La Historia de los Vencidos






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A pesar de haberse probado hasta la saciedad que el libro de Morgenthau era, de principio a fin, una farsa, la Comisión Lansing lo presentó triunfalmente en Versalles como la prueba incontrovertible de la culpabilidad unilateral de Alemania en el desencadenamiento de la guerra, expresada en el denigrante artículo 231 del «Diktat». A pesar de haberse demostrado que el sedicente complot de Potsdam no había existido más que en la imaginación de Morgenthau y de que numerosos historiadores y publicistas de países Aliados y neutrales probaron que la culpabilidad única de Alemania era un mito (15), el artículo 231 fue mantenido como necesaria coartada del ignominioso «Tratado».
Si en Versalles se hubiera impuesto el célebre principio de las nacionalidades, el "derecho de los pueblos a disponer de sí mismos", Alemania no hubiera sido desposeída de 90.000 km2 de su territorio nacional, y once millones de alemanes no hubieran pasado a depender de soberanías extranjeras y hostiles. A la República de Austria no se le hubiera prohibido, expresamente, por el «Tratado de Saint Germain», de unirse a Alemania, a pesar de las afinidades étnicas, lingüísticas e históricas existentes entre ambas y del deseo de la mayoría de la población en ese sentido. El «derecho de los pueblos a disponer de sí mismos», ese eslogan que ocupa tan escogido lugar en el arsenal ideológico de las democracias, se transformó, así, en el derecho de los vencedores a disponer de los vencidos a su antojo. Los inmortales principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad fueron escarnecidos por los vencedores en todas partes, desde la Asamblea de la Sociedad de Naciones (16) hasta las selvas del Camerún y del Africa Austral, en donde ochenta mil colonos alemanes fueron apaleados por tropas coloniales anglofranccsas y expulsados de sus hogares dejándolo todo.
Los famosos «puntos de Wilson», preámbulo del «Diktat» sólo se cumplieron cuando beneficiaban a los vencedores; así, por ejemplo, era lógico, era justo, era moral que Polonia y Serbia consiguieran su famosa "salida al mar", aún cuando en el primer caso hubiera que partir en dos a Alemania y aislar la Prusia Oriental del resto del país, y en el segundo se debiera disolver la personalidad serbia en el conglomerado yugoslavo, liquidando. de paso, la independencia de Croacia, grupo nacional que, dentro del tan difamado Estado austrohúngaro, gozó de amplísima autonomía interna. En cambio, nadie se preocupó de que Hungría y Austria tuvieran su "salida al mar" que les garantizaba el punto XI.
La "paz" de Versalles llevaba en sí el germen de nuevas guerras; políticamente, había creado nuevos irredentismos. Los croatas y los eslovacos habían sido liberados de la paternal tutela austríaca para ser sometidos, los unos al yugo serbioyugoslavo, los otros al yugo checo. Poblaciones específicamente húngaras pasaban a depender de la soberanía rumana, yugoslava y checa. Los alemanes de los montes Sudetes se convertían en sujetos checoslovacos; los de la alta Silesia y el «Corredor» en polacos; los del Schleslewig en daneses; los de Eupen en belgas; los del Tirol Meridional en italianos. A los desgraciados alsacianoloreneses se les decía que ellos, en realidad, eran puros franceses (17).
Económicamente, la paz de Versalles había asesinado a la vieja monarquía austrohúngara (18) para inventar, sobre sus ruinas, una serie de pequeños estados destinados a la miseria y al chantaje político. A Hungría se le había arrebatado el granero de Transilvania; Austria quedaba reducida a un amorfo territorio de seis millones de habitantes, de los que más de un tercio se aglomeraba en Viena. A Alemania se le habían arrebatado, además de sus colonias y de su flota, sus más ricas minas de hierro, y debía alimentar una población pletórica con una producción agrícola que - a causa de las pérdidas territoriales - había disminuido en un treinta y cinco por ciento. La nueva República de Weimar no podía ni pensar en comprar en el exterior lo que le faltaba para subsistir. . . la factura de las reparaciones impedía toda compra. Al socaire del hambre y de la explotación de Alemania la Revolución comunista latía en el interior, mientras los polacos y los lituanos violaban constantemente las fronteras del Este en expediciones de rapiña y saqueo distraídamente ignoradas por la Sociedad de Naciones.
Si políticamente Versalles era insostenible; si económicamente lo era aún más a no ser mediante el uso permanente de la fuerza por parte de los vencedores, moralmente abría un abismo de incomprensión y de odio entre éstos y los vencidos. Que la consecuencia de todo ello fuera el progresivo empeoramiento de la situación hasta la explosión de 1939 no lo dijeron entonces y después todos los alemanes conscientes solamente, sino que lo corroboran desde el propio campo de los vencedores.
Clemenceau, dirigiéndose a los cadetes de la Escuela Militar de Saint Cyr les dijo, tres meses después de firmarse el Tratado de Versalles: «No se preocupen ustedes por su futuro militar. La paz que acabamos de firmar, les garantiza diez años de conflictos en el centro de Europa» (19).
Por su parte, Lloyd George, dijo:
«La injusticia y la arrogancia ejercidas en el momento de la victoria, jamás serán olvidadas ni perdonadas. No puedo imaginarme otro motivo más poderoso para una guerra futura, que rodear al pueblo alemán. . . de una serie de pequeños estados, muchos de los cuales están constituidos por pueblos que jamás han tenido un gobierno estable, pero que incluyen una abundante población alemana que exigirá muy pronto su retorno a la Madre Patria. La proposición de la comisión polaca, apoyada por Francia, conducirá más pronto o más tarde, a una nueva guerra en el Este de Europa» (20).
Woodrow Wilson había, a su vez, manifestado ante el Senado de los Estados Unidos:
« La guerra no debiera haber terminado con un acto de venganza. . . ninguna nación, ningún pueblo, debían haber sido robados ni castigados. La injusticia sólo puede engendrar injusticias futuras.»
Francesco Nitti, presidente del Consejo de Ministros de Italia había escrito, en su obra precitada sobre el Tratado de Versalles:
«El Tratado que hemos firmado no es la paz; es la guerra con otros medios más hipócritas y una traición a solemnes promesas anteriores. (21).
Si Clemenceau, Lloyd George, Wilson y Nitti, las cuatro figuras políticas más representativas de los países Aliados reconocen que el «Diktat» de Versalles, sobre injusto, era ineficaz y, además, el semillero de una nueva conflagración, huelga solicitar más testimonios en favor de esta tesis.

