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MISS MARPLE CUENTA UNA HISTORIA No creo, querido Raymond, querida Joan, que os haya contado nunca un suceso algo extraño que tuvo lugar hace ya algunos años. No quiero parecer presuntuosa; sé muy bien que, comparada con vosotros, los jóvenes, no soy nada inteligente; tú, Raymond, escribes esos libros tan modernos sobre desagradables jóvenes de uno y otro sexo, y tú, Joan, pintas esos cuadros tan notables, de personas cuadradas, llenas de bultos extraños... Valéis mucho los dos, queridos; pero según Raymond no se cansa de decir (claro que muy amablemente, porque es el mejor de los sobrinos), soy una victoriana empedernida. Siento admiración por míster Alma-Tadema y míster Frederic Leighton, y seguro que a vosotros os parecen terriblemente vieux jeu. Pero, vamos a ver, ¿qué estaba diciendo? ¡Ah!, sí, que no quiero parecer presuntuosa; pero no pude menos de sentirme una miajita satisfecha conmigo misma porque tan sólo con emplear un poquito de sentido común, creo que resolví un problema que había desconcertado a cabezas más inteligentes que la mía. Claro que en realidad debí comprender desde el principio que la solución era obvia... Bueno, os contaré mi pequeña historia, y si os parece que estoy un poco engreída con ella, tened en cuenta que, por lo menos, ayudé a una persona que estaba muy acongojada. Oí hablar por primera vez de este asunto una noche a eso de las nueve. Esa noche, Gwen (¿os acordáis de Gwen? Aquella criadita que tuve, la pelirroja); bueno, pues Gwen vino a decirme que míster Petherick y un caballero querían verme. Gwen los había pasado al salón, muy acertadamente. Yo estaba sentada en el comedor, porque cuando empieza la primavera me parece un derroche tener dos fuegos encendidos. Di instrucciones a Gwen de que nos pasara el cherry brandy y unas copas, y me dirigí apresuradamente al salón. No sé si os acordáis de míster Petherick. Murió hace dos años, pero había sido muy buen amigo mío durante muchos años, además de ocuparse de todos mis asuntos legales. Un hombre muy agudo y un abogado inteligente de verdad. Su hijo me lleva ahora los asuntos, un muchacho muy agradable y muy moderno; pero, no sé por qué, no tengo tanta confianza en él como tenía en míster Petherick. Le expliqué a míster Petherick lo de los fuegos y dijo en seguida que él y su amigo pasarían al comedor..., y entonces me presentó a su amigo, un tal míster Rhodes. Era un hombre bastante joven, no pasaría mucho de los cuarenta, y en seguida comprendí que algo grave le pasaba. Su actitud era muy extraña. Hubiera parecido descortés, si no comprendiera uno que el pobre hombre estaba en tensión. Una vez instalados en el comedor, y después que Gwen hubo traído el cherry brandy, míster Petherick explicó el motivo de su visita. —Miss Marple —dijo—, perdone usted a este viejo amigo que se haya tomado la libertad de venir a consultarle un asunto. No comprendí lo que quería decir, y él continuó: —Cuando está uno enfermo, le gusta conocer dos puntos de vista: el de un especialista y el del médico de cabecera. Está de moda considerar más valioso el parecer del especialista, pero yo no creo que esté de acuerdo con ello. El especialista sólo tiene experiencia en su campo; el médico de familia puede que tenga menos ciencia, pero su experiencia es más amplia. Comprendí perfectamente lo que quería decir, porque una sobrina mía no hacía mucho había llevado corriendo a su niño a un famoso especialista de enfermedades de la piel sin consultar a su médico, al que consideraba un viejo inútil, y el especialista había recetado un tratamiento muy caro, para luego resultar que lo que tenía el niño no era ni más ni menos que un sarampión que presentaba síntomas un poco raros. Os digo esto, aunque odio las divagaciones, para demostrar que comprendí la idea de míster Petherick, aunque seguía sin tener la menor noción