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Capítulo Siete Ben Loftin había cambiado de revista cuando Trace y Mariah llegaron a la habitación de hospital de Alan Fletcher. —¿Ha pasado algo? —preguntó Trace. —No. La última vez que me asomé el senador estaba viendo la televisión. Su ayudante se marchó hace un rato. Aunque hablaba con su jefe, la atención de Loftin estaba concentrada en el pecho de Mariah. A Trace no se le escaparon ni la conducta descarada de su ayudante ni el estremecimiento de disgusto de Mariah. —¿Antes o después de que el senador llamara a la comisaría? —dijo con tono más brusco de lo normal. Loftin se encogió de hombros. —No tengo ni idea. Si querías que controlara las llamadas telefónicas de ese tipo deberías habérmelo dicho. En todos los departamentos de policía del país, desde Nueva York hasta Los Angeles, pasando por todas las ciudades de Estados Unidos y por las minúsculas comisarías de dos miembros, la jerarquía era como la militar. Los títulos podían variar, igual que los uniformes, y podían aplicar leyes distintas impuestas por los distintos gobiernos de los estados, pero lo que tenían en común era la indiscutible pirámide de poder. Como sheriff, Trace ocupaba la cúspide de aquella torre de autoridad, y se estaba cansando de la insubordinación de Loftin. Se planteó la posibilidad, no por primera vez, de despedirlo en el acto. Consideró que le encantaría hacerlo. Pero también le causaría muchos problemas con el alcalde y con la junta estatal de orden público. En condiciones normales no le importaría, pero aquellas condiciones no tenían nada de normal, y con un importante asesinato que resolver, necesitaba toda la ayuda disponible. Se prometió que lo despediría más tarde, en cuanto resolviera el caso. Porque no se le había pasado por la cabeza que el asesinato de Laura Fletcher quedara sin resolver. Aunque mantuvo su expresión firme, Mariah observó el cambio en sus ojos y se preguntó si Ben Loftin se daba cuenta de la suerte que tenía de que Trace hubiera decidido no levantarlo de la silla y estamparlo contra la cristalera del final del pasillo. Cuando sus miradas se encontraron, Mariah vio que Trace recuperaba la expresión inexpugnable. Las líneas que marcaban su boca se profundizaron. —Fletcher dijo que quería verme a solas —recordó a Mariah. Ella esperaba que sacara el tema. —¿Y qué? —Que tienes que esperar aquí. —¿Por qué no voy a entrar contigo? Después, si Alan me dice que me marche, me marcharé. —No quiero que pongas el caso en peligro. —Créeme, si hay algo que no quiero hacer es poner el caso en peligro. Trace volvió a dedicarle una larga mirada. —Afortunadamente para ti, los policías suelen tener mucha tolerancia para aguantar las ofensas. Acababa de ganar otra ronda. La idea, por satisfactoria que resultara, no la incitaba a hacérselo notar a Trace, porque sabía que si verdaderamente quería mantenerla alejada de la habitación tendría que quedarse allí, a merced de las miradas libidinosas de Loftin. Entraron juntos. El maldito canalla estaba viendo la televisión tranquilamente. Mariah sintió que la cólera recorría su cuerpo, como un millar de agujas de hielo. Su mujer estaba muerta y despedazada en una fría mesa del depósito de cadáveres, y él tenía las agallas de estar mirando una comedia. Sintió deseos de arrancar el televisor de su soporte y hacérselo tragar. —¿Mariah? —llevó la mano al mando a distancia y bajó el volumen—. Qué sorpresa. Tanto su expresión como su tono demostraban que no había sido demasiado agradable. —Más me he sorprendido yo esta mañana —espetó en tono gélido—. Al llegar a la casa y encontrarme a Laura muerta. —Ha sido un desgraciado incidente. —En mi opinión, un asesinato es mucho más que eso. Al ver que se aferraba fuertemente al pie de la cama como si quisiera contenerse para no estrangularlo, Trace