El epistolario secreto de Pedro Salinas o la historia de un error de cálculo






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El epistolario secreto de Pedro Salinas o la historia de un error de cálculo

El epistolario secreto amoroso del poeta Pedro Salinas (1891-1951)1 dirigido a la profesora norteamericana Katherine Prue Reding, revela su conocido mundo poético, repleto de sensaciones y propuestas de vivir el amor entre un hombre y una mujer (no en vano se lo considera uno de los mayores poetas sobre el amor en lengua hispana), pero a la vez una escisión permanente en su vida real, a la que nunca se enfrentó plenamente o se propuso superar. La vida y la obra de Pedro Salinas aparecen tras la lectura del epistolario inmersas en una cierto delirio esquizoide y desconectadas de la realidad.

A través de su correspondencia amorosa con Katherine Prue Reding (1897-1982), a la que Salinas conoció en Madrid durante el verano de 1932, llegamos a conocer las auténticas claves de su obra poética culminante, concretamente su trilogía La voz a ti debida (1933), Razón de amor (1936) y Largo lamento (1939), publicado póstumamente.

Esa escisión interior en la existencia de Salinas se apoya, por un lado, en su incesante percepción de sí mismo como un hombre de “40 años, un señor respetable, casado, con posición hecha” (carta 66), relacionado con los literatos y políticos más relevantes de su época, que ejerce con escasa ilusión sus tareas docentes, a la vez que impulsa y organiza la Universidad Internacional de Santander. Veranea rutinariamente en los mismos sitios, vive cómodamente, sobrelleva un romo matrimonio con su esposa Margarita, a la que adjudica “escasos dones para la brillantez social”. Así, se confiesa sorprendido de que “desde hace meses le gusta que cada dos o tres semanas salgamos juntos” (111) o, con su hija convaleciente de una enfermedad, lamenta “ese formidable egoísmo de los niños” por solicitar su atención, que interpreta como“otra preocupación” añadida a su vida (75).

En el otro extremo de esa escisión está Katherine, de quien se enamora de inmediato y a la que tiende un cerco, aparentemente casual, pero planificado paso a paso, hasta conquistarla (como relata la propia Katherine en el escrito final del libro, páginas 377-384). Ésta encarna para Salinas la idealización absoluta de la mujer, reúne para él todos los dones y encantos, sin límites y medida. Incluso da la impresión, si nos dejamos llevar por las descripciones de Salinas, que K. es una mujer mucho más joven, aunque, de hecho, sólo se llevasen seis años y K., cuando se conocieron, tuviera ya 35 años de edad.

Salinas, tras un breve encuentro con Katherine Alicante y Barcelona, entra en un estado de enorme absorción anímica, casi de trance, que le hará escribir una o varias cartas diarias, llamar por teléfono siempre que pueda (aun a riesgo de que sobrevengan consecuencias trágicas, como veremos más adelante) y encontrarse con ella siempre que sea posible, aunque eso ocurra, de hecho, muy de tarde en tarde (es decir, cuando no peligre su reputación o la posibilidad de ser sorprendido por terceros).

Esto explica la importancia que van adquiriendo las cartas entre Pedro y Katherine: “un puente de papel con la vida” (1, 22), lo “más sincero y espontáneo de mi vida” (59). Con ellas el mundo cotidiano empieza a difuminarse como realidad, a la vez que va adquiriendo mayor relieve la pura comunicación epistolar, empapada de una vivencia casi mística del amor. Paralelamente va aumentando de modo imparable la escisión interior de Salinas, que confiesa preferir “verte, mirarte, abrazarte con toda mi vida” (47), pero limitado a la escritura permanente, casi compulsiva de cartas. Salinas escribe y escribe cartas: en los hoteles, en su despacho, en el tren, incluso cuando forma parte de un tribunal de oposiciones en febrero de 1933: “Todos me creen absorto en las disertaciones de los candidatos”, pero él se dedica a escribir cartas en el cuaderno que le han proporcionado ad hoc, “cuaderno de mis infidelidades a mi deber, de mi fidelidad a mi K.” (67).