«PACTA SUNT SERVANDA... SIC REBUS STANTIBUS»

El articulo 19 del Tratado de Versalles era uno de los pocos que estaba impregnado de sentido común y previsor juicio. Decía así: «La Asamblea de la Sociedad de Naciones puede, de vez en cuando, invitar a los miembros de la sociedad a proceder a un nuevo examen de los tratados que, con el tiempo, se hayan convertido en inaplicables, así como de aquellas situaciones internacionales cuyo mantenimiento podría poner en peligro la paz del mundo».
He aquí una cláusula comprensiva, que tiene en cuenta el viejo aforismo jurídico; "Pacta sunt servanda, sic rebus stantibus". Los pactos deben cumplirse, siempre y cuando las circunstancias que los motivaron permanezcan invariables. La costumbre, madre de la Ley, ha sancionado infinidad de veces, en el terreno internacional, la caducidad de los tratados. Pretender que puedan existir leyes y, aún menos, tratados, intangibles y eternos, es sencillamente infantil. Sobre todo si se trata de un pacto de la naturaleza del de Versalles (22).
No obstante, el desgraciado Tratado de Versalles, que había hecho caso omiso de la geografía, de la historia, de la economía, del derecho y de la etnología terminaría, cual monstruo mitológico, devorándose a sí mismo, ya que en su propio preámbulo recordaba a todos sus signatarios «la necesidad de respetar escrupulosamente todas las obligaciones de los tratados», lo que estaba en contradicción con el articulo 19. Pero tal artículo sólo había sido redactado, según luego se vería en la práctica, para uso de los vencedores, muchos de los cuales se consideraban desfavorecidos en el reparto. Las disensiones entre los «Aliados» de la víspera comenzarían ya en plena conferencia. Las hostilidades empezaron, de hecho, con la ofensiva de Lloyd George y Wilson para hacer adoptar el inglés como lengua diplomática con igual rango que el francés; ofensiva que desposeyó a la lengua francesa de un privilegio que, por ejemplo, el Tratado de Francfort no le había retirado. El humor negro no estuvo ausente de esas sórdidas peripecias; desde el engaño de Lloyd George que obtuvo de Clemenceau, rigurosamente ignorante en la materia, la cesión de la región petrolífera de Mossul, con el pretexto de «dar un hueso a roer a los arqueólogos y a los misioneros», hasta la increíble campaña, conducida por brillantes inteligencias, para demostrar que la Renania era más latina que germánica (23).
Con respecto a Alemania, Austria, Turquía, Hungría y Bulgaria, en cambio, el «Tratado» era irreversible. Para ellos - y sólo para ellos - Versalles habla alumbrado la Justicia Inmanente; como si no hubiere lesionado ningún grupo nacional o étnico; como si no hubiera lastimado ninguna ley geográfica; como si no hubiera perturbado, en ningún caso, el juego de la producción y de los cambios. Y esa maravillosa perfección no era solamente válida para unos cuantos años, sino para la eternidad de los tiempos. Europa había encontrado su forma definitiva. La rueda de la historia había cesado de girar el 28 de junio de 1919. Pero, insistimos, esto sólo rezaba para los vencidos; los vencedores, a parte de pelearse entre ellos por la posesión de la mayor cantidad posible de pastel, comprendían que, entre todos, estaban organizando una nueva guerra, más mortífera e irreparable que la recién terminada. En un libro, recientemente publicado, de M. Georges Bonnet ex ministro de Asuntos Exteriores de Francia (24), se narra la respuesta de Philippe Berthelot - que detentaba tal cartera en 1919ó a su colega austríaco Otto Bauer, que afirmaba que la balcanización de Europa y, particularmente, la inclusión de los Sudetes en el nuevo Estado checoslovaco provocaría una nueva guerra. «¡Bah! - respondió Berthelot, espíritu superior, según pareceó. «Todo esto durará veinte años. Después, ¡ya veremos!»... Ya se vio, efectivamente: Fue la Segunda Guerra Mundial.
Redactado oficialmente por tres hombres de Estado, de los cuales el más poderoso, Wilson, desconocía soberanamente la geografía (25) el Tratado de Versalles fue designado por una comisión de periodistas británicos como «el peor libro del año 1919». Aunque hubiera tenido en cuenta los principios de la equidad, la concepción estática del futuro en que lo encorsetaban sus paladines, su formalismo pseudojurídico y, sobre todo, su estrechez de espíritu lo condenaban a la alternativa de desaparecer o ser la causa del suicidio de Europa. La estúpida obcecación de liberales, demócratas, xenófobos franceses de estilo girondino, internacionalistas nebulosos..., todas esas fuerzas a las que Spengler llamaba el Mundo Abisal consiguieron que pereciera Europa como centro del Mundo para que perviviera el fantasma de Versalles.