decidió que había llegado el momento de interrumpir aquella reunión. —¿Le ha dicho a la telefonista que quiere hablar conmigo? —Sí —miró de reojo a su enfurecida cuñada—. También le he dicho que quería reunirme con usted a solas. Trace se volvió hacia Mariah. —Señorita Swann… —De acuerdo —Mariah suspiró, consciente de que no podía quedarse—. Me voy a la cafetería —dedicó una última mirada asesina a su cuñado—. Pero volveré. Con un gesto propio de la época en que era actriz televisiva, Mariah abandonó la habitación envuelta en una nube de gasa blanca. Los dos hombres se quedaron contemplando la puerta, después de su dramática salida. —Esa mujer siempre ha sido imposible —murmuró Alan. —No sabía que se conocieran tan bien. —Afortunadamente, mi mujer y su hermana no estaban muy allegadas, de modo que no me veía obligado a tener demasiado contacto con ella. Pero he oído cosas, no demasiado halagüeñas, no sé si me entiende. Trace lo entendía, pero él tampoco había sido un santo de joven, por lo que prefería formarse sus propios juicios sobre la gente. Volvió a concentrar su atención en el paciente. —Supongo que me habrá llamado porque ha recordado algo más sobre lo ocurrido anoche. —No. Me temo que nada ha cambiado en ese aspecto —se reclinó en la almohada y cerró los ojos, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas—. Comentó que mi mujer estaba embarazada. Seguía con los ojos cerrados. —Así es. —De dos meses. —En efecto —pensó en las cartas y supuso que sabía adonde quería llegar—. No lo sabía. —No —Alan abrió los ojos, nublados por el dolor, y miró a Trace—. No tenía ni idea —suspiró profundamente—. Laura y yo intentamos tener descendencia durante años, pero no lo conseguimos. —Ya veo. Trace volvió a asentir, aplicando el procedimiento rutinario pero eficaz para los interrogatorios. Si se dedicaba a contestar con monosílabos a un sospechoso de asesinato, haciendo que se viera obligado a hablar para llenar el silencio, solía hacer caer al otro en su propia trampa. Porque si el policía conseguía mantener la boca cerrada durante bastante tiempo, el culpable acababa por decir algo que no encajara en su coartada. —El hecho de haber descubierto después de la muerte de Laura que estaba esperando un hijo ha sido un golpe muy duro para mí. —Lo imagino. —El niño no era mío. —¿Oh? —Me temo que no fui completamente sincero con usted —reconoció con reticencia—. Cuando me preguntó cuándo había mantenido relaciones con Laura por última vez. —Ah. No le parecía sorprendente. La confesión del senador confirmaba un axioma: todo el mundo miente. —En realidad, la última vez que hice el amor con mi mujer fue en diciembre. Estábamos en Alejandría. Asistimos a una fiesta navideña, y los dos bebimos más champán de la cuenta. Cuando llegamos a casa, una cosa condujo a la otra. A fin de cuentas, era en tiempo de fiestas, y ya sabe lo que pasa. —Así que hace seis meses. Aquello descartaba definitivamente al senador como padre. —Sí. —¿Tenía problemas con su esposa? —No más de los habituales. Trace estaba convencido de que mentía. —Ah. Se hizo otro prolongado silencio. —Bueno —Fletcher se pasó una mano por el pelo, nervioso—. En realidad, sí que teníamos problemas. Trace esperaba que se pusiera a hablar de Heather Martin, pero no fue así. —Debe entender mis motivos —dijo el senador—. Sólo intentaba proteger a Laura. —¿Protegerla? —preguntó Trace, pensando que ya era tarde para eso. —Su reputación. Pero al ver la rueda de prensa nos hemos dado cuenta de que puede sospechar que yo maté a mi esposa, y eso le impediría seguir la pista al verdadero asesino —al ver que Trace no respondía, se aclaró la garganta antes de continuar—. Así que Heather me aconsejó que le dijera toda la verdad. —¿La verdad? Trace se preguntó en qué otros aspectos habría estado aconsejándolo su atractiva e inteligente