3° de la Serie Lores Perdidos






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MARY JO PUTNEY

Un Romance Indecente

3° de la Serie Lores Perdidos







MARY JO PUTNEY

Un Romance Indecente

Nowhere Near Respectable (2011)

3° de la Serie Lores Perdidos
ARGUMENTO:

Él era hijo ilegítimo, jugador y réprobo favorito de la sociedad. Pero para lady Kiri Lawford es un héroe: más valiente que los contrabandistas de quienes la rescata, más honorable que cualquier lord que ha conocido y mucho más atractivo de lo que un hombre tiene derecho a ser. ¿Cómo no iba a enamorarse?

Pero Damian Mackenzie tiene secretos que no dejan espacio en su vida para cortejar jóvenes de la alta sociedad… mucho menos a la hermana de uno de sus amigos más antiguos. Pero cuando la brillante inteligencia de Damian saca a la luz una amenaza mortal para la Corona de Inglaterra, descubre que Kiri no es ni tan mojigata ni tan respetable como en un principio la creyó… y la dama es mucho más seductora de lo que puede resistir.

SOBRE LA AUTORA:

Mary Jo Putney nació en Upstate New York, desde siempre fue una adicta a la lectura. Después de graduarse en Literatura Inglesa y Diseño Industrial en la Universidad de Siracusa, estuvo trabajando en el mundo del diseño en Inglaterra y California. Pasado un tiempo se fue a vivir a Baltimore (Maryland) donde reside desde entonces. Ser novelista era su última fantasía, todo comenzó cuando tuvo que comprarse un ordenador para realizar su trabajo. Un buen día comenzó a escribir una historia que se convertiría meses más tarde en su primer libro.

Desde 1.987, Mary Jo Putney ha publicado veinticuatro libros. Sus historias de amor se caracterizan por su profundidad psicológica e incluso por los temas que en ocasiones refleja en ellas, como el alcoholismo, la muerte e incluso los abusos domésticos. Aclamada por la crítica, sus obras han estado incluidas en todas las listas de bestsellers. Ha recibido varias nominaciones y ha sido galardonada en numerosas ocasiones.

PRÓLOGO

Londres, comienzos de noviembre de 1812.

El obituario en los diarios de Londres era pequeño, pero atrajo considerable atención. Tres de los amigos jugadores de Loco Mac Mackenzie se reunieron en el club y brindaron por él.

—Al menos burló al verdugo —dijo uno, respetuosamente.

Los tres volvieron a levantar las copas para brindar.

Varias damas de la buena sociedad suspiraron con pesar, tal vez limpiándose una o dos lágrimas de verdadera pena; qué terrible pérdida la de esa virilidad tan magnífica aunque irritante.

Un hombre que aseguró ser amigo de Mackenzie soltó una maldición y dio un fuerte puñetazo de pena en el diario.

Su hermanastro Will Masterson, que era el hijo legítimo, se enteró de la noticia unos días después. Lo lamentó sin llorar, pensando si sería cierto que había muerto su exasperante hermano.

La directora de escuela y madre adoptiva de Mackenzie, lady Agnes Westerfield, cerró los ojos y lloró; típico de Loco Mac entenderlo mal; tendría que estar prohibido que los jóvenes murieran antes que sus mayores; era tremendamente injusto.

Mac frunció el ceño al leer su obituario y deseó que su hermano Will no lo viera. Dejando el diario a un lado deseó también no tener que continuar muerto mucho tiempo.

Estar muerto no reportaría ningún beneficio a su negocio.

CAPÍTULO 01

Kent, fines de octubre de 1812.

Emitiendo una risa cantarina, se recogió la falda del traje de montar y se alejó a toda prisa por el largo corredor antes que el joven de pelo dorado pudiera terminar su proposición. Cuando llegó a la puerta del final del corredor, se detuvo a mirar atrás por encima del hombro, con expresión traviesa.