de adonde iría a parar. —Si míster Rhodes está enfermo... —dije, y me callé, porque el pobre hombre soltó una carcajada espantosa. —Espero morir dentro de unos meses con el cuello roto —dijo. Y entonces salió todo a relucir. Había habido recientemente un caso de asesinato en Barnchester, una ciudad a unos treinta y cinco kilómetros de aquí. Yo no había prestado mucha atención al caso, porque en el pueblo habíamos estado todos muy excitados por motivo de la enfermera del distrito, y los acontecimientos del exterior, como un terremoto en la India o un asesinato en Barnchester, aunque mucho más importantes, naturalmente, habían cedido el terreno a nuestras pequeñas perturbaciones locales. Ya se sabe cómo son los pueblos. Sin embargo, recordaba haber leído algo sobre una mujer apuñalada en un hotel, aunque no recordaba su nombre. Esa mujer, al parecer, había sido la esposa de míster Rhodes, y como si ello no fuera ya bastante triste, se sospechaba que él la había asesinado. Míster Petherick me explicó todo esto muy claramente y dijo que, aunque el veredicto emitido por el Jurado había sido «asesinato cometido por persona o personas desconocidas», míster Rhodes tenía motivos para creer que, probablemente, lo detendrían dentro de unos días y había ido a ver a míster Petherick, poniéndose en sus manos. Míster Petherick continuó diciendo que aquella tarde había consultado a sir Malcolm Olde y que, si el caso llegaba a los tribunales, sir Malcolm se haría cargo de la defensa de míster Rhodes. Sir Malcolm era un hombre joven, dijo míster Petherick, muy moderno en sus métodos, y había indicado un curso a seguir en la defensa. Pero míster Petherick no estaba del todo satisfecho con esa línea general de defensa. —Es que mire usted, mi querida señorita —dijo—, está viciado por lo que yo llamo el punto de vista del especialista. A sir Malcolm se le entrega un caso y él sólo lo ve desde un ángulo: desde el ángulo de la mejor defensa posible. Pero incluso la mejor defensa puede ignorar por completo lo que, a mi modo de ver, es lo fundamental: no tiene en cuenta lo que realmente ocurrió en el caso que tratamos. Luego continuó con frases muy amables y halagüeñas sobre mi sagacidad, mi buen juicio y mi conocimiento de la naturaleza humana y me pidió permiso para contarme la historia, en la esperanza de que quizá podría sugerir alguna explicación. Comprendí que míster Rhodes no creía que yo pudiera ser útil en absoluto y que le molestaba haber venido aquí. Pero míster Petherick hizo de ello caso omiso y pasó a relatarme los hechos ocurridos en la noche del ocho de marzo. Míster y mistress Rhodes se alojaban en el Crown Hotel, en Barnchester. Mistress Rhodes, que, según pude colegir de las medias palabras de míster Petherick, debía de ser un poco hipocondríaca, se había ido a la cama inmediatamente después de cenar. Ella y su esposo ocupaban habitaciones contiguas, con una puerta de comunicación. Míster Rhodes, que estaba escribiendo un libro sobre pedernales prehistóricos, se puso a trabajar en el cuarto contiguo. A las once, ordenó sus papeles y se dispuso a ir a la cama. Antes de acostarse, pasó un momento al cuarto de su esposa, para asegurarse de que no necesitaba nada. La luz estaba encendida y su esposa yacía en la cama, con un puñal clavado en el corazón. Llevaba muerta una hora por lo menos, probablemente más. Los detalles más importantes fueron los siguientes: Había otra puerta en el cuarto de mistress Rhodes, que conducía al pasillo. Esta puerta estaba cerrada con llave por dentro. La única ventana de la habitación estaba cerrada y tenía el cerrojo corrido. Según míster Rhodes, nadie había pasado por la habitación en la que estaba trabajando, salvo la camarera, que había llevado las bolsas de agua caliente. El arma encontrada en la herida era un estilete que solía estar en el tocador de mistress Rhodes. Tenía costumbre de utilizarlo