jefa de personal. Tal vez sobre la forma de matar a su mujer. Suponía que él no era el único que conocía la existencia de las cartas de amor. Estaba en lo cierto. —Aunque me duele reconocerlo, incluso ante mí mismo, Laura tenía una aventura. Debe comprender que esa conducta no era propia de la dulce e intachable mujer con la que me casé. Tanto es así que pensé que si me limitaba a esperar sin hacer nada las cosas volverían a su ritmo normal. Miró a Trace, como si esperase que le confirmara que había tomado la decisión correcta. —Tengo entendido que a menudo ocurre eso. No sintió necesidad de comentarle su propia situación. Ellen se había separado de él para casarse con el juez que había sido su amante mientras estaba casada con él, pero en realidad nunca la había culpado por ello. Igual que hacían falta dos personas para formar un matrimonio, hacían falta dos personas para romperlo. En su profesión, que no estaba hecha precisamente para la tranquilidad conyugal, el divorcio no era la excepción, sino la regla. El senador maldijo y se pasó las manos por la cara, en gesto de derrota. Si estaba actuando, disimulaba muy bien. —Y ahora me dice que estaba embarazada —volvió a cerrar los ojos, como si la idea resultara demasiado dolorosa—. Esperando un hijo suyo. —¿Sabe quién era el otro hombre? La expresión del senador se endureció, y sus ojos se transformaron en esquirlas de hielo. —Sí. Clint Garvey. Sus palabras confirmaban lo que había dicho Jessica. Si el ranchero se acostaba con Laura Fletcher, probablemente era el hombre que la había dejado embarazada. Se preguntó si sería también el hombre que la había asesinado. Mariah estaba sentada sola en una descascarillada mesa de fórmica roja, en una esquina del bar, frente a una taza humeante. En el cenicero de plástico había un cigarrillo encendido y una colilla. Tenía la mirada perdida, y a juzgar por su ceño, Trace sospechaba que estaba pensando en su cuñado. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no lo oyó llegar hasta que lo tuvo delante. —¿Qué tal es el café? Mariah dio un salto, sorprendida, y se recuperó rápidamente, mirando su taza medio vacía. —No lo sé. —No puede ser peor que el de la máquina del Ayuntamiento. Mariah se encogió de hombros, con desinterés, mientras se llevaba el cigarrillo a los labios. Cuando espiró, una bocanada de humo azul apareció entre ellos. Trace sacó una silla y se sentó en ella. —Creo que deberías comer algo. Mariah sonrió sin humor. —No sabía que tuvieras inclinaciones maternales. —Pero tú no tienes inclinaciones filiales. —No —sacudió la cabeza—. Desde luego que no. El aroma de flores acompañó su movimiento, mitigando el fuerte olor del desinfectante. Apagó el cigarrillo con más fuerza de la necesaria. Bajó los hombros, adoptando un aspecto más vulnerable. En vez de mirar a Trace a los ojos, empezó a destrozar la taza de espuma blanca. Había dejado en el borde la marca del pintalabios. Trace frunció el ceño cuando se sorprendió preguntándose si los labios de Mariah serían tan suaves y carnosos como parecían. Abandonando la destrucción de la taza, puso los codos en la mesa, apoyó la barbilla en sus dedos entrelazados y miró al sheriff. —¿Has matado a alguien alguna vez? Una nube ensombreció el rostro de Trace. —Si me has investigado, probablemente conoces la respuesta a esa pregunta. —Sé que te viste envuelto en un tiroteo provocado y justificable, según tu informe. Pero no sé cómo te sientes. —Es una pena que no consiguieras que nadie te pudiera facilitar los informes psicológicos. Sus ojos parecían de acero, y su barbilla, esculpida en granito. Mariah sabía que lo estaba presionando. Pero a pesar de que sus contactos le habían asegurado que Trace Callahan era un buen policía, aunque de procedimientos no muy ortodoxos, para ella era muy importante saber qué clase de persona