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Introducción Sabemos todo lo que necesitamos saber para poner fin al innecesario sufrimiento emocional que mucha gente padece en la actualidad. Una elevada dosis de autoestima y autocomprensión son metas accesibles para todo aquel que esté dispuesto a hacer lo necesario para conseguirlas. Es difícil transmitir por escrito el espíritu de algo que nos presenta la vida. Fue necesario reescribir cinco veces las cosas que contamos a diario para que, una vez impresas, sonaran tan bien como en vivo y en directo. Os rogamos que cuando leáis los relatos que aquí ofrecemos, olvidéis todo lo que alguna vez aprendisteis en vuestras clases de lectura rápida. Reducid la marcha. Escuchad las palabras no sólo mentalmente, sino también cordialmente. Saboread cada relato, dejad que os conmueva. Preguntaos ¿qué es lo que este libro despierta en mí? ¿Qué sugerencias aporta a mi vida? ¿Qué sentimiento o qué acción moviliza en mi ser más íntimo? Permitíos establecer una relación personal con cada relato. Algunos relatos os hablarán en voz más alta que otros. Algunos tendrán un significado más profundo. Algunos os harán llorar, otros os harán reír. Algunos os bañarán con un sentimiento cálido y cordial, y otros quizá os golpeen como un puñetazo en la frente. No hay una respuesta adecuada; la única válida es la vuestra. Dejadla surgir y no la cuestionéis. No leáis este libro con prisas. Tomaos vuestro tiempo. Disfrutadlo. Saboreadlo. Comprometeos plenamente con él. Representa miles de horas buscando «lo mejor de lo mejor» de entre nuestros cuarenta años de experiencia compartida. Finalmente: leer un libro como éste es, en algún sentido, como sentarse a comer un banquete que sólo está constituido por postres. Quizá sea demasiado rico. Es una comida sin verduras, sin ensalada ni pan. Pura esencia con pocas banalidades. En nuestros seminarios y talleres dedicamos más tiempo a explicar y analizar todo lo que implica cada relato. Debe haber más motivos y más reflexión en la forma de aplicar las lecciones y los principios a vuestra vida cotidiana. No os limitéis a leer estos relatos. Concedeos el tiempo necesario para digerirlos y asimilarlos, adueñándoos de ellos. Si os sentís movidos a compartir un relato con alguien más, hacedlo. Cuando alguno de ellos os haga evocar a otra persona, llamadla para compartirlo con ella. Abordad estos relatos dispuestos a dejar que os muevan a hacer cualquier cosa que ellos os inspiren, porque ésa es su intención: inspiraros y motivaros. En muchas de estas historias nos dirigimos al autor original para pedirle que las escribiera o las contara con sus propias palabras. En muchos de los relatos lo que se oye es la voz de sus autores, no la nuestra. Siempre que ha sido posible, hemos atribuido cada relato a su fuente original. Para, todos aquellos que se deben a compañeros de trabajo hemos incluido, al final del libro, una sección de colaboradores donde ofrecemos nombres, direcciones y números de teléfono para que, si el lector lo desea, pueda ponerse en contacto con ellos. Esperamos que disfrutéis de la lectura de este libro tanto como nosotros hemos disfrutado al confeccionarlo. 1 Sobre el amor Llegará el día que, tras haber dominado el espacio, los vientos, las mareas y la gravitación, debamos dominar para Dios las energías del amor. Y ese día, por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego. Teilhard de Chardin El amor, la única fuerza creativa Por dondequiera que vayas, difunde el amor: ante todo en tu propia casa. Brinda amor a tus hijos, a tu mujer o tu marido, al vecino de al lado... No dejes que nadie llegue jamás a ti sin que al irse se sienta mejor y más feliz. Sé la expresión viviente de la bondad de Dios; bondad en tu rostro, bondad en tus ojos, bondad en tu sonrisa, bondad en tu cálido saludo. Madre Teresa de Calcuta Un profesor universitario quiso que los alumnos de su clase de sociología se adentrasen en los suburbios de Boston para conseguir las historias de doscientos jóvenes. A los alumnos se les pidió que ofrecieran una evaluación del futuro de cada entrevistado. En todos los casos los estudiantes escribieron: «Sin la menor probabilidad». Veinticinco años después, otro profesor de sociología dio casualmente con el estudio anterior y encargó a sus alumnos un seguimiento del proyecto, para ver qué había sucedido con aquellos chicos. Con la excepción de veinte individuos, que se habían mudado o habían muerto, los estudiantes descubrieron que 176 de los 180 restantes habían alcanzado éxitos superiores a la media como abogados, médicos y hombres de negocios. El profesor se quedó atónito y decidió continuar el estudio. Afortunadamente, todas aquellas personas vivían en la zona y