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La nominación publicitaria. Procesos semionomasiológicos para la creación estratégica de nombres de marcas

César San Nicolás Romera

(Universidad Católica San Antonio)

 

"La publicidad, ante todo, es un gran baptisterio donde las producciones más dispares salidas de progenitores innumerables esperan el sello de una identidad”.

George Péninou

 

1.- Publicidad, comunicación y cultura.

 

Que la publicidad ostente el rango de fenómeno comunicativo parece ser un axioma que todo el mundo acepta. Sin embargo, en lo que no todo el mundo parece estar de acuerdo es en la dimensión semántica y epistemológica de la publicidad como sistema de comunicación y, sobre todo, en la delimitación conceptual entre el plano eminentemente técnico -comercial o mercadotécnico- y el ámbito fractal, múltiple y ramificado de lo publicitario como fenómeno cultural.

Para J. A. González Martín, la publicidad influye cualitativa y decididamente en toda nuestra cultura, ya que el conjunto de manifestaciones comunicativas y culturales adoptan el estilo publicitario; precisan, pues, de la eficacia comunicativa que la publicidad les brinda: “la solicitud constante hacia el receptor que muestran los mensajes publicitarios a través de implicaciones y primeros planos, las posibilidades comunicativas que da su naturaleza sincrética, la concentración argumental sobre unas cuantas ideas muy básicas, el carácter narrativamente cerrado de cada anuncio y el uso de contenidos superaceptados por la audiencia, que remiten a los estereotipos realmente dominantes, hacen de la publicidad un sistema de comunicación inmediato, que trata de decir lo máximo en el mínimo tiempo y en el mínimo espacio”. En ese sentido –añade-, “nunca el hombre tuvo un ámbito cultural tan amplio, pero jamás estuvo tan perdido entre tantos conocimientos. Dentro de este general desconcierto, la publicidad y el consumo funcionan con unos objetivos comunicativos precisos, que les permiten sacar beneficios de una sociedad cuya identidad cultural está en crisis”[1].

Si entendemos la «cultura» “como un conjunto de normas, símbolos, mitos e imágenes que son asumidos por el individuo y determinan sus sentimientos e instintos”[2], la publicidad formaría parte de una “cultura” de masas, en tanto práctica “industrial” que estandariza la creación de sentidos culturales a través de la prolongación de las técnicas de producción, circulación y consumo de marcas y mensajes, en un camino hacia la mercantilización de las experiencias expresivas de unos colectivos sociales. Desde ese punto de vista, la publicidad puede considerarse como una forma de “producción industrializada de la realidad, un espacio de socialización de las pautas culturales dominantes (...). La publicidad busca, en última instancia, influir, determinar y dirigir la conducta y representaciones sociales de los públicos, convertidos en consumidores, a través de la referencia artificial que integra en los productos valores, atributos y caracteres simbólicos, planificados por los técnicos y especialistas en virtud de los objetivos predeterminados por los anunciantes”.[3]

Que la publicidad sea una práctica profesional tampoco es una noción que admita vuelta de hoja. No obstante, lo que sí crea cierta controversia es admitir que la publicidad –pese a que aún no haya adquirido rango de ciencia-, en tanto disciplina académica, sea susceptible de analizarse, abordarse y estudiarse desde el punto de vista de sus propios contextos de actuación y desde su capacidad de producción cultural y no como mero artefacto técnico al servicio de propósitos mercantiles; en cierto modo, teniendo más en cuenta su dimensión cosmogónica y gnoseológica, lo cual determinaría y consolidaría su talante de disciplina sistémica en detrimento de su carácter de acontecimiento opinable. Juan Benavides, de alguna manera, viene a expresarlo en los siguientes términos:

 

"Detrás de cualquier actividad humana existe todo un gran sistema de opciones –de conceptos, que no siempre se manifiestan, pero que constituyen y tienen que ver con la organización del conocimiento. En definitiva, la comunicación produce y es expresión de conocimiento, y su investigación debe desvelar las nuevas formas de cultura donde, en la actualidad, se expresa la publicidad. Esta distinción tan sencilla entre lo que se sabe y lo que se hace, encierra, a mi juicio, uno de los grandes problemas de los docentes y profesionales de la comunicación. El “saber” se traslada a la práctica y aquellos olvidan, -incluso ignoran-, con descaro las consecuencias teóricas de su propio quehacer  (...). Desde el contexto de estas reflexiones, resulta evidente la necesidad de formular, en la medida de lo posible, aquellos problemas que vienen emergiendo en el seno de una sociedad de la comunicación, que se está quedando, progresivamente, sin campos de expresión, donde poder articular y hacer comprensible la experiencia de los individuos y los grupos"[4].