era. —Prefiero que me lo digas tú —respondió en tono bajo, pero con firmeza. Lo observó durante mucho tiempo, al ver que no respondía. —No te gustó —dictaminó al fin. Mientras investigaba para sus guiones se había dado cuenta de que muchos policías se sentían superhombres por el mero hecho de llevar un uniforme e intentaban emular a los héroes de la pantalla. —No —recordó las pesadillas, las náuseas, la incomodidad de tener que aceptar las palmadas en la espalda y las felicitaciones de sus compañeros por haber quitado a un malhechor de la circulación—. Te aseguro que no me gustó. Mariah asintió, satisfecha, decidiendo que era una buena persona. También era sincero. Un policía que se tomaba en serio su responsabilidad. Intercambiaron una larga mirada. El ambiente se hizo muy tenso, como si se hubiera cargado de electricidad. Mariah reparó en el calor creciente de los ojos de Trace. Él también vio las llamas de respuesta, y se maldijo en silencio por haber permitido una complicación innecesaria. Mariah se dio cuenta de que ocurría algo. Sentía que todos los átomos de su cuerpo respondían al del sheriff, de una forma peligrosa, que la incomodaba enormemente. Debería haberse sentido aliviada cuando el estridente altavoz los interrumpió. Un momento después, el intercomunicador de Trace empezó a sonar. Se lo quitó del cinturón. —¿Sí? Su tono brusco hizo que la telefonista dudase un momento. —¿Sheriff? Trace suavizó el tono y se esforzó por ser paciente. —¿Sí, Jill? —Ah, no parecía tu voz —hizo una pausa, esperando a que dijera algo—. Tienes que volver a la oficina inmediatamente. Tenemos un tres once. —¿Una exhibición impúdica? —No, perdona, me he equivocado. Espera, voy a mirarlo. Trace intercambió una mirada de exasperación con Mariah, que sonrió débilmente. —Jill… —Ya lo tengo. Quiero decir un cuatro quince. Un altercado familiar —añadió de forma innecesaria. Fuera del hospital, una ambulancia pasaba por la puerta de urgencias. La radio del vehículo causó interferencias con la de Trace, pero alcanzaron a oír el nombre de Matthew Swann y el de su mujer. Mariah maldijo. Evidentemente, la tercera guerra mundial se había desencadenado en Whiskey River. —Probablemente no exagera. Estoy segura de que es una emergencia. —Voy para allá, Jill. El alivio de la telefonista resultaba evidente, a pesar de las interferencias. Trace se levantó. —¿Quieres ir a pelearte con tu cuñado o prefieres venir para hacer de mediadora? —La verdad es que preferiría estar en la playa, mientras un bronceado y ridículamente atractivo actor de Hollywood me unta la espalda con bronceador. Pero, como me tengo que recordar continuamente, la vida no es la televisión. Se puso en pie, se tragó el resto del café por el único borde intacto de la taza y tiró los restos a una papelera. —El senador no va a moverse de aquí —decidió al fin—, así que será mejor que vaya contigo, porque si mis padres están en buena forma vas a necesitar toda la ayuda que puedas conseguir. Unos minutos después, al aparcar frente al Ayuntamiento, vieron una limusina blanca aparcada en la acera, en un lugar prohibido. Después de un cuarto de siglo de ausencia, Maggie McKenna había vuelto a Whiskey River. —Será mejor que te pongas el cinturón de seguridad —le advirtió Mariah. Pudieron oír la discusión desde el pasillo. Una voz de hombre, profunda y furiosa, y otra de mujer, más aguda pero igualmente colérica. Cuando los combatientes hacían una pausa para respirar, Jill intentaba hacerse oír. Trace y Mariah se detuvieron en la puerta de la oficina. A través del cristal esmerilado podían ver la figura de una mujer, que caminaba de un lado a otro. En cuanto entraron, Jill aprovechó para escapar. Al verla correr por el pasillo, Mariah sintió deseos de unirse a la joven, pero tragó saliva y abrazó a su madre. Al mirarlas Trace se dio cuenta de