Así, paulatinamente, van creciendo las dimensiones del conflicto. Katherine se muestra encantada con las brillantes, profusas y ardientes declaraciones de amor de Salinas, pero al mismo tiempo es una mujer llena de sentido común, de realismo: cuenta que en aquella primera época “estábamos enamoradísimos”, pero reconoce que desde el principio “la realidad empezó a filtrarse por las nubes de nuestro amor en vilo”.

Salinas se siente revivir con ese amor mágico, mas también condenado por él a resultar secreto, imposible. Dice haber recuperado “lo que no pude hallar a los 18 años” (116), pues “ser joven es querer vivir lo no ocurrido aún” (49), de tal forma que le parece “un milagro” ese amor y “tiembla de perderlo” (55), pero se siente aplastado por lo que denomina “la ley de la gravedad” (66): sus circunstancias familiares, profesionales y sociales. Sufre el desgarro entre Katherine y Margarita, el Salinas público y el enamorado, sus sueños y sus realidades, enfrentado a “la vida hacia los lados, con límites naturales”, a un trágico dilema: “elevación o catástrofe” (66). Y elige la elevación hacia un mundo inventado, sublimación poética del conflicto, al abrigo de las perturbaciones externas, aunque tal situación le sumerja en un océano de intensas vivencias amorosas, pero sin salida alguna a la realidad, pues percibe la posible conciliación entre ambos mundos como “catástrofe”. Se reconoce “en la desesperación de sentirme atado, esclavizado, en la pena de ofrecerte sólo esto, y no todo mi yo entero” (69). Disfruta de su recuperación de los 18 años, pero a la vez no le resulta creíble: “¡Soy un hombre, ésta es la desgracia, no un muchacho libre” (75), y pregunta a renglón seguido: “¿Me quieres así?”. Por desgracia, no nos han llegado las cartas de K., pero ésta nos proporciona una respuesta más que verosímil en su escrito final: “Sentí que me hallaba en un callejón sin salida. Cuando mi barco zarpó del puerto de Málaga en junio, estaba segura de que aquello era el final”. Salinas, sin embargo, seguía empecinado en no querer enterarse de nada. Prefiere insistir en el “carácter trágico de nuestro amor” (68), que requiere grandes dosis de “sacrificio y habilidad” (70). Sacrificio para renunciar a un amor completo que Salinas no está dispuesto a hacer realidad. Habilidad para no verse sorprendido en ese juego.

Salinas confiesa tener “un miedo horrible a hacer el ridículo, un miedo horrible a portarme, a expresarme como joven, cuando ya no lo soy, cuando mi cara lo contradice” (87). Al mismo tiempo, se pregunta si no está “siendo un cobarde”, siente “tentaciones de locura”, de “tirar todo lo que tengo, mi nombre, mi carrera, todo” (68), le “pesan” y “abruman indeciblemente” las limitaciones que puede ofrecer a K., pero a la hora de la realidad no va más allá de su propuesta de un metafísico amor incondicional del alma. De ahí que se vea constreñido a “pedirte perdón” (69), pues reconoce que “nadie tiene la culpa de lo que me pasa, nadie más que yo. Yo soy el autor de mi propia desdicha” (77).

En palabras de K., Salinas, “con su amor y su nostalgia, inventó verdaderamente su infinito”. Infinito hermoso, radiante, profundo, pero fruto de una descomunal invención, en la que no permitió que el amor declarado en sus cartas apareciese en su vida pública y social. Se siente “un hombre sin edad, que quiere, que está queriendo en plena juventud de su ser” (92), pero padece también la escisión entre “Pedro Salinas versus Pedro Salinas, cuyos efectos son desastrosos, porque yo pierdo siempre, sea quien sea el que venza” (77,107). Sumergido en un constante “conflicto interior”, en una “disociación entre mi destino verdadero y mi mundo exterior” (83), reconoce que sólo puede ofrecer “esa cosa intangible, aérea, que ni calienta ni acompaña, ni besa, y que sólo es el impulso, el afán más puro, más nuevo, y más poderoso de su alma”. Como al mismo tiempo admite que sería “horroroso tener que pasar toda la vida queriéndonos y sin vernos” (85), el conflicto está servido, y ateniéndonos a los hechos, nunca dejará de ser otra cosa que conflicto.