como plegadora. No había huellas en el arma. Me interesé por la camarera. —Por ahí fueron nuestras primeras pesquisas —dijo míster Petherick—. Mary Hill es una mujer de la localidad. Lleva diez años de camarera en el Crown Hotel. No parece que exista el menor motivo que la indujera a atacar de pronto a una huésped. Además, es bastante tonta, casi deficiente mental. Su relación de los hechos ha permanecido inalterable. Le llevó a mistress Rhodes su bolsa de agua caliente y dijo que la señora estaba adormilada, a punto de conciliar el sueño. Francamente, no puedo creer, y estoy seguro de que ningún Jurado lo creería, que ella haya cometido el asesinato. Míster Petherick mencionó luego algunos detalles complementarios. En lo alto de la escalera del Crown Hotel hay una especie de salón en miniatura, donde suelen sentarse algunas personas a tomar café. De él arranca un pasillo hacia la derecha. La última puerta de ese pasillo es la de la habitación ocupada por míster Rhodes. Luego, el pasillo tuerce bruscamente hacia la derecha, y la primera puerta, después de dar la vuelta a la esquina, es la del cuarto de mistress Rhodes. Se dio la circunstancia de que ambas puertas podían ser vistas por testigos. La primera puerta, la del cuarto de míster Rhodes, a la que llamaré A, podía ser vista por cuatro personas: dos viajantes de comercio y un matrimonio de cierta edad, que estaban tomando café. Según ellos, nadie entró ni salió por la puerta A, a excepción de míster Rhodes y de la camarera. En cuanto a la otra puerta, la del pasillo B, un electricista estaba trabajando allí y jura que nadie entró ni salió por la puerta B, salvo la camarera. El caso era verdaderamente curioso e interesante. Según todas las apariencias, míster Rhodes tenía que haber asesinado a su esposa. Pero comprendí que míster Petherick estaba totalmente convencido de la inocencia de su cliente, y míster Petherick era un hombre muy agudo. En la pesquisa judicial, míster Rhodes había dicho, de modo vacilante y confuso, que una mujer había estado escribiendo cartas amenazadoras a su esposa. Pude colegir que su historia no había sido nada convincente. A requerimiento de Petherick, Rhodes explicó: —Francamente, yo nunca creí en tal historia. Creí que Amy la habría inventado en su mayor parte. Saqué la conclusión de que mistress Rhodes era una de esas mentirosas románticas que se pasan la vida fantaseando sobre todo lo que les ocurre. La cantidad de aventuras que, según ella, le ocurrían en un año era completamente increíble. Si resbalaba en una cáscara de plátano, había faltado muy poco para que se matara. Si se incendiaba la pantalla de una lámpara, la sacaban de una casa en llamas, con riesgo de su vida. Su marido se había acostumbrado a no hacer mucho caso de sus declaraciones. Cuando le contó la historia de una mujer a cuyo hijo había herido con el coche y que juró vengarse..., bueno, Rhodes no le prestó la menor atención. El incidente había ocurrido antes de casarse con ella, y aunque Rhodes leyó cartas llenas de insensateces, sospechó que ella misma las había redactado. Ya había hecho algo parecido otras veces. Era una mujer con tendencia al histerismo, con un ansia de emociones constantes. Todo esto me pareció muy verosímil; nosotros tenemos en el pueblo una joven que hace cosas muy por el estilo. Lo que ocurre con estas personas es que, cuando les pasa de verdad algo extraordinario, nadie cree lo que dicen. Me pareció que eso era lo que había ocurrido en este caso. Saqué la conclusión de que la Policía había creído que Rhodes había inventado aquella historia tan poco convincente con objeto de alejar de sí las sospechas. Pregunté si en el hotel se alojaba por entonces alguna mujer sola. Al parecer, había dos, una tal mistress Granby, viuda angloindia, y miss Carruthers, una señorita con el aire inconfundible que da el trato asiduo con caballos y que no