que, aunque Margaret McKenna había sido incapaz de detener el paso del tiempo, lo había decelerado todo lo posible. Sabía que debía sobrepasar los cincuenta años, pero parecía rondar los cuarenta. Llevaba el pelo rojizo recogido en una trenza de raíz, realzando sus pómulos, que parecían esculpidos con un cincel. Curiosamente, sus ojos, enmarcados por espesas pestañas, eran tan verdes como en la pantalla. Las delgadísimas líneas que los bordeaban le conferían carácter, en vez de edad. Se preguntó cómo conseguiría estar tan blanca viviendo en el sur de California, donde el sol era abrasador. Sus labios eran carnosos y sensuales, casi tanto como el cuerpo envuelto en un traje de seda negra que probablemente costaba tanto como el coche patrulla. Al contemplarla recordó sus fantasías de quinceañero. —Señora McKenna —saludó, tendiéndole la mano e intentando no comportarse como el quinceañero que había conservado secretamente la fotografía de la actriz que estaba en la primera cartera que compró—. Soy el sheriff Callahan. Siento mucho lo ocurrido con su hija. Maggie siempre había sido muy directa. —Sus condolencias no le servirán para atrapar al asesino de Laura —estrechó su mano, apuntándolo con el cigarrillo encendido que llevaba en la izquierda como si se tratara de un arma—. Quiero saber todo lo que están haciendo para resolver este crimen. Con pelos y señales. Tal vez se pareciera físicamente a Laura Swann Fletcher, pero la energía que irradiaba, igual que su impaciencia, eran características que había heredado Mariah. —Tenemos controles de carretera en todo el condado. Se quitó el sombrero y lo lanzó a un perchero, que se encontraba en el otro extremo de la habitación. Durante un segundo, todos los ojos de la habitación, con excepción de los de Trace, siguieron su vuelo. Mariah no se sorprendió demasiado al ver que aterrizaba en su sitio. Al parecer, a Trace tampoco pareció extrañarle, puesto que se había sacado la libreta del bolsillo. —El forense se ha pasado toda la mañana recogiendo pruebas, y… —Quiero saber por qué no se me notificó inmediatamente —interrumpió Matthew Swann. El padre de Mariah era un hombre alto, con una densa mata de pelo blanco y un cuerpo corpulento y duro como el de uno de sus toros. Tenía el rostro muy bronceado, del mismo color que el cinturón de cuero curtido con que se sujetaba los vaqueros. —Mi telefonista intentó localizarlo en Santa Fe —acercó el cenicero a Maggie—, pero se había ido del hotel. —Probablemente estaría tirándose a una rubita a la que doblaría la edad —dijo Maggie con una voz que destilaba veneno—. Mientras asesinaban a su hija. Matthew se volvió hacia ella, frunciendo el ceño. —¡Estaba solo! —respiró profundamente y echó la cabeza hacia atrás, con el mismo gesto furioso de Mariah—. Y ¿quién eres tú para hablar? Después de pasarte todos esos años acostándote con todos los productores de Hollywood y con todos los vaqueros de Whiskey River. Los ojos de Maggie echaban chispas. —Aunque nadie podría haberme culpado si me hubiera permitido un pequeño entretenimiento, dado que el único semental que había en el rancho era el de cuatro patas que tenías para cubrir a tus preciosas yeguas, eso que dices es una estupidez. Se reanudó la discusión que Trace y Mariah habían interrumpido. Su hija se apartó y caminó hacia la ventana, deseando estar en cualquier otro lugar. Al oír a sus padres discutir recordaba las noches, tanto tiempo atrás, en que asustada por los gritos se metía en la cama de Laura, que la abrazaba fuertemente, la distraía contándole cuentos y le prometía que la cuidaría siempre. Se sintió culpable, de nuevo. Apoyó la cabeza contra el cristal y cerró los ojos. —Señora McKenna —dijo Trace con una voz baja que consiguió imponerse sobre los gritos—. Señor Swann. Por si lo han olvidado, tengo que resolver un asesinato. No