Salinas se encierra en ese mundo místico y poético, casi metafísico, del amor, paralizado por el ansia de que ese amor pueda acabar, por la sombra de los celos que asoman en sus cartas, y al mismo tiempo cauteloso por ahuyentar el escándalo, el qué dirán, la posible ruptura familiar, la pérdida de su status. Propone la entrega plena y absoluta del “último ser de cada cual, el centro mismo de su persona total, su individualidad total”. Se sumerge en “la contemplación interior de lo que veo que me falta ante los sentidos”, en “la forma ideal que quiero, por el ser ideal que quiero” (14), en “recrearse interiormente en amar” (18), en “el sentimiento que hay detrás del gusto profundo de una afinidad vital” (35), en un mundo inventado “para los dos” (57). “En ese terreno es donde nuestras dos almas pueden darse cita siempre sin miedo a nada. Nuestra poesía...” (130).

El mundo exterior, el cotidiano, se transforma entonces en “alrededores”, y cuenta sólo “nuestro mundo” (71). El amor con K. se hace inexorablemente un amor “en vilo”, (79 y passim), “trágico”, necesitado “de heroísmo” (206), tenso, problemático. Salinas se siente desgarrado, pero ofrece como única solución la “evasión hacia lo alto, verticalmente, fuga de los dos al cielo sin pecado, al mundo de las nubes” (82), aunque al mismo tiempo dice necesitar a K. “de un modo biológico” (83).

Nada tiene, pues, de extraño que sobrevuele en muchas cartas de Salinas la sombra de los celos ante la eventualidad de que K. prefiera a otro : “Me entra el miedo de siempre y me pongo a preguntarme si una mujer como tú, libre, dueño de sí misma, puede estar mucho tiempo encadenada a mi sombra lejana, a un hombre que no puede ver” (56). Al conocer que K. había recibido la visita de un tal Karl, escribe: “Me dio un temblor, un estremecimiento de peligro, de haber estado yo en peligro, sometido a la prueba de la confrontación, de la comparación” (65) “¿Cómo yo, desde aquí, a esta distancia enorme, voy a poder luchar contra todo lo demás. (...) Llamo ‘lo demás’ a tus posibilidades de vida (...) ¿Celos? No lo sé, Catherine. (68)”. “La sociedad, la vida social era la salida por donde te escaparías, según mi temor (...) Mi miedo era de dos clases, uno a que tú te encontrases de pronto, en un salón, en la calle, al hombre que te hiciese olvidarte de mí: a perderte por otro. Y el segundo miedo a perderte por muchos: es decir por la vida frívola” (110). El amor propuesto por Salinas es pleno, absorbente, exclusivo, estratosférico, a la vez que ascético, heroico, metafísico. En cualquier caso, conflictivo.