El honorable Godfrey Hitchcock, rubio y seguro de sí mismo a la luz del sol, que había aparecido después de varios días de lluvia, le sonrió:

—Después hablaremos, lady Kiri, y terminaré lo que comencé a pedirte.

Kiri Lawford le dirigió esa pronta sonrisa que siempre dejaba sin aliento a los hombres y pasó por la puerta. Cuando se encontró fuera de su vista, aminoró el paso, con expresión pensativa. Godfrey era un joven encantador, el pretendiente más atractivo que había tenido desde que llegara su familia a Londres un año atrás.

Pero, ¿de verdad deseaba casarse con él?

Le agradó que él se le hubiera unido para esa cabalgada a última hora de la tarde, aun cuando se arriesgaban a retrasarse para la cena. Había querido aprovechar esa excepcional tarde de sol después de estar atrapada dentro de la casa desde que llegó a Grimes Hall para esa estancia de varios días de vida social. Él era un jinete de primera clase, capaz de ir a su velocidad galopando por las colinas de Kent.

Oficialmente ella sólo era una del grupo de personas invitadas, pero todos entendían que estaba ahí para conocer a la familia de Godfrey mientras se conocían mejor entre ellos en ese ambiente relajado. Su madre tenía pensado acompañarla, pero al caer con sarampión varias personas de la casa, finalmente tuvo que quedarse en Londres.

Por suerte ella estaba alojada en la casa Ashton con su hermano, lo que la salvó de contagiarse, y le permitió viajar a Kent con un matrimonio mayor que estaban invitados a la reunión social.

La visita iba bien. Los Hitchcock la miraban con una minuciosidad que sugería que creían que pronto ella formaría parte de la familia. Los encontraba bastante agradables, a la fría manera inglesa.

El matrimonio no sería lo mejor de lo mejor para ella, ya que Godfrey sólo era el tercer hijo de un conde mientras que ella era hija de un duque, pero él le caía muy bien. En el año transcurrido desde que llegara con su familia de India no había encontrado ningún hombre cotizable que le gustara más.

Godfrey no la trataba como a una vulgar fulana extranjera, exótica, indigna de respeto. Además, besaba muy bien, lo que seguro era un buen rasgo en un marido, y su toque de rebeldía igualaba al suyo. Pero ¿era eso una base lo bastante fuerte para un matrimonio?

Su madre, Lakshmi, descendía de la realeza india y a pesar de su dulzura había desafiado dos veces la tradición casándose con ingleses, las dos veces por amor. Su padre, el sexto duque de Ashton, murió antes que naciera ella, pero había visto el amor entre su madre y su segundo marido, John Stillwell. Su padrastro había sido un famoso general en India, y era el único padre que conocía; un buen padre, además, que la trataba igual que a sus dos hijos.

Godfrey era entretenido y buena compañía, pero comparado con el general Stillwell parecía algo escaso de sustancia. Claro que la mayoría de los hombres lo eran, aunque su hermano Adam estaba bastante a la altura del general, como también lo estaban sus interesantes amigos, ahora que lo pensaba. Una lástima que la trataran como a una hermana pequeña.

Pero tal vez no era justa con Godfrey; simplemente no lo conocía lo bastante bien para saber si tenía profundidades ocultas. Debía aceptar el ofrecimiento de su madre, lady Norland, invitándola a quedarse otra semana después que se hubieran marchado los demás invitados.

Pensando si sus padres podrían venir si ella se quedaba más días, decidió pasar por la sala de estar de mañana de lady Norland, donde sin duda estaría si aún no había subido a cambiarse para la cena, y así podría decirle que aceptaba la invitación a quedarse más tiempo. Sin duda otra semana en compañía de Godfrey le aclararía el asunto de si harían buena pareja.

La sala de estar de mañana de la condesa era acogedora y atractiva, y esta pasaba buena parte de su tiempo ahí con sus amigas. Abrió suavemente la puerta y se detuvo al ver que lady Norland estaba charlando con su hermana, lady Shrimpton. Sentadas en un sofá, de espaldas a la puerta, ninguna de las dos la vio.