tengo tiempo que perder escuchando su reproducción del juzgado de familia. Se hizo el silencio. Mariah abrió los ojos y se volvió lentamente. Dudaba que nadie se hubiera atrevido nunca a hablar así con ninguno de los dos. —¿Cómo se atreve? —bramó Matthew Swann, rojo de ira—. ¿Es necesario que le recuerde que estoy en la junta de supervisores del condado? Igual que lo contratamos podemos despedirlo. Lanzó a Trace la mirada asesina que tan buen servicio le había hecho durante casi setenta años. En el condado de Mogollon, el apellido Swann era sinónimo de poder. Acostumbrado a encontrar obediencia ciega allá donde fuera, no esperaba menos del sheriff de Whiskey River. —Cállate, Matthew —espetó Maggie a su ex marido—. El sheriff tiene razón. Se sentó en una silla, apagó el cigarrillo y entrelazó las manos sobre el regazo, tan arrepentida como una novicia a la que hubiera llamado la atención la madre superiora. —Siento mucho que haya tenido que presenciar una escena tan desagradable —se excusó—. Lo único que puedo decir en mi defensa es que este hombre tiene la irritante cualidad de sacarme de quicio. Cuando Matthew abrió la boca, con la evidente intención de responder, Trace levantó la mano y lo interrumpió. —¿Por qué no se sienta, señor Swann? —preguntó mientras ocupaba su silla al otro lado de la mesa. El padre de Mariah se cruzó de brazos. —Prefiero quedarme de pie. —Más terco que una mula —murmuró Maggie. —Zorra —respondió él en idéntico tono. Mariah no fue capaz de soportarlo durante más tiempo. Le temblaban la voz y las piernas. —¡Por favor! ¡Laura está muerta! Se pasó las manos por el pelo, en un gesto de frustración. Trace la observó mientras luchaba contra las lágrimas y ganaba el combate. —Vuestra hija está muerta —repitió Mariah— y lo único que sabéis hacer es comportaros como un par de niños de cinco años que se insultan en el jardín de la guardería. —No te atrevas a hablar así a tu padre —dijo Matthew en tono amenazante. —¿O qué? —preguntó ella desafiante—. ¿O me encerrarás en mi habitación? ¿Me mandarás a la cama sin cenar? ¿Me darás unos azotes? —Tal vez respetaras más a tus padres si hubieras recibido más castigos de pequeña. —El respeto hay que ganárselo —intervino Maggie—. Aunque debo reconocer que en más de una ocasión has sabido comprarlo. Harto, Trace se levantó, descolgó el sombrero y empezó a salir del despacho. —¿A dónde cree que va, Callahan? —rugió Matthew. —Ya se lo he dicho, señor Swann —respondió, volviéndose para mirarlo—. No tengo tiempo para esto. Maggie se levantó con un gesto grácil y caminó hacia él. —Por favor, sheriff —le puso la mano en el brazo—. Si le prometemos portarnos lo mejor que podamos, ¿nos dirá lo que sabe? —Vamos, Callahan —dijo Matthew—. No sea tan susceptible. Trace miró a Mariah y se dio cuenta de que pensaban lo mismo. Probablemente aquello era lo más parecido a una disculpa que sabía decir el obstinado ranchero. —Es simplemente una cuestión de prioridades —explicó con una paciencia que estaba muy lejos de sentir. —Nos portaremos bien —Maggie le acariciaba el brazo, distraída—. Se lo prometemos. ¿Verdad, Matthew? —Sólo quiero saber qué está haciendo para capturar al canalla que ha matado a mi hija. —Y queremos verla —añadió Maggie. —El cuerpo de su hija está en la funeraria de Peterson —les dijo—. Puedo llevarlos allí. —No —interrumpió Mariah—. Yo los acompañaré. Trace la miró agradecido. —De acuerdo. Vamos a sentarnos, y les diré lo que sé por ahora. Los tres obedecieron. Trace les dijo todo lo que pudo, incluyendo el hecho de que Laura estaba embarazada, pero no contó a los padres de la víctima que el hijo no era de su marido. No porque quisiera ocultárselo, sino porque no quería que se supiera antes de que hubiera hablado con Clint Garvey. Según J.D., al que había enviado a su rancho, el vaquero parecía haberse esfumado