pronunciaba las ges finales. Petherick añadió que las minuciosas investigaciones llevadas a cabo habían sido infructuosas: nadie había visto a ninguna de ellas cerca del lugar del crimen, y no había nada que las relacionara con el mismo, en ningún sentido. Le pedí que me describiera su aspecto personal. Dijo que mistress Granby tenía el pelo rojo, que solía llevar bastante despeinado; rostro macilento y unos cincuenta años de edad. Sus vestidos eran bastante pintorescos, confeccionados casi todos ellos con sedas indias, etcétera. Miss Carruthers tendría unos cuarenta años, usaba quevedos, tenía el pelo cortado como un hombre y vestía trajes hechura sastre de estilo masculino. —¡Dios mío —dije—, eso lo hace muy difícil! Petherick me dirigió una mirada interrogante, pero no quise decir nada más por entonces; de modo que le pregunté qué había dicho sir Malcolm Olde. Sir Malcolm Olde, al parecer, estaba decidido por la teoría del suicidio. Petherick dijo que el informe médico lo había negado de un modo tajante, y que, además, no había huellas dactilares, pero sir Malcolm confiaba en poder presentar informes médicos contradictorios y salvar de algún modo el escollo de las huellas. Le pregunté a Rhodes su opinión y dijo que los médicos eran todos unos estúpidos, pero que él no podía creer que su mujer se hubiese suicidado. —No era una mujer de ese tipo —dijo sencillamente. Y le creí. Las personas histéricas no suelen suicidarse. Me quedé pensando un momento y luego pregunté si la puerta de la habitación de mistress Rhodes daba directamente al pasillo. Rhodes dijo que no, que había una especie de vestíbulo, con un cuarto de baño y un servicio. Era la puerta que comunicaba el dormitorio con el vestíbulo la que estaba cerrada con llave por dentro. —Entonces —dije— todo el asunto está clarísimo. Y es verdad que lo estaba... La cosa más sencilla del mundo. Y, sin embargo, nadie parecía haberla visto así. Rhodes y Petherick tenían la mirada fija en mí, y me sentí un poco violenta. —Puede que miss Marple no haya comprendido del todo las dificultades... —dijo Rhodes. —Sí —dije—, creo que sí. Existen cuatro posibilidades. Mistress Rhodes fue asesinada por su esposo, o por la camarera, o se suicidó o la mató un extraño a quien nadie vio entrar ni salir. —Y eso es imposible —interrumpió Rhodes—. Nadie pudo entrar o salir por mi cuarto sin que yo lo viera, y aun en el caso de que alguien se las arreglara para entrar en la habitación de mi esposa sin que el electricista le viera, ¿cómo diablos iba a volver a salir, dejando la puerta cerrada por dentro con llave? Petherick me miró y dijo, animándome: —Diga, miss Marple. —Me gustaría —dije— hacer una pregunta. Míster Rhodes, ¿qué aspecto tenía la camarera? Dijo que no estaba seguro, que le parecía que era más bien alta..., no recordaba si era rubia o morena. Me volví hacia Petherick y le hice la misma pregunta. Dijo que era de estatura mediana, tenía el cabello más bien rubio, ojos azules y color de cara bastante subido. Rhodes dijo: —Es usted mejor observador que yo, Petherick. Me permití contradecirle. Luego le pregunté a Rhodes si podía describir a la muchacha de mi casa. Ni él ni Petherick pudieron hacerlo. —¿No se dan cuenta de lo que esto significa? —dije—. Vinieron ustedes aquí preocupados con sus problemas particulares, y la persona que les abrió la puerta era sólo una doncella. Lo mismo le ocurrió a míster Rhodes en el hotel. Sólo vio a la camarera. Vio su uniforme y su delantal. Estaba enfrascado en su trabajo. Pero Petherick se ha entrevistado con la misma mujer en otro aspecto. La consideró como una persona. Con eso, precisamente, contaba la asesina. Como seguían sin comprender, tuve que explicar con más claridad: —Creo que esto fue lo que ocurrió —dije—. La camarera entró por la puerta A, llevando la bolsa de agua caliente, pasó por el cuarto de míster Rhodes al de mistress Rhodes y