Podría hablar con su anfitriona después, pensó. Estaba a punto de cerrar la puerta y alejarse cuando lady Shrimpton dijo:

—¿De veras que Godfrey se va a casar con esa chica, Kiri?

Kiri se quedó paralizada ante ese tono despectivo. ¿Qué diablos...?

—Es probable —contestó lady Norland—. Ella parece bastante enamorada. ¿Qué chica se resistiría a un hombre tan guapo y encantador?

—Me sorprende que tú y Norland vayáis a permitir ese matrimonio —dijo la hermana, desaprobadora—. Yo no permitiría que un hijo mío se casara con una extranjera mestiza. ¡Qué criatura tan vulgar y atrevida! He visto los señuelos que arroja. Vamos, los hombres la olisquean como perros sabuesos. Godfrey no sabrá si sus hijos son suyos.

Kiri se llevó la mano al pecho al sentir el vuelco de conmoción que le dio el corazón. Su hermano Adam había sido objeto de desaprobación por su sangre mixta, pero a ella la habían tratado con más tolerancia porque era una simple mujer, no un duque inglés. Si bien algunos miembros de la alta sociedad la desaprobaban por su raza, normalmente eran discretos al respecto. Nunca había oído esa mala voluntad dirigida a ella.

—La muchacha es medio inglesa y su padrastro es el general Stillwell, así que debería tener ciertas nociones acerca de la conducta decorosa —dijo lady Norland, en un tono que revelaba que no estaba muy segura de eso—. Lo que importa es que es hija de un duque y tendrá una muy generosa dote. Godfrey es de gustos caros y no encontrará una esposa más rica que esta. Si le endilga críos de otros hombres, bueno, él tiene dos hermanos mayores que ya tienen hijos, por lo que su sangre nunca manchará el título.

—Una buena dote compensa mucho, cierto —dijo lady Shrimpton—, pero tendrás que relacionarte con esa horrenda madre que tiene. Una pagana, ¡y tan morena!

—Lady Kiri es menos morena, y su dote es oro —dijo lady Norland, riendo—. Supongo que no debo hacerle un desaire a su madre, pero créeme, habrá poca relación social entre esa familia y la nuestra, a pesar de la presencia del general Stillwell.

A Kiri se le oscureció la visión, se le puso todo rojo, pues se apoderó de ella una rabia asesina. Cómo podían atreverse a hablar así de su madre, que era la mujer más sabia, buena y amable que había conocido en toda su vida; era una verdadera dama, bajo el criterio que fuera. Deseó aplastar, arañar, mutilar a esas dos horrendas mujeres. Ansió borrarles de la cara esas sonrisas despectivas, aplastarles esa intolerancia.

Y era capaz. De niña le fascinaban las historias de antiguas reinas guerreras, así que insistió en acompañar a sus primos indios en el estudio del tradicional arte de la lucha llamado «kalarippayattu; había sido una de las mejores alumnas de la clase, y en ese momento ardía de ganas de usar sus habilidades con esas mujeres malvadas.

Pero estaría mal matar a su anfitriona; tampoco debía asesinar a Godfrey, ese embustero y engañoso cazadotes. Echó a andar a ciegas hacia su habitación, sintiéndose enferma al caer en la cuenta de que había considerado la posibilidad de casarse con él. Se pasó el puño por la boca para borrarse el recuerdo de sus besos.

Casi tanto como las despectivas alusiones a su madre, le enfurecía ese horrible comentario de que ella era una furcia que arrojaba señuelos a los hombres. Se había criado en campamentos militares, entre hombres, y le encantaba su compañía. Desde que tenía edad para caminar los subalternos del general Stillwell la fastidiaban, conversaban con ella y le enseñaron a cabalgar, a cazar y a disparar. Y después, cuando creció, algunos oficiales se enamoraron perdidamente de ella. Y, por supuesto, ella no era una tímida señorita inglesa que les tenía miedo a todos los hombres que no fueran de su familia.

