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PABLO PALACIO, EL INDIVIDUO Y LA PRIMERA CIUDAD Por Abdón Ubidia UNO En opinión de los entendidos, lo que hoy conocemos como ciudad, es un fenómeno reciente. Según esos estudios, apenas si sería una cuestión del siglo XX. Antes de 1850, no había en el planeta ninguna sociedad urbana y en 1900 sólo Inglaterra podía calificarse así. ¿Cuáles son las características de la nueva ciudad? ¿En qué se diferencia de las grandes villas que, hasta el siglo pasado, fueron conocidas con ese nombre? Pues: en sus proporciones (por definición pasa de los 100.000 habitantes), en su complejidad, denso contacto humano, hacinamiento y, por cierto, en su organización que, al decir de Kinsley Davis, recuerda más a las aglomeraciones de insectos que a las de los grandes mamíferos. Pero este gran panal, funciona como un organismo vivo. Respira, tiene complicadas redes de arterias y un metabolismo colosal. Consume agua y oxígeno y excreta desperdicios. Cada uno de sus habitantes es una célula de ese organismo. La vida comunitaria sólo tiene sentido en una colaboración forzada en la cual cada individuo cumple un papel asignado de antemano en oficinas y habitaciones que no dejan de parecerse, justamente, a los alvéolos de un panal. La ciudad del XX pulupa. Exige. Los grandes espacios de la naturaleza han sido abolidos en ella. Nada hay que recuerde la vida rural, simple y demorada, de las viejas villas. La nueva ciudad se agita, se revuelve sobre sí misma. Su signo es la velocidad. No da tiempo a las palpitaciones naturales, a los suaves ritmos que durante milenios fueron propios de los hombres, en ella se deshacen las viejas ceremonias humanas. La literatura registra bien ese impacto. Allí no hay lugar para la poesía y el relato orales. Porque la nueva ciudad anula las formas comunitarias más arcaicas. Y fabrica soledades. Todo esto nos sirve para decir que la ciudad es la patria de los individuos. Que los hombres, en ella, han sido forzados a convertirse en individuos, es decir, en pequeñas fortalezas aisladas por la competencia y la incomunicación. Y puede decirse que un individuo es un hombre que se mira desde adentro. Esa primera ciudad marca el tránsito inicial del mundo rural al urbano, de lo viejo a lo moderno, del precapitalismo al capitalismo, de la villa a la metrópoli. Un tránsito que en la mayor parte de América Latina se cumplió más o menos en cuarenta años. La globalización del mundo no es asunto de las últimas décadas. Ha sido un proceso acentuado a lo largo de todo el siglo XX. El fenómeno de la urbanización compromete, con igual fuerza, tanto a las metrópolis como a la denominada periferia. Entre las ciudades de mayor crecimiento del mundo se encuentran las latinoamericanas. A la altura de los años veintes, el rumbo demográfico de nuestro continente ya está decidido. Y hay, en esa década, una primera ciudad moderna que sorprende con sus nuevos signos a algunos literatos latinoamericanos: Roberto Arlt, Macedonio Fernández y, por cierto, Pablo Palacio. Los parentescos que podemos encontrar entre Macedonio Fernández y Pablo Palacio, relativos a su experimentalismo, su humor negro y esa poética que muestra en los textos el proceso mismo de su construcción, pudieran ser entendidos, no sólo en términos sociológicos, en el marco de esa primera ciudad. Así la modernidad explicaría el vanguardismo experimental; la paulatina y manifiesta construcción de los personajes, no sería sino una metáfora paralela de la formación del individuo urbano, y, siguiendo a Bergson y a Sastre, no sería descabellado afirmar que el humor en nuestros autores, al igual que el de los niños, es la primera reacción instintiva que les provocó ese fenómeno nuevo y desconocido. DOS Pero en el contexto de los años veintes, los signos urbanos y modernos de nuestras ciudades, apenas si son visibles para buena parte de los narradores latinoamericanos. A decir verdad, nuestra intelligentia está ocupada en propugnar la modernización desde una perspectiva más general, que pasa por alto lo que nace y crece y que, con el correr del tiempo, se transformará en un fenómeno avasallante. A sus ojos, el enemigo principal es el mundo rural que asoma como una selva y es bárbaro. Y América Latina es una “vorágine” endemoniada que se resiste tenazmente a ser civilizada (¿urbanizada?). Eutasio, Rivera, Ricardo, Güiraldes, Rómulo Gallegos, inventan un nuevo criollismo, cuyas coordenadas son precisas: civilización y barbarie. El hombre contra la naturaleza. Bien miradas las cosas, tal espíritu está resumido en el simbolismo maniqueo de Doña Bárbara. Ella encarna la selva, la barbarie, es decir, el mal. Porque para esa intelligentia, el