 

Considerando dicho carácter disciplinar, la publicidad se nos muestra como un “campo de expresión”, como un universo significante, que es regido por sus propias normas de uso y por sus propios estatutos comunicativos. Establece su propio marco teórico y cuasicientífico, sus genuinas diferencias específicas, al modo y manera como un dialecto, con respecto a una lengua general, dispone de su propio subsistema de códigos de expresión de naturaleza fónica y léxica, aunque no llegue a consolidarse como proyecto lingüístico superior, al carecer de un paradigma exclusivo y diferenciador. De igual forma, la publicidad, sin ser ciencia, sí que estructura sus propios cometidos epistemológicos, buscando la anuencia de otras ciencias y disciplinas aplicadas al ámbito de lo social y lo cultural, tales como la Lingüística, la Psicología, la Sociología o la Antropología.

Además, la publicidad puede considerarse como una disciplina ejecutiva –de acción, de guerrilla- dominada por dos grandes frentes: el lado estratégico y el lado expresivo.

Desde ambos puntos de vista, la publicidad resume a la perfección determinados modos de comunicar que corren, quizás, con una mayor relación de paralelismo al mundo de lo social, funcionando en la mayoría de las ocasiones como un elemento “atractor” –en clave caológica- que actúa desde fuera del sistema de la realidad –y por lo tanto desde el lado de la simulación y lo imaginario- incidiendo contundentemente en el plano de la conducta y los comportamientos, e incluso en el plano de la ideología. De igual manera que ejerce sus influencias en el ámbito social, desde el punto de vista mediático, la publicidad es responsable de haber extendido sus modos y procedimientos –sus estrategias y expresiones- al ámbito cultural. “La dicha actividad publicitaria se ha convertido –quizá por su efectividad y economía de medios- en una forma de utilizar el lenguaje, que no sólo sirve para comunicar informaciones, sino que, también, es utilizada por los receptores-consumidores como un soporte para la expresión y legitimación de su conducta diaria. Estas palabras quieren decir (...) que la publicidad no sólo vende productos o desarrolla la imagen de una marca, sino que contribuye a organizar de manera coherente (comprensible) para los individuos y los grupos, los fenómenos (hechos, circunstancias) que aparecen en los espacios de su vida cotidiana”[5]. Podemos afirmar, por tanto, que esos espacios de la vida cotidiana constituyen “lugares” de cultura publicitaria, en tanto éstos se encuentran diluidos en la mentalidad colectiva de la sociedad; esto es, de alguna forma implícitos y explícitos, de naturaleza endógena y exógena, porque -como hemos expresado en alguna ocasión- parece pertinente hablar de un doble movimiento de ida y vuelta, en la interacción y creación de discursos publicitarios, reflejo éstos de la realidad social donde se enmarcan y, a su vez, relatos culturales entresacados de dichos colectivos sociales de referencia y destino comunicativo. La publicidad, en tanto entramado creador de “una cultura de naturaleza audiovisual”, es responsable, en parte, de la materialización de las nuevas formas de relaciones entre el conocimiento de la realidad a través de “imágenes” y la puesta en común de este tipo de experiencias desde el punto de vista social. Y en la construcción de esa cultura de naturaleza audiovisual, cabe matizar que, no sólo se vería involucrada la comunicación publicitaria, sino también la comunicación informativo-periodística en su sentido más amplio, ya que puede hablarse de que ésta última ha experimentado un salto desde el punto de vista objetual hacia el lado persuasivo y lúdico, prescindiendo en parte de sus vínculos fiduciarios con el receptor, embebiéndose de lleno, por tanto, de los modos retóricos de representación –estratégicos y expresivos- de los “imaginarios” propuestos por la mecánica publicitaria, en tanto éstos les son propios y en modo alguno ajenos.

 Por lo tanto, asistimos a una ruptura de una lógica de lo real, de la referencialidad, “triunfa la ambigüedad y el individuo no es capaz de valorar el entorno que le rodea, sino de forma abstracta y general, y siempre a partir de la construcción ficticia (simulacro), que deriva de los propios medios. En definitiva, la publicidad contribuye a construir una forma de cultura donde conviven lógicas contrapuestas y, a través de ellas, los grupos sociales legitiman la homogeneidad del espectáculo audiovisual que rodea a todos los sujetos en la sociedad contemporánea”[6].