En una carta clave (17 de junio de 1938) (131), Salinas aborda el probable casamiento de K. con Brewer Withmore (profesor como ella en el Smith College, en Northampton, Massachussets), si bien sigue dando la impresión de que evita afrontar los hechos de cara y sin subterfugios, hacerse cargo realmente de las necesidades y aspiraciones reales y concretas de K.. Reconoce “sin el menor rencor ni amargura”, que ha “fracasado”, pues le ha dado “el amor de que soy capaz”, un “amor en trágicas condiciones”, “en vilo”, pero no completo, “en el exterior y el exterior, casándonos”. Le recuerda haberle dado “alimento ideal para el alma”, fuerza para encontrar “ese equilibrio en la contradicción”, “en la lucha”, “el equilibrio que yo llamo dinámico, no estático”. Admite el punto de vista de K de que con ese amor “no se va a ninguna parte”, pero vuelve a insistir en las bondades del amor “trágico”, ya que casarse carecerá de “esa plenitud total y alegre del alma al escoger”. Le desea “la mayor felicidad”, pero al mismo tiempo le lanza el dardo envenenado de que “resolver así su vida” es sustituir “un ideal” por “unas miguitas de pequeños placeres, casuales que hoy nos vienen de un lado y mañana del otro”, “dejar pasar la vida entre satisfacciones de superficie y ligerezas que nada nos dan sino excitación momentánea”. Propone a cambio “un modo de vivir muy hermoso y digno: vivir del conflicto, vivir de la misma contradicción, de las dos cosas que luchan en nosotros”. Reconoce llevar en ese conflicto seis años, y haber dado “a ese conflicto un signo positivo, convertirlo en fuente de vida interior, en razón de ser, en factor idealizador en mi vida”. Y concluye.: “Lucha por no dejar morir mi amor”, “no te desmenuces ni malgastes”, “no te dejes dominar por ninguna debilidad” (134). Quizá demasiado metafísico para K...

Recurriendo quizá a la Escuela de la Gestalt, Salinas declara que “la naturaleza”, la vida entera, “desde que te conozco es una serie de fondos” (14), un “mundo tangente” (47), “alrededores”, donde la figura principal es Katherine. Desea estar solo, encerrado en su despacho (“la mejor vacación, el mejor descanso”, 85), quedarse “a trabajar” porque “sirve muy bien para disimular ante la familia y los íntimos” (79), pasar las mañanas del domingo “en mi oficina (...), medios y recursos que inventa el alma para no sentirse lejos de su adorada” (57). Sin embargo, Salinas nunca baja la guardia. Ante un posible encuentro en París, busca con ansia “una excusa”, “un pretexto”, “no sé cuál, pero lo hallaré”, e invita a K. a “confiar en su inventiva” (61). “No quiere que me falten tus cartas”, le escribe en otra ocasión, pero instruye cuidadosamente a K. en cómo hacerlo: los sobres a máquina, con sólo su nombre y “Palacio de la Magdalena. Santander”, y en un lado del sobre “Particular” (124).

La propia K. relata que Salinas tenía la costumbre de telefonearle “por la noche desde su casa”, a pesar de sus advertencias de que aquello no era “muy prudente”. Un día de febrero, Margarita, su mujer, descubre la relación e intenta suicidarse, aunque “se salva de milagro”. K. se da cuenta definitivamente del “carácter de la relación”, “se siente culpable” y la “conmoción la devuelve a la realidad”: aquel amor “no tenía un lugar propio”. K. quiere poner término a la relación, pero asombrosamente Salinas no encuentra motivos para ello. De hecho, el intento de suicidio de su mujer apenas asoma en sus cartas, y K. no puede “entender la reacción de Pedro ante aquel trágico suceso. Parecía no ver conflicto alguno entre su relación conmigo y con su familia”. Su diagnóstico es muy claro: Pedro “les quería, respondía por ellos, y en ningún momento contemplaba abandonarlos... pero me necesitaba”, mas a la vez el sentido común de K. no le permite engaños: “¿Cuál era mi futuro? ¿Cómo podría florecer indefinidamente el amor sub rosa con todos los subterfugios que implicaba, con la infelicidad inevitable, de cara a su mujer y a sus hijos, con la constante amenaza del escándalo?”. Sin embargo, Salinas prefiere permanecer anclado a su infinito amor interior del alma, de espaldas a la realidad, ejercitando su poesía. “Me resistía a dar el paso final”, prosigue K., “que sabía que era inevitable. Deseé, esperé que entendiera mi punto de vista, pero nunca lo hizo”. Para Salinas los alrededores son dignos de tener en cuenta, pero no dejan de ser alrededores...