hábilmente. Trace tuvo que recordar a su ayudante que aquello no significaba que fuera culpable. No obstante, reconocía que se trataba de una casualidad bastante sospechosa. —¿Qué saben sobre la relación de su hija con Clint Garvey? —les preguntó. El rostro del ranchero se oscureció. —No había ninguna relación. —Eso no es cierto —dijo Mariah. Su padre le lanzó una mirada asesina, pero ella se volvió hacia Trace. —Laura y Clint estuvieron enamorados. —Era demasiado joven para saber lo que era el amor —interrumpió Matthew—. Ocurrió hace mucho tiempo —añadió mirando al sheriff—. Cuando estaba en el instituto. —Estaba enamorada de él —repitió Mariah con firmeza—. Lo suficiente para casarse con él. No necesitaba una bola de cristal para saber adonde quería llegar Trace con aquello. Recordando los comentarios que había hecho Laura últimamente, se daba cuenta de que intentaba encontrar la forma de decirle que Clint había vuelto a su vida. —¿Se casaron? —Su matrimonio duró menos de un día —dijo Matthew. —Nuestro querido padre destrozó la noche de bodas y consiguió anular la ceremonia que habían celebrado en una pequeña capilla de Las Vegas —dijo Mariah, lanzando a su padre una mirada tan letal como la que él le había lanzado un segundo antes. A Trace no le parecía sorprendente que Matthew Swann hubiera hecho algo así. Aunque, por lo que sabía, Clint Garvey era un solitario que se ocupaba casi exclusivamente de su ganado, estaba muy lejos de aspirar a la presidencia, por lo que a los ojos de Swann no era el yerno más deseable del mundo. —Hoy me he enterado de otra cosa —dijo a Matthew—. Al parecer, Garvey y su hija habían reanudado sus relaciones. —¡Eso es mentira! —gritó, cerrando los puños—. Hay gente que no tiene otra cosa que hacer que divulgar sucios rumores. —Supongo que hablaría de esto con su hija. —No era necesario. Como he dicho, era un burdo rumor. De nuevo, Trace pensó en el mensaje que había en el contestador automático de Laura y en el tiempo que habían intentado en vano localizar a Matthew Swann. Era posible que hubiera vuelto de Santa Fe para enfrentarse a su hija, y que se hubiera dejado llevar por la cólera. Pero no le parecía muy probable. Tal vez hubiera sido capaz de perder el control hasta el punto de golpearla, pero no creía que hubiera podido disparar contra ella, no una vez sino dos. De nuevo tenía que volver a Garvey. Sin duda, el vaquero guardaba rencor a Swann por haber destrozado su matrimonio. Tal vez Matthew hubiera vuelto a Whiskey River después de hacer la llamada y hubiera convencido a Laura para renunciar a él de nuevo. Se le ocurrían varias escenas posibles, pero no acababa de saber cuál era más probable. El interfono de la mesa zumbó, interrumpiendo sus pensamientos. Como no respondió inmediatamente, volvió a zumbar, con insistencia. Trace apretó el botón. —¿Qué pasa, Jill? —El gobernador está al teléfono —dijo impresionada. Trace miró la luz parpadeante, y después se volvió para observar las unidades móviles de la calle. Sabía lo que se avecinaba. El gobernador estaba en plena campaña electoral. Dado que su imagen no era demasiado buena, lo último que necesitaba era el asesinato de la esposa de un senador durante su mandato. Lo único que sería peor era que el asesinato quedara sin resolver. Algo que Trace no tenía intención de permitir. Pero tampoco estaba dispuesto a permitir que aquel hombre le diera órdenes. —Dile que estoy ocupado con la investigación de un homicidio. —Pero… —Le devolveré la llamada —dijo con un tono tranquilo que no admitía réplica. —Vale —respondió Jill, obediente. Todos los presentes pudieron advertir la preocupación de su tono. Una vez resuelto el asunto de la llamada, Trace se reclinó en la silla, apoyó los codos en los reposabrazos y observó a los tres miembros de la familia Swann. —Bueno, ¿por dónde íbamos? |