problema principal es construir los Estados nacionales de una vez por todas. Y éstos deberán ser modernos y civilizados. La ciudad es para ellos apenas un “deber ser” brumoso, casi una entelequia, en todo caso una utopía que será realizada en el futuro, como una consecuencia lógica de la modernización, y que en su presente no cuenta. Pues las urbes concretas no son un tema digno de ser novelizado. Ellos se ocupan de “las grandes realidades”, de las grandes ideas que, por fuerza, sólo muestran una de las caras una realidad cambiante y escurridiza. Si en los años veintes, aquel criollismo fue dominante (en Ecuador produjo, acaso tardíamente, obras tan notables como La Tigra de De la Cuadra NOTAS SOBRE MI PADRE Por Pablo Palacio Palacios (Una carta a Editorial El Conejo) Por invitación de Editorial El Conejo y luego de una amable conversación en la que comentamos ciertos datos biográficos de Pablo Palacio, me permito desvirtuar ciertas afirmaciones, que se han venido haciendo sobre la vida de mi padre. Los numerosos escritos publicados sobre Pablo Palacio, son de lo más variados, entre ellos están: los que estudian seriamente su producción literaria y que incluyen sus datos biográficos; los que “seriamente” estudian sus datos biográficos y obviamente incluyen ciertos conceptos literarios; y, por último, los que seriamente, “muy seriamente”, tratan de encontrar las “claves” de su literatura, en sus datos biográficos. El problema se ocasiona cuando éstos no son totalmente ciertos o han sido magnificados. De los dos primeros existen un sinnúmero en que críticos nacionales y extranjeros, lo han calificado como un “adelantado”, “precursor de la literatura ecuatoriana” e inclusive “hispanoamericana”. De los otros, que curiosamente en su mayoría son de autoría de escritores nacionales y caen en excesos propios de pasquines o de chismografía escuchada en reuniones de señoras desocupadas tomando té, no hay mucho que decir. Por fuerza debo referirme al estudio introductoria que antecede a la presente edición; ya que en su parte final relaciona de tal manera el nacimiento y enfermedades de mi padre con su obra literaria que, al llegar a los lectores, que no hayan leído otros –profusos en razonamientos que descartan la existencia de esta relación– temo que les dé una imagen errónea del escritor y del hombre. Para el distinguido escritor Abdón Ubidia, las “claves” de la literatura de Pablo Palacio, se encuentran principalmente en dos acontecimientos de su vida: en el hecho de ser hijo ilegítimo y en una sífilis, aparentemente contraída, acontecimientos que crearían en Palacio “una singularidad” que se refleja en los personajes de sus cuentos que “no son sino ejemplo, metáforas extremas que recrean su propia condición”. Y para respaldar esta “singular” hipótesis, entre otros también “singulares razonamientos”, cita a Flaubert cuando dice “Madame Bovary soy soy” y, luego a Benjamín Carrión, cuando éste considera cierto párrafo de Vida del ahorcado, refiriéndose a Pablo Palacio, como “su autobiografía entera”. Y concluye que, cuando mi padre habla con su propia voz, todo se aclara. Sí, Flaubert, así se expresó, pues conocemos a Flaubert, a través de su personaje ¡allá él! El párrafo de Benjamín Carrión será comentado después. Pero, lamentablemente olvida o desconoce, que Pablo Palacio, en carta del 1 de junio de 1926, le dice al mismo Benjamín Carrión –cuando le comunica el envío de tres números de la revista Hélice: –“Allí encontrará usted unos cuentos míos, hechos a punta de risa. Pienso que hasta que usted me conteste tendré ya unos veinte de esos”. De igual manera, olvida Abdón Ubidia lo que dice Pablo Palacio en su carta del 5 de enero de 1933, dirigida a Carlos Espinoza: “… y este último punto de vista es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes”, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad actual”. Los cuentos mencionados en la primera carta, son algunos de los que después fueran publicados en el libro “Un hombre muerto a puntapiés” “hechos a punta de risa” y en “descrédito de las realidades presentes” dice el autor. El párrafo al que se refiere Benjamín Carrión de Vida del ahorcado, dice textualmente: “Tengo miedo de las tinieblas. ¿Cómo puede uno dejarse engullir por las tinieblas” Mira: yo cierta vez tuve una madre; pero esta madre se me perdió de vista sin anunciármelo. Entonces he tenido esta sensación: que en el lugar se habían hecho las tinieblas y que mi madre estaba allí, en lo negro buscándome a tientas; pero no estaba, calla!” Esto escribe en el año 1932, en su última obra literaria, en clara referencia a la muerte de su madre. ¿Puede encontrarse en este párrafo referencia a una madre que es