Años después, ya en Puerto Rico, adonde Salinas ha llevado también a su familia, residente durante la guerra civil en Tánger mientras él enseñaba en Estados Unidos, es la propia K. quien sufre “algo que me dolió y que me puso en contra de Pedro durante varios años”. Durante su estancia en Puerto Rico, Salinas no dio señales de vida durante años, con lo que pudo comprobar en propia carne que también ella podía convertirse en alrededores. Dejemos que Pedro Salinas explique con sus propias palabras ese “silencio inexplicable”: “Una sola palabra: la censura (...) Escribirte era arriesgarme a todo género de terribles disgustos, en cualquier momento. Esta ciudad es pequeña, todos se conocen (...). Una carta era una jugada de incalculables consecuencias (...) Tenía, claro es, intención de escribirte. Más de una vez me he sentado a la mesa a hacerlo. Y siempre lo dejé, Catherine, temeroso, acobardado, sin saber cómo empezar” (150). ¿Arrepentido? ¿Autocrítico? Al contrario. Prosigue en su carta: ”Catherine, ahora no me escribas aún. Yo te seguiré escribiendo, si me lo permites (...) Yo te diré cuándo y cómo me puedes escribir. ¿Tú lo comprendes, verdad?”. Y acaba con un broche de oro sorprendente: “Soy... lo que tú quieras”. (150). No obstante, Salinas sabe bien qué está haciendo y sucediendo: “A veces pienso que nuestro amor y nosotros somos dos cosas diferentes, que nosotros andamos por un lado y él, por otro” (151)

De todas formas, K. ya estaba acostumbrada a que Salinas le hiciese partícipe de sus ardientes deseos de encontrarse con ella en algún lugar, siempre en el anonimato, pero se batiese en retirada en cuanto pudieran quedar en entredicho su posición y reputación. Un botón de muestra: “yo estaba, claro, dispuesto a ir a Northampton el sábado, dormir allí y pasar el domingo contigo, como la última vez. Pero anoche hablé por teléfono con Edith Fishtine” y se enteró de que podría coger “seguramente el mismo tren que suelo yo tomar cuando voy a verte. De modo que me parece imposible ir yo a NH. Es casi absolutamente seguro que me encontrase a Edith en la estación o en el tren” (142). “Si por una condenada casualidad nos vieran juntos se sabría en mi casa y en el mundo entero en dos días. Y no hay modo de explicar mi presencia en Springfield contigo, y eso crearía un conflicto fenomenal” (145).

En otra ocasión, ya en el exilio estadounidense, y a raíz de escribir un artículo contra Chamberlain y en pro de la España republicana, teme las reacciones conservadoras de sus colegas: si no se permite su publicación, “créeme, yo no estaría un día más aquí: y eso significaría una nueva y gravísima complicación en mi vida. Por todo eso me inclino a no plantear el problema, a quedarme en la duda, no publicándolo, y así puedo imaginarme que todo está bien y que nada me habría pasado, si lo publico. Pero naturalmente es una solución que si complace a mi razón no complace a mi alma”(140). Obviamente, tal artículo no fue publicado.

Por otro lado, Salinas revela también en las cartas escritas durante la guerra civil española sus simpatías, algo desapasionadas, por la causa republicana, su preocupación por los amigos y colegas, su indignación por la muerte de Machado, mas también su aversión a las masas, al pueblo llano, a los extremismos del fascismo y del comunismo. Se considera afortunado por no haber tenido que mancharse “con esta terrible coloración de los odios” de la guerra civil (143) y aboga por “creer en las minorías”, pues “el hombre se salvará solo, es decir, él con unos pocos, muy pocos”, con “un grupo de amigos, en el sentido profundo del vocablo, humanos, libres y ociosos, para comunicarse los tesoros del espíritu, para vivir” (135).

