Matrimonio de Sabuesos Agatha Christie






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Matrimonio de Sabuesos

Agatha Christie

Índice

Cáp. 1 El Hada Madrina

Cáp. 2 El Debut

Cáp. 3 El Caso De La Perla Rosa

Cáp. 4 El Caso De La Perla Rosa (Continuación)

Cáp. 5 La Aventura Del Siniestro Desconocido

Cáp. 6 La Aventura Del Siniestro... (Continuación)

Cáp. 7 Mutis Al Rey

Cáp. 8 El Caballero Disfrazado De Periódico (Continuación)

Cáp. 9 El Caso De La Mujer Desaparecida

Cáp. 10 Jugando a La Gallina Ciega

Cáp. 11 El Hombre De La Niebla

Cáp. 12 El Hombre De La Niebla (Continuación)

Cáp. 13 El Crujidor

Cáp. 14 El Crujidor (Continuación)

Cáp. 15 El Misterio De Sunningdale

Cáp. 16 El Misterio De Sunningdale (Continuación)

Cáp. 17 La Muerte Al Acecho

Cáp. 18 La Muerte Al Acecho (Continuación)

Cáp. 19 Coartada Irrebatible

Cáp. 20 La Hija Del Clérigo

Cáp. 21 El Misterio De La Casa Roja

Cáp. 22 Las Botas Del Embajador

Cáp. 23 El Número 16, Desenmascarado



Cáp. 1 El Hada Madrina


Mistress Beresford cambió de postura en el diván y miró melancólica a través de la ventana de su depar­tamento. El panorama no era en realidad extenso. Se limitaba a un bloque de pisitos como el suyo, situado al otro lado de la calzada. Mistress Beresford lanzó un suspiro. Después bos­tezó.

—Me gustaría que sucediese algo imprevisto —dijo. Su marido la miró con aire de reproche. —Cuidado, Tuppence, este inmoderado afán que de pronto te ha entrado por el sensacionalismo vulgar acabará por alar­marme.

Tuppence volvió a suspirar y cerró los ojos en actitud me­ditativa.

—De modo que Tommy y Tuppence se casaron para vivir felices el resto de sus vidas —declamó—, y por lo que veo llevan camino de conseguirlo.

»Pero es extraordinario —prosiguió, después de detenerse unos instantes— lo diferente que son las cosas de tal como una se las forjó.

—Un pensamiento profundo, Tuppence, pero carente de ori­ginalidad. Poetas eminentes y aun grandes predicadores lo han dicho ya repetidamente y, si me apuras, con bastante más in­genio del que tú has empleado para su evocación.

—Hace seis años —continuó Tuppence— hubiese jurado que con suficiente dinero para comprar cuatro chucherías y un ma­rido como tú, la vida hubiese sido un eterno canto, como dice un poeta que a ti tanto parece entusiasmarte.

—¿Es la falta de dinero, o es tu marido lo que te produce ese desaliento? —preguntó fríamente Tommy.

—Desaliento no es exactamente la palabra que pueda des­cribir mi estado de ánimo. Es simplemente que estoy acostum­brada a otro modo de vivir. Del mismo modo que nadie se da cuenta de la bendición que supone respirar por la nariz hasta que no ha cogido un fuerte resfriado que le prive de hacerlo.

—¿No crees que sería conveniente que te descuidara un poco? —sugirió Tommy—. ¿Que me fuera a los clubes noctur­nos en compañía de otras mujeres?

—¿Para qué? —respondió, indiferente, Tuppence—. ¿Para que me encontraras allí en compañía de otros hombres? Y con una diferencia a mi favor: yo estaría segura de que a ti no te gustarían las otras mujeres, mientras que tú no podrías decir lo propio con respecto a mí.

—Bueno, ¿quieres decirme de una vez qué es lo que te pasa? ¿A qué vienen ahora esas vehemencias y ese descontento?

—No lo sé. Quiero que sucedan cosas. Algo espeluznante. ¿No te gustaría, Tommy, que volviésemos a salir a la caza de espías alemanes? ¿Te acuerdas qué días más emocionantes aquéllos? Claro que me contestarás que, directa o indirecta­mente, sigues relacionado con el servicio secreto; pero no ya como agente activo, sino como chupatintas.

—¿Quieres decirme que te gustaría que me mandasen otra vez a Rusia disfrazado de contrabandista bolchevique, o algo por el estilo?

—Eso no resolvería mi situación —dijo Tuppence—. No me dejarían ir contigo, y soy yo precisamente quien desea las emo­ciones. Algo en qué emplear mi tiempo. Es lo que vengo dicién-dome día tras día.

—¡Bah, cabezonadas tuyas! —contestó Tommy, agitando en el aire una de sus manos.

—Con veinte minutos de trabajo después del desayuno puedo dejar la casa como una patena. ¿Tienes alguna queja de mí en cuanto a orden y limpieza?

—Al contrario. Tus menesteres como ama de casa son tan perfectos que casi resultan monótonos.

—¡Me gusta el agradecimiento! Tú, como es natural, tienes tu trabajo —prosiguió—; pero dime, Tommy: ¿no sientes nunca un deseo ardiente por algo inesperado, por algo que rompiese esa monotonía, como tú dices, de nuestras vidas?