Las condiciones de este paradigma nos hacen ver, por lo tanto, cómo la vida del ciudadano de a pie se ve alterada e invadida por procesos eminentemente lúdicos y persuasivos, territorios éstos propios de la comunicación publicitaria, como ya afirmamos anteriormente. De alguna manera, “cada vez que éste se comunica parece que habla menos de lo que hay, en la medida en que se expresa a través (o desde) anuncios, imágenes y ficciones que intercambia sin cesar (quizá, el problema radica en que el sujeto describe la imagen y no se limita a contemplar). Este conjunto de “ficciones” son, en parte, producto de la colonización que ha sufrido la esfera privada (y pública) por parte del lenguaje mediático y de la racionalidad publicitaria”[7].

El fenómeno publicitario se nos muestra, pues, como un objeto de estudio plurifacético. De alguna forma, la multiplicidad de enfoques (lingüístico, psicológico, semiótico, retórico, fenomenológico, sociológico...) desde los que ha venido abordándose ha puesto de manifiesto –como hemos visto- su carácter de acontecimiento expresivo vinculado al ámbito de lo cultural, lo comunicativo y lo social, en tanto manifestación configuradora de espacios comunes de sentido[8].

Por lo tanto -y en un sentido estricto- hablar de publicidad es hacerlo de “un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer en ella, por un lado, una lógica social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, en cuanto experiencia de mediación comunicativa, la publicidad debe ser considerada como un importante factor de socialización y representación cultural”[9].

La comunicación, considerada en sentido general, implicaría “un intercambio de mensajes entre dos o más sistemas en interacción que, partiendo de algo en común, al menos un repertorio de señales y un contexto, afectan directamente a sus respectivos estados. Comunicación, por tanto, es cualquier intercambio informativo que se establezca entre sistemas relacionados; este intercambio, en sentido laxo, no puede ser más que energético”[10].

La publicidad, en tanto manifestación que implica un trasvase comunicativo, ha de presuponer un proceso de significación subyacente donde no basta constatar la existencia de un transporte, sino que es preciso que dicho tránsito se vea mediado y modulado para que pueda erigirse en sistema de comunicación[11].

Si hemos afirmado anteriormente que a la publicidad hay que atribuirle la capacidad de conformar una cultura cotidiana de naturaleza audiovisual, también es cierto que, como actividad comunicativa, sus facultades generadoras de sentido encuentran su raíz dentro del ámbito funcional de un sistema semiótico global que alberga un marco de mediación de naturaleza sociocultural. Veamos, a continuación, el funcionamiento de esa dinámica semiosociocultural a partir del siguiente esquema: (fuente: González Martín, 1982, p: 18 y elaboración propia)
 

Como indicábamos, la comunicación publicitaria aparecería presidida por un sistema semiótico (un universo significante) y enmarcada en un sistema sociocultural. A su vez, existiría un intercambio entre emisor y receptor fundamentado en: el flujo de información (i), la transmisión de carga persuasiva (p) y el trasvase de elementos lúdicos, de entretenimiento (e).

El esquema viene a evidenciar cómo ha de suponerse la existencia de un espacio semiótico circundante que alberga las condiciones necesarias para el establecimiento de toda suerte de relaciones de naturaleza simbólica, al modo y manera como estipuló Lotman la noción de “semiosfera”: “La semiosfera es el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia misma de la semiosis”[12]; o expresado en otros términos: “imaginemos una sala de museo en la que están expuestos objetos pertenecientes a siglos diversos, inscripciones en lenguas notas e ignotas, instrucciones para descifrarlas, un texto explicativo redactado por los organizadores, los esquemas de itinerarios para la visita de la exposición, las reglas de comportamiento para los visitantes. Si colocamos también a los visitantes con sus mundos semióticos, tendremos algo que recordará el cuadro de la semiosfera”.[13]

El planteamiento de esta dimensión significante abre además toda una lógica del análisis y la interpretación de los fenómenos comunicativos en ella insertos. De alguna manera es lo que ha sido puesto en evidencia desde la semiótica al postular la investigación del sistema de relaciones que forman las variables e invariables (los signos sistémicos y extrasistémicos) a la hora de producir sentidos asimilables socialmente; esto es, al plantear la evidencia de que los signos no toman su valor más que en y por sus contextos, y que es “bajo ellos” donde hemos de situar los escenarios donde se manifiestan las estrategias comunicativas de la dinámica interactuante entre la emisión, la recepción y su mediación sociocultural. [14]