fue posible preguntarles a cada una cómo explicaban su éxito. En todos los casos, la respuesta, muy sentida, fue: «Tuve una maestra». La maestra aún vivía, y el profesor buscó a la todavía despierta anciana para preguntarle de qué fórmula mágica se había valido para salvar a aquellos chicos de la sordidez del suburbio y guiarlos hacia el éxito. —En realidad es muy simple —fue su respuesta—. Yo los amaba. Eric Butterworth Todo lo que recuerdo Cuando mi padre hablaba conmigo, siempre iniciaba la conversación preguntándome: «¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?». Su expresión de amor encontraba respuesta y, en sus últimos años, cuando su vitalidad empezó a disminuir visiblemente, nuestra intimidad se hizo aún mayor... si tal cosa era posible. A los ochenta y dos años estaba preparado para morir, y yo estaba dispuesto a dejarlo ir, para que su sufrimiento terminara. Nos reíamos y llorábamos, nos tomábamos de las manos y nos confesábamos el uno al otro nuestro amor, y ambos coincidíamos en que era el momento de partir. —Papá, quiero que después de haberte ido me envíes una señal de que estás bien —le decía yo, y él se reía ante el absurdo de aquellas palabras; papá no creía en la reencarnación. Tampoco yo estaba seguro de que esa posibilidad existiera, pero había tenido muchas experiencias que me convencieron de que podía esperar alguna señal «desde el otro lado». Entre mi padre y yo había una relación tan profunda que, en el momento en que murió, yo sentí en mi pecho su ataque cardíaco. Y me dolió profundamente que el hospital, en su estéril sabiduría, no me hubiera permitido sostenerle la mano mientras se iba. Día tras día rezaba pidiendo saber algo de él, pero nada sucedía. Noche tras noche pedía soñar con él antes de quedarme dormido. Y, sin embargo, pasaron cuatro largos meses sin que yo sintiera nada más que la pena por haberlo perdido. Cinco años antes, mi madre había muerto del mal de Alzheimer y, aunque yo tenía hijas ya mayores, me sentía como un niño perdido. Un día, mientras estaba tendido en una camilla de masaje, en una habitación oscura y tranquila, esperando mi turno, me invadió una oleada de nostalgia por mi padre. Empecé a preguntarme si habría sido demasiada exigencia pedirle una señal. Advertí que me encontraba en un estado de extremada lucidez. Tuve una experiencia excepcionalmente clara, en la cual hubiera sido capaz de sumar mentalmente largas columnas de cifras. Quise asegurarme de estar despierto y no dormido, y comprobé que estaba tan lejos como es posible de cualquier cosa que tuviera que ver con el sueño. Cada pensamiento que tenía era como una gota de agua que perturbara un estanque inmóvil, y la paz de cada momento transcurrido me maravillaba. Entonces pensé: «He estado intentando controlar los mensajes que vienen desde el otro lado, pero ahora dejaré de hacerlo». De pronto se me apareció el rostro de mi madre; su rostro, tal como había sido antes de que la enfermedad de Alzheimer la despojara de su mente, de su condición humana y de más de veinte kilos. El magnífico cabello plateado enmarcaba su dulce rostro. Era tan real y estaba tan próxima, que tuve la sensación de que si extendía la mano podría tocarla. Tenía el mismo aspecto que doce años atrás, antes de que se iniciara su decadencia. Hasta podía sentir la fragancia de Joy, su perfume favorito. Parecía que estuviera esperando y no hablaba. Me pregunté cómo podía ser que yo estuviera pensando en mi padre y ella apareciera ante mí; me sentí un poco culpable de no haber pedido también su presencia. —Oh, madre, lamento tanto que hayas tenido que sufrir con aquella terrible enfermedad —expresé. Ella inclinó ligeramente la cabeza, como para reconocer lo que yo había dicho sobre su sufrimiento. Después sonrió, con una hermosa sonrisa, y dijo muy claramente: —Lo único que yo recuerdo es el amor. Y desapareció. Empecé a estremecerme, parecía que la habitación se hubiera enfriado súbitamente, y en los huesos supe que el amor que damos y que recibimos es lo único que importa y lo único que se recuerda. El sufrimiento desaparece; el amor perdura. Sus palabras son lo más importante que jamás he oído y aquel momento ha quedado grabado para siempre en mi corazón. Todavía no he visto ni he oído a mi padre, pero no me cabe duda de que cualquier día, cuando menos lo espere, se me aparecerá para preguntarme: —¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero? Bobbie Probstein La canción del corazón Había una vez un hombre que se casó con la mujer de sus sueños. Con su amor, ambos crearon una niñita, una pequeña radiante y alegre, a quien el gran hombre amaba mucho. Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla, entonaba una melodía y bailaba con ella por la habitación, diciéndole: —Te amo, mi niña. La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía: —Te amo, mi niña. Ella se enfurruñaba y decía: —Ya no soy una niña. Entonces el hombre se reía, diciendo: —Para mí, tú siempre serás mi niña. La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para descubrir el ancho mundo. A medida que se conocía mejor a sí misma, conocía mejor al hombre. Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte, porque ahora reconocía sus virtudes. Una de ellas era la capacidad para expresar su amor a su familia. No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la llamaba para decirle: «Te amo, mi niña». Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña, recibió una llamada telefónica. El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que había tenido un ataque y estaba afásico. Ya no podía hablar y no estaban seguros de que entendiera lo que se le decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor a la niña, que ya no era una niña. Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio, le pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e intentó hablar, pero no pudo. La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en la cama, junto al gran hombre. Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y ella abrazó sus hombros paralizados. Con la cabeza apoyada en el pecho del enfermo, ella pensó en muchas cosas. Se acordó de los momentos maravillosos que habían pasado juntos y de cómo siempre se había sentido protegida y amada por el gran hombre. Sentía dolor por la pérdida que habría de soportar, por las palabras de amor que la habían reconfortado. Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del corazón. El corazón donde habían vivido siempre la música y las palabras. El corazón seguía latiendo tercamente, despreocupado del daño que sufría el resto del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se produjo un momento mágico. Ella oyó lo que necesitaba oír. El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no podía pronunciar... Te amo, mi niña. Te amo, mi niña. Te amo, mi niña... Y se sintió consolada. Patty Hansen El auténtico amor Moisés Mendelssohn, el abuelo del conocido compositor alemán, estaba lejos de ser un hombre guapo. Además de ser bajo, tenía una grotesca joroba. Un día visitó a un comerciante de Hamburgo que tenía una hija encantadora llamada Frumtje. Moisés se enamoró desesperadamente de ella, pero a Frumtje le repugnaba su aspecto deforme. Cuando llegó el momento de irse, Moisés reunió todo su valor para subir las escaleras hasta la habitación de ella y tener una última oportunidad de hablarle. Aunque ella era una visión de celestial belleza, a él le causó profunda tristeza que se negara a mirarlo. Después de varios intentos de entablar conversación, le preguntó tímidamente si ella creía que los matrimonios se hacen en el cielo. —Sí —respondió ella, sin dejar de mirar al suelo—. ¿Y vos? —Sí, también lo creo —fue la respuesta. Y continuó—: Fijaos que en el cielo, en el momento del nacimiento de un niño, el Señor anuncia con qué niña se ha de casar. Cuando yo nací, me mostraron a mi futura esposa, pero el Señor añadió—: Pero tu mujer será jorobada. En ese mismo momento, clamé: «Oh, señor, una mujer jorobada sería una tragedia. Os ruego que me deis a mí la joroba y preservéis su belleza». Entonces, Frumtje lo miró a los ojos y se sintió conmovida por un profundo recuerdo. Le ofreció su mano a Mendelssohn y con el tiempo llegó a ser su dedicada esposa. Barry y Joyce Vissell â El juez de los abrazos No me fastidiéis, ¡abrazadme! Pegatina en un parachoques Lee Shapiro es un juez retirado y también una de las personas más auténticamente amables y cariñosas que conocemos. En un momento de su carrera, Lee se dio cuenta de que el amor es el poder más grande que hay. Como resultado de ese descubrimiento se convirtió a la religión del abrazo: empezó a dar abrazos a todo el mundo. Sus colegas comenzaron a llamarlo «el juez de los abrazos». En el parachoques de su automóvil se lee: «No me fastidiéis, ¡abrazadme!». Hace más o menos seis años, Lee inventó lo que él llama su «Equipo de abrazar». Por fuera dice: «Un corazón por un abrazo» y contiene treinta corazoncitos rojos bordados con un adhesivo al dorso. Lee saca su «Equipo de abrazar», se acerca a la gente y le ofrece un corazoncito rojo a cambio de un abrazo. Gracias a esta práctica ha llegado a ser tan conocido que con frecuencia lo invitan a conferencias y convenciones donde puede compartir su mensaje de amor incondicional. En una conferencia que se realizó en San Francisco, los medios de comunicación locales le plantearon el siguiente reto: «Es fácil dar abrazos en esta conferencia dirigida a personas que han