EL «COMITÉ DES DÉLÉGATIONS JUIVES»

Además de las naciones participantes en la contienda, tomó parte en las conferencias de Versalles la delegación de otra nación: la Nación Judía. Con tal pretensión se presentó y fue admitido un «Comité des Délégations Juives», que decía representar a israelitas de Palestina, Rusia, Canadá, Estados Unidos, Alemania, Ucrania, Rumania. Polonia, Italia, Bohemia, Eslovaquia, Inglaterra, Transilvania, Serbia y Francia. Esta «nación judía» decía tener diez millones de súbditos».
Su influencia fue desproporcionadamente importante, y una de sus propuestas fue aceptada e incorporada a los Tratados de Paz: el Tratado sobre las Minorías Nacionales, firmado el 28 de junio de 1919, por el cual se obligaba a Polonia, Estonia, Lituania, Letonia, Checoslovaquia, Rumania, Hungría, Albania y Yugoslavia a «conceder la autonomía cultural y política a sus comunidades alógenas».
En realidad, según luego se verá en la práctica, este Tratado sólo se aplicó en los casos que interesaban a la comunidad judía. A Polonia, en este sentido, se le hicieron una serie de imposiciones absurdas e irritantes. Por ejemplo, se prohibía a los polacos celebrar elecciones en sábado, día que era declarado festivo para los judíos del país; los hebreos polacos, ese día, no podían ser citados a juicio, ni llamados a filas, ni se les podía exigir el pago de deudas ni salarios.

¿QUIÉN MOVÍA LOS HILOS. . .?