No podía continuar en esa casa ni un solo día más, ni siquiera una hora más. Aliviada entró en su habitación. Podía tomar prestado un caballo de los Norland y cabalgar a campo través hasta Dover, concurrido puerto donde no le costaría nada coger una diligencia para volver a Londres.

Haciendo saltar botones por lo temblorosas que tenía las manos, se quitó el traje de montar nuevo que había llevado en las cabalgadas diarias con Godfrey. Se había esforzado en ser una dama inglesa en todo, pero ya no.

Libre de las yardas de tela, hurgó en su ropero hasta encontrar la bien usada falda dividida en perneras que trajo de India. Esa falda pantalón le permitía montar a horcajadas, y había pensado que podría usarla ahí.

Se la puso y la tela beis cayó en su lugar con agradable familiaridad; mientras se ponía una chaqueta azul marino entallada se miró en el espejo del ropero.

Pelo negro, ojos verde vivo, altura mayor de la normal, incluso para una chica inglesa; su piel era más morena que la de las inglesas corrientes, pero no tanto que llamara la atención.

Esa era la verdera Kiri Lawford, hija del imperio, medio inglesa, medio india, y orgullosa de los dos legados. Con sari y un bindi pintado en la frente se vería casi totalmente india, tal como con el traje de montar parecía casi totalmente inglesa.

Pero nunca totalmente lo uno ni lo otro. Eso no lo podía cambiar; ni deseaba cambiarlo. Y mucho menos para complacer a mujeres de lengua viperina como lady Norland y su hermana.

Era poco lo que podía llevarse a caballo, así que paseó la mirada por la habitación para ver si había algo imprescindible aparte de su dinero. Había traído algunos de sus mejores vestidos, pero no se quedaría ahí simplemente para proteger su ropa.

Envolvió sus joyas en una muda de lino y luego todo en un chal indio; el envoltorio metido en una bolsa de piel no estorbaría nada detrás de la silla.

Aunque le habría gustado salir de la casa de inmediato y pisando fuerte, la habían educado demasiado bien; no podía irse sin decir palabra. Debía escribirle una nota a la mujer con la que viajó, y eso sería fácil; también debía dejarle una nota a Godfrey, y eso no sería fácil; pero no consiguió decidirse a dejarle una a lady Norland. Se sentó ante el escritorio y escribió la primera nota. En la dirigida a él deseó manifestarle toda su furia, pero un simple papel no podía contener esa furia.

Finalmente se decidió por: «Debe buscar otra dote para cazar. Envíe, por favor, mis pertenencias a la casa Ashton». Adrede especificó la mansión ducal de su hermano. Esas personas podían considerarla una furcia, pero, pardiez, era una furcia de alcurnia.

Dado que su doncella no pudo venir por estar atrapada en la casa por la cuarentena del sarampión, le habían asignado una chica de la casa Norland, de poca habilidad y menos personalidad. Le dejó una generosa propina por sus servicios y salió de la habitación.

Afortunadamente no vio a ninguno de los Hitchcock ni de los invitados cuando bajó la escalera, salió de la casa y se dirigió al establo. Sabía qué caballo deseaba: Chieftain, un espléndido bayo castrado purasangre que pertenecía al hermano mayor de Godfrey, George. George, el pomposo heredero del título, casado con una sosa rubia y padre de dos niños rubios firmemente ingleses. El hombre no se merecía un caballo tan fino; había estado deseando cabalgarlo.

En el establo reinaba el silencio, así que supuso que los mozos estaban cenando. Daba igual, ya se había hecho amiga de Chieftain esa semana. Se detuvo a pensar qué silla usar.

La de Godfrey era de buen tamaño, pero le dio repelús usar algo de él, así que eligió una que no tuviera dueño. Sólo le llevó unos minutos ensillar a Chieftain y llevarlo fuera del establo tirando de las riendas. Ahí montó con la misma facilidad que un hombre, lo hizo virar en dirección a Dover y salió de Grimes Hall para no volver jamás.
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