística [-en clara alusión a los trabajos de William Labov y la escuela variacionista-]; es claro que las palabras están ligadas a la civilización (y entre otras a la vista) en un circuito más corto y más directo que los fonemas o las reglas gramaticales. Además el léxico es la únicaparte de la lengua que ejerce inmediatamente la función de nominación, es decir, enumera los objetos del mundo y les da un nombre; la dimensión referencial que caracteriza el lenguaje en su totalidad, aparece únicamente de manera directa en el léxico”. [31]

La imposibilidad de establecer un vínculo directo y funcional entre las estructuras gramaticales de la lengua –o las lenguas- y el sistema de lo social parece que en la actualidad ha de ser vuelto a replantear en toda su dimensión. Si profundizamos en el ámbito de las ciencias sociales y buceamos aún más en la dimensión comunicativa, veremos que disciplinas como la comunicación publicitaria han conseguido poner de manifiesto la estrecha relación de carácter instrumental existente entre dichas estructuras lingüísticas y las propias del entramado semiótico y social. Toda la producción, circulación y consumo cultural de “productos” y “servicios” publicitarios se establece –en su mayor parte- precisamente en torno a significantes lingüísticos[32] y a referentes cuya naturaleza se ha transformado de física-objetual en simulada. Las marcas son ahora los objetos, las simulaciones de los mismos y, en tanto productos de consumo cultural, en ellas podemos encontrar toda una esfera de nominaciones cuya fuerza reside en la conjunción, no sólo de los contenidos léxicos sino –y sobre todo- de las formas significantes que aportan, desde la creatividad textual publicitaria y a través de su intervención sobre el contexto social, la posibilidad de abrir un universo taxonómico de “dichos” y “decires” hipervisibles a propósito de las realidades que tienen que identificar, logrando distribuirlas –algunas con más éxito que otras- por los distintos puestos del ranking de preferencias de la sociedad como gran receptora comunicativa y cultural.

La denominación, la predicación y la exaltación publicitarias son procesos funcionales de ubicación, de colocación de entidades lingüísticas (las marcas en tanto constructos verbales) dentro de un circuito de relaciones semióticas y socioculturales paralelas al fenómeno perceptivo de la visión, por lo que es lógico pensar que por encima de ellas hemos de situar el fenómeno de la “nominación”. Nominar forma parte de la instancia previa y estratégica de la enunciación cultural y, por ende, consensuada semióticamente dentro de un sistema de interrelaciones, como el planteado por el modelo de la comunicación publicitaria; por lo tanto, implica aproximar los parámetros del mundo posible a los dispositivos de la lengua y viceversa, de tal manera que la lengua se convierte en glosa de la realidad visible -de los objetos, de los productos, de los servicios, de sus imágenes, de sus representaciones gráficas icónicas y simbólicas-, explicándola, explicitándola. En cierto modo “hablar de la imagen” es “hablar la imagen”. La nominación remata la percepción en tanto que la traduce; de esa forma, “una percepción insuficientemente verbalizable no es plenamente una percepción, en el sentido social del término”.[33]

Ese carácter estratégico-enunciativo y ese talante de la lengua como dispositivo verbalizador de la visibilidad, de lo perceptible, tiene perfecto acomodo dentro de la lógica productiva de las marcas como nombres en busca de una identidad y capaces de “decir la imagen” a la que se asocian, en tanto referente inmediato de su capacidad nominadora.

A continuación vamos a intentar analizar algunos casos de “nominación” dentro del ámbito publicitario-corporativo. Nos referiremos a ellos como procesos semionomasiológicos por un doble motivo: mediante la referencia semio- pretendemos poner de manifiesto la doble vertiente social y cultural presente en el contexto operacional de la comunicación y del sentido de la marca como moneda de cambio y plano guía para ubicar las valoraciones y estimaciones de los públicos receptores dentro de los parámetros propiamente publicitarios y corporativos, por su parte, al mencionar expresamente la onomasiología queremos dejar patente la huella verbal de las marcas, antes que nada “palabras” y, en consecuencia, elementos lingüísticos que operan ateniéndose a unas reglas establecidas por los códigos de la lengua, sobre todo a la hora de apelar a su origen y procedencia y a la conformación de sus vínculos de significado, sobre todo, de naturaleza traslaticia, descriptiva, asociativa o valorativa.

 
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