arrastrada como un fardo, desconocida, que lo niega y lo esconde? ¡Yo creo que no! Lo que indudablemente se encuentra con claridad ¡es un gran vacío! ¡una ausencia de madre! Ya conocida en lo que pudo ser, en sus tres o cuatro cortos años de vida, cuando ésta muere, razón por la cual en su lugar se hicieron las tinieblas. Y en este párrafo, eso es lo que expresa el autor. Y, si regresamos al año 1921, en que publica, a los quince años, su primer relato, El huerfanito, de igual manera encontramos el mismo vacío, la misma ausencia de madre. Hay que recalcar que, tanto en su primera obra literaria y en su última, once años después, se encuentra en la misma angustia. No se debe omitir el artículo queu publicó Jorge Reyes, uno de sus amigos más cercanos y querido, Presencia y ausencia de Pablo Palacio, en la Revista del Mar del Pacífico, en el año de 1943: (…) “Otro día el niño es apresuradamente sacado de su casa. Momentos después mira pasar un cortejo fúnebre. Con infantil curiosidad pregunta por el muerto y le responden que es su madre. Lo inesperado del suceso pone en tensión sus músculos, aprieta sus labios, le agita el corazón y pone niebla en sus ojos, pero el llanto se le queda dentro, se desliza suavemente hasta lo más hondo de su ser y lo traspasa de esa amargura irónica que no ha de dejarlo jamás”. ¿De qué fuente conoció Jorge Reyes este acontecimiento? Desde que se publica Un hombre muerto a puntapiés, en enero de 1927, hasta cuando se publica Débora, en octubre del mismo año, transcurren ocho meses. De todo este tiempo, ¿cuánto le habrá llevado a Pablo Palacio, en escribir, corregir y buscar una imprenta para la publicación de su segunda obra? En una carta fechada abril-agosto de 1927, en la que reenvía a Benjamín Carrión, unos ejemplares del primero de sus libros mencionados, al que jocosamente califica de “libro sinvergüenza”, le dice: (…) “Tengo ya por la mitad otro”. A partir de esta afirmación podemos asumir que comenzó a escribir Débora en abril; y, por lo tanto, quedarían dos o tres cortos meses, tal vez menos, para que su literatura cambie. Este súbito cambio, que ocurre en tan corto tiempo, considerado desde un punto de vista literario es, como luego bien dice Abdón Ubidia, en su análisis de Vida del ahorcado, algo acelerado, pero muy elocuente. Yo me atrevería a decir que, tomando en cuenta las consideraciones anteriores, es tremendamente acelerado; porque sin lugar a dudas, se da lugar entre Un hombre muerto a puntapiés y Débora. Pero veamos un nuevo y corto comentario que hace Pablo Palacio, a sus dos primeros libros en otra carta dirigida a Benjamín Carrión, en septiembre 22 del mismo año: (…) “En cuanto a lo que me dice de mi libro, me sorprende agradablemente el que haya usted penetrado con tanto acierto la índole de él. En efecto, el próximo, que lo tengo al terminar, es de un ultra-romanticismo. El primero fue para desbrozar la maleza y procurarme un poco de nombre. Ya he conseguido un poquito y está abierto el camino”. Lastimosamente no tenemos la carta de Carrión, para conocer lo que dijo sobre el libro y que sorprendió agradablemente a mi padre; pero de todas maneras podemos deducir que nada fue sobre el “singular” nacimiento del autor. “El primero fue para desbrozar la maleza y procurarme un poco de nombre” dice el autor. Y, a todo esto, en tan corto tiempo ¿qué pasó con su obsesionante “singularidad”, la que lo llevó a reflejarse en los personajes de sus cuentos? ¿La que lo llevó a casi a autorretratarse con su madre arrastrada como un fardo? Pues, nada, simplemente, aceleradamente (casi milagrosamente diría yo) desaparece. Pablo Palacio, posiblemente tomando un curso rápido y casi con un chasquido de sus dedos, la borra de su psiquis. ¿Será posible que haya sucedido esto? ¡La lógica, la razón me dicen que no! Además, los comentarios del escritor acerca de sus obras, prueban esta afirmación y también prueban que los personajes de sus cuentos, eran recursos literarios, que cumplieron con las expectativas del autor. Otro punto que hay que aclarar, es que Pablo Palacio obtiene su título de Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales, en noviembre de 1931, con la calificación de tres primeras ¡por supuesto! y la novela Vida del ahorcado, que fuera publicada recién en noviembre de 1932, está ya finalizada a mediados de 1931. Esto aclara que el libro fue escrito en una época en la que, indudablemente, mi padre, había ya “desbrozado la maleza y procurado un nombre”, en el campo literario y participaba activamente en la política; pero su consagración como hombre público: el bufete, la cátedra, la filosofía vendrían luego de escrita su última obra literaria. Por lo tanto, no pueden