venido aquí porque han querido, pero eso sería imposible en el mundo real». Y lo desafiaron a que empezara a dar abrazos por las calles de San Francisco, seguido por un equipo de televisión de la emisora local. Lee salió a la calle y abordó a una mujer que pasaba. —Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos, y doy un corazón de estos a cambio de un abrazo —explicó. —Cómo no —fue la respuesta. —Demasiado fácil —objetó el comentarista local. Lee miró a su alrededor y vio a una muchacha encargada de un parquímetro que lo estaba pasando mal a causa del propietario de un automóvil a quien estaba multando. Lee se encaminó hacia ella, con el cámara a su lado y le dijo: —Me parece que a ti te vendría bien un abrazo. Soy el juez de los abrazos y me ofrezco a darte uno. Ella aceptó. —Mire, ahí viene un autobús —lo desafió el comentarista de televisión—. Los conductores de autobús de San Francisco son la gente más dura, descortés y mezquina que hay en la ciudad. Vamos a ver si consigue usted que lo abracen. Lee aceptó el reto. Cuando el autobús llegó a la parada, dijo al conductor: —Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos. El suyo debe de ser uno de los trabajos más agotadores del mundo. Hoy ando ofreciendo abrazos a la gente para aliviarles un poco la carga. ¿Le apetece uno? El hombrón de un metro ochenta y cuatro y más de noventa kilos de peso se levantó del asiento, bajó y le dijo: —¿Por qué no? Lee lo abrazó, le dio un corazón y lo saludó con la mano mientras el autobús volvía a arrancar. Los del equipo de televisión estaban mudos. Finalmente, el presentador dijo: —Tengo que admitir que estoy muy impresionado. Un día, Nancy Johnston, una amiga de Lee, llamó a su puerta. Nancy es payaso de profesión e iba vestida con su disfraz de trabajo, maquillada y con nariz postiza. —Lee, coge un montón de tus «Equipos de abrazar» y vamos al hogar de incapacitados. Tan pronto como llegaron, comenzaron a repartir globos, sombreros de carnaval, corazones y abrazos entre los pacientes. Lee se sentía incómodo: nunca había abrazado a nadie que tuviera una enfermedad terminal, que padeciera graves disfunciones físicas o mentales. Decididamente, aquello era excesivo para dos personas. Pero pasado un rato las cosas se volvieron más fáciles, ya que se fue formando un cortejo de médicos, enfermeras y ayudantes que los seguían de un pabellón a otro. Pasadas varias horas, llegaron al último pabellón donde se alojaban los treinta y cuatro casos más graves que Lee había visto en su vida. La sensación fue tan horrible que lo descorazonó; pero, dado su compromiso de compartir su amor para conseguir un cambio, Nancy y Lee empezaron a abrirse paso por la habitación, seguidos por el séquito de médicos y enfermeras, que por aquel entonces ya llevaban corazones colgados al cuello y lucían sombreros de carnaval. Finalmente, Lee llegó a la última persona, Leonard, que llevaba un gran babero blanco sobre el cual babeaba incesantemente. Lee miró a Leonard, que no dejaba de babear, y después se volvió a Nancy diciéndole: —Vayámonos, Nancy, a una persona así es imposible llegar. —Vamos, Lee —respondió ella—. Es un ser humano como nosotros, ¿o no? Y le puso un sombrero de mil colores en la cabeza. Lee sacó uno de sus corazoncitos rojos y lo pegó en el babero de Leonard. Después, tras hacer una inspiración profunda, se inclinó para abrazarlo. Súbitamente, Leonard empezó a emitir un chillido. Otros pacientes empezaron a golpear cacharros. Lee se volvió hacia el personal de la sala, en busca de alguna explicación, y se encontró con que todos los presentes, médicos, enfermeras y auxiliares, estaban llorando. —¿Qué es lo que pasa? —preguntó a la jefa de enfermeras. Lee jamás olvidará su respuesta: —En veintitrés años, es la primera vez que hemos visto sonreír a Leonard. Así de sencillo es cambiar en algo la vida de la gente. Jack Canfield y Mark V. Hansen â ¿No puede suceder aquí? Necesitamos cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho abrazos al día para mantenimiento, y doce abrazos al día para crecer. Virginia Satir En nuestros talleres y seminarios siempre invitamos a los participantes a que se abracen. La mayoría reacciona diciendo que en el lugar donde trabajan no se puede andar abrazando a la gente, pero ¿están seguros? He aquí una carta que recibimos de un graduado en nuestros seminarios: |
![]() | ![]() | «¿Un río sin fin?», dijo el hombre con asombro. «¿Después de recorrer todo este camino para encontrarte, todo lo que tienes que decirme... | |
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![]() | «una medicina para el alma», y Aristóteles la utiliza para llegar a la catarsis emocional | ![]() | |
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