salió por el vestíbulo al pasillo B. X, como llamaremos a nuestra asesina, entró por la puerta B en el pequeño vestíbulo, se escondió en..., bueno, en cierto lugar, ¡ejem!, y esperó a que la camarera pasara. Entonces entró en la habitación de mistress Rhodes, cogió el estilete del tocador (no cabe duda de que había examinado antes el cuarto), se dirigió a la cama, apuñaló a mistress Rhodes, que estaba adormilada, borró las huellas del estilete, echó el cerrojo y la llave de la puerta por donde había entrado y pasó luego por el cuarto donde míster Rhodes estaba trabajando. Rhodes gritó: —Pero la hubiera visto. El electricista tuvo que haberla visto entrar. —No —dije—; en eso es en lo que se equivoca usted. Usted no la vería... si iba vestida de camarera. Les dejé asimilar esto y continué: —Estaba usted enfrascado en su trabajo, con el rabillo del ojo vio entrar a una camarera, pasar al cuarto de su esposa, volver sobre sus pasos y salir. Era el mismo traje..., pero no era la misma mujer. Esto es lo que vieron las personas que estaban tomando café: una camarera que entraba y una camarera que salía. El electricista, igual. Me figuro que si la camarera fuera muy bonita, un caballero se hubiera fijado en su cara..., siendo como es la naturaleza humana, pero tratándose de una mujer vulgar, de mediana edad..., lo único que vería usted sería el traje de la camarera, no la mujer. Rhodes exclamó: —¿Quién fue? —Bueno, eso va a ser un poquito difícil —dije—. Puede haber sido mistress Granby o miss Carruthers. Por la descripción que me han hecho, parece como si mistress Granby llevara peluca; por tanto, como camarera podía llevar su propio pelo. Por otra parte, miss Carruthers, con su pelo tan corto, podía muy bien ponerse una peluca para interpretar el papel de camarera. Me figuro que no les será difícil saber cuál de las dos fue. Yo, personalmente, me inclino por miss Carruthers. Y así, queridos, termina la historia. La asesina era miss Carruthers, aunque éste era un nombre falso. Había en su familia casos de locura. Mistress Rhodes, que conducía de un modo muy temerario, había atropellado a su hijita y la pobre mujer había perdido la razón. Disimuló la locura con mucha astucia, salvo en las cartas que escribía a su futura víctima, cartas características de una demente. Hacía cierto tiempo que la andaba siguiendo y trazó sus planes con mucha habilidad. Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue echar al correo en un paquete la peluca y el uniforme de camarera. Cuando la acusaron, perdió el control y confesó en seguida. La pobre mujer está ahora en Broadmoor1. Estaba completamente desequilibrada, por supuesto; pero fue un asesinato muy bien planeado. Petherick vino a verme más tarde y me trajo una carta muy agradable de Rhodes..., me sacó los colores de verdad. Luego, mi amigo me dijo: —Una cosa quiero preguntarle: ¿por qué creyó usted que era más probable que fuera miss Carruthers que mistress Granby? No había visto usted a ninguna de las dos. —Fue por lo de las ges —dije—. Dijo usted que no pronunciaba las ges. Eso lo hacen muchos cazadores en los libros, pero conozco muy poca gente que lo haga en realidad, y, desde luego, nadie de menos de sesenta años. Dijo usted que esa mujer tenía cuarenta. Eso de no pronunciar las ges finales me pareció propio de una persona que estuviera interpretando un papel y se pasara un poco de la raya. No voy a deciros lo que dijo Petherick cuando oyó esto, pero fue muy halagüeño, y no pude evitar sentirme un poquitín satisfecha de mí misma. ¡Y hay que ver cómo se arreglan las cosas en este mundo!... Rhodes se volvió a casar —una chica tan agradable, tan inteligente... — y tienen un niñito muy mono, y... ¿podéis creer que me han pedido que sea la madrina? ¿Verdad que es de agradecer? Bueno, supongo que no me habré extendido demasiado... |
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