—No —contestó Tommy—, porque esas cosas que con tanto afán buscas quizá no fuesen tan agradables ni tan interesantes como supones.

—¡Qué prudentes son los hombres! —exclamó Tuppence, lanzando un suspiro—. ¡Y qué poco imaginativos!

—¿Quieres decirme qué clase de novela folletinesca has es­tado leyendo? —preguntó Tommy.

—¿Has pensado en la emoción que experimentarías —pro­siguió Tuppence, haciendo caso omiso de la sátira— si alguien llamase de pronto a la puerta y al abrir te encontrases con un cadáver que entrase tambaleándose y se desplomase de pronto a tus pies?

—Los cadáveres no se tambalean. —Tú sabes lo que quiero decir.

—Bueno, bueno. Te aconsejo un curso de Schopenhauer o de Kant.

—Eso para ti —replicó Tuppence—, que empiezas ya a en­gordar y a buscar las delicias de un ancho y confortable sillón.

—Eso no es verdad —gritó indignado Tommy—. Eres tú la que hace ejercicios para adelgazar.

—Eso lo hacemos todas las mujeres —replicó ella imperté­rrita—. Pero al decir que engordabas no me refería precisamente a la materialidad de la panza, sino a ti en general. Que estabas acostumbrándote con exceso a la prosperidad y a la remolonería. —No sé qué mosca te ha picado hoy. —Es el espíritu de aventura que bulle dentro de mí —mur­muró Tuppence—, siempre mejor que el de ansias amorosas, ¿no te parece? Por más que a veces... ¡a qué negártelo!, siempre he sentido el deseo de encontrarme con un hombre verdadera­mente apuesto y gallardo.

—¿No me has encontrado ya a mí? ¿O es que no te basto? —Un hombre tostado por el sol, fuerte, que monte a caballo y sepa manejar el lazo...

—Sí, y lleve zahones de piel y sombrero de vaquero —inter­caló sarcásticamente Tommy.

—... y que haya vivido en los bosques —continuó Tup­pence—. Me gustaría que se enamorase perdidamente de mí. Claro que yo, fiel a mis votos, y aunque el corazón se me fuera tras él, le rechazaría virtuosamente.

—También yo —dijo Tommy— he sentido a veces el deseo de que una mujer de extraordinaria belleza y temperamento de fuego se enamorase desesperadamente de mí. Sólo que a dife­rencia de ti, no estoy muy seguro de que... vamos, ya me entien­des. —Tommy, eres un sucio.

—Pero ¿quieres decirme de una vez lo que te pasa? Nunca me has hablado así.

—Lo sé, pero es algo que desde hace tiempo está bullendo en mi cerebro. Como sabes, es muy peligroso eso de acostum­brarse a tener cuanto uno quiere, incluyendo el suficiente dinero para satisfacer cualquier capricho. Menos sombreros, como es natural.

—¿Sombreros? Pero si tienes más de cuarenta. Y todos igua­les, por añadidura.

—Eso es lo que a ti te parece. Pero son distintos. Precisa­mente he visto uno precioso esta mañana en casa de Violette.

—Bien; si no tienes nada mejor que hacer que ir por ahí com­prando sombreros...

—Tú lo has dicho —intercaló rápidamente Tuppence—. No tengo nada mejor, de momento. Ojalá lo tuviera. ¡Oh, Tommy! Quisiera que sucediese algo que nos sacara de este enerva­miento. Creo... creo que sería beneficioso tanto para ti como para mi. Si al menos se nos apareciese una de esas hadas de las que tanto se habla en los cuentos...

—¿Un hada? —exclamó Tommy—. Es curioso que hayas mencionado esa palabra.

Se levantó y atravesó rápidamente la sala. Abrió un cajón del escritorio y de allí extrajo una pequeña fotografía que entregó a su esposa.

—¡Oh! —dijo Tuppence—. Resulta que las has mandado re­velar. ¿Cuál es ésta, la que tú sacaste o la que yo saqué de la habitación?

—La que saqué yo. La tuya, como siempre, salió velada. Le das demasiada exposición.

—¡Qué galante eres al suponer que siempre haces las cosas mejor que yo!

—¡No es eso lo que yo he dicho, pero... En fin, lo que yo quería enseñarte era eso.

Señaló una especie de pequeña mancha que había en la fo­tografía.

—Eso debe ser una rascadura de la película —dijo Tuppence.

—No. Eso, Tuppence, y aunque a primera vista no lo pa­rezca, es un hada. —¡Tonto!

—Fíjate bien —dijo, entregándole una lente de bastante au­mento.

Tuppence la cogió y estudió detenidamente la copia. Vio con sorpresa que, en efecto, la mancha representaba una pequeña criatura con alas posada sobre el guardafuegos de la chimenea.

—¡Que curioso! —exclamo con jubilo Tuppence—. ¡Un hada madrina en nuestro piso! ¿Qué te parece si le escribiéra­mos a Conan Doyle y le comunicásemos nuestro hallazgo? ¡Oh, Tommy! ¿Crees que nos concedería algo si se lo pidiésemos?