haber sido parte del acelerado cambio. A todo esto hay que añadir que, según familiares muy cercanos a mi padre, de los cuales no tengo ninguna razón para dudar, lo “singular” de su nacimiento nunca fue ocultado o negado. Y que luego de la muerte de su madre, pasó a ser atendido por su tía Hortensia Palacio y sostenido económicamente por su tío José Miguel Palacio. Su padre “desconocido” para efectos del Registro Civil, conocido es que fue Agustín Costa, al que casi nunca se lo menciona –presumiblemente porque no hay nada que decir– fue rechazado por Pablo Palacio, cuando quiso darle su apellido. Lo expuesto, me autoriza a parafrasear al distinguido autor del estudio introductorio: (… “Como puede verse, cuando Pablo Palacio habla con su propia voz, todo parece aclararse luminosamente y ya no podemos dudar acerca de las reales motivaciones de nuestro autor” y parafrasear a mi padre cuando allá por el año de 1927, en el relato Comedia inmortal, con humor, hace exclamar al personaje central: “¡Ah, los críticos!”. La otra singularidad a la que se refiere Abdón Ubidia, es a una sífilis, enfermedad que, existente o inexistente, pudo haber sido la causa de la pérdida de las facultades mentales y, posteriormente, de la muerte de mi padre. Y, la califico de existente o inexistente, en razón de una serie de circunstancias no muy claras, que se suscitaron en ese entonces. 1) Debido a un comportamiento algo extraño, incoherente, mi padre, lúcido en ese entonces, solicitó que se le internase en el Hospital Eugenio Espejo, para que se le practicaran exámenes de diversa índole. Tan en uso de sus facultades estaba, que mientras éstos se realizaban, para distraerse jugaba ajedrez, sin ningún problema, con uno de sus cuñados. 2) Los resultados de estos exámenes, fueron negativos en cuanto a sífilis se refiere y el, entonces, novedoso tratamiento –que consistía en inocular el virus del paludismo, para que éste destruyera al treponema, elevaba la temperatura de los pacientes de una manera extrema– fue aplicado solamente en consideración a la sintomatología. 3) Por lo menos un médico de los que lo trataban, un interno de nacionalidad colombiana, no estuvo de acuerdo con el diagnóstico ni con el tratamiento. Luego, dos médicos más: los doctores Elías Gallegos Anda y Ángel Viñán, también manifestaron su desacuerdo. 4) Si en realidad existió la enfermedad ¿qué pasó con el contagio? Mi madre falleció treinta y siete años después y nada de nada. De todas maneras, conociendo la verticalidad y responsabilidad que caracterizaban a mi padre, indudablemente, al momento de casarse con mi madre, para él, ni siquiera existía la posibilidad de tener tal enfermedad. 5) La pérdida de las facultades mentales, que puede ser pura coincidencia, se produce durante o después del “exitoso” tratamiento; puesto que, según los médicos que estaban de acuerdo con él y el diagnóstico, mi padre fue curado de esa enfermedad. 6) Por último, si se quiere relacionar esta posible enfermedad con el cuento Luz lateral, escrito en 1926 y aceptando hipotéticamente que Pablo Palacio, en ese relato, “habla con su propia voz”. Se puede también, de igual manera, pensar que se curó o que, inadvertidamente, sin síntoma alguno, sufrió durante largos doce años de una sífilis mal curada. ¿Serán estas especulaciones posibles? Debo aclarar que, obviamente, no soy un testigo presencial de todo lo expuesto; dado que mi padre enfermó en 1939; yo nací el 7 de enero de 1940; él murió el 7 de enero de 1947, el mismo día en que yo cumplía 7 años; mi madre fue sepultada el 7 de agosto de 1976. Y todo esto me trae a la memoria, las 77 heridas que mi padre manifestaba haber sufrido en su niñez, al caer en la chorrera de El Pedestal, en Loja. Por supuesto ¡yo no soy supersticioso! Pero ¿qué tal? ¿Qué opinan de estas 7 coincidencias? También debo aclarar que mi intención no es defender a mi padre, que él no necesita defensa alguna y, que si en alguien hubo alguna culpabilidad, él, libre de eso está. Solamente quiero hacer énfasis en que hay ciertos hechos que no son totalmente ciertos, otros que no son correctamente interpretados y otros que son simplemente posibilidades. Por último, lo que dejó Pablo Palacio, para ese entonces, el presente y el futuro es, según el prologuista, su “espléndida literatura”, literatura que ha sido calificada por propios y ajenos, me permito repetir, como “adelantada y precursora”. Lo demás no tiene ninguna importancia. Reiterándole mis respetos y consideración y pidiéndole disculpas a Abdón Ubidia, por lo extenso de esta exposición, le agradezco el haberme dado la oportunidad de realizarla. Quito, 7 de julio del 2002 |
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