Por lo tanto, desde el prisma de la comunicación publicitaria como sistema de relaciones semióticas, concretadas en la intervención directa de la esfera sociocultural sobre el tránsito energético entre emisor y receptor, podemos estipular que las manifestaciones cotidianas de esa cultura productora de sentido alcanzan su punto culminante en aquellos procesos persuasivos que tienen como misión mover a la acción al destinatario; “hacerle ver/notar”, “hacerle creer/sentir” y finalmente “hacerle hacer”. Desde esa óptica tripartita, el discurso publicitario es un relato de carácter cotidiano y, como tal, asimila de una manera ágil y sincrética (a través de los vínculos texto+imagen) todas las formas de “visibilización” de la cultura (las reglas, el saber común, los hábitos...). La “opinión publicitada” se convierte así en materia de “opinión pública” y, paralelamente a ella, adquieren carácter “opinable” todas aquellas cuestiones relacionadas con la elaboración de imágenes, símbolos e iconos cuya finalidad no es otra que servir de soporte de una cultura corporativa que, ahora, excede el propio frente de las empresas e instituciones y sus públicos. “El carácter cotidiano que adquiere la publicidad en nuestro tiempo ha transformado así la cultura corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno, resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes publicitarios, menos somos conscientes de su poder y de los efectos que condicionan nuestro comportamiento”.[15]

Desde su siempre visión crítica y apocalíptica, Jean Baudrillard afirmaba en su ensayo “Lo otro por sí mismo”(1988) que: "la publicidad, en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y estático de los objetos y del consumo, sino el efecto de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación”.

Aún cuando la propuesta de Baudrillard no ha de ser considerada como una demostración, sino más bien como una metáfora crítica del desmoronamiento de la civilización occidental, esto es, como la escenificación narrada del advenimiento de un nuevo orden significante basado en la pérdida de la referencialidad simbólica tradicional por parte de la cultura para dar paso a una “semiurgia” o contexto de manipulación generalizada de los signos[16], su opinión sigue siendo oportuna para validar las condiciones de los mecanismos comunicativos como consecuencias –lógicas e ilógicas- de las nuevas relaciones entre la cultura cotidiano-mediática, la publicidad como versión sublimada e hipervisible del espectáculo cultural –la mostración de hábitos, pautas y normas de consenso- y el cuestionamiento del ser social de la masa, para dar paso a un espacio dominado por la aparente conexión informativa –la Sociedad de la Información, del Conocimiento- y por los flujos transculturales. No obstante, esa aparente interconexión daría paso a una lógica sociocomunicativa cuyo correlato real se parece más a la visión mutante y matricial de un “desierto”, de una “era del vacío”, donde lo social es ahora –en sentido literal- la suma descontextualizada de numerosas individualidades residuales, simuladamente conectadas en red pero efectivamente desvinculadas y ancladas en el plano de la representación mediada a través de “pantallas” reales o metafóricas, en una concepción del mundo como gran sala de los espejos: “grandes almacenes/grandes pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio público, sino gigantescos espacios de circulación, de ventilación, de conexión efímera", tal y como estipulara Baudrillard.

Conectemos esta última cuestión de la “espectacularidad/especularidad” (casa de espejos) con el fenómeno publicitario de la transmisión de la esencia corporativa de las empresas y sus productos hacia la sociedad a través de las manifestaciones conocidas como marcas. Las marcas son signos portadores de valores y atribuciones, de carga conceptual y cultural; signos que, creados –en origen– para identificar y actuar de guía visible en un mundo presidido por los objetos, se convierten en sí mismos en los “nuevos objetos” virtuales de consumo, pasando a evidenciarse como pequeños relatos semióticos insertos de lleno en los contextos socioculturales de emisores y destinatarios. En dichos signos continuará presente el componente primitivo de la identificación y la deíxis efectivas (“marcar”, “señalar”, “ubicar”), pero sometida a los rigores de los procedimientos persuasivos que los erigen en auténticos mensajes sintéticos y sincréticos de la sociedad en su nueva versión de escenario –de gran Teatro- de producción, circulación y consumo corporativo y cultural.

 
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