Durante la 2ª guerra mundial, su aséptica percepción de la época le lleva a afirmar que “el estado de guerra es mucho más seguro y sano que el de paz. Hace mes y medio todo eran amenazas y terrores en Europa. Ahora los soldados, por lo menos, viven tranquilos. Están en el campo, hacen vida higiénica, escriben cartas y leen. Resulta que los que lo pasan peor son los paisanos de la retaguardia. Y el sitio más seguro es el frente” (144). Y como según estadísticas alemanas sólo murieron 196 soldados en las primeras campañas, concluye que “la guerra causa menos víctimas que la paz. Si esos soldados hubiesen estado en las ciudades de seguro que mueren muchos más, de accidentes de automóvil o de borracheras, o de pasión amorosa” (144). Vaya con los alrededores...

En efecto, Salinas se manifiesta generalmente poco amante de los alrededores. Por ejemplo, como miembro de un tribunal de oposiciones, asoma una cierta actitud altiva, incluso algo despectiva: “Lo malo es que entre los opositores no hay ninguno que merezca ser profesor de Universidad, son tres pobres muchachos” (60). “Opositores: tres infelices que aspiran a ser profesores. Público: dos docenas de infelices que miran cómo los tres infelices aspiran a ser profesores. No creas que voy a hacerles injusticias, no. ¡Son tan fáciles de juzgar! ¡Todos malos!” (67). Demostrando una escasa capacidad de autocrítica, considera que “personas como Juan Ramón (Jiménez) o Jorge (Guillén) viven en lo intelectual, en esa zona alta donde la realización de lo querido y soñado sólo se traduce en palabra, en verbo” (100), lo que no obsta para que le parezca “poco digno no tener tiempo para escribir lo mío, lo de dentro y ponerme a escribir artículos para el hombre de la calle” (59).

Salinas crea, alimenta un conflicto, traducido siempre en dilema, que no puede o quiere resolver. Por un lado, declara que “vivir es un constante elegir. El mundo nos presenta y ofrece un vasto repertorio de seres y cosas: el que vive tiene que estar siempre escogiendo” (8), pero, por otro, sucumbe ante el irrenunciable hecho de ser “un hombre de cuarenta años, rangé, que siente el amor como nunca y no puede aprovechar esa fuerza vital en ningún sentido, y tiene que ahogarla, sofocarla, en su alma” (35). De ahí que concluya: “Es fatal. O echarlo todo a rodar, o aceptar esta limitación tan dolorosa” (70). Ni que decir tiene cómo resolvió el dilema.

Así las cosas, aparece todo un cúmulo de contradicciones a lo largo y ancho de sus cartas: “Hay cosas que no se deben respetar, cuando por encima de ellas está anhelante, para ser o no ser, nuestra vida!” (25), pero se pasa la vida respetando su posición social y sus alrededores. “¡Qué rabia me da ser así, no tener medida, equilibrio!” (44), pero constantemente mide, sopesa, calcula, para no ver en peligro su status y reputación. “Cuándo te veré, cuándo te diré, cuándo te besaré. No lo quiero pensar, de tanto como lo quiero realizar (....) Perdóname, perdóname, yo no soy hombre de abstracciones, no quiero a una mujer abstracta, quiero a una mujer adorable en cuerpo y alma, y hoy me siento con los brazos vacíos, sin nada que estrechar en ellos, y con un bendito cuerpo maravilloso –revelación increíble- que querría tener a mi lado, junto al mío...” (48), pero sólo lo tiene de verdad cuando los alrededores lo permiten sin sobresaltos. “Tengo ganas de echarlo todo a rodar, de cortar mis lazos, no sé de qué. Son momentos de desanimación, de abatimiento, en que me doy cuenta de cómo yo mismo estoy sporting mi mejor yo, en aras de algo que al fin y al cabo no me importa nada: lo social, lo profesional, lo colectivo”(50), pero los hechos van demostrando sistemáticamente lo contrario. “Un ser humano realmente vivo no es lo que es, sino lo que quiere ser, lo que se siente capaz de ser (...) El ser vivo es siempre una conciliación, un pacto, una tregua, entre lo que está siendo y lo que espera llegar a ser (...) Yo por mi parte no podría vivir, tú lo sabes mejor que nadie, sin ese futuro, que es futuro de hechos, presente de pensamiento” (52), pero el “futuro de hechos” con K. fue resultado de sus decisiones y omisiones. “Dices: Me pregunto a veces si me casaría contigo, a ser posible. Pregunta tremenda para mí. ¿Lograría yo sujetar, tener a mi lado esa fuerza maravillosa de vida que eres tú? (...) Yo sí, yo me casaría contigo sin vacilar” (53). Sin embargo, Katherine, tras tanta metafísica poética, parece que no acabó de creérselo, y se casó con Brewer. Refiriéndose a posibles imprudencias, Salinas escribe: “Yo que las haría todas por ti” (61), pues “el amor no debe dar cuentas de nada” (65). Sin comentarios... “Estoy resuelto a no perderte, ¿sabes?, y lo que sea necesario hacer para no perderte será hecho” (83) ¿Está creyéndose realmente lo que escribía? “La solución ideal sería irme al extranjero: eso sería el modo de romper más natural. ¿Pero dónde y cómo? Lo que me dices de América, alma, es un sueño. ¡Si pudiera ser! Aceptaría cualquier cosa, cualesquiera condiciones, con tal de estar en la misma tierra que tú” (119). Los hechos demostraron, sin embargo, estar muy lejos de su aceptación de esas “cualesquiera condiciones”.