«En Versalles había una fuerza secreta que nos fue imposible identificar», dijo el presidente Wilson a su regreso a América, después de la fracasada Conferencia de la Paz. Infinidad de autores y tratadistas han estado de acuerdo con Wilson al afirmar que, detrás de los Clemenceau, los Lloyd George, los Nitti, los Meakino Y sobre todo, detrás del propio Wilson, había una fuerza, internacional y apátrida, que movía a los sedicentes «grandes estadistas» como marionetas. Esa fuerza misteriosa operaba, así mismo, detrás de la delegación alemana, minando sus ya de por sí escasos medios de resistencia ante el abuso concertado de que era objeto por parte de sus oponentes.
Hay un hecho trascendental, a propósito de la llamada Conferencia de la Paz que fue mantenido secreto por los que poseen el poder de esconder la verdad y proclamar la mentira con el nuevo Evangelio. Y es el siguiente:
Todas las decisiones de alguna importancia fueron tomadas por los Cuatro Grandes - Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia y Francia - representados por Lloyd George, Woodrow Wilson, el barón Sonnino y Clemenceau. El consejero privado de Lloyd George era el judío Sir Philip Sassoon (26); el «alter ego» de Wilson era el coronel Edward Mandell House y su consejero privado, Louis Dembitz Brandeis, ambos judíos (27); el barón Sonnino era, él mismo, medio judío; en cuanto a Clemenceau mantenía, como omnisciente secretario al israelita Georges Mandel (28). El consejero militar de los «grandes» era el judío Kish, y el intérprete óy única persona que asistió a todas las conversaciones celebradas por los primeros ministrosó, era el hebreo Mantoux. El primer presidente de la Sociedad de Naciones, fue el judío Huymans quien, a su vez, nombró a su correligionario Lord Levy Lawson of Burnham (29) director del Departamento de Prensa, desde el cual ejerció una feroz censura sobre las actividades de la «fuerza secreta e inidentificable» de que hablara Wilson en un fugaz momento de sinceridad.
Es bien sabido que los sedicentes «grandes» de Versalles no sabían geografía; en cambio, sus consejeros - y tal vez algo más que simples consejeros - estaban muy documentados en tal ciencia. Archibald Maule Ramsay dice (30): «Los secretarios y asesores judíos se reunían cada día a las seis de la tarde, después de las sesiones oficiales, y decidían el plan de trabajo a adoptar y las decisiones a preconizar el día siguiente». Los resultados de la tortuosa política de tales individuos fueron desastrosos para Europa.
La Delegación germánica en Versalles que, sucesivamente estuvo presidida por dos alemanes, el conde Brockdorff Rantzau y Von Haniel, se componía de otros dos alemanes y los siguientes israelitas: Jaffe, Brentano, Deutsch, Rathenau, Von Baffin, Von Strauss, Warburg, Oscar Oppenheimer, Struck, Mendelssohn Bartholdy y Wassermann (31). Por otra parte, en la Delegación americana se podía contar a los hebreos: Julian Mack, Leopold Benedict, Louis Marshall, Jacob Syrkin, Jacob de Haas, Joseph Barondess, Nachman, Harry Cutler, Bernard Mannes Baruch, Louis Dembitz Brandeis, Edward Mandell House, B. L. Levinthal y el rabino Stephen Weisz (a) Wise.
Se objetará, no sin aparente razón que, al fin y al cabo, y por grande que pudiera ser la influencia de la judería, tanto en la Conferencia de la Paz como en la Sociedad de Naciones, las mayores autoridades jerárquicas, los primeros ministros, eran, con la única excepción del barón Sonnino, gentiles. La realidad es, no obstante, muy otra. Desde que el mundo es mundo, dinero significa poder. Evidentemente, un Gobierno - sobre todo si se trata de un gobierno autocrático, de una monarquía tradicional no parlamentaria, o de un régimen nacionalista muy joven - puede, hasta cierto punto, mantenerse independiente del poder del oro. Pero no puede negarse honestamente que la influencia de éste será, siempre, muy importante, pudiendo llegar a ser determinante en regímenes llamados democráticos. En general puede, sin ultraje a la verdad, afirmarse que tanto mayor será la influencia del dinero cuanto más «liberal» y «democrático» sea el régimen de un pueblo. En efecto, los políticos profesionales, para conseguir un mandato parlamentario, necesitan de los votos de la masa. Una campaña electoral para conseguir, para comprar tales votos es costosisima. Las elecciones se transforman en un torneo publicitario en el que, con monótona regularidad, termina por triunfar el candidato que más dinero ha podido gastar en propaganda electoral. Pero como en la mayoría de los casos, dicho candidato no posee el fabuloso capital necesario para costearse su propia campaña, debe tomarlo prestado. Y nadie da ni presta nada, a cambio de nada; y menos que nadie, un financiero. Para poder comprar sus votos y, con ellos, su promoción al envidiado cargo de «padre de la Patria», el político profesional ha debido vender o hipotecar su independencia personal al financiero o al grupo de intereses que la utilizarán en su propio beneficio. La consecuencia es que, en régimen democrático o pretendido tal, los gobiernos terminan por no ser otra cosa que Consejos de Administración de gigantescos trusts y monopolios. Y la democracia se transforma en una plutocracia.
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