—Pronto lo sabremos —contestó Tommy—. Has estado de­seando toda la tarde que sucediese algo y... ¿quién sabe?

En aquel momento se abrió la puerta y un joven alto, de unos quince años de edad, de aspecto entre paje y soldado, inquirió respetuosamente:

—¿Puedo saber si la señora recibe hoy? Acaba de sonar el timbre de la puerta.

—Quisiera que Albert no fuese tan a menudo al cine —dijo Tuppence con un suspiro después que aquél se hubo retirado al recibir una señal de asentimiento—. Ahora está tratando de imi­tar los modales de un mayordomo de Long Island. Gracias a Dios que le he curado de la costumbre de pedir las tarjetas a los visitantes y traérmelas en una bandeja.

La puerta se abrió de nuevo y con solemnidad casi palaciega anunció Albert: —Míster Cárter.

—¡MÍ jefe! —balbuceó Tommy con sorpresa. Tuppence se levantó de un salto y se adelantó a recibir a un hombre alto, de cabellos grises, ojos penetrantes y sonrisa can­sada que acababa de aparecer.

—¡Míster Cárter! —dijo—. No sabe usted lo que me com­place su visita.

—En ese caso la complacencia es mutua, mistress Beresford. Y ahora quisiera que me contestase a la siguiente pregunta: ¿cómo van sus asuntos? —Bien. —¿Y la vida? —Un poco triste por lo general.

—¡Aja! Entonces espero hallarles en la mejor de las dispo­siciones.

—Esto parece interesante —exclamó Tuppence. Albert, personificando aún al mayordomo de Long Insland, trajo el té. Cuando completó esta operación sin el menor con­tratiempo y la puerta se hubo cerrado tras él, Tuppence estalló de nuevo:

—Usted ha querido significar algo, ¿no es verdad, míster Cárter? ¿Intenta usted acaso enviarnos en comisión de servicio a algún rincón de la sombría Rusia?

—No es eso exactamente —replicó mister Cárter. —Pero hay algo de lo que digo, ¿no es así? —Algo hay, es cierto, y no creo equivocarme al suponer que no son ustedes personas de las que tiemblan ni reculan ante el peligro.

Los ojos de Tuppence brillaron con extraño fulgor. —Hay un trabajo que preciso llevar a cabo en colaboración con el Departamento y pensé que quizá pudiese convenirles a ustedes dos. —Continúe —dijo Tuppence.

—Veo que están suscritos al Daily Leaderprosiguió mister Cárter, cogiendo el periódico que había sobre la mesa.

Buscó la sección de anuncios, señaló uno con el dedo y pasó el diario a Tommy. —Lea usted eso —dijo. Tommy obedeció.

—Agencia Internacional de Detectives. Theodore Blunt, ge­rente. Investigaciones privadas. Plantel competente de agencias. Discreción absoluta. Consultas gratuitas. Calle Halchan, número 118, W. C.

Levantó la vista y miró interrogativamente a Cárter. Éste asintió con un movimiento de cabeza.

—Esa agencia de investigación ha estado haciendo una serie de equilibrios durante los últimos meses —explicó—. Un amigo mío la ha comprado por una bicoca y estamos pensando en hacer una prueba de digamos seis meses para ver si conseguimos vol­ver a ponerla de nuevo en marcha. Como es natural, durante ese tiempo necesitaremos los servicios de un gerente.

—¿Y qué hay de mister Theodore Blunt? —preguntó Tommy.

—Me temo que mister Blunt no mostró la discreción que su cargo exigía y Scotland Yard se vio obligado a intervenir en el asunto. Hoy está hospedado a expensas del Gobierno de Su Ma­jestad, y no creo que logremos extraer de él algunas informacio­nes, que por cierto nos interesaría grandemente conocer.

—Comprendo —dijo Tommy—. O al menos, pretendo com­prender.

—Sugiero que curse usted una instancia solicitando seis me­ses de vacaciones. Por razones de salud. Y como es natural, yo no sabré nada de que usted dirige, con el nombre de Theodore Blunt, una agencia de detectives privados. Tommy se quedó mirando fijamente a su jefe.

—¿Hay alguna instrucción especial? —preguntó. —Tengo entendido que míster Blunt mantenía correspon­dencia con el extranjero. Vigile unos sobres azules con sellos de Rusia. Son de un comerciante de jamones ansioso de encontrar a su esposa, que vino aquí como refugiada hace algunos años. Humedezca el sello y encontrará usted el número dieciséis im­preso bajo él. Haga copia de estas cartas y mándeme los origi­nales al Yard. Y si alguien se presenta haciendo cualquier referencia al número dieciséis, también comuníquemelo inme­diatamente.

—Comprendido, señor —dijo Tommy—. ¿Algo más? Míster Cárter recogió los guantes que había dejado sobre la mesa y se dispuso a partir.

—Puede usted llevar la agencia como mejor le parezca. Se me ocurre también —terminó haciendo un picaresco guiño— que quizá tampoco le disgustaría a mistress Beresford que le diera una oportunidad de probar sus dotes de sabueso.
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