Pedro Salinas, a través de sus cartas de amor a Katherine Withmore, se revela como un ser humano que se resiste a morir por dentro, que se aferra a un amor que le permite seguir vivo. De paso, ese amor nos ha regalado sublimes poemas de amor, momentos inigualables de profundización en aquello que nos une a todos los seres humanos: la necesidad de sabernos y sentirnos amantes y amados, queriendo y queridos. No otra es la impresión que dejó escrita Katherine: , “nuestro amor fue emocionante, alegre, devastador y triste para ambos”, aunque su final fue “triste, pero inevitable. Quizás hubo un ‘Error de cálculo’, tal como sugiere uno de sus poemas. O mejor, ‘Error sin cálculo’. Como quiera que fuera, sucedió y fue glorioso en su momento. Acabó sin amargura. El cariño que sentíamos el uno por el otro no podía morir. El me ayudó en más maneras de las que puedo contar y estoy infinitamente en deuda con él. Y yo, ¿qué le aporté yo a él? Fuera un error o no, fui yo quien le dio el ímpetu para crear su mejor poesía en las alegrías y en las penas. Ambos deberíamos estar satisfechos”.


1 Pedro Salinas. CARTAS a Catherine Withmore. El epistolario secreto del gran poeta del amor. Edición prólogo de Enric Bou. Barcelona, Tusquets Editores, 1ª edición: abril 2002, 406 páginas. El libro recoge sólo 151 de las 354 cartas y los 144 poemas que componen la colección. En su mayor parte, corresponden a los años 1932-34, luego las cartas se van espaciando, especialmente durante los breves y escasos períodos en que están juntos o pueden hablar por teléfono. Los silencios se hacen especialmente prolongados cuando Salinas, ya en su exilio en Estados Unidos, conoce que Katherine prefiere el matrimonio con Brewer Withmore, profesor de su mismo College, viudo y algo mayor que ella, del que queda viuda en 1943 debido a un accidente de coche, al “amor en vilo” que le proponía Salinas. La colección, actualmente en la Houghton Library de la Universidad de Harvard, fue donada en 1979 por Catherine gracias sobre todo al interés y los desvelos del amigo común, Jorge Guillén, en la conservación y donación del epistolario. Otra cuestión es por qué no se conservan las cartas de Katherine a Pedro Salinas, de las que conocemos sólo esporádicas y sabrosas frases, citadas por el propio Salinas. Aunque no se conocen con certeza los motivos concretos de tal desaparición, un lector perspicaz del epistolario puede plantearse si no fue el propio poeta quien las destruyó en algún momento de